Aparición a Lázaro.
El sol de una serena mañana abrileña llena de visos los bosques de rosas y jazmines del jardín de Lázaro. Y los setos de boj y de laurel, el penacho de una alta palmera que ondea leve en el linde del paseo, el tupidísimo laurel que está junto al estanque de los peces, parecen lavados por una mano misteriosa, de tanto como el copioso rocío nocturno ha limpiado y regado las hojas, tan brillantes y limpias ahora, que parecen cubiertas por un esmalte nuevo. Pero la casa calla como si estuviera llena de muertos. Las ventanas están abiertas, pero ninguna voz llega de las habitaciones (las cuales, con las cortinas cerradas, aparecen en penumbra), y tampoco ningún ruido. Dentro, pasado el vestíbulo al que dan muchas puertas, todas abiertas – y es extraño ver sin ningún aparejo las salas que normalmente se usan para banquetes más o menos numerosos-, hay un amplio patio enlosado, rodeado de un soportal en el que hay, acá o allá, asientos. En éstos, e incluso sentados en el suelo, en esterillas o sobre el mismo mármol, hay numerosos discípulos. Entre ellos, veo a los apóstoles Mateo, Andrés, Bartolomé, los hermanos Santiago y Judas de Alfeo, Santiago de Zebedeo y los discípulos pastores con Manahén, además de a otros que no conozco. No veo ni al Zelote ni a Lázaro ni a Maximino. Por fin veo a este último, que entra con algunos criados y distribuye a todos pan con alimentos varios, o sea, con aceitunas o queso, o miel, y también leche fresca para quien la quiere. Pero no hay ganas de comer, a pesar de que Maximino exhorte a todos a hacerlo. Y es que la postración es profunda. Estos pocos días han excavado sus rostros, térreos a causa de la rojez producida por el llanto. Especialmente los apóstoles y los que huyeron desde las primeras horas muestran un aspecto deprimido; los pastores y Manahén, sin embargo, están menos postrados, o mejor: menos avergonzados, y Maximino aparece sólo virilmente afligido. Entra casi corriendo el Zelote y pregunta: -¿Está aquí Lázaro? -No. Está en su habitación. ¿Qué quieres? -En el linde del sendero, junto a la Fuente del sol, está Felipe. Viene de la llanura de Jericó. Está agotado. No quiere acercarse, porque… como todos, se siente pecador. Pero Lázaro lo convencerá. Se levanta Bartolomé y dice: -Voy también yo… Van donde Lázaro, el cual, cuando lo llaman, sale -lleno de aflicción su rostro- de la habitación semioscura, donde ha llorado y orado. Salen todos. Cruzan, primero, el jardín; luego, el pueblo por la parte que se dirige ya a las faldas del Monte de los Olivos; luego llegan al extremo del pueblo, por la parte donde termina el rellano elevado en que está construido. Prosiguen ya sólo por el camino montano que baja y sube formando escalones naturales por las montañas que descienden gradualmente hacia la llanura, al este, y suben hacia la ciudad de Jerusalén, situada al oeste. Ahí hay una fuente de amplia pila, en la que calman su sed ganados y hombres. El lugar se ve en esta hora solitario y fresco, porque hay mucha sombra de tupidos árboles en torno a la cisterna llena de un agua pura que se va renovando continuamente, descendiendo de algún manantial de montaña, un agua que al desbordarse mantiene húmedo el suelo. Felipe está sentado en el borde más alto de la fuente, cabizcaído, despeinado, cubierto de polvo del camino, con unas sandalias rotas que le cuelgan de los pies excoriados. Lázaro lo llama con piedad: -¡Felipe, ven a mí! Amémonos por amor a Él. Debemos estar unidos en su Nombre. ¡Hacer esto todavía es amarlo!-¡Oh, Lázaro! ¡Lázaro! Yo huí… y ayer, más allá de Jericó, supe que había muerto… Yo… no puedo perdonarme el haber huido… -Todos lo hemos hecho. Menos Juan, que le ha sido fiel, y Simón, que nos ha reunido por orden suya, después de que habíamos huido como cobardes. Y… de nosotros, apóstoles, ninguno le fue fiel – dice Bartolomé. -¿Y te lo puedes perdonar? -No. Pero pienso expiar, como puedo, no cayendo en el abatimiento estéril. Debemos unirnos entre nosotros. Unirnos a Juan. Conocer las últimas horas de Jesús. Juan lo ha seguido siempre – responde a Felipe su compañero Bartolomé. -Y no dejar que muera su Doctrina. Hay que predicársela al mundo. Mantener viva, al menos, la doctrina, dado que, demasiado cargados de lastres y demasiado tardos, no hemos sabido tomar las medidas oportunas con tiempo para salvarlo de sus enemigos – dice el Zelote. -No podíais salvarlo. Nada podía salvarlo. Él me lo dijo. Lo repito otra vez – dice seguro Lázaro. -¿Tú lo sabías, Lázaro? – pregunta Felipe. -Lo sabía. Mi tortura ha sido el saber, desde el atardecer del sábado, por boca suya, cuál era su destino, y conocer los detalles, y saber cómo íbamos a reaccionar nosotros… -No: tú no. Tú sólo has obedecido y sufrido. Nosotros hemos actuado como cobardes. Tú y Simón sois los sacrificados a la obediencia – corta, sin vacilación alguna Bartolomé. -Sí. A la obediencia. ¡Oh, qué duro es oponer resistencia al amor por obediencia al Amado! Ten, Felipe. En mi casa están casi todos los discípulos. Ven tú también. -Me avergüenzo de que me vea el mundo, y mis compañeros… -¡Todos somos iguales! – gime Bartolomé. -Sí. Pero yo tengo un corazón que no se perdona. -Eso es orgullo, Felipe. Ven. Él me dijo el atardecer del sábado: «Ellos no se perdonarán. Diles que Yo los perdono, porque sé que no son ellos, libremente, los que obran; sino que los descarría Satanás». Ven. Felipe llora más fuerte, pero cede. Y, encorvado como si en pocos días se hubiera hecho viejo, va al lado de Lázaro hasta el patio donde todos lo están esperando. Y la mirada de él a sus compañeros y la de sus compañeros a él es la confesión más clara del abatimiento total en que se encuentran. Lázaro lo advierte y dice: -Una nueva oveja del rebaño de Cristo, atemorizada por la presencia de los lobos, y que huyó después de la captura del Pastor, ha sido recogida por el amigo de Jesús. A esta oveja dispersa, que ha conocido la amargura de la soledad, sin tener siquiera el consuelo de llorar el común error entre los hermanos, le repito yo el testamento de amor de Jesús. Él, lo juro ante la presencia de los coros celestiales, me dijo, entre otras muchas cosas que vuestra presente debilidad no puede soportar (porque, verdaderamente, son de una desolación que desde hace diez días me laceran el corazón -y, si no supiera que mi vida es útil a mi Señor, aun siendo tan pobre y deficiente como es, me abandonaría a la herida de este dolor de amigo y discípulo que perdiéndolo a Él todo ha perdido-), me dijo: «Los miasmas de la corrompida Jerusalén sacarán de sus cabales incluso a mis discípulos. Huirán e irán a ti». Efectivamente, como podéis ver, todos habéis venido. Todos, Podría decir. Porque, menos Simón Pedro y el Iscariote, todos habéis venido a mi casa y a mi corazón de amigo. Dijo: «Reunirás, animarás a mis ovejas dispersas, les dirás que las perdono. Te confío mi perdón para ellos. No se perdonarán el haber huido. Diles que no caigan en el pecado mayor de desesperar de mi perdón». Esto dijo. Y yo el perdón suyo os he transmitido. Y he sentido rubor de daros en su Nombre esta cosa tan santa, tan suya, como es el Perdón, o sea, el Amor perfecto, porque perfectamente ama el que perdona al culpable. Este ministerio ha confortado mi áspera obediencia… Porque hubiera querido estar allí, como María y Marta, mis dulces hermanas. Y, si Él fue crucificado en el Gólgota por los hombres, yo aquí, os lo juro, estoy crucificado por la obediencia, y es un martirio muy congojoso. Pero, si sirve para dar consuelo al Espíritu, si sirve para salvarle a sus discípulos hasta el momento en que Él los reúna para perfeccionarlos en la fe, yo inmolo una vez más mi deseo de ir al menos a venerar su Cadáver antes de que el tercer día muera. Sé que dudáis. No debéis hacerlo. Yo conozco sus palabras del banquete pascual sólo por lo que vosotros me habéis referido. Pero, cuanto más las pienso, más alzo, uno a uno, estos diamantes de sus verdades y más siento que esos diamantes hacen segura referencia al mañana inmediato. El no puede haber dicho: «Voy al Padre y luego volveré» si verdaderamente no fuera a volver. No puede haber dicho: «Cuando me volváis a ver os llenaréis de gozo» si hubiera desaparecido para siempre. Él siempre dijo: «Resucitaré». Vosotros me dijisteis que dijo: «Sobre las semillas que han sido depositadas en vosotros está para venir un rocío que las hará germinar, a todas, y luego vendrá el Paráclito, que las transformará en recios árboles». ¿No dijo eso? ¡Oh, no hagáis que esto se produzca sólo en el último de sus discípulos, en el pobre Lázaro, que sólo pocas veces estuvo con Él! Cuando vuelva, haced que encuentre germinadas sus semillas rociadas con su Sangre. En mí hay todo un resplandor de luz, todo un irrumpir de fuerzas desde la hora tremenda en que subió a la Cruz. Todo se ilumina, todo nace y echa tallo. Ninguna palabra se me queda en su pobre significado humano, sino que