Elección de Matías
Sereno atardecer. La luz merma dulcemente, haciendo del cielo -poco antes purpúreo- un suave entrecielo de amatista. Pronto vendrá la oscuridad, pero, por ahora, todavía hay luz; y es delicada esta luz vespertina, palidecida, después de tanto ardor de sol. El patio de la casa del Cenáculo, vasta extensión entre los muros blancos de la casa, está lleno de gente, como en los atardeceres de después de la Resurrección. Y de estas personas congregadas aquí asciende un rumor uniformado de oraciones, interrumpidas cada cierto tiempo por pausas de meditación. Va mermando cada vez más la luz en este patio comprendido entre los altos muros de la casa. Algunos traen lámparas, que colocan encima de la mesa junto a la cual están reunidos los apóstoles: Pedro en el centro, a su lado Santiago de Alfeo y Juan, luego los otros. La luz palpitante de las pequeñas llamas ilumina de abajo arriba las caras apostólicas, dando gran relieve a las facciones y mostrando las expresiones: concentrada la de Pedro, una expresión como tensa por el esfuerzo de llevar a cabo dignamente estas primeras funciones de su ministerio; de una mansedumbre ascética, la de Santiago de Alfeo; serena y soñadora la de Juan; y al lado de éste el rostro pensador de Bartolomé, seguido del de Tomás, lleno de vivacidad, y del de Andrés, velado por esa humildad suya, que le hace estar con los ojos cerrados y un poco inclinado (parece decir «no soy digno»); al lado de Andrés, Mateo, que tiene apoyado un codo en la mano del otro brazo y la cara apoyada en la mano del brazo sujetado; después de Santiago de Alfeo, Judas Tadeo, con expresión de imperio (es un verdadero dominador de muchedumbres), y con unos ojos que mucho recuerdan, en color y expresión, a los de Jesús.Ahora también Judas Tadeo – él más que todos los otros juntos- mantiene serena a la asamblea bajo el fuego de sus ojos. Y no obstante, tras su involuntaria imponencia regia, se ve aflorar el sentimiento compungido del corazón, especialmente cuando llega su turno de entonar una oración. Cuando dice el salmo (115, 1-2): «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre dale gloria por tu misericordia y fidelidad, para que no digan las naciones: «¿Dónde está su Dios?»», ora realmente con el alma arrodillada delante de Aquel que lo ha elegido, y el más fuerte sentimiento de su interior vibra en su voz; y también él dice con toda la intensidad de su oración: -Yo no soy digno de servirte a ti que eres tan perfecto. Felipe, a su lado, su rostro ya marcado por los años, pero aún dentro de la edad vigorosa, parece contemplar un espectáculo sólo presente a él, y mantiene apretadas las manos contra las mejillas, un poco agachada la cabeza y un poco triste… Mientras, el Zelote mira hacia arriba, ausente, y expresa una sonrisa interior, que embellece su rostro no bello, aunque atrayente por su austero señorío. Santiago de Zebedeo, lleno de impulso, vibrante, dice sus oraciones como si todavía hablara al Maestro amado, y el salmo 12 brota impetuoso de su espíritu encendido. Terminan con el largo y bellísimo salmo 118, (en la Neovulgata son Salmo 13 y Salmo 119) que recitan alternadamente, una estrofa cada uno, repitiendo dos veces el turno para cumplir el número de las estrofas. Luego se recogen en total silencio hasta que Pedro, que se ha sentado, se alza como movido por el impulso de una inspiración, y ora con voz fuerte y los brazos abiertos como hacía el Señor: -Mándanos tu Espíritu, oh Señor, para que a su Luz podamos ver. -Maran Athá – dicen todos. Pedro se recoge en una intensa y muda oración, pero, quizás, más que pedir, escucha, o, al menos, espera palabras de luz… Luego alza de nuevo la cabeza, y de nuevo abre los brazos -los había aspado sobre