Enseñanzas a los apóstoles enviados al Gólgota y luego al Cenáculo.
Jerusalén ya arde bajo el sol meridiano. Un umbrío espacio abovedado ofrece descanso a la vista cegada por este sol que incide sobre las paredes blancas de las casas y hace arder el suelo de las calles. Y lo blanco incandescente de las paredes y lo oscuro de estas bóvedas hacen de Jerusalén una caprichosa pintura en blanco y negro, una alternancia violenta de luces y penumbras -en contraste con la luz violenta, éstas parecen tinieblas-, una alternancia atormentadora como una obsesión, porque quita la facultad de ver o por demasiada luz o por demasiada penumbra. Se camina con los ojos semicerrados, tratando de apresurarse en las zonas de luz y calor y aminorando la marcha bajo las bóvedas, donde es necesario ir despacio porque el contraste entre las luces y las tinieblas hace que incluso con los ojos abiertos no se vea nada. Así caminan los apóstoles por esta ciudad desierta a causa de la hora meridiana; y sudan y se secan la cara y el cuello con la prenda que cubre su cabeza; y resoplan… Cuando tienen que salir de la ciudad, cesa para ellos el alivio de los tramos abovedados. El camino, que bordea las murallas y se pierde hacia el norte y hacia el sur como una cinta cegadora de polvo incandescente, da la impresión de un terreno de horno: sube de él un calor de horno, un calor que seca los pulmones. El torrentillo que discurre por fuera de las murallas lleva un hilo de agua que fluye por el centro de un guijarral, de cantos blancos de sol como cráneos calcinados. Los apóstoles se acercan presurosos a ese hilo de agua, y beben; sumergen en ella la prenda que llevan en la cabeza y se la ponen de nuevo, chorreando, después de haberse lavado la cara. Se descalzan y chapotean con los pies en ese hilo de agua. Pero… es un alivio bien chico, porque el agua está caliente como si hubiera salido de un caldero colgado sobre una llama. Y dicen: -Está caliente y hay poca. Sabe a barro y a jabonera. Cuando baja tan escasa, retiene el sabor de las coladas de la aurora. Acometen la subida del Gólgota, del reseco Gólgota en que el sol ardiente ha secado la poca hierba que parecía pelusa rala en el amarillento monte unos quince días antes. Ahora sólo los rígidos y escasísimos matojos de plantas espinosas, llenas de espinas y exentas de hojas, elevan acá o allá sus dedos como de esqueletos desenterrados, de un verde que es amarillo por el polvo del monte, verdaderamente semejantes a huesos recién sacados de la tierra. Sí, parecen realmente haces de huesos calcinados plantados en el suelo. Hay uno que, después de unos dos palmos de palo derecho, forma bruscamente un codo que termina en cinco palitos después de una especie de paleta. Parece justo la osambre de una mano extendida para agarrar a quien pase y retenerlo en ese lugar de pesadilla. -¿Queréis ir por el camino largo o por el corto? – pregunta Juan, que es el único que ya ha subido el monte. -¡La más corta! ¡La más corta! ¡Vamos a darnos prisa, que aquí uno se muere de calor! – dicen todos, menos el Zelote y Santiago de Alfeo. -¡Vamos! Las piedras del camino adoquinado están ardiendo, como lastras sacadas del fuego. -¡No se puede continuar por aquí! ¡No se puede! – dicen al cabo de pocos metros. -Y, a pesar de ello, el Señor subió hasta allá, hasta donde aquella zarza, y estaba ya herido y llevaba a cuestas la cruz – observa Juan, que ha empezado a llorar desde que ha llegado al Calvario. Continúan. Pero luego se echan al suelo agotados, jadeando. Las prendas mojadas en el río, que cubren sus cabezas, están ya secas por el sol; en cambio las túnicas se manchan de sudor. -¡Demasiado empinada y ardiente! – dice Bartolomé resoplando. -¡Sí, demasiado! – confirma Mateo, que está congestionado. -Por lo que respecta al sol, es igual todo. Pero para la subida vamos a tomar ese camino. Es más largo, pero menos fatigoso. También Longinos lo tomó para poder hacer que el Señor subiera. ¿Veis ese lugar?, ¿allí, donde está esa piedra un poco oscura? Allí se cayó el Señor, y lo creímos muerto, nosotros que mirábamos desde allí, al norte, allí, ¿veis?, donde está ese entrante antes de que la ladera empiece a empinarse. No se movía. ¡Oh, el grito de su Madre! ¡Me resuena aquí! ¡No olvidaré nunca ese grito! No olvidaré ni uno de sus gemidos… ¡Ah, hay cosas que le hacen a uno anciano en una hora y dan la medida del dolor del mundo!… ¡Ánimo, venid! ¡Menos que vosotros se detuvo nuestro Mártir Señor! – exhorta Juan. Se levantan algo aturdidos y lo siguen hasta donde el sendero de trazado en espiral corta a la calzada pavimentada, y lo toman. Sí, es un camino menos empinado, pero… ¡en cuanto al sol!