Aparición a Juana de Cusa.
En una rica estancia, donde malamente logra filtrarse la luz exterior, llora Juana, desmayados sus miembros, sentada en un asiento junto a la baja cama cubierta con espléndidos cobertores. Llora con un brazo apoyado en el borde del lecho y la frente sobre el brazo, estremecida por unos sollozos que deben romperle el pecho. Cuando, con la fatiga del llanto, levanta un momento la cabeza, buscando aire, su cara está literalmente bañada en lágrimas, y se ve una vasta mancha húmeda en el cobertor precioso. Luego vuelve a reclinar la cabeza sobre el brazo y vuelve a verse de ella solamente el cuello, delgado y blanquísimo, la masa de sus cabellos morenos, los hombros -muy gráciles- y la parte superior del tronco. El resto se pierde en la penumbra que anula al cuerpo envuelto en un vestido morado-oscuro. Sin descorrer la cortina ni entreabrir la puerta, entra Jesús; sin ruido, se acerca a ella. Roza sus cabellos con la Mano y pregunta con voz susurrante: -¿Por qué lloras, Juana? Y Juana, que debe creer que es su ángel el que le hace esta pregunta, y que no ve nada porque no levanta la cabeza del borde de la cama, con un llanto aún más desolado, expresa la causa de su tormento: -Porque no tengo ni siquiera el Sepulcro del Señor para ir a verter mi llanto y no estar sola…-Pero si ha resucitado. ¿No te sientes feliz de ello? -¡Oh, sí! Pero todas lo han visto, menos yo y Marta. Y Marta lo verá, sin duda, en Betania… porque aquélla es casa amiga. La mía… la mía ya no lo es… Todo he perdido con su Pasión… He perdido a mi Maestro y también el amor de mi marido… Y su alma… porque no cree… no cree… y se burla de mí… y me impone no venerar siquiera la memoria de mi Salvador… para evitar su propio quebranto… Para él es más importante el interés humano… Yo… yo… yo no sé si seguir amándolo o si despreciarlo; no sé si obedecerle como esposa o desobedecerle -como querría mi alma-, por el desposorio, mayor, del espíritu con el Cristo a quien permanezco fiel… Yo… yo quisiera saber… ¿Y quién me aconseja, si ya la pobre Juana no puede ya llegar a Él? ¡Oh… para mi Señor la Pasión ha terminado!… Para mí, ha comenzado el Viernes, y sigue… ¡Es que soy muy débil y no tengo fuerza para llevar esta cruz!… -¿Pero si Él te ayudara, querrías por Él llevarla? -¡Sí! Si me ayuda, sí… Él sabe lo que es llevar solo la cruz… ¡Oh, piedad de mi desventura!… -Sí. Yo sé lo que es llevar solo la cruz. Por eso he venido y estoy a tu lado. Juana, ¿comprendes quién es el que te está hablando? ¿Dices que tu casa ya no es amiga de Cristo? ¿Por qué? Él, el esposo terreno, es como un astro cubierto por una nube de miasmas humanos, pero tú sigues siendo Juana de Jesús. No te ha dejado el Maestro. Jesús no deja nunca a las almas que con Él se desposan. Es siempre el Maestro, el Amigo, el Esposo… también ahora, que es el Resucitado. Alza la cabeza, Juana. Mírame. En este momento de adoctrinamiento secreto, y más dulce que si me hubiera aparecido a ti como a las otras, te digo cuál debe ser tu conducta futura. La que deberá ser la de muchas hermanas tuyas. Ama con paciencia y sumisión a tu turbado esposo. Aumenta tu dulzura cuanto más alimente en sí amarguras de miedos humanos; aumenta tu luminosidad espiritual cuanto más genere por sí mismo sombras de terrenos intereses. Sé fiel por dos. Y sé fuerte en tu desposorio del espíritu. ¡Cuántas, en el futuro, deberán elegir entre la voluntad de Dios y la del esposo! Pero serán grandes cuando, por encima del amor y la maternidad, sigan a Dios. Tu pasión está comenzando. Sí. Pero ya ves que toda pasión termina en una resurrección… Juana ha ido poco a poco levantando la cabeza. Sus sollozos se han ido espaciando más. Ahora mira, y ve, y se deja caer de rodillas, adorando y susurrando: -¡El Señor! -Sí, el Señor. Ya ves que en este modo como he estado contigo no he estado con ninguna de ellas. Es que veo las necesidades particulares y valoro el auxilio que ha de prestarse a las almas que de mí esperan ayuda. Sube a tu calvario de esposa con la ayuda de mi caricia y de la de tu