Gamaliel se hace cristiano.
Deben haber pasado algunos años, porque se ve que Juan está ya en la plena edad adulta (miembros más robustos, rostro más maduro, cabellos, barba y bigote de un rubio mucho más oscuro). María -que está hilando mientras Juan pone de nuevo en orden la cocina de la casita del Getsemaní, cuyas paredes han sido recientemente blanqueadas y cuyos enseres de madera (banquetas, puerta, un bazar que hace también de repisa para la lámpara) han sido barnizados- no aparece cambiada. En absoluto aparece cambiada. Su aspecto es fresco y sereno. Han desaparecido todas las huellas que el dolor por la muerte y regreso de su Hijo al Cielo había dejado en su cara (por las primeras persecuciones contra los cristianos). El tiempo no ha dejado grabadas sus huellas en ese rostro dulce; la edad no ha tenido el poder de alterar su fresca y pura belleza. La lámpara, encendida, encima de la mesa, proyecta su luz palpitante sobre las pequeñas y diligentes manos de María, sobre el estambre cándido envuelto en la rueca, sobre el hilo delgado, sobre el huso que da vueltas, sobre los rubios cabellos recogidos en denso moño tras la nuca. Por la puerta abierta, un rayo tersísimo de luna penetra en la cocina, extendiendo una franja de plata desde la puerta hasta el pie de la banqueta en que María está sentada. María, por ello, tiene los pies iluminados por el rayo lunar, mientras que sus manos y su cabeza lo están por la luz rojiza de la lámpara. Fuera, en los olivos que rodean la casa del Getsemaní, unos ruiseñores cantan su canto de amor. De repente los pajarillos enmudecen, como asustados. A1 cabo de unos momentos, se oyen pisadas que se acercan cada vez más, hasta llegar al umbral de la puerta de la cocina; y, contemporáneamente, desaparece la blanca franja lunar que antes vestía de plata las toscas y oscuras baldosas del suelo. María alza la cabeza y la vuelve hacia la puerta. Juan también mira. Un «¡Oh!» lleno de maravilla sale de los labios de los dos, mientras, con un único movimiento, ambos, presurosos, se dirigen hacia la puerta sobre cuyo umbral ha aparecido, y se ha detenido, Gamaliel. Es un Gamaliel ya muy anciano; está muy delgado; trae vestiduras blancas que la luna, incidiendo en él por detrás, hace casi fosforescentes: parece espectral. Es un Gamaliel abatido, triturado, por los sucesos, por sus remordimientos, por muchas cosas, más aún que por la edad. -¿Tú aquí, rabí? ¡Entra! ¡Ven! La paz sea contigo – le dice Juan, que está frente a él y muy cerca, mientras que María está algunos pasos más atrás. -Si me guías… Estoy ciego… – responde el anciano rabí, con voz trémula más por un secreto llanto que por la edad. Juan, asombrado, pregunta con emoción y piedad en la voz: -¡¿Ciego?! ¿Desde cuándo? -¡Oh!… ¡Desde hace mucho! La vista empezó a debilitárseme enseguida… después de que… sí… después de que no supe reconocer la Luz verdadera que había venido a iluminar a los hombres; hasta que el terremoto desgarró el velo del Templo y zarandeó las robustas murallas, como Él había dicho. Verdaderamente un dúplice velo, que cubría el Santo de los Santos del Templo y al aún más verdadero Santo de los Santos, a la Palabra del Padre, su eterno Unigénito, celado por el velo de una humana, purísima carne, que sólo su Pasión y su gloriosa Resurrección revelaron, incluso a los más obtusos yo el primero-, en lo que realmente era: el Cristo, el Mesías, el Emmanuel. Desde ese momento las tinieblas empezaron a descender sobre mis pupilas y a hacerse cada vez más densas. Justo castigo para mí. Desde hace un tiempo, estoy totalmente ciego. Y he venido… Juan le interrumpe preguntándole: -¿Quizás para pedir un milagro? Sí. Un gran milagro. Se lo pido a la Madre del Dios verdadero. -Gamaliel, yo no tengo el poder que tenía mi Hijo. Él podía devolver vida y vista a las pupilas apagadas, palabra a los mudos, movimiento a los paralizados. Pero yo no – le responde María. Y prosigue: -Pero ven aquí, junto a la mesa, y siéntate. Estás cansado y eres anciano, rabí. No te fatigues más – y, piadosamente, junto con Juan, lo conduce a la mesa y le ayuda a sentarse en una banqueta. Gamaliel, antes de soltarle la mano, se la besa con veneración; luego le dice: -No te pido, María, el milagro de que vea de nuevo. No. No pido esta cosa material. Lo que te pido, Bendita entre todas las mujeres, es una vista de águila para mi espíritu, para ver toda la Verdad. No te pido la luz para mis pupilas apagadas, sino la luz sobrenatural, divina, la