Aparición a José de Arimatea, a Nicodemo y a Manahén.
Manahén, junto con los pastores, camina a buen paso por las laderas que de Betania llevan a Jerusalén. Un bonito camino va directo hacia el Monte de los Olivos, y Manahén tuerce por él, tras haber dejado a los pastores, quienes quieren entrar en pequeños grupos en la ciudad para ir al Cenáculo. Poco antes -lo deduzco de lo que hablan- deben haber encontrado a Juan, que iba hacia Betania para llevar la noticia de la Resurrección y la orden de que estuvieran todos en Galilea al cabo de unos días. Se dejan precisamente porque los pastores quieren repetir personalmente a Pedro lo que le han dicho a Juan, es decir, que el Señor, en una aparición a Lázaro, ha dicho que se reúnan en el Cenáculo. Manahén sube por un camino secundario, hacia una casa que está en medio de un olivar: una bonita casa rodeada por una franja de cedros del Líbano que descuellan con sus imponentes moles en el conjunto de los numerosos olivos del monte. Entra con ademán seguro, y al criado que ha salido le dice: -¿Dónde está tu señor? -Allí, con José. Hace un rato que ha venido. -Dile que estoy aquí. El criado se marcha, para regresar con Nicodemo y José. Las voces de los tres se entrelazan en un mismo grito: -¡Ha resucitado! Se miran, asombrados de saberlo los tres. Luego Nicodemo toma a su amigo y lo lleva a una habitación interna de la casa. José los sigue. -¿Has tenido el coraje de volver? -Sí. Él lo ha dicho: «Al Cenáculo». Quiero verlo, ciertamente, quiero verlo ahora, glorioso, para quitarme el dolor del recuerdo de Él atado y cubierto de inmundicias, como un delincuente a merced de la indignación de la gente. -¡Oh, también nosotros quisiéramos verlo!… Y para que desapareciera de nosotros el horror del recuerdo de Él torturado, de sus innumerables heridas… Pero Él se ha mostrado sólo a las mujeres – comenta José en tono bajo. -Es justo. Ellas le han sido fieles siempre en estos años. Nosotros teníamos miedo. Su Madre lo dijo: «¡Bien pobre amor el vuestro, si ha esperado a este momento para manifestarse!» – objeta Nicodemo. -¡Pero, para desafiar a Israel -más opuesto a Él que nunca-, tendríamos mucha necesidad de verlo!… ¡Si tú supieras! Los soldados han hablado… Ahora los Jefes del Sanedrín y los fariseos, a quienes ni tanta ira del Cielo ha convertido, van buscando a quienes pueden tener noticia de su Resurrección para encarcelarlos. Yo he mandado al pequeño Marcial -un niño pasa más y mejor desapercibido- a advertir a los de la casa de que estén sobreaviso. Del Tesoro de1 Templo han sacado dinero sagrado para pagar a los soldados, para que digan que los discípulos han robado su Cuerpo y que lo que han dicho de la Resurrección antes no era sino una mentira por miedo al castigo. La ciudad está en ebullición como un puchero. Y hay algunos, de entre los discípulos, que dejan la ciudad por miedo… Me refiero a los discípulos que no estaban en Betania… -Sí, necesitamos su bendición para tener valor. -A Lázaro se le ha aparecido… Era casi la hora tercera. Lázaro se nos mostró transfigurado. -¡Oh, Lázaro lo merece! Nosotros… – dice José. -Sí. Nosotros estamos ahora recubiertos de duda y pensamientos humanos como por costras de una lepra mal curada… Y sólo Él puede decir: «¡Quiero que quedéis limpios!». ¿Ya no nos hablará, ahora que ha resucitado, a nosotros, que somos los menos perfectos? – pregunta Nicodemo. -¿Y no hará ya milagros, por castigo al mundo, ahora que es el Resucitado de la muerte y de las miserias de la carne? – pregunta José. Pero sus preguntas sólo pueden tener una respuesta: la suya; y la suya no viene. Los tres están abatidos, y abatidos permanecen. Luego Manahén dice: -Bueno, pues yo voy al Cenáculo. Si me matan, Él absolverá mi alma y lo veré en el Cielo; si no, lo veré aquí en la Tierra. Manahén es una cosa tan inútil en el conjunto de sus seguidores, que, si cae, dejará el mismo vacío que deja una flor recogida en un prado cuajado de corolas: ni siquiera se verá… – y se alza para marcharse. Pero, mientras se está volviendo hacia la puerta, ésta se ilumina del divino Resucitado, el cual, abiertas las palmas en gesto de abrazo, lo detiene diciendo: -¡Paz a ti! ¡A vosotros, paz! Tú y Nicodemo quedaos donde estáis. José, si lo considera oportuno, puede marcharse. Aquí me tenéis, y digo la palabra solicitada: «Quiero que quedéis limpios de todo lo que hay de impuro todavía en vuestra fe». Mañana bajaréis a la ciudad. Iréis donde los hermanos. Esta noche he de hablar a los apóstoles, a ellos solos. Adiós. Y que Dios esté siempre con vosotros. Manahén, gracias. Tú has creído más que éstos. Gracias por tanto, también a tu espíritu. A vosotros gracias por vuestra piedad. Haced que se transforme en una cosa más alta con una vida de intrépida fe. Jesús desaparece tras una incandescencia deslumbradora. Los tres están llenos de dicha, y desconcertados. -¿Pero era Él? – pregunta José. -¿Es que no has oído su voz? – responde Nicodemo. -La voz… Puede tener voz también un espíritu… A ti, Manahén, que estabas tan cerca de Él, ¿qué te ha parecido? -Un verdadero cuerpo. Hermosísimo. Respiraba. Sentía su aliento. Y despedía calor. Y además… he visto las Llagas. Parecían acabadas de abrir. No manaban sangre, pero era carne viva. ¡Oh, dejad de dudar! No vaya a ser que os castigue. Hemos visto al Señor. Quiero decir, a Jesús, glorioso de nuevo, como requiere su Naturaleza. Y… nos sigue queriendo… En verdad, si ahora Herodes me ofreciera el reino, le diría: «Para mí es estiércol y polvo tu trono y tu corona. Lo que poseo no es superado por nada. Poseo el gozoso conocimiento del Rostro de Dios».