… Y el calor es todavía más intenso porque la ladera bordeada por el sendero refleja su fuego contra los viandantes, ya quemados por el sol. -¡¿Pero por qué hacernos subir por aquí a esta hora?! ¿No hubiera podido traernos al amanecer, en cuanto hubiera habido la luz suficiente para ver dónde pisábamos? En realidad, como estábamos fuera de las murallas, hubiéramos podido venir sin esperar a la apertura de las puertas. Se quejan y refunfuñan entre sí. Hombres, todavía y siempre hombres: ahora, después de la tragedia del Viernes Santo, que es tragedia de la humanidad orgullosa y cobarde, más aún que tragedia de Cristo, siempre héroe, siempre victorioso, incluso en el morir; hombres como antes, cuando los embriagaban los gritos de hosanna de las multitudes, y exultaban pensando en las fiestas y en los banquetes suntuosos en casa de Lázaro… Sordos, ciegos, obtusos ante todos los signos y advertencias de cercana tempestad. Santiago de Alfeo y el Zelote callan y lloran. Tampoco Andrés se queja después de las últimas palabras de Juan, quien sigue hablando, recordando, y en su acto de recordar, pone amonestación fraterna y exhortación a no quejarse… Dice: -Él subió aquí a esta hora, y ya llevaba mucho tiempo caminando. ¿Podría decir que, desde que salió del Cenáculo, no tuvo un momento de descanso? Y ese día hacía mucho calor. Se sentía el bochorno de la tormenta que se acercaba… y estaba ardiendo de fiebre. Nique dice que cuando le aplicó el paño al rostro tuvo la sensación de tocar fuego. Debe estar aquí cerca el lugar preciso en que se encontró con las mujeres… Nosotros, desde el lado opuesto no vimos el encuentro. Pero, a juzgar por lo que me dijeron Nique y las otras. ¡Ánimo, vamos! Pensad que las romanas, acostumbradas a la litera recorrieron a pie este camino, y habían estado al sol desde la mañana, desde la hora tercera, cuando fue condenado. ¡Oh, precedieron a todos, ellas, las paganas. Enviaron incluso a esclavos para que avisaran a las otras que por algún motivo se habían ausentado… Continúan… ¡Un martirio de fuego ese camino! Incluso se tambalean. Pedro dice: -Si Él no hace un milagro, nos vamos a desplomar por insolación. -Sí, a mí el corazón me estalla en la garganta – confirma Mateo. Bartolomé ya no habla. Parece borracho. Juan lo agarra de un codo y lo sostiene, como hizo con la Madre el Viernes cruento. Y dice para consolar: -Dentro de poco hay algo de sombra. En el sitio a donde llevé a la Madre. Allí descansaremos. Caminan, cada vez más lentamente… Ya están apoyados en la roca en la que estuvo María. Y Juan lo dice. En efecto, hay un poco de sombra. Pero el aire está inmóvil, y abrasa. -¡Si hubiera, al menos un tallito de anís, una hoja de menta, un tallo de hierba! Tengo la boca como pergamino arrimado al fuego. Pero no hay nada. ¡Nada! – gime Tomás, que tiene hasta hinchadas las venas del cuello y de la frente. -Daría cuanto me queda de vida por una gota de agua – dice Santiago de Zebedeo. Judas Tadeo rompe a llorar. Es un llanto fuerte. Y grita: -¡Oh, pobre hermano mío, cuanto sufriste! ¡Dijo… dijo… ¿os acordáis?… que se moría de sed! ¡Ahora comprendo! ¡No había comprendido la extensión de esas palabras! ¡Se moría de sed! ¡Y no hubo nadie que le diera, mientras todavía podía beber, un sorbo de agua! ¡Y Él tenía fiebre, además del sol! Juana le había llevado algo para aliviarlo… – dice Andrés. -Ya no podía beber. Tampoco podía hablar… Cuando se encontró con su Madre, allí, a diez pasos de nosotros, sólo pudo decir: «¡Mamá!», y no pudo darle un beso, ni siquiera a distancia, a pesar de que Simón de Cirene lo hubiera liberado de la cruz. Tenía los labios endurecidos a causa de las heridas, abrasados… ¡Oh, yo veía bien, desde detrás de la fila de los legionarios! Porque yo no pasé aquí. ¡Habría tomado su cruz, si me hubieran dejado pasar! Pero temían por mí… y a causa de la muchedumbre, que quería apedrearnos. No podía hablar… ni beber… ni besar… ¡No podía ya casi ni mirar con sus ojos doloridos, bajo las costras de sangre, de la sangre que bajaba de la frente!