Aparición a los apóstoles en el Cenáculo.
Están recogidos en el Cenáculo. Debe haber anochecido ya hace un buen rato, porque no se oye ningún ruido de la calle ni de la casa. Creo que incluso todos los que antes habían venido ya se han retirado, o a sus propias casas o a dormir, cansados por tantas emociones. Los diez, sin embargo, comidos unos pescados -quedan algunos todavía, en una bandeja que está encima de un aparador-, conversan a la luz de una sola llama de la lámpara, la más cercana a la mesa. Están todavía sentados alrededor de ésta. Su conversación es entrecortada. Está hecha casi de monólogos, porque parece como si cada uno, más que con su compañero, hablara consigo mismo, mientras los otros lo dejan hablar, a lo mejor hablando a su vez de algo completamente distinto. Pero estos temas inconexos, que me parecen como radios de una rueda desvencijada, se siente que pertenecen a un único tema en torno al cual se centran, aunque estén tan desparpajados: Jesús. -Mi temor es que Lázaro haya oído mal, y que las mujeres hubieran oído mejor que Él… – dice Judas de Alfeo. -¿A qué hora ha dicho la romana que lo había visto? – pregunta Mateo. Ninguno le responde. -Mañana voy a Cafarnaúm – dice Andrés. -¡Qué maravilla! ¡Hacer que salga precisamente en ese momento la litera de Claudia! – dice Bartolomé. -Hemos hecho mal, Pedro, marchándonos inmediatamente esta mañana… Si nos hubiéramos quedado, lo habríamos visto, como la Magdalena – suspira Juan. -No comprendo cómo ha podido estar en Emaús y en el palacio al mismo tiempo. Y cómo aquí, con su Madre, y con la Magdalena y con Juana, simultáneamente – dice, hablando para sí, Santiago de Zebedeo. -No vendrá. No he llorado lo suficiente como para merecerlo… Tiene razón. Yo digo que me hace esperar tres días por mis tres negaciones. ¿Cómo pude, cómo pude hacer eso? -¡Qué transfigurado estaba Lázaro! Os digo que parecía un Sol. Yo creo que le ha sucedido como a Moisés después de haber visto a Dios (Éxodo 34, 29-35). Y -¿verdad, vosotros que estabais allí?- inmediatamente después de haber ofrecido su vida! – dice el Zelote. Ninguno lo escucha. Santiago de Alfeo se vuelve hacia Juan y dice: -¿Cómo dijo a los de Emaús? Me parece que nos ha disculpado, ¿no es verdad? ¿No dijo que todo ha sucedido por nuestro error de israelitas en el modo de entender su Reino? Juan no le presta atención; se vuelve hacia Felipe, mira a éste Y dice… al aire, porque no habla a Felipe: -A mí me basta con saber que ha resucitado. Y… y también que mi amor sea cada vez más fuerte. Ha ido en proporción, ¿no?, si os fijáis, al amor que hemos tenido: la Madre, María Magdalena, los niños, mi madre y la tuya, y luego Lázaro y Marta… ¿Cuándo a Marta? Yo digo que cuando entonó el salmo davídico (Salmo 23): «El Señor es mi pastor, nada me faltará. Me ha puesto en lugar de abundantes pastos, me ha conducido a aguas de reposo. Ha llamado hacia sí al alma mía…». ¿Te acuerdas cómo nos hizo estremecernos con ese inesperado canto? Y esas palabras se conectan con lo que ha dicho: «Ha llamado hacia sí al alma mía». Efectivamente, Marta parece haber encontrado de nuevo su camino… Antes estaba como desconcertada, ¡ella, la fuerte! Quizás en la propia llamada le ha dicho el lugar a donde quiere que vaya; es más, esto es seguro porque si la ha citado ella debe saber dónde será. ¿Qué habrá querido decir con «desposorio cumplido? Felipe, que lo ha mirado un momento y luego lo ha dejado monologar, gime: -No voy a saber qué decirle si viene… Huí… y, siento que huiré. Antes por miedo a los hombres, ahora por miedo a Él. -Dicen todos que es hermosísimo. ¡Pero es que puede ser más hermoso que lo que ya lo