verdadera luz, que es sabiduría, verdad, vida, para mi alma y corazón lacerados y exhaustos por los remordimientos, que no me dan tregua. No tengo ningún deseo de ver con los ojos este mundo hebreo tan… sí, tan obstinadamente rebelde a Dios, a Dios que con él fue y es tan compasivo como, en verdad, no merecimos que lo fuera. Es más, estoy contento de no tener que verlo ya, y de que mi ceguera me haya librado de todo compromiso con el Templo y el Sanedrín, tan injustos para con tu Hijo y para con sus seguidores. A quien deseo ver, con la mente, el corazón y el espíritu, es a Él, a Jesús. Verlo en mí, en mi espíritu, verlo espiritualmente, como, ciertamente, tú, oh santa Madre de Dios, y Juan, tan puro, y Santiago, mientras tuvo vida, y los otros, para ayuda en su grave y obstaculado ministerio, lo veis. Verlo para amarlo con todo mi ser y con este amor poder expiar mis culpas y recibir perdón de Él, para tener esa vida eterna de la que me he hecho indigno… Apoya la cabeza en los brazos, apoyados a su vez en la mesa, y llora. María le pone una mano en su cabeza estremecida por los sollozos, y le responde: -¡No! ¡Que no te has hecho indigno de la vida eterna! Todo lo perdona el Salvador a quien se arrepiente de sus errores pasados. Incluso a su traidor le habría perdonado, si se hubiera arrepentido de su horrendo pecado. Y la culpa de Judas de Keriot es inmensa respecto a la tuya. Considera esto: Judas era el apóstol recibido por Cristo, instruido por Cristo, amado por Cristo más que los demás (si se piensa que, no ignorando nada sobre él, Cristo no lo expulsó del grupo de sus apóstoles, sino que, al contrario, hasta el último momento, recurrió a todos los medios para que ellos no comprendieran lo que Judas era y lo que tramaba). Mi Hijo era la Verdad misma, y no mintió nunca, por ningún motivo. Pero, cuando veía que los otros once, sospechando, le preguntaban sobre Judas, Él, sin mentir, conseguía desviar sus sospechas y lograba no responder a sus preguntas, y les imponía que no preguntaran, por prudencia y caridad respecto al hermano. Tu culpa es mucho menor. Es más, ni siquiera puede llamarse culpa. Esto tuyo no es incredulidad; es exceso de fe. Tanto creíste en aquel Niño de doce años que te habló en el Templo, que, obstinadamente pero con una recta intención que venía de tu absoluta fe en aquel Niño por cuyos labios habías oído palabras de infinita sabiduría, has esperado el signo para creer en Él y ver en Él al Mesías. Dios perdona a quien tiene una fe tan fuerte y fiel. Y más aún perdona a quien, aun estando todavía en duda respecto a la verdadera Naturaleza de un hombre acusado injustamente, no quiere tomar parte en su condena porque la siente injusta. Tu espiritual visión de la Verdad ha crecido sin cesar desde que dejaste el Sanedrín por no consentir en aquella sacrílega acción. Y aún creció más cuando, estando en el Templo, viste que se verificó el tan esperado signo, que signó el comienzo de la era cristiana. Y aún más aumentó cuando, con aquellas potentes, angustiadas palabras, rogaste al pie de la cruz de mi Hijo, ya gélido y exánime. Y se ha hecho casi perfecta cada una de las veces que, o con las palabras o poniéndote al margen, has defendido a los fieles de mi Hijo y no has querido tomar parte en la condena de los primeros mártires. Créeme, Gamaliel, cada uno de tus actos de dolor, de justicia, de amor, ha aumentado en ti tu espiritual visión. -¡No basta todo esto! Es que… yo recibí la insólita gracia de conocer a tu Hijo desde su primera pública manifestación, en el momento de su mayoría de edad. ¡Habría debido ver desde entonces!, ¡comprender! Fui un ciego y un necio… ni vi ni comprendí; ni entonces ni otras veces en que tuve la gracia de verlo, hecho ya Hombre y Maestro, y de oír sus cada vez más precisas y poderosas palabras. Tercamente esperaba la señal humana, el estremecimiento de las piedras… ¡Y no veía que todo en Él era una señal segura! ¡Y no veía que Él era la Piedra angular anunciada por los profetas (Salmo 118, 22-23; Isaías 28,16); la Piedra que ya estremecía al mundo, a todo el mundo, al hebreo y al gentil; la Piedra que estremecía las piedras de los corazones con su palabra, con sus prodigios! ¡No veía en Él la señal evidente del Padre suyo en todo lo que hacía o decía! ¿Cómo puede Él perdonar tanta obstinación? -Gamaliel, ¿puedes creer que yo -que soy la Sede de la Sabiduría, la Llena de Gracia, y que, de la Sabiduría que en mí ha tomado Carne y de la