… Tenía rota la túnica por una rodilla, y se veía la rodilla abierta y sangrante… Tenía las manos hinchadas y heridas… Tenía herido el mentón y una mejilla… La cruz había hecho una llaga en el hombro, ya abierto por los azotes… Tenía herida la cintura, por las cuerdas… La sangre provocada por las espinas goteaba por sus cabellos… Tenía… -¡Calla! ¡Calla! ¡No es posible oírte! ¡Calla! ¡Te lo ruego y te lo mando! – grita Pedro, que asemeja a uno al que estuvieran torturando. -¡No es posible oírme! ¡No podéis oírme! ¡Pero yo tuve que presenciar sus atroces sufrimientos! ¿Y su Madre? ¿Y su Madre, entonces? Agachan la cabeza, llorando. Reanudan la marcha. Caminan… caminan… Ya no se quejan por sí mismos, sino que ahora lloran todos por los dolores de Cristo. Ya están en la cima. En el primer rellano: una plancha de fuego. La reverberación es tal, que parece como si vibrara la tierra, a causa de ese fenómeno típico del sol cuando incide en las arenas encendidas de los desiertos. -Venid. Vamos a subir por aquí. El centurión permitió que pasáramos aquí. También a mí. Me creyó hijo de María. Las mujeres estaban allí. Y allí los pastores. Y allí los judíos… Juan señala los lugares, y termina: -Pero la turba estaba abajo, abajo; cubría la ladera, hasta el valle, hasta el camino, y estaba incluso en las murallas, y en las terrazas cercanas a las murallas… había gente hasta donde alcanzaba la vista. Lo vi cuando el sol empezó a velarse; antes de eso era como ahora… y no podía ver… En efecto, Jerusalén, abajo, parece un espejismo trémulo. El exceso de luz hace de velo para el que quiere verla. Y Juan dice: -A otras horas -María de Lázaro lo ha dicho, pero yo desconocía el momento y el motivo de su venida- se ven los restos negros de las casas quemadas por los rayos. Las casas de los más culpables… al menos de muchos de ellos… Aquí (Juan mide los pasos, reconstruye la escena), aquí estaba Longinos, y aquí estábamos María y yo. Aquí estaba la cruz del ladrón arrepentido, y ahí la otra. Aquí echaron a suerte la ropa. Allí cayó al suelo su Madre cuando Él murió… Desde aquí vi el lanzazo en el Corazón (Juan se pone pálido como un muerto), porque aquí estaba su Cruz – y se arrodilla y adora, rostro en tierra, en la tierra que se ve excavada en un espacio que correspondía a la tierra ensangrentada bajo la sombra del palo transversal de la cruz y alrededor del tronco vertical de ella. Debe haber trabajado duro la Magdalena para excavar tanta tierra, y con una profundidad de al menos un palmo largo, y en una tierra tan dura, mezclada con piedras y una serie de objetos de desecho, que hacen de ella una costra compacta. Todos se han arrojado al suelo, a besar esa tierra, que ahora se baña de lágrimas… Juan es el primero en levantarse, y, amorosamente despiadado, va recordando cada uno de los momentos… Ya no siente el sol… Ninguno lo siente… Habla, habla de cuando Jesús rechazó el vino mirrado, de cuando se desnudó y se ciñó el velo materno, de cuando apareció tan atrozmente flagelado y herido, de cuando se extendió sobre la cruz y gritó por el primer clavo, y luego ya no, para que no sufriera demasiado su Madre, y de cuando le desgarraron la muñeca y le dislocaron el brazo para estirarlo hasta el punto requerido, también habla de cuando, clavado del todo, volvieron la cruz para remachar los clavos y el peso de la cruz pesó sobre el Mártir, cuyo jadeo se oía, y de cuando dieron de nuevo la vuelta a la cruz y la levantaron mientras la arrastraban, y ésta cayó secamente en el agujero y la calzaron; y describe el Cuerpo pendiendo hacia abajo desgarrando las manos, y cómo la corona se descoloca y hace desgarros en la cabeza; y refiere las palabras al Padre de los Cielos, las palabras que pedían perdón para los crucifixores, y que daban el perdón al ladrón arrepentido, y las palabras a su Madre y a Juan, y la llegada de José y Nicodemo, tan abiertamente heroicos desafiando a todo un mundo, y el valor de María de Magdala, y el grito de angustia al Padre que lo abandonaba; y habla de la sed y del vinagre con hiel, y de la última agonía y de cómo llamaba débilmente a su «Mamá», y refiere las palabras de María, ya con el alma en la frontera de la vida por la congoja, la congoja… y la resignación y abandono en Dios; y refiere, horrenda, la última convulsión y el grito que hizo temblar al mundo, y el grito de María cuando lo vio muerto… -¡Calla! ¡Calla! ¡Calla! – grita Pedro. Parece traspasado él por la lanza. También los otros suplican: -¡Calla! ¡Calla!