era? – se pregunta Bartolomé. -Yo le diré: «Me perdonaste sin decirme palabra alguna cuando era publicano. Perdóname ahora con tu silencio, porque mi vileza no merece tu palabra» – dice Mateo. -Longinos dice que ha pensado: «¿Debo pedirle quedar curado o creer?». Pero su corazón ha dicho: «Creer», y entonces la Voz ha dicho: «Ven a mí», y él ha sentido la voluntad de creer y la curación al mismo tiempo. Me lo ha dicho justo así – afirma Judas de Alfeo. -Yo no dejo de pensar en Lázaro, premiado inmediatamente después de su ofrecimiento… Yo también lo he dicho: «Mi vida por tu gloria». Pero no ha venido – suspira el Zelote. -¿Qué opinas, Simón? Tú, que eres culto, dime: ¿qué debo decirle para que comprenda que lo quiero y que le pido perdón? ¿Y tú, Juan? Tú has hablado mucho con la Madre. Ayúdame. ¡No es piadoso dejar solo al pobre Pedro! Juan se mueve a compasión hacia su descorazonado compañero y dice: -Pues… pues yo le diría simplemente: «Te quiero». En el amor está incluido también el deseo de perdón y el arrepentimiento. Pero… no sé. ¿Simón, tú qué crees? Y el Zelote: -Yo diría lo que era el grito de los milagros: «¡Jesús, ten piedad de mí!». Diría: “Jesús”. Es suficiente. ¡Porque es, con creces, más que el Hijo de David! -Es precisamente eso lo que pienso y lo que me hace temblar. ¡Oh, esconderé la cabeza!… Esta mañana también tenía miedo de verlo y… -…Y luego has sido el primero en entrar. No, no tengas ese miedo. Parece como si no lo conocieras – le anima Juan. La habitación se ilumina vivamente, como a causa de un relámpago deslumbrador. Los apóstoles, temiendo que sea un rayo, se tapan la cara. Pero al no oír ruido alzan la cabeza. Jesús está en medio de la habitación, junto a la mesa. Abre los brazos diciendo: -La paz sea con vosotros. Ninguno responde. Quién más pálido, quién más rojo, todos lo miran fijamente, con miedo y embarazo; hechizados y, al mismo tiempo, deseosos de huir. Jesús da un paso hacia delante, incrementando su sonrisa. -¡No temáis! Soy Yo. ¿Por qué tan turbados? ¿No queríais verme? ¿No había encargado que os dijeran que iba a venir? ¿No os lo había dicho ya en la noche pascual? Ninguno se atreve a abrir la boca. Pedro ya llora, y Juan sonríe mientras que los dos primos, con los ojos brillantes y un movimiento de palabra en los labios silenciosos, parecen dos estatuas que representen el deseo. -¿Por qué en vuestros corazones pugnan tanto la duda y la fe, el amor y el temor? ¿Por qué todavía queréis ser carne y no espíritu, y no queréis sólo con el espíritu ver, comprender, juzgar y obrar? ¿En la llamarada del dolor no se ha consumido todo el viejo yo, y no ha surgido el nuevo yo de una vida nueva? Soy Jesús. Vuestro Jesús, resucitado, como Él había dicho. Mirad. Tú que viste las heridas y vosotros que ignoráis mi tortura. Porque lo que sabéis es muy distinto del exacto conocimiento que tiene Juan. Ven, tú el primero. Estás ya enteramente limpio. Tan limpio que puedes tocarme sin temor. El amor, la obediencia, la fidelidad ya te habían purificado. Mi Sangre, la Sangre que te asperjó por entero cuando me bajaste del patíbulo, acabó de purificarte. Mira. Son manos verdaderas, y verdaderas heridas. Observa mis pies. ¿Ves como es la señal del clavo? Sí, soy Yo verdaderamente, no un fantasma. Tocadme. Los espectros no tienen cuerpo. Yo tengo verdadera carne en un verdadero esqueleto. Pone la Mano encima de la cabeza de Juan, que se ha atrevido a acercarse a Él: -¿Sientes? Está caliente y pesa. Espira su aliento en su rostro: -Y esto es respiro. -¡Oh, mi Señor! – Juan susurra suavemente. -Sí. Vuestro Señor. Juan, no llores de temor y de deseo. Ven a mí. Sigo siendo el que