todo lo que oí de su boca o referido acerca de Él, ahora toma vida, y realmente mi landa yerma se transforma en fértil cuadro de jardín en que toda flor lleva su Nombre y en que la savia extrae su vida de su Corazón bendito. ¡Yo creo, Cristo! Pero, porque éstos crean en ti, en todas tus promesas, en tu perdón, en todo lo que eres Tú, te ofrezco mi vida. ¡Inmólala, pero haz que tu Doctrina no muera! Quebranta al pobre Lázaro, pero reúne a los miembros dispersos del núcleo apostólico. Todo lo que Tú, quieras, en cambio de que se mantenga viva y para siempre tu Palabra, y a ella ahora y siempre se acerquen aquellos que sólo por ti pueden alcanzar la vida eterna. Lázaro está realmente inspirado. El amor lo transporta muy alto. Y su arrobo es tan fuerte, que eleva también a sus compañeros: quién lo llama a la derecha, quién a la izquierda, como si fuera un confesor, un médico, un padre. El patio de la rica casa de Lázaro me hace pensar, no sé por qué, en las moradas de los patricios cristianos en tiempos de persecución y de heroica fe… Está inclinado hacia Judas de Alfeo, que no logra encontrar una razón para calmar su angustia de haber dejado a su Maestro y primo, cuando algo le hace erguirse de improviso. Mira a su alrededor y luego dice claramente: -Voy Señor. Es su palabra de diligente adhesión de siempre. Y sale, corriendo como detrás de alguien que lo amara y precediera. Todos se miran asombrados, interrogativos unos con otros. -¿Qué ha visto? -¡Pero si no hay nada! -¿Has oído una voz tú? -Yo no. -Yo tampoco. -¿Y entonces? ¿Será que está otra vez enfermo Lázaro? -Quizás… Ha sufrido más que nosotros, y a nosotros, cobardes, nos ha dado mucha fuerza. Quizás ahora ha caído en estado de delirio. -Sí, tiene la cara muy desmejorada. -Y sus ojos ardían cuando hablaba. -Será Jesús, que lo ha llamado al Cielo. -Sí, Lázaro le acababa de ofrecer la vida… Lo ha recogido enseguida como a una flor… ¡Oh, pobres de nosotros! ¿Qué haremos ahora? Los comentarios son heterogéneos y dolorosos. Lázaro cruza el vestíbulo, sale al jardín. Sigue corriendo, sonriendo, susurrando (y en su voz está su alma): «Voy, Señor». Llega a una espesura de bojes que forman un verde rincón apartado y solitario (nosotros diríamos un cenador, verde), y cae de rodillas, rostro en tierra, gritando: -¡Oh, mi Señor! Y es que Jesús, en su belleza de Resucitado, está en el límite de este verde rincón y le sonríe… y le dice: -Todo está cumplido, Lázaro. He venido a decirte «gracias, amigo fiel». He venido a decirte que digas a los hermanos que, inmediatamente, vayan a la casa de la Cena. Tú -otro sacrificio, amigo, por amor a mí-, tú quédate, por el momento, aquí… Sé que ello te hace sufrir. Pero sé que eres generoso. María, tu hermana, está ya consolada, porque la he visto y me ha visto. -Ya no sufres, Señor. Esto me compensa todos los sacrificios He… sufrido sabiendo que sufrías… y no estando… -¡Estabas! Tu espíritu estaba al pie de mi Cruz, y estaba en la oscuridad de mi sepulcro. Tú me has llamado antes, como todos los que me han amado totalmente, de las profundidades en que estaba. Ahora te he dicho: «Ven, Lázaro». Como en el día de tu resurrección. Pero tú hacía ya muchas horas que me decías: «Ven». He venido. Y te he llamado. Para sacarte yo también de las profundidades de tu dolor. Ve. ¡Paz y bendición a ti, Lázaro! Crece en mi amor. Volveré aún Lázaro ha estado todo este tiempo de rodillas sin atreverse a hacer gesto alguno. La majestad del Señor, a pesar de estar suavizada con el amor, es tal, que paraliza el modo habitual de actuar de Lázaro. Pero Jesús, antes de desaparecer en un torbellino de luz que lo absorbe, da un paso y roza con su Mano la frente fiel. Es entonces cuando Lázaro se despierta de su arrobamiento gozoso. Se alza y corre presurosamente donde sus compañeros, con luminosidad de alegría en los ojos y luminosidad en la frente rozada por el Cristo, grita: -¡Ha resucitado, hermanos! Me ha llamado. He ido. Lo he visto. Me ha hablado. Me ha dicho que os dijera que fuerais inmediatamente a la casa de la Cena. ¡Id! ¡Id! Yo me quedo aquí, porque Él así lo quiere. Pero mi júbilo es completo… Y Lázaro, en su alegría, llora mientras anima a los apóstoles a ser los primeros en ir donde Él manda ir. -¡Id! ¡Id! ¡Os requiere! ¡Os quiere! No le tengáis miedo… ¡Oh, más que nunca ahora es el Señor, la Bondad, el Amor! También los discípulos se levantan… Betania se vacía. Se queda Lázaro con su gran corazón consolado…