… – Ya no tengo nada que decir. Ya el sacrificio había terminado. La sepultura… nuestra congoja, no suya. En ella sólo tiene valor el dolor de la Madre. ¡Nuestra congoja! ¿Acaso merece compasión? Ofrezcámosela a Él, en vez de pedir piedad para nosotros. Demasiado y siempre hemos evitado el dolor, las fatigas, los abandonos, dejando todas esas cosas para Él, sólo para Él. Verdaderamente hemos sido unos discípulos indignos, que lo hemos amado por la alegría de ser amados, por el orgullo de ser grandes en su reino; pero no supimos amarlo en el dolor… De ahora en adelante, no. Aquí, aquí debemos jurar -esto es un altar, y alto-, ante el Cielo y ante la Tierra, que no volverá a ser así. Ahora, a Él la alegría; a nosotros, la cruz. Jurémoslo. Sólo así daremos paz a nuestras almas. Aquí ha muerto Jesús de Nazaret, el Mesías, el Señor, para ser Salvador y Redentor. Muera aquí ese hombre que somos nosotros y resucite el discípulo verdadero. ¡Alzaos! Juremos en el Nombre santo de Jesucristo que queremos abrazar su doctrina hasta el punto de saber morir por la redención del mundo. Juan parece un serafín. Con los movimientos se ha descubierto y la rubia cabeza resplandece bajo el sol. Ha subido a un montón de objetos desechados (quizás las estacas de sostén de las cruces de los ladrones) y ha tomado involuntariamente la postura (con los brazos abiertos) que tiene frecuentemente Jesús cuando enseña, y especialmente la postura que tenía en la cruz. Los otros lo miran, tan hermoso, tan ardoroso, tan joven (el más joven de todos) y tan maduro espiritualmente. El Calvario le ha dado la edad perfecta… Lo miran y gritan: -¡Lo juramos! -Oremos, entonces, para que el Padre convalide nuestro juramento: «Padre nuestro que estás en el Cielo…». El coro de las once voces se hace seguro, cada vez más seguro a medida que va adelante. Y Pedro se golpea el pecho cuando dice: «perdónanos nuestras deudas», y todos se arrodillan cuando dicen la última súplica: «líbranos del mal». Permanecen así, arrodillados y profundamente corvados, meditando… Jesús está con ellos. No he visto ni cuándo ni por dónde ha aparecido. Se diría que por la parte inaccesible del monte. Resplandece de amor en la intensa luz meridiana. Dice: -El que permanece en mí no recibirá daño del Maligno. En verdad os digo que los que estén unidos a mí sirviendo al Altísimo Creador, cuyo deseo es la salvación de todos los hombres, podrán expulsar demonios, hacer inocuos reptiles y venenos, pasar por entre fieras y llamas sin recibir daño, hasta que Dios quiera que permanezcan en la Tierra sirviéndole. -¿Cuándo has venido, Señor? – dicen, volviendo la cabeza pero permaneciendo de rodillas. -Me ha llamado vuestro juramento. Y ahora, ahora que los pies de mis apóstoles han pisado este terreno, bajad rápidos a la ciudad, al Cenáculo. A1 anochecer se marcharán las mujeres de Galilea con mi Madre. Tú y Juan iréis con ellas. Nos congregaremos todos en Galilea, en el Tabor – dice al Zelote y a Juan. -¿Cuándo, Señor? -Juan lo sabrá y os lo dirá.-¿Nos dejas, Señor? ¿No nos bendices? Tenemos mucha necesidad de tu bendición. -Aquí y en el Cenáculo os la daré. ¡Postraos! Los bendice. El fulgor del sol lo envuelve como en la Transfiguración. La diferencia es que aquí lo esconde. Jesús ya no está. Alzan la cabeza. Ya nada: sol y tierra quemada… -¡Levantémonos y vamos! ¡Se ha marchado! – dicen con tristeza. -¡Cada vez son más breves sus permanencias entre nosotros! -Pero hoy parecía más contento que ayer por la noche. ¿No te lo ha parecido, hermano? – pregunta Judas Tadeo a Santiago de Alfeo. -Lo que le ha alegrado ha sido nuestro juramento. ¡Bendito tú Juan, que nos lo has hecho hacer! – dice Pedro abrazando a Juan. -Yo esperaba que hablara de su Pasión. ¿Por qué nos ha traído aquí para no decir nada luego? – dice Tomás. -Se lo preguntaremos esta noche – dice Andrés. -Sí. Ahora vámonos. El camino es largo y deseamos estar un poco con María antes de que se marche – dice Santiago de Alfeo. -¡Otra dulzura que termina! – suspira Judas Tadeo. -¡Nos quedamos huérfanos! ¿Qué haremos? Se vuelven hacia Juan y el Zelote y, con una miaja de envidia en la voz, dicen: -¡Vosotros, al menos, vais con la Madre! Y os quedáis siempre con Ella. Juan hace un gesto como para decir: «Así es». Pero ellos, que no tienen envidia mala sino buena, confiesan inmediatamente: -Pero es justo. Porque tú estabas aquí con Ella, y tú has renunciado a estar por obediencia. Nosotros… Empiezan a bajar. Pero en cuanto llegan al segundo rellano, el más bajo, ven a una mujer que sube allí bajo el sol por el camino escarpado y que los mira de hito en hito sin decir nada, para dirigirse luego, con paso seguro, a la explanada más alta. -¡Ya hay quien viene aquí! No es sólo María la que viene. Pero ¿qué hace? Llora y busca por el suelo. ¿Será una que haya perdido algo aquel día? – se preguntan. Pudiera ser, en efecto, porque no se ve quién es. El rostro de la mujer está completamente cubierto con un velo. Tomás alza su potente voz: -¡Mujer! ¿Qué has perdido? -Nada. Busco el