el pecho-, y, como es pequeño respecto a la mayoría, se sube a su asiento para dominar la pequeña muchedumbre que está apiñada en el patio y para que todos lo vean. Y todos, comprendiendo que debe hablar, callan, mirando atentos. -Hermanos míos, era necesario que se cumpliera lo que el Espíritu Santo por boca de David predijo en la Escritura (Salmo 41, 10) respecto a Judas, el cual guió a los que capturaron al Señor y Maestro nuestro bendito: Jesús. Él, Judas, era uno de los nuestros, y recibió el destino de nuestro ministerio. Pero su elección, para él, se transformó en perdición, porque Satanás entró en él por muchos caminos y lo convirtió de apóstol de Jesús en traidor de su Señor. Creyó triunfar y gozar, y vengarse así del Santo, que había defraudado las inmundas esperanzas de su corazón lleno de toda concupiscencia. Pero cuando creía triunfar y gozar comprendió que el hombre que se hace esclavo de Satanás, de la carne, del mundo, no triunfa, sino que, al contrario, muerde el polvo como un derrotado. Y conoció que el sabor de los alimentos que el hombre y Satanás proporcionan es amarguísimo y totalmente distinto del pan delicado y sencillo que Dios da a sus hijos. Y entonces conoció la desesperación y odió al mundo entero después de haber odiado a Dios, y maldijo todo lo que el mundo le había dado, y se dio muerte colgándose de un olivo del olivar que con sus iniquidades se había comprado, y el día que Cristo resucitó glorioso de la muerte, su cuerpo putrefacto y ya agusanado cayó, y sus entrañas se esparcieron por el suelo al pie del olivo, haciendo inmundo aquel lugar. Sobre el Gólgota llovió la Sangre redentora y purificó la Tierra, porque era la Sangre del Hijo de Dios que se había encarnado por nosotros. Sobre la colina que está cerca del lugar del infame Consejo, no llovió sangre, ni lágrimas de buen remordimiento, sino que lo que llovió sobre el polvo del suelo fueron inmundicias de vísceras deshechas. Porque ninguna otra sangre podía mezclarse con la Sangre santísima en esos días de purificación en que el Cordero nos lavaba con su Sangre, y muchísimo menos podía la Tierra, que bebía la Sangre del Hijo de Dios, beber también la sangre del hijo de Satanás. Ésta es una cosa resabida. Y también se sabe que, en su furor de condenado, Judas llevó de nuevo al Templo el dinero del infame comercio y que golpeó con él, dinero inmundo, al Sumo Sacerdote en la cara. Y se sabe que con ese dinero, sacado del Tesoro del Templo, pero que ya no podía reservarse en el Tesoro porque era precio de sangre, los príncipes de los Sacerdotes y los Ancianos, habiéndose asesorado unos a otros, compraron el campo del alfarero, como habían dicho las profecías (Jeremías 32, 6-10; Zacarías 11, 12-13) especificando incluso su precio. Y el lugar pasará a la historia de los siglos con el nombre de Haqueldamá. Y así quede dicho todo lo relativo a Judas, y que desaparezca de entre nosotros hasta el recuerdo de su cara. Pero que se tengan presentes los caminos por los que de llamado por el Señor para el Reino celeste descendió a ser príncipe en el Reino de las tinieblas eternas, para no recorrerlos imprudentemente y no hacernos nosotros otros Judas para la Palabra que Dios nos ha confiado y que sigue siendo Cristo, Maestro en medio de nosotros. Pero está escrito en el libro de los Salmos (69, 26; 109, 8): «Quédese su casa desierta y nadie viva en ella, y su oficio lo tome otro». Es necesario, pues, que, de entre estos hombres que nos han acompañado durante todo el tiempo en que el Señor Jesús ha estado con nosotros peregrinando, comenzando desde el Bautismo de Juan y hasta el día en que estando entre nosotros fue elevado al Cielo, uno sea con nosotros constituido testigo de su Resurrección. Y esto