Gracia de que estoy llena, he recibido la plenitud del conocimiento de las cosas sobrenaturales- puedo aconsejarte bien? -¡Claro que lo creo! Precisamente porque creo que eres esto, vengo a ti en busca de luz. Tú, Hija, Madre, Esposa de Dios, el cual, sin duda, desde tu concepción te colmó de sus luces sapienciales, no puedes sino indicarme el camino que debo tomar para tener paz, para encontrar la verdad, para conquistar la verdadera Vida. Tengo tanta conciencia de mis errores, estoy tan aplastado por mi miseria espiritual, que necesito ayuda para atreverme a ir a Dios. -Eso que tú juzgas como un obstáculo es, por el contrario, ala para elevarte hacia Dios. Has demolido el edificio de ti mismo, te has humillado; eras un monte poderoso, te has hecho valle profundo. Debes saber que la humildad es semejante a un fertilizante que prepara el más árido terreno para que dé plantas y feraces cosechas. Es peldaño para subir; es más, es escalera para subir a Dios, el cual, viendo al humilde, lo llama hacia sí para ensalzarlo, para encenderlo con su caridad e iluminarlo con sus luces para que vea. Por esto te digo que tú estás ya en la Luz, en el Camino justo, hacia la Vida verdadera de los hijos de Dios. -Pero para tener la Gracia debo entrar en la Iglesia, recibir el Bautismo que limpia de la culpa y nos hace nuevamente hijos adoptivos de Dios. Yo no me opongo a ello. ¡A1 contrario! He destruido en mí al hijo de la Ley, no puedo ya sentir estima ni amor por el Templo. Pero ser nada no quiero. Por tanto, debo edificar de nuevo, sobre las ruinas de mi pasado, el hombre nuevo y la fe nueva. Pero los apóstoles y los discípulos, respecto a mí, el gran rabí de dura cerviz, sentirán desconfianza y prejuicios… Juan lo interrumpe diciendo: -Te equivocas, Gamaliel. Yo soy el primero que te quiero y que anotaría como día de suma gracia el día en que pudiera llamarte cordero del rebaño de Cristo. No sería discípulo de Cristo si no pusiera en práctica sus enseñanzas. Y Él nos mandó amor y comprensión para todos, y especialmente para los más débiles, enfermos, descaminados. Nos ordenó que imitáramos sus ejemplos. Y nosotros siempre lo vimos lleno de amor hacia los culpables arrepentidos, o hacia los hijos pródigos que volvían al Padre, o hacia las ovejas descarriadas. Desde la Magdalena a la Samaritana, desde Áglae al ladrón, ¡a cuántos redimió con misericordia! Habría perdonado también a Judas su supremo delito, si se hubiera arrepentido. ¡Muchas veces lo había perdonado! Sólo yo sé cuánto lo amaba, aun conociéndolo en todas sus acciones. Ven conmigo. Haré de ti un hijo de Dios y hermano del Cristo Salvador. -Tú no eres el Pontífice. Pontífice es Pedro. ¿Y Pedro será tan bueno como tú? Yo sé que es muy distinto de ti. -Era. Pero desde que vio cuán débil fue -hasta el punto de ser cobarde y renegar de su Maestro- ya no es lo que era, y tiene misericordia para todos y con todos. -Entonces llévame inmediatamente donde él. Soy viejo, y ya demasiado me he demorado. Me sentía demasiado indigno, y temía que todos los fieles de Jesús me juzgaran de la misma manera. Ahora, que las palabras de María y tuyas me han confortado, quiero entrar en seguida en el Redil del Maestro, antes de que mi viejo corazón, por tantas cosas quebrantado, se pare. Guíame tú, porque he dicho al siervo que me ha traído hasta aquí que se marchara, para que no oyera nada. Volverá a la hora primera. Pero para entonces yo ya estaré lejos. En dos sentidos: lejos de esta casa y lejos del Templo. Para siempre. Primero iré, yo, hijo rebelde, a la casa del Padre, yo, oveja descarriada, al verdadero Redil del Pastor eterno. Luego volveré a mi lejana casa, para morir allí en paz y en gracia de Dios. María, con un gesto espontáneo, lo abraza y le dice: -Que Dios te dé paz. Paz y gloria eterna, porque te lo has merecido mostrando tu verdadero pensamiento a los poderosos jefes de Israel sin miedo a sus reacciones. Que Dios esté contigo siempre. Que Dios te dé su bendición. Gamaliel busca de nuevo las manos de Ella. Las toma entre las suyas. Las besa. Se arrodilla y le ruega que ponga esas manos benditas sobre su anciana cabeza cansada. María lo complace. Hace incluso más. Traza una señal de la cruz sobre su cabeza inclinada. Luego, junto con Juan, le ayuda a ponerse en pie, lo acompaña hasta la puerta y lo mira mientras, guiado por Juan, se encamina hacia la verdadera Vida; mira a este hombre humanamente llegado a su fin pero sobrenaturalmente creado de nuevo.