te quiere. Vamos a sentarnos, como siempre, a la mesa. ¿Os queda algo de comer? Pasádmelo, pues. Andrés y Mateo, con movimientos propios de sonámbulo, toman de los aparadores el pan y el pescado y una bandeja con un panal apenas mordido en un ángulo. Jesús ofrece el alimento y come, y da a cada uno un poco de lo que come. Y los mira. Con mucha bondad. Pero también con tanta majestuosidad, que ellos se quedan paralizados. El primero que se atreve a hablar es Santiago, hermano de Juan: -¿Por qué nos miras así? -Porque quiero conoceros. -¿No nos conoces todavía? -Como vosotros no me conocéis a mí. Si me conocierais, sabríais quién soy y cómo os quiero, y encontraríais las palabras para expresarme vuestro tormento. Vosotros calláis. Como frente a un extraño poderoso de quien tenéis miedo. Hace poco hablabais… Hace ya casi cuatro días que habláis con vosotros mismos diciendo: “Le diré esto…”, diciendo a mi Espíritu: «Vuelve, Señor; que yo te pueda decir esto». Ahora he venido, ¿y calláis? ¿Tan cambiado estoy, que ya no os parezco Yo? ¿O tan cambiados estáis, que ya no me queréis? Juan, que está sentado al lado de su Jesús, reacciona con su gesto habitual de apoyarle la cabeza sobre el pecho, mientras susurra: -Yo te quiero, mi Dios – pero se inmoviliza y por respeto al resplandeciente Hijo de Dios, se prohíbe a si mismo esta concesión. Porque Jesús parece emanar luz, a pesar de tener una carne como la nuestra. Pero Jesús lo acerca a su Corazón, y entonces Juan da rienda suelta a su gozoso llanto, y ello es la señal para el llanto de todos. Pedro, que está dos sitios más allá de Juan, cae al suelo entre la mesa y el asiento y llora gritando: -¡Perdón, perdón! Sácame de este nfierno en que estoy desde hace tantas horas. Dime que has visto la verdadera realidad de mi error: no del espíritu, sino de la carne, que se impuso a mi corazón. Dime que has visto mi arrepentimiento… que durará hasta la muerte. Pero Tú… dime que, como Jesús, no debo temerte… y yo, y yo… yo trataré de vivir de tal manera que consiga también el perdón de Dios… y morir… sólo teniendo un gran purgatorio que cumplir. -Ven aquí, Simón de Jonás. -Tengo miedo. -Ven aquí. No sigas siendo cobarde. -No merezco acercarme a ti. -Ven aquí. ¿Qué te ha dicho la Madre? «Si no lo miras en este sudario, no tendrás valor de mirarlo nunca más.” ¡Oh, hombre corto para entender! ¡Ese Rostro no te dijo con su mirada dolorosa que te comprendía y te perdonaba? Pues ese trozo de lino lo he dado para consuelo, para guía, para absolución, para bendición… ¿Pero qué ha hecho en vosotros Satanás, que os ha cegado tanto? Ahora Yo te digo: si no me miras ahora, que sobre mi gloria tengo todavía extendido un velo para adecuarme a vuestra debilidad, no podrás nunca jamás venir sin miedo a tu Señor. ¿Y qué te sucederá entonces? Por presunción pecaste. ¿Quieres ahora volver a pecar por obstinación? Ven, te digo. Pedro va arrastrándose de rodillas, entre la mesa y los asientos cubriendo con sus manos el rostro bañado en lágrimas. Jesús, poniéndole la Mano sobre la cabeza, lo para cuando está a sus pies. Pedro, con un llanto aún más fuerte, toma esa Mano y la besa en medio de verdaderos sollozos sin freno. No sabe decir sino: « ¡Perdón! ¡Perdón! Jesús se libera del apretujón y, haciendo palanca con su mano bajo el mentón del apóstol, obliga a Pedro a alzar la cabeza y lo mira fijamente a los ojos, enrojecidos, acongojados por el arrepentimiento con sus fúlgidos Ojos serenos. Parece querer perforarle el alma. Luego dice: -Vamos, cancela en mí el oprobio de Judas. Bésame donde él besó. Lava con tu beso la señal de la traición. Pedro alza la cabeza -simultáneamente, Jesús