hay que hacerlo sin demora, para que esté presente con nosotros en el Bautismo de Fuego de que el Señor nos ha hablado, para que también él, que no recibió el Espíritu Santo del Maestro Santísimo, lo reciba directamente de Dios y quede por Él santificado e iluminado, y tenga las capacidades que nosotros tendremos, y pueda juzgar y perdonar y hacer lo que nosotros haremos, y sean válidos y santos sus actos. Yo propondría elegirlo entre los fidelísimos de entre los fieles discípulos, de entre los que ya han padecido por Él y le han sido fieles incluso cuando para el mundo era el Ignorado. Muchos de éstos han venido a nosotros de Juan, Precursor del Mesías, y son almas modeladas por años de servicio a Dios. Gran amor les tenía el Señor, y grandísimo amor tenía a Isaac, que tanto había padecido por causa de Jesús niño. Pero sabéis que su corazón cedió en la noche que siguió a la Ascensión del Señor. No estemos tristes por su ausencia Está unido a su Señor. Era el único deseo de su corazón… Es también el nuestro… pero nosotros debemos padecer nuestra pasión. Isaac ya la había padecido.Proponed, pues, vosotros, algún nombre de entre éstos, para poder elegir al duodécimo Apóstol según los usos de nuestro pueblo: dejando, en las situaciones más graves, al Señor altísimo la potestad de indicar: Él sabe. Se consultan unos a otros. No pasa mucho tiempo y ya los más importantes discípulos (entre los no pastores), de común acuerdo con los diez apóstoles, comunican a Pedro que proponen a José, hijo de José de Saba, para honrar al padre, mártir por Cristo, y al hijo, discípulo fiel; y a Matías, por las mismas razones que para el primero, y además por la razón de honrar a su primer maestro, es decir, a Juan. Y, habiendo aceptado Pedro su consejo, conducen a la mesa a los dos, y entretanto oran, extendidos los brazos hacia delante, en la postura habitual de los hebreos: -Tú, Señor altísimo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, único y trino Dios, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que ocupe en este ministerio y apostolado el puesto del que prevaricó Judas para ir a su lugar. -Maran Athá – hacen coro todos. No teniendo dados u otra cosa con que echar a suertes, y no queriendo usar dinero para esta función, toman piedrecitas diseminadas por el patio, humildes piedrecitas, blancas y oscuras en número igual, decidiendo que las blancas son para Matías y las otras para José. Cierran las piedrecitas dentro de una bolsa, que han vaciado de lo que contenía; agitan la bolsa y se la ofrecen a Pedro, quien, trazado sobre ella un gesto de bendición, mete dentro la mano y, orando con los ojos hacia el cielo, florecido ahora de estrellas, extrae una piedra: blanca como la nieve. El Señor ha indicado a Matías como sucesor de Judas. Pedro pasa a la parte delantera de la mesa y lo abraza diciendo que es para «hacerlo semejante a él». Los otros diez hacen también el mismo gesto, entre las aclamaciones de la pequeña muchedumbre. Como última cosa, Pedro, que ha vuelto a su sitio teniendo cogida la mano del elegido -al cual tiene a su lado, de forma que ahora está entre Matías y Santiago de Alfeo-, dice: -Ven al sitio que Dios te ha reservado, y borra con tu justicia el recuerdo de Judas, ayudándonos a nosotros, hermanos tuyos, a cumplir las obras que Jesús Santísimo nos ha dicho que cumplamos. La gracia del Señor Nuestro Jesucristo esté siempre contigo. Se vuelve a todos y los despide… Mientras los discípulos desalojan lentamente el patio por una salida secundaria, los apóstoles vuelven a la casa y conducen a Matías a la presencia de María, que está recogida en oración en su habitación, para que también de la Madre de Dios el nuevo apóstol reciba la palabra de saludo y de elección.