Aparición en la orilla del lago y otorgamiento de la misión a Pedro.
Es una noche tranquila y sofocante. No hay una brizna de viento. Las estrellas, extendidas, titilantes, atestan el cielo sereno. El lago, calmo e inmóvil -tanto, que parece una vastísima pila resguardada de los vientos- refleja en su superficie la gloria de ese cielo que palpita por los astros que lo pueblan. Los árboles de las orillas son un bloque sin susurros. Tan quieto está el lago, que sus olas, en la orilla, se reducen a un levísimo murmullo. Hay alguna barca, lago adentro, apenas visible como forma errante que, a trechos, con su farolito atado en el mástil de la vela para dar claridad al interior del bote, pone una estrellita a poca distancia de la superficie de las aguas. No sé qué parte del lago es. Yo diría que se trata de la parte más meridional, donde el lago se prepara a ser de nuevo río; diría que se trata de la periferia de Tariquea: no porque vea la ciudad – me lo impide una espesura arbórea que penetra en el lago formando un pequeño promontorio montuoso-, sino porque lo deduzco de la estrellitas de las luces de las barcas, que se alejan hacia el norte separándose de las orillas del lago. Y digo «periferia» porque una pequeña agrupación de casuchas -tan pocas, que no constituyen siquiera una aldea- están allí concentradas, al pie del pequeño promontorio; casas pobres, situadas casi en la playa, pertenecientes, sin duda, a pescadores. Hay algunas barcas fuera del agua, en la pequeña playa, y otras en el agua, junto a la orilla, preparadas ya para navegar, pero tan quietas que, en vez de estar flotando, parecen estar clavadas en el suelo. Por la puerta de una de estas casuchas, Pedro asoma la cabeza. La luz oscilante de una lumbre encendida en la cocina humosa ilumina por detrás la figura torosa del apóstol, haciéndola resaltar como un boceto. Mira al cielo, mira al lago… Avanza hasta el límite de la playa. Luego -lleva una túnica corta y va descalzo– entra en el agua, hasta medio muslo, y acaricia el borde de una barca extendiendo su brazo musculoso. Se unen a él los hijos de Zebedeo. -Bonita noche. -Dentro de poco saldrá la Luna. -Noche de pesca. -Pero con remos. -No hay viento. -¿Qué hacemos? Hablan bajo, con frases cortadas, como hombres acostumbrados a la pesca y a las maniobras de las velas y las redes, que requieren atención y, por tanto, pocas palabras. -Convendría salir. Venderíamos parte de la pesca. Se unen a ellos, en la orilla, Andrés, Tomás y Bartolomé. -¡Qué calor esta noche! – exclama Bartolomé. -¿Habrá tormenta? ¿Os acordáis de aquella noche? – pregunta Tomás. -¡No! Calma chicha. Quizás niebla. Pero no tormenta. Yo… yo voy a pescar. ¿Quién viene conmigo? -Vamos todos. Quizás se esté mejor allá dentro – dice Tomás, que suda; y añade: «A la mujer le hacía falta esa lumbre, pero es como si hubiéramos estado en las termas calientes… -Voy a decírselo a Simón, que está allí todo solo» – dice Juan. Pedro ya prepara la barca, junto con Andrés y Santiago. -¿Vamos hasta casa? Una sorpresa para mi madre… – pregunta Santiago. -No. No sé si puedo traer a Margziam. Antes de… de la… ¡bueno, sí!… antes de ir a Jerusalén -estábamos todavía en Efraím- el Señor me dijo que quería celebrar la segunda Pascua con Margziam. Pero luego no me ha vuelto a decir nada más… -A mí me parece que ha dicho que sí – dice Andrés. -Sí. La segunda Pascua, sí. Pero hacerle venir antes, no sé si quiere. He cometido tantos errores, que… ¡Ah, ¿vienes también tú?!-Sí, Simón de Jonás. Me recordará muchas cosas esta pesca… -¡Ya, claro! A todos nos recordará muchas cosas… Cosas que ya no volverán… Íbamos con el Maestro en esta barca por el lago… Y yo la apreciaba como si fuera un palacio, y me parecía que no podía vivir sin ella. Pero, ahora que Él no está en la barca… pues… estoy en ella y no me produce alegría – dice Pedro. -Ya ninguno siente alegría por las cosas pasadas. Ya no es la misma vida. Y, además, mirando hacia atrás… entre aquellas horas pasadas y estas presentes, están en medio esos momentos horrendos… – suspira Bartolomé. -Preparados. Venid. Tú, al timón; nosotros, a los remos. Vamos hacia la curva de Ippo. Es buen sitio. ¡Upa! ¡Op! ¡Upa! ¡Op! Pedro dirige la boga y la barca se desliza por las aguas quietas. Bartolomé al timón. Tomás y el Zelote haciendo de mozos ayudantes, preparados para echar las redes (ya las tienen extendidas). Se alza la Luna, o sea, supera los montes de Gadara, si no me equivoco. Gamala (en fin, los que están en la costa oriental, pero hacia el sur del lago), y el rayo de la Luna incide en el lago y traza un camino de diamantes sobre las aguas quietas. -Nos acompañará hasta la mañana. -Si no viene bruma. -Los peces dejan el fondo atraídos por la luna. -Bueno será que tengamos buena pesca. Porque ya no tenemos dinero. Compraremos pan, y a los que están en el monte les llevaremos pescado y pan. Palabras lentas, con pausas largas entre una y otra voz. -Remas bien, Simón. ¡No has perdido la boga!