se inclina más-y roza la mejilla… luego reclina la cabeza en las rodillas de Jesús ; permanece así… como un niño, anciano de edad, que ha hecho algo malo pero que es perdonado. Los otros, ahora que ven la bondad de su Jesús, encuentran de nuevo un poco de coraje, y, como pueden, se acercan.Primero, los primos… Quisieran decir muchas cosas, pero no logran decir nada; Jesús los acaricia y les infunde ánimo con su sonrisa. Se acercan Mateo y Andrés. Mateo dice: -Como en Cafarnaúm… Y Andrés: -Yo, yo… yo te quiero. Se acerca Bartolomé, gimiendo: -No he sido sabio, sino necio. Éste es sabio – y señala al Zelote, a quien ya Jesús está sonriendo. Santiago de Zebedeo se acerca y susurra a Juan: -Díselo tú… Jesús se vuelve y dice: -Llevas cuatro noches diciéndolo y Yo cuatro noches llevo compadeciéndome de ti. El último en acercarse es Felipe, encorvado todo. Pero Jesús le fuerza a levantar la cabeza y le dice: -Para predicar a Cristo es necesario más valor. Ahora están todos alrededor de Jesús. Poco a poco van cobrando nueva confianza. Hallan de nuevo aquello que habían perdido o que temían haber perdido para siempre. Surge de nuevo la confianza, la tranquilidad, y, a pesar de que Jesús aparezca tan majestuoso que infunda un nuevo respeto en sus apóstoles, ellos encuentran por fin el valor para hablar. Es Santiago, el primo de Jesús, el que suspira: -¿Por qué nos has hecho esto, Señor? Sabías que no somos nada y que todo viene de Dios. ¿Por qué no nos has dado la fuerza de estar a tu lado? Jesús lo mira y sonríe. -Ya todo se ha verificado. Y nada más debes padecer. Pero no me pidas otra vez esta obediencia. He envejecido un lustro por cada hora que pasaba, y tus sufrimientos, que el amor e igualmente Satanás aumentaban en mi imaginación en cinco veces respecto a lo que ya de por sí eran, han consumido verdaderamente todas mis fuerzas. Sólo me ha quedado fuerza para seguir obedeciendo, sujetando -como uno que se estuviera ahogando y tuviera las manos rotas- mi fuerza con la voluntad, como con dientes hincados en una tabla, para no perecer… ¡Oh, no pidas esto otra vez a tu leproso! Jesús mira a Simón el Zelote y sonríe. -Señor, Tú sabes lo que quería mi corazón. Pero luego me ha faltado el ánimo… como si me lo hubieran arrancado los canallas que te apresaron… y lo que me quedó fue un agujero por el que se escapaban todos mis pensamientos anteriores. ¿Por qué has permitido esto, Señor? – pregunta Andrés. -Yo… ¿Tú dices el corazón? Yo digo que era como uno que hubiera perdido la razón. Como quien ha recibido un golpe de clava en la nuca. Cuando, ya de noche, me encontré en Jericó… ¡Oh! ¡Dios! ¡Dios!… ¿Pero es que puede un hombre perecer así? Yo creo que así es la posesión. ¡Ahora comprendo qué es esta tremenda cosa!… – Felipe abre todavía desmesuradamente sus ojos ante el recuerdo de lo que ha sufrido. -Tiene razón Felipe. Yo miraba para atrás. Viejo soy y no pobre en conocimientos. Y dejé de saber todo lo que había sabido hasta ese momento. Miraba a Lázaro, tan acongojado pero tan seguro, y me decía: «¿Cómo es posible que él sepa encontrar todavía una razón y yo nada?» – dice Bartolomé. -Yo también miraba a Lázaro. Y, dado que acabo de saber lo que Tú nos has explicado, no pensaba en el saber, sino que decía: «¡Si al menos en el corazón fuera como él!»; y, sin embargo, yo sólo tenía dolor, dolor, dolor. Lázaro tenía dolor y paz… ¿Por qué a él tanta paz? Jesús mira por turno, primero a Felipe, luego a Bartolomé, luego a Santiago de Zebedeo. Sonríe y calla. Judas dice: -Yo tenía la esperanza de ver lo que, sin duda, Lázaro veía. Por eso estaba siempre cerca de él… ¡Su rostro!