lugar de la cruz del Señor. Tengo un hermano que se está muriendo, y ya no está en la Tierra el Maestro bueno… – llora en su velo – ¡Los hombres lo han echado de este mundo! -Ha resucitado, mujer. Permanece para siempre. -Sé que permanece para siempre. Porque es Dios, y Dios no perece. Pero ya no está entre nosotros. Un mundo no lo ha recibido y Él se ha marchado. Un mundo ha renegado de Él. Hasta sus discípulos lo han abandonado como si fuera un bandido; y Él… pues ha abandonado el mundo. Vengo a buscar un poco de su Sangre. Tengo fe en que esto curará a mi hermano. Más que la imposición de las manos de sus discípulos, porque ya no creo que ellos puedan hacer prodigios después de haberle sido infieles. -El Señor ha estado aquí hace poco, mujer. Ha resucitado en alma y cuerpo y está todavía entre nosotros. El perfume de su bendición está todavía en nosotros. Mira, aquí ha puesto sus pies hace un momento – dice Juan. -No. Busco una gota de su Sangre. Yo no estaba aquí y no sé el lugar… – agachada, busca en el suelo. Juan le dice: -Éste era el punto de su cruz. Yo estaba. -¿Estabas? ¿Como amigo o como crucifixor? Se dice que sólo uno de sus discípulos predilectos estaba al pie de la cruz, y pocos otros discípulos fieles con él, aquí cerca. Pero no quisiera hablar con un crucifixor suyo. -No lo soy, mujer. Mira, aquí, donde estaba la cruz, hay todavía tierra roja de sangre, a pesar de que hayan excavado. Tanta fue la sangre que perdió, que penetró profundamente. Ten, y que tu fe se vea premiada. Juan ha excavado con los dedos en el agujero donde estaba la cruz y ha extraído tierra rojiza. La mujer lo recoge en un pequeño paño y, dando las gracias, se marcha rauda con su tesoro. -Has hecho bien en no revelar quiénes somos… -¿Por qué no has dicho quién eras?… -dicen los apóstoles (como siempre, el pensamiento humano es contrastante). Juan los mira y no dice nada. Es el primero en encaminarse hacia abajo por la pronunciada cuesta del camino adoquinado. Aunque sea más fácil bajar que subir, todavía el sol luce despiadado, de forma que cuando se ven al pie del Gólgota están verdaderamente sedientos. Pero hay ovejas en el regato, y unos pastores con ellas. Vienen, sin duda, de algún aprisco cercano; para el pasto, antes de que anochezca. El agua está turbia. Es imposible beberla. La sed es tal, que Bartolomé se dirige a un pastor diciendo: -¿Tienes un sorbo de agua en tu zaque? El hombre los mira con severidad. No dice nada. -Un poco de leche, entonces. Las ubres de tus animales están túrgidas. La pagaremos. Desearíamos líquido helado, pero nos basta beber. -No tengo ni agua ni leche para los que han abandonado a su Maestro. Os reconozco, no penséis que no. Os vi y oí una vez en Betsur. Precisamente a ti, que pides… Pero no os vi cuando me encontré con los que bajaban al Crucificado. Sólo éste estaba. No hubo agua para Él, me dijeron los que estuvieron en el monte. Tampoco para vosotros hay agua. Silba a su perro, reúne a las ovejas y se marcha hacia el norte, en donde empiezan elevaciones cubiertas de olivos y, a trechos, de hierba. Los apóstoles, abatidos, cruzan el puente y entran en la ciudad. Van pegados a las paredes, muy cubiertas sus cabezas, hasta los ojos, un poco encorvados. Es que ahora las calles, habiendo pasado ya el calor de las primeras horas de la tarde, vuelven a animarse con gente. Pero deben cruzar toda la ciudad antes de llegar a la casa del Cenáculo, y demasiados son los que conocen a los apóstoles como para que su paso pueda producirse sin incidentes. Y pronto sucede que llega a ellos el latigazo de una carcajada, mientras un escriba -estaba convencida de que ya no iba a ver escribas, y me sentía contenta- grita a la gente (numerosa en este estrecho cruce donde gorgotea una fuente): -¡Ésos son! ¡Mirad! ¡Ahí tenéis a los restos del ejército del gran rey! Los jabatos incapaces de pelear. Los discípulos del seductor. Desprecio y escarnio para ellos. ¡Y compasión, la compasión que se siente por los locos! Es el principio de una barahúnda de ultrajes. Hay quien grita -¿Dónde estabais mientras Él sufría su pena? -¿Convencidos ahora de que era un falso profeta? -¡En vano lo habéis robado y escondido! La idea está apagada. El Nazareno está muerto. El Galileo ha sido fulminado por Yeohveh. Y vosotros con Él. También hay quien, con falsa piedad, dice: -Dejadlos tranquilos. Han recapacitado y se han arrepentido; demasiado tarde, pero a tiempo de huir en el momento justo. Y hay quien enardece a la masa popular (en general compuesta por mujeres, que parecen propensas a ponerse