… – dice el Zelote admirado. -Sí… ¡Maldición! -¿Qué te pasa? – preguntan los otros. -Lo que me pasa… es que el recuerdo de ese hombre me persigue por todas partes. Me acuerdo de aquel día que íbamos con dos barcas viendo a ver quién remaba mejor, y él… -Yo, sin embargo, pensaba que una de las primeras veces que tuve la visión de su abismo de perfidia fue aquella vez que encontramos, o mejor: que chocamos, las barcas de los romanos. ¿Os acordáis? – dice el Zelote. -¡Claro que nos acordamos! ¡En fin!… Él lo defendía… y nosotros… entre las defensas del Maestro y la doblez del… del nuestro, nunca comprendimos bien… – dice Tomás. -¡Mmm! Yo, más de una vez… Pero Él decía: «¡No juzgues, Simón!». -Judas Tadeo siempre sospechó de él. -Lo que no puedo creer es que éste no haya sabido nunca nada – dice Santiago, dando un codazo a su hermano. Pero Juan agacha la cabeza y calla. -Ya lo puedes decir… – dice Tomás. -Me esfuerzo en olvidar. Es la orden que he recibido. ¿Por qué queréis hacerme desobedecer? -Tienes razón. Dejémoslo en paz – dice el Zelote saliendo en defensa de Juan. -Echad las redes. Lentamente… Remad vosotros. Boga lento. Vira a la izquierda, Bartolomé. Acércate. Vira. Acércate. Vira. ¿Extendida la red? ¿Sí? Arriba los remos y esperamos – ordena Pedro. ¡Qué hermosura la de este lago, encantador, en la paz de la noche, bajo el beso de la Luna! Verdaderamente es paradisíaco, por su pureza. La Luna se refleja toda desde el cielo y viste de diamante las aguas. Su fosforescencia parpadea sobre las colinas y las muestra; viste de nieve las ciudades de las orillas… De tanto en tanto sacan la red: cascada de diamantes y arpegios sobre la plata del lago; vacía. La sumergen de nuevo. Cambian de posición. No tienen suerte… Las horas pasan. La Luna se pone, mientras la luz del alba se abre camino, incierta, verdeazul… Una cálida bruma, cerca de las orillas, huma, especialmente hacia el extremo sur del lago. Tiberíades se vela de bruma, y también Tariquea. Es una niebla baja, poco densa, que el primer sol disolverá. Para evitarla, prefieren costear el lado de oriente, donde es menos densa (mientras que en el lado occidental, al venir del aguazal que hay más allá de Tariquea en la ribera derecha del Jordán, se hace más densa, como si el aguazal humara). Bogan atentos para evitar algún peligro del fondo, de este lago que ellos bien conocen. -¡Vosotros, los de la barca! ¿Tenéis algo para comer? Una voz masculina viene de la orilla. Una voz que los estremece. Pero se encogen de hombros y responden con fuerte voz: -No. Y luego comentan entre ellos: -¡Siempre nos parece oírlo!… -Echad las redes a la derecha y encontraréis. La derecha está lago adentro. Echan la red, con un poco de perplejidad. Sacudidas, peso que hace inclinar la barca hacia el lado de la red. -¡Pero si es el Señor! – grita Juan. -¿El Señor, dices? – pregunta Pedro. -¿Pero lo dudas? Nos ha parecido su voz. Pero ésta es la prueba. ¡Mira la red! ¡Como aquella vez! ¡Te digo que es Él! ¡Oh, Jesús mío! -¿Dónde estás? Todos aguzan la vista, queriendo perforar los velos de la niebla, después de haber asegurado bien la red para arrastrarla tras la estela de la barca, puesto que pretender izarla sería una maniobra peligrosa; y reman para ir a la orilla. Pero Tomás debe agarrar el remo de Pedro, el cual, de prisa y corriendo, se ha puesto la túnica corta encima del cortísimo calzón -que era su único vestido, como es también el único de los otros, excepto de Bartolomé-, se ha echado a nadar al lago, y ahora hiende con grandes brazadas el agua quieta, precediendo a la barca, de forma que es el primero en llegar a la playita desierta, donde, sobre dos piedras protegidas por un matorral espinoso, brilla un fuego de hornija. Y allí, cerca del fuego, está Jesús, sonriente y benévolo. -¡Señor! ¡Señor! Pedro jadea a causa de la emoción y no puede decir nada más. Chorrea agua, de forma que no se atreve siquiera a tocar la túnica de su Jesús, y