… Un espejo. Un poco antes del terremoto del Viernes, Lázaro tenía el aspecto de uno que muriera triturado. Luego, de repente, dentro de su dolor, apareció majestuoso. ¿Recordáis cuando dijo: «El deber cumplido da paz»? Todos creímos que fuera solamente un reproche a nosotros, o una aprobación de sí mismo. Ahora pienso que lo decía por ti. Lázaro era un faro en nuestras tinieblas. ¡Cuánto le has dado, Señor! Jesús sonríe y calla. -Sí. La vida. Y quizás con ella le has dado un alma diferente. Porque, en fin, ¿en qué es distinto de nosotros? Y, de todas formas no es ya un hombre, es algo más que un hombre. Y, por lo que era en el pasado, hubiera debido ser menos perfecto de espíritu aún que nosotros. Pero él se ha hecho, y nosotros… Señor, mi amor ha estado vacío como ciertas espigas. Sólo he dado cascabillo – dice Andrés. Y Mateo: -Yo no puedo pedir nada. Porque ya mucho recibí con mi conversión. Pero, sí, yo también hubiera deseado tener lo que ha recibido Lázaro: un alma dada por ti. Porque yo también pienso como Andrés… -También Magdalena y Marta han sido faros. Será la raza. Vosotros no las habéis visto. Una era piedad y silencio. ¡La otra! ¡Oh, si hemos sido todos como un haz en torno a la Bendita, ha sido porque María de Magdala nos ha envuelto con las llamas de su valiente amor! Sí. He dicho: la raza. Pero debo decir: el amor. Nos han superado en el amor. Por eso han sido lo que han sido – dice Juan. Jesús sigue sonriendo y callando. -Bueno, pero han recibido un gran premio… -A ellos te apareciste. -A los tres.-A María inmediatamente después de haberte aparecido a tu Madre… Es claro en los apóstoles la añoranza por estas apariciones de privilegio. -María sabe ya desde hace muchas horas que has resucitado. Nosotros sólo ahora podemos verte… -Ellas ya sin dudas. Nosotros, sin embargo… sólo ahora sentimos que nada ha terminado. ¿Por qué a ellas, Señor, si todavía nos amas y no nos repudias? – pregunta Judas de Alfeo. -Sí. ¿Por qué a las mujeres y especialmente a María? Incluso la has tocado en la frente, y ella dice que le parece llevar una corona eterna. Y a nosotros, tus apóstoles, nada… Jesús ya no sonríe. Su Rostro no está turbado, pero cesa su sonrisa. Mira serio a Pedro -que es el último que ha hablado, y que ha ido recuperando el valor a medida que se le iba pasando el miedo- y dice: -Tenía doce apóstoles. Los quería con todo mi Corazón. Yo los había elegido y, como una madre, había cuidado de su desarrollo en mi Vida. No tenía secretos para ellos. Todo lo decía, todo lo explicaba, todo lo perdonaba. Lo que era humano, los descuidos, las tozudeces… todo. Y tenía discípulos, pobres y ricos. Tenía conmigo a mujeres de oscuro pasado o de débil constitución. Pero los predilectos eran los apóstoles. Llegó mi hora. Uno me traicionó y me entregó a los verdugos. Tres se durmieron mientras Yo sudaba sangre. Todos, menos dos, huyeron por cobardía. Uno, por miedo, a pesar de tener el ejemplo del otro, joven y fiel, renegó de mí. Y, por si no fuera suficiente, entre los doce ha habido un suicida desesperado y uno que ha dudado tanto de mi perdón, que sólo a duras penas y gracias a palabras maternas ha creído en la misericordia de Dios. De manera que, si hubiera mirado a esta grey mía, si la hubiera mirado con ojos humanos, habría debido decir: «Menos Juan, fiel por amor, y Simón, fiel a la obediencia, ya no tengo apóstoles». Esto es lo que habría debido decir mientras sufría en el recinto del Templo, en el Pretorio, por las calles, en la Cruz. Tenía conmigo a mujeres… Y una, la más culpable en el pasado, ha sido, como Juan ha dicho, la llama que ha soldado las fibras rotas de los corazones. Esa mujer es María de Magdala. Tú