de la parte de los apóstoles), diciendo: -A vosotros, a los que todavía dudáis de nuestra justicia: os sirva de luz lo que han hecho los más leales seguidores del Nazareno. Si hubiera sido Dios, los habría fortalecido. Si ellos lo hubieran conocido como al verdadero Mesías, no habrían huido, porque habrían pensado que una fuerza humana no podía vencer al Cristo. Sin embargo, Él ha muerto en la presencia del pueblo. Y en vano ha sido robado su cadáver, tras haber agredido a los soldados que estaban de guardia y se habían dormido. Preguntádselo a los soldados, si fue o no así. El ha muerto y su gente está desperdigada. Y grande es ante los ojos del Altísimo el que libera el suelo santo de Jerusalén de los últimos vestigios suyos. ¡Maldición a los seguidores del Nazareno! ¡Echemos mano a las piedras, oh pueblo santo, y sean lapidados éstos fuera de las murallas! Es demasiado para la todavía poco estable valentía de los apóstoles. Ya se habían retirado bastante hacia las murallas para no fomentar la algarada con un imprudente desafío a los acusadores. Pero ahora, más que la prudencia, lo que vence es el miedo. Y vuelven las espaldas y se salvan huyendo en dirección a la puerta. Santiago 1e Alfeo y Santiago de Zebedeo, con Juan, Pedro y el Zelote, más serenos y dueños de sí mismos, siguen a sus compañeros sin correr. Alguna piedra los alcanza antes de salir por la puerta, y sobre todo, son alcanzados por muchas porquerías. Los soldados que están de guardia y salen de sus sitios impiden que los sigan más allá de las murallas. Pero los apóstoles corren, corren, y se refugian en el huerto de José, donde estaba el Sepulcro. Hay serenidad y silencio en ese lugar. Suave es la luz bajo los árboles, que en esos días han echado hojas, todavía escasas, pero tan esmeraldinas, que proyectan un velo de color suave bajo los robustos troncos. Se echan al suelo para calmarse de las fuertes palpitaciones. En el fondo del huerto un hombre está cavando, y recalzando verduras, ayudado por un jovencito. No los ve -se han escondido detrás de un seto- sino cuando, después de haber escrutado el cielo y dicho fuerte: «Ven, José, y trae al burro para atarle a la noria», se dirige hacia ellos, a un rústico pozo escondido entre un grupo de zarzas que le dan sombra. -¿Qué hacéis? ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis en el huerto de José de Arimatea? Y tú, necio, ¿por qué dejas abierta la cancilla que José quiere que esté cerrada, ahora que la ha puesto? ¿No sabes que no quiere a nadie aquí donde fue sepultado el Señor? Digo la verdad: envuelta en la pena de asistir a la sepultura de Jesús y en el estupor de la Resurrección, nunca me había percatado de si este huerto, además de la cerca de un seto verde de bojes y zarzas, tenía o no una cancilla; pero, en efecto, creo que haya sido colocada hace poco porque está completamente nueva y la sostienen dos machones cuadrangulares cuyo revoque no presenta señales de largo tiempo. José también, como Lázaro, ha cerrado los lugares santificados por Jesús. Juan se alza, junto con el Zelote y Santiago de Alfeo, y, sin miedo, dice: -Somos los apóstoles del Señor. Yo, Juan; éste, Simón, amigo de José; y éste, Santiago, hermano del Señor. El Señor nos había llamado al Gólgota y habíamos ido. Nos dio la orden de ir a la casa donde está su Madre. La muchedumbre nos ha acosado. Hemos entrado aquí en espera de la noche… -Pero… ¿estás herido? ¡Y también tú! ¡Y tú! Venid que os cure ¿Tenéis sed?, ¿hambre? Tú, rápido, saca agua. La primera agua es pura, luego los cangilones la ponen fangosa. Y da de beber. Y luego lava algunas lechugas de esas frescas y alíñalas con el aceite que tenemos para fajar los injertos. No tengo más cosas que daros. No tengo casa aquí. Pero, sí esperáis, os llevo conmigo… -No. No. Tenemos que ir donde el Señor. Que Dios te lo pague. Beben y se dejan curar. Todos tienen heridas en la cabeza. ¡Apuntan bien los judíos! -Ve al camino tú y mira a ver sí hay alguno merodeando, pero sin levantar sospechas – le ordena el hortelano al muchacho. Éste vuelve y dice: -Nadie, padre. El camino está desierto. -Ve a dar una ojeada hacia la puerta y vuelve rápidamente. Arranca unos tallos de anís y los ofrece, disculpándose por no tener más que legumbres, lechuga y esos anises; y es que -dice- los árboles frutales han perdido las flores muy recientemente. Vuelve el muchacho. -Nadie, padre. El camino, fuera de la puerta, está vacío. -Vamos entonces. Ata el burro al carro y echa encima las hierbas de la mondadura. Pareceremos hombres que vuelven de los