inocente. Ha entrado conmigo en el Cielo y me ha dado su caricia por ti. Yo te bendigo, Juana. Ten fe. Te he salvado. Tú salvarás si tienes fe. Juana ahora sonríe, y se atreve a preguntar: -¿No vas donde los niños? -Los he besado al amanecer, mientras todavía dormían en su camita. Han creído que era un ángel del Señor. A los inocentes puedo besarlos cuando quiero. Pero no los he despertado para no turbarlos demasiado. Su alma conserva el recuerdo de mi beso… y lo transmitirá, a su debido tiempo, a la mente. Nada mío se pierde. Tú sé siempre una madre para ellos. Y siempre sé hija de mi Madre. No te separes nunca totalmente de Ella. Ella te recordará siempre, con suavidad materna, lo que fue nuestra amistad. Y llévale los niños. Tiene necesidad de estar con niños para sentirse menos sola por la ausencia de su Hijo… -Cusa no va a querer… -Cusa te va a dejar actuar. -¿Me va a repudiar, Señor? Es un grito de nueva congoja. -Es un astro eclipsado. Condúcelo de nuevo a la luz con tu heroísmo de esposa y de cristiana. Adiós. Aparte de a mi Madre, no hables a otros de esta visita mía. Las revelaciones también han de manifestarse a quien, y cuando, conviene hacerlo. Jesús le sonríe radioso, y en su fulgor desaparece. Juana se alza, enajenada, con opuestos sentimientos de alegría y pena, entre el temor de haber soñado y la certidumbre de haber visto. Pero lo que siente dentro le da seguridad. Va donde los niños, que están jugando tranquilos en la terraza de arriba, y los besa. -¿Ya no lloras, mamá? – pregunta tímidamente María, que ya no es la pobre niña menesterosa, sino una grácil y delicada niñita, de vestido cuidado y pelito bien peinado; y Matías, moreno y esbelto, con su exuberancia de hombrecito, dice: -Dime quién te hace llorar, que yo lo escarmiento. Juana los recoge en un solo abrazo contra su pecho y, hablando sobre la cabecita castaña de María y los cabellos morenos de Matías, dice: -Ya no lloro. Jesús ha resucitado y nos bendice. -¿Entonces ya no sangra? ¿Ya no tiene dolor? – pregunta María. -¡No seas ignorante! Di: ¡ya no está muerto!, ¡entonces ahora es feliz!… Porque estar muerto debe ser triste… – dice Matías. -¿Entonces, mamá, ya no tenemos motivo para llorar? – pregunta María. -No. Vosotros, inocentes, no. Alegraos con los ángeles. -¡Los ángeles!… Esta noche, no sé en qué vigilia, he sentido una caricia y me he despertado diciendo: «¡Mamá!», pero no te llamaba a ti. Llamaba a mi mamá muerta, porque esa caricia era más ligera y dulce que las tuyas, y he abierto un momento los ojos. Pero he visto sólo una luz, muy grande, y he dicho: «Mi ángel me ha besado para consolarme por el gran dolor que tengo por la muerte del Señor» – dice María. -Yo también. Pero tenía mucho sueño, y he dicho: «¿Eres tú?». Pensaba en mi ángel de la guarda y quería decirle: «Ve a besar a Jesús y a Juana, para que ya no tengan miedo». Pero no lo he conseguido. Me he vuelto a dormir, y he vuelto a soñar, y me parecía que estaba en el Cielo contigo y María. Luego ha venido ese terremoto y me he despertado asustado. Pero Ester me ha dicho: «No tengas miedo. Ya ha pasado». Y he seguido durmiendo.Juana los besa de nuevo, y luego los deja con sus juegos serenos y va a la casa del Cenáculo. Pregunta por María. Entra en su cuarto. Cierra la puerta y dice su gran noticia: -Lo he visto. A ti te lo digo. Me siento consolada y feliz. Ámame, porque Él ha dicho que debo estar unida a ti. La Madre responde: -Ya te he dicho que te quiero. Te lo he dicho el sábado. Ayer. Porque fue ayer… aunque parezca tan lejano de éste, de luz y sonrisa, ese día de llanto y tinieblas. -Sí… Ya dijiste -ahora lo recuerdo- lo que Él ahora me ha repetido. Dijiste: «Nosotras las mujeres tendremos que actuar, porque nosotras hemos permanecido y los hombres han huido… Es siempre la mujer la que genera…». ¡Oh, Madre, ayúdame a generar a Cusa: ¡Él ha huido de la Fe!… – Juana llora de nuevo. María la toma entre sus brazos: -Más fuerte que la fe es el amor. Es la virtud más activa. Con ella crearás el alma nueva de Cusa. No temas. Pero yo te ayudaré.