has renegado de mí y has huido, ella ha desafiado a la muerte por estar a mi lado; insultada, ha destapado su cara, dispuesta a recibir esputos y golpes, pensando en asemejarse así más a su Rey crucificado; vejada en el fondo de los corazones por su tenaz fe en mi Resurrección, ha sabido seguir creyendo; llena de congoja, ha actuado; esta mañana, desolada, ha dicho: «De todo me despojo, pero dadme a mi Maestro». ¿Puedes atreverte todavía a hacer la pregunta de por qué a ella? Tenía discípulos pobres: unos pastores. Poco he estado con ellos, y, sin embargo, ¡cómo han sabido confesarme con su fidelidad! Tenía discípulas medrosas, como todas las mujeres hebreas. Y, sin embargo, han sabido dejar la casa y meterse entre la marea de un pueblo que blasfemaba contra mí, para ofrecerme el auxilio que mis apóstoles me habían negado. Tenía a paganas que admiraban al «filósofo». Para ellas era eso. Pero han sabido acomodarse a usos hebreos, ellas, las poderosas romanas, para decirme, en la hora del abandono de un mundo de ingratos: «Nosotras somos para ti amigas». Tenía la cara cubierta de esputos y sangre; lágrimas y sudor goteaban sobre las heridas; inmundicias y polvo me creaban costras. ¿De quién fue la mano que me limpió? ¿Fue la tuya? ¿O la tuya? ¿O la tuya? Ninguna de vuestras manos. Este estaba al lado de la Madre. Este reunía a las ovejas desperdigadas: vosotros. Y si mis ovejas estaban desperdigadas ¿cómo podían socorrerme? Tú escondías tu cara por miedo al desprecio del mundo mientras el desprecio de todos cubría a tu Maestro, a Él que era inocente. Tenía sed. Sí. Has de saber también esto. Me moría de sed. No tenía ya sino fiebre y dolor. Ya la sangre había brotado en el Getsemaní, extraída por el dolor de la traición, del abandono, de la abjuración, de los golpes que se abatían sobre mí; por verme sumergido bajo las culpas infinitas y bajo el rigor de Dios… Y había brotado en el Pretorio… ¿Quién quiso darme una gota para mi garganta reseca? ¿Una mano de Israel? No. La piedad de un pagano. La misma mano que, por decreto eterno, me abrió el pecho para mostrar que el Corazón tenía ya una herida mortal: la que habían hecho en él el desamor, la cobardía, la traición. Un pagano. Os recuerdo: «Tuve sed y me diste de beber». Ninguno que me aliviara en todo Israel. O por imposibilidad de hacerlo, como mi Madre y las mujeres fieles, o por culpable voluntad de no hacerlo. Y un pagano encontró para el Desconocido esa piedad que mi pueblo me había negado. Encontrará en el Cielo ese sorbo que me dio. En verdad os digo que, si bien rechacé todo consuelo –porque cuando se es Víctima no hay que mitigar el destino-, no quise rechazar al pagano. En lo que me ofreció sentí la miel de todo el amor que los Gentiles me darán como compensación de la amargura que me dio Israel. No me calmó la sed, pero sí el desconsuelo. Por esto acepté ese sorbo ignorado, para atraer hacia mí al que ya se inclinaba hacia el Bien. ¡Que el Padre lo bendiga por su piedad! ¿Ya no decís nada? ¿Por qué no preguntáis todavía por qué he actuado así? ¿No os atrevéis a preguntarlo? Yo os lo diré. Os voy a manifestar todo lo relativo a los porqués de esta hora. ¿Quiénes sois vosotros? Mis continuadores. Sí. Lo sois a pesar de vuestro extravío. ¿Qué debéis hacer? Convertir al mundo para Cristo. ¡Convertir! Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos. El desdén, la repulsa, el orgullo, el celo exagerado son deletéreos, venenosos, para ello. Pero, dado que nada ni nadie os habría convencido en orden a la bondad, a la condescendencia, a la caridad, hacia los que están en las tinieblas, ha sido necesario -¿comprendéis?