campos. Venid conmigo. Alargaréis el camino… pero es mejor que las pedradas. -En todo caso, tendremos que entrar en la ciudad… -Sí. Pero entraremos por otra parte, por callejuelas no expuestas. Venid seguros. Cierra con una llave grande la sólida cancilla. Ofrece a los más mayores que suban al carro. Da azadas y rastrillos a los otros. Carga a Tomás con un haz de mondadura y con un atado de hierba a Juan Y se da a caminar seguro, orillando las murallas en dirección al sur. -Pero, tu casa… Esto está desierto. -La casa está allá, en el otro lado, y no se escapa. La mujer esperará. Primero sirvo a los siervos del Señor. Los mira… -¡Todos cometemos errores! ¡Yo también tuve miedo! Y todos somos odiados por su Nombre. También José. Pero ¿qué importa? Dios está con nosotros. ¿La gente?… Odia y ama, ama y odia. ¡Además, lo que hoy hace lo olvida mañana! Claro… ¡si no estuvieran esas hienas!… Son ellos los que incitan a la gente. Están enfurecidos porque ha resucitado ¡Si se presentara en un pináculo del Templo para dar seguridad al pueblo de que ha resucitado! ¿Por qué no lo hace? Yo creo. Pero no todos saben creer. Y ellos pagan bien a los que dicen al pueblo que su cadáver ha sido robado; que vosotros lo habéis robado, ya descompuesto, y lo habéis sepultado o quemado en una gruta de Josafat. Ya están en el lado sur de la ciudad, en el valle de Hinnón. -Ahí está la Puerta de Sión. ¿Sabéis ir desde allí a la casa? Está a un paso. -Sabemos. Que Dios esté contigo por tu bondad. -Para mí seguís siendo los santos del Maestro. Hombres sois y hombre soy. Sólo Él es más que Hombre y pudo no temblar. Sé comprender y compadecerme. Y digo que vosotros, hoy débiles, mañana seréis fuertes. La paz a vosotros. Los libera de hierbas y herramientas agrícolas y se vuelve, mientras los apóstoles, rápidos como liebres, entran en la ciudad y, por callejuelas periféricas, a hurtadillas, van hacia la casa del Cenáculo. Pero las peripecias de ese día no han terminado todavía. Un grupo de legionarios dirigidos hacia la cercana taberna se cruza con ellos. Uno de los legionarios los observa e indica su presencia a los otros. Y se ríen todos. Y, cuando estos pobres, maltratados discípulos se ven obligados a pasar por delante de ellos, uno de los soldados que están apoyados en la puerta los apostrofa: -¡Hala… ¿no os ha lapidado el Calvario y han atinado los hombres?! ¡Por Júpiter! ¡Os creía más valientes! Y creía que no teníais miedo a nada… porque como os habíais atrevido a subir allá… ¿No os han echado en cara las piedras del monte vuestra cobardía? ¿Tanto valor habéis tenido que habéis subido? Siempre he visto a los culpables huir de los lugares que recuerdan la culpa. La Némesis los sigue. Pero quizás a vosotros os ha llevado hasta allá arriba para haceros temblar de horror, hoy, porque no quisisteis temblar de piedad entonces. Una mujer -quizás es la dueña de la taberna- se asoma a la puerta y se ríe. Tiene una cara de fascinerosa que mete miedo, y grita fuerte: -¡Mujeres hebreas, mirad lo que brota de vuestras entrañas: cobardes perjuros que salen de sus madrigueras cuando el peligro ha terminado! ¡El vientre romano sólo concibe héroes! ¡Venid, vosotros, a beber por la grandeza de Roma!¡Vino selecto y hermosas jóvenes!… – se adentra, seguida por los soldados, en su antro oscuro. Una hebrea mira -alguna mujer está en la calle, con las ánforas; ya se oye el gorgoteo de la fuente cercana a la casa del Cenáculo- y siente compasión. Es una mujer anciana. Dice a sus compañeras: -Han errado… Pero todo un pueblo ha errado. Se acerca a los apóstoles y los saluda: -La paz a vosotros. Nosotras no olvidamos… Sólo queremos saber si verdaderamente ha resucitado el Maestro. -Ha resucitado. Lo juramos. -Pues entonces no temáis. Él es Dios, y Dios vencerá. Paz a vosotros, hermanos. Y decid al Señor que perdone a este pueblo. -Y vosotras orad para que el pueblo a nosotros nos perdone y olvide el escándalo que hemos dado. Mujeres, a vosotras, yo, Simón Pedro, os pido perdón. Pedro llora… -Somos madres y hermanas y esposas, hombre. Tu pecado es el de nuestros hijos, hermanos y maridos. ¡Que el Señor tenga piedad de todos! Los han acompañado a la casa estas mujeres compasivas, y ellas mismas llaman a la puerta cerrada. Abre la puerta Jesús, llenando el espacio oscuro con su Cuerpo glorificado, y dice: -Paz a vosotras por vuestra piedad. Las mujeres están petrificadas por el estupor. Se quedan así, hasta que la puerta vuelve a cerrarse tras los apóstoles y el Señor. Entonces vuelven en sí. -¿Lo has visto? Era Él. ¡Qué hermoso! Más que