permanece postrado en la arena, con la túnica pegada a sus carnes, adorando. La barca roza el fondo del guijarral y se detiene. Todos están de pie, inquietos por la alegría… -Traed aquí algunos de esos peces. La lumbre está preparada. Venid y comed – ordena Jesús. Pedro corre hasta la barca y ayuda a izar la red. Mete la mano en el montón de peces zigzagueantes y agarra tres de ellos, grandes. Los golpea contra el borde de la barca, para matarlos, y los vacía con su cuchillo. Pero le tiemblan las manos (no de frío, ciertamente). Los enjuaga, los lleva a donde está el fuego, los coloca encima y vigila cómo se asan. Los otros están adorando al Señor, un poco separados de Él; temerosos ante Él, como siempre, ahora que, resucitado, se le ve tan divinamente poderoso. -Mirad, aquí está el pan. Habéis trabajado toda la noche y estáis cansados. Ahora recuperaréis fuerzas. ¿Ya está, Pedro? -Sí, mi Señor – dice Pedro con una voz aún más ronca de lo habitual, inclinado hacia el fuego, y se seca los ojos, que gotean, como si el humo, irritándolos, les hiciera llorar, al mismo tiempo que irrita también la garganta. Pero no es el humo el que produce esa voz y esas lágrimas… Lleva el pescado. Lo ha dispuesto encima de una hoja rasposa – parece una hoja de calabaza- que le ha llevado Andrés después de haberla enjuagado en el lago. Jesús hace el ofrecimiento y bendice, parte el pan y los peces. Hace ocho partes. Lo distribuye. Él también lo prueba. Comen con la reverencia con que celebrarían un rito. Jesús los mira y sonríe. Pero guarda silencio también Él, hasta que pregunta: -¿Dónde están los otros? -En el monte. Donde dijiste. Nosotros hemos venido para pescar porque ya no tenemos dinero y no queremos abusar de los discípulos. -Hacéis bien. Pero, de ahora en adelante, vosotros, los apóstoles, estaréis en el monte, en oración, edificando con el ejemplo a los discípulos. Enviadlos a ellos a pescar. Conviene que vosotros estéis allí en oración, y también para escuchar a los que necesiten un consejo o puedan ir a daros noticias. Tened muy unidos a los discípulos. Pronto iré Yo. -Lo haremos, Señor. -¿Margziam no está contigo? -No me dijiste que lo trajera tan pronto. -Dispón que venga. Su obediencia ha terminado. -Así lo haré, Señor. Un momento de silencio. Luego Jesús, que había estado un poco con la cabeza agachada, pensando, alza la cabeza y clava la mirada en Pedro. Lo mira con su mirada de las horas de más poderosos milagros y de más poderoso imperio. Pedro se sobresalta, casi de miedo, se echa un poco hacia atrás… Pero Jesús, poniendo una mano en el hombro de Pedro, lo sujeta fuertemente y, teniéndolo así, le pregunta: -Simón de Jonás, ¿me quieres? -¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero – responde Pedro con seguridad. -Apacienta mis corderos… Simón de Jonás, ¿me quieres? -Sí, mi Señor. Y Tú sabes que te quiero. En la voz hay menos sentido de seguridad; es más, hay un poco de estupor por la repetición de la pregunta. -Apacienta mis corderos… Simón de Jonás, ¿me quieres? -Señor… Tú lo sabes todo… Tú sabes… sabes si te quiero… – le tiembla la voz a Pedro, que está seguro de su amor, pero que tiene la impresión de que Jesús no esté seguro. -Apacienta mis ovejas. Tu triple profesión de amor ha borrado tu triple negación. Estás todo puro, Simón de Jonás. Y Yo te digo: asume la vestidura pontifical y lleva a mi rebaño la Santidad del Señor. Cíñete las vestiduras a tu cintura y tenlas bien ceñidas, hasta que, de Pastor, también tú pases a ser cordero. En verdad te digo que cuando eras más joven tú solo te ceñías e ibas a donde querías, pero, cuando seas anciano, extenderás las manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no querrías ir. Pero ahora soy Yo el que te dice: «Cíñete y sígueme por mi mismo camino». Álzate y ven. Se alza Jesús y se alza Pedro. Van hacia la orilla. Los otros se ponen a apagar el fuego ahogándolo bajo la arena. Pero Juan, recogidos los restos del pan, sigue a Jesús. Pedro oye el roce de los pasos y vuelve la cabeza. Ve a Juan y, señalándoselo a Jesús, dice: -¿Y de él qué será? -Si quiero que permanezca hasta que Yo regrese, ¿a ti qué? Tú sígueme. Ya están en la orilla. Pedro quisiera decir todavía algo, pero la majestuosidad de Jesús y las palabras que ha oído lo retienen. Se arrodilla -imitado en esto por los otros- y adora. Jesús los bendice y se despide de ellos, que suben a la barca y se marchan remando. Jesús los mira mientras se alejan.