-, necesario ha sido el que de una vez para siempre vierais quebrantado vuestro orgullo de hebreos, de varones, de apóstoles, para dar cabida solamente a la verdadera sabiduría de vuestro ministerio; a la mansedumbre, paciencia, piedad, amor sin altanería ni repulsas. Ya veis que todos aquellos a quienes mirabais o con desprecio o con orgullosa compasión os han superado en el creer y en el obrar. Todos. La pecadora del pasado. Lázaro, impregnado de cultura profana, el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado. Las mujeres paganas. La débil mujer de Cusa. ¿Débil? ¡Verdaderamente os supera a todos! Primera mártir de mi fe. Los soldados de Roma. Los astores. El herodiano Manahén. Y hasta Gamaliel, el rabí. No te estremezcas, Juan. ¿Tú crees que mi Espíritu estaba en las tinieblas? Todos. Para que en el futuro, recordando vuestro error, no cerréis el corazón a quien se acerque a la Cruz.Os digo esto, aunque sé que, a pesar de decirlo, no lo haréis sino cuando la Fuerza del Señor os pliegue como débiles tallos a mi Voluntad, que es tener cristianos de toda la Tierra. He vencido a la Muerte, pero la Muerte es menos dura que el viejo hebraísmo. De todas formas, os doblegaré. Tú, Pedro, en vez de estar lloroso y abatido, tú que debes ser la Piedra de mi Iglesia, escúlpete estas amargas verdades en el corazón. La mirra se usa para preservar de la corrupción. Úntate bien de mirra, pues. Y cuando sientas deseos de cerrar el corazón y la Iglesia a uno de otra fe, recuerda que no Israel, no Israel, no Israel, sino Roma, me defendió y quiso tener piedad. Recuerda que no tú, sino una pecadora, supo estar al pie de la Cruz y mereció verme antes. Y, para no merecer reproche, sé imitador de tu Dios. Abre el corazón y la Iglesia diciendo: «Yo, el pobre Pedro, no puedo despreciar, porque si desprecio seré despreciado por Dios, y mi error revivirá ante sus ojos». ¡Ah, si no te hubiera quebrantado así! Habrías venido a ser no pastor, sino lobo. Jesús se levanta. Majestuosísimo. -Hijos míos, os hablaré otras veces durante el tiempo que estaré con vosotros. Entretanto, os absuelvo y perdono. Después de la prueba, de esta prueba que, aun habiendo sido humillante y cruel, ha sido también saludable y necesaria, descienda sobre vosotros la paz del perdón. Y, con ella en el corazón, volved a ser mis amigos fieles y fuertes. El Padre me ha enviado al mundo. Yo os envío a vosotros al mundo para que continuéis mi evangelización. Miserias de todo tipo se acercarán a vosotros pidiendo confortación. Sed buenos, pensando en vuestra miseria de cuando os quedasteis sin vuestro Jesús. Tened luz en vosotros. En las tinieblas no es posible ver. Estad limpios para comunicar limpieza. Sed amor para amar. Luego vendrá Aquel que es Luz, Purificación y Amor. Pero, entretanto, para prepararos a este ministerio, os comunico el Espíritu Santo. A quien perdonéis los pecados les serán perdonados, a quien se los retengáis les serán retenidos. Que vuestra experiencia os haga justos para juzgar. Que el Espíritu Santo os haga santos para santificar. Que el sincero deseo de superar vuestra deficiencia os haga heroicos para la vida que os espera. Lo que todavía queda por deciros os lo diré cuando venga el ausente. Orad por él. Quedaos con mi paz y sin angustia de dudas respecto a mi amor. Jesús desaparece de la misma forma que había entrado. Deja entre Juan y Pedro un lugar vacío. Desaparece en medio de un resplandor que de tan intenso hace cerrar los ojos. Y, cuando los ojos deslumbrados vuelven a abrirse, sólo encuentran que la paz de Jesús se ha quedado ahí, llama que quema y cura y que consume las amarguras del pasado en un único deseo: servir.