antes. ¡Y vivo! ¡Ciertamente no era un fantasma! Un hombre verdadero. ¡La voz! ¡La sonrisa! Movía las manos. ¿Has visto qué rojas estaban las heridas? No, miraba que su pecho respiraba exactamente igual que el de un vivo. ¡Que no nos vengan a decir que no es verdad! ¡Vamos! ¡Vamos a decirlo por las casas! No. Vamos a llamar aquí para verlo otra vez. ¿Qué piensas tú? Es el Hijo de Dios, resucitado. ¡Ya es mucho el que se haya mostrado a nosotras, pobres mujeres! Está con su Madre y las discípulas y los apóstoles. No. Sí… Vencen las prudentes y el grupo se aleja. Jesús, entretanto, ha entrado con sus apóstoles en el Cenáculo. Los observa. Sonríe. Ellos, antes de entrar en casa, se han quitado las prendas que cubrían como vendas sus cabezas y se las han puesto como impone el uso normal. Las moraduras, por tanto, no se ven. Se sientan, cansados y silenciosos; más afligidos que cansados. -Habéis tardado – dice Jesús con dulzura. Silencio. -¿No me decís nada? ¡Hablad! Soy Jesús también ahora. ¡Ya ha cedido vuestra intrepidez de hoy? -¡Oh, Maestro! ¡Señor! – grita Pedro cayendo de rodillas a los pies de Jesús – No ha cedido nuestra intrepidez. Pero nos abate el constatar el daño que hemos causado a tu Fe. ¡Estamos machacados! -Muere el orgullo, nace la humildad. Surge el conocimiento, crece el amor. No temáis. Estáis haciéndoos apóstoles ahora. Esto es lo que Yo quería. -¡Pero no vamos a poder hacer ya nada! ¡El pueblo, y tiene razón, se burla de nosotros! Hemos destruido tu obra. ¡Hemos destruido tu Iglesia! Están llenos de angustia. Gritan, gesticulan… Jesús está majestuosamente sereno. Dice, ayudando a sus palabras con el gesto: -¡Tened paz! Ni el infierno destruirá mi Iglesia. No hará perecer el edificio la inestabilidad de una piedra aún no bien asegurada. ¡Tened paz! Haréis, haréis cosas bien hechas, porque ahora os conocéis humildemente en vuestra verdadera realidad, porque ahora poseéis una gran sabiduría: la de saber que todo acto tiene muy vastas repercusiones, a veces imborrables, y que quien está arriba -recordad lo que dije de la luz, que debe ponerse en un lugar alto para que sea vista, pero, precisamente porque todos la ven, debe tener una llama pura-, que quien está arriba, más que quien no lo está, tiene el deber de ser perfecto. ¿Veis, hijos míos? Lo que, si lo hace un fiel, pasa desapercibido o es excusable no pasa desapercibido y severo es el juicio del pueblo si lo hace un sacerdote. Pero vuestro futuro borrará vuestro pasado. No os he dicho nada en el Gólgota, sino que he dejado que el mundo hablara. Yo os consuelo. ¡Ánimo, no lloréis! Comed y bebed ahora, y dejad que os cure, así. Toca levemente las cabezas heridas. Luego dice: -Pero conviene que os alejéis de aquí. Por eso he dicho: «Id, orantes, al Tabor». Podréis estar en los pueblos cercanos y subir a cada amanecer a esperarme. -Señor, el mundo no cree que hayas resucitado – dice en tono bajo Judas Tadeo. -Convenceré al mundo. Os ayudaré a vencer al mundo. Vosotros sedme fieles. No pido más. Y bendecid a quien os humilla, porque os santifica. Parte el pan, lo divide en partes, lo ofrece y distribuye: -Éste es mi viático para los que os marcháis. Allí he preparado ya el alimento para mis peregrinos. Haced también esto en el futuro con aquellos de entre vosotros que se pongan en viaje. Sed paternos con todos los fieles. Todo lo que Yo hago, o hago que hagáis, hacedlo vosotros también. También el ir al Calvario, meditando y moviendo a meditar en la vía dolorosa, hacedlo en el futuro. ¡Contemplad! Contemplad mi dolor. Porque por él, no por la presente gloria, os he salvado. Allí está Lázaro con sus hermanas. Han venido a saludar a mi Madre. Id vosotros también, porque mi Madre se va a marchar pronto en el carro de Lázaro. La paz a vosotros. Se levanta y, rápidamente, sale. -¡Señor! ¡Señor! – grita Andrés. -¿Qué quieres, hermano? – le pregunta Pedro. -Quería pedirle muchas cosas. Hablarle de los que piden curaciones… ¡No sé! ¡Cuando está en medio de nosotros ya no sabemos decir nada! – y sale corriendo en busca del Señor. -¡Es verdad! ¡Estamos como desmemoriados! – convienen en ello todos. -¡Pues es muy bueno con nosotros! ¡Nos ha llamado «hijos» con una dulzura tal, que me ha abierto el corazón! – exclama Santiago de Alfeo. -¡Pero es tan… Dios, ahora!… Tiemblo cuando lo tengo cerca, como si estuviera junto al Santo de los Santos – dice Judas Tadeo. Vuelve Andrés: -Ya no está. El espacio, el tiempo, las paredes, están bajo su dominio. -¡Es Dios! ¡Es Dios! – dicen todos, y permanecen en actitud de gran veneración…