Conservar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo. El Concilio Ecuménico Vaticano II, inaugurado hace treinta años por mi predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, tenía como propósito y deseo hacer patente la misión apostólica y pastoral de la Iglesia, y conducir a todos los hombres, mediante el resplandor de la verdad del Evangelio, a la búsqueda y acogida del amor de Cristo que está sobre toda cosa (cf. Ef 3, 19).
A esta asamblea el Papa Juan XXIII le fijó como principal tarea la de custodiar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para ello, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino, ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la doctrina de la fe. «Confiamos que la Iglesia —decía él, iluminada por la luz de este Concilio, crecerá en riquezas espirituales, cobrará nuevas fuerzas y mirará sin miedo hacia el futuro […]; debemos dedicarnos con alegría, sin temor, al trabajo que exige nuestra época, prosiguiendo el camino que la Iglesia ha recorrido desde hace casi veinte siglos» [1].
Con la ayuda de Dios, los padres conciliares pudieron elaborar, a lo largo de cuatro años de trabajo, un conjunto considerable de exposiciones doctrinales y directrices pastorales ofrecidas a toda la Iglesia. Pastores y fieles encuentran en ellas orientaciones para la «renovación de pensamiento, de actividad, de costumbres, de fuerza moral, de renovación de alegría y de la esperanza, que ha sido el objetivo del Concilio» [2].
Desde su clausura, el Concilio no ha cesado de inspirar la vida eclesial. En 1985, yo pude afirmar: «Para mí —que tuve la gracia especial de participar en él y colaborar activamente en su desarrollo—, el Vaticano II ha sido siempre, y es de una manera particular en estos años de mi pontificado, el punto constante de referencia de toda mi acción pastoral, en un esfuerzo consciente por traducir sus directrices en aplicaciones concretas y fieles, en el seno de cada Iglesia particular y de toda la Iglesia Católica. Es preciso volver sin cesar a esa fuente» [3]
En este espíritu, el 25 de enero de 1985 convoqué una asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. El fin de esta asamblea era dar gracias y celebrar los frutos espirituales del concilio Vaticano II, profundizando en sus enseñanzas para una más perfecta adhesión a ellas y promoviendo el conocimiento y aplicación de las mismas por parte de todos los fieles cristianos.
En la celebración de esta asamblea, los padres del Sínodo expresaron el deseo de que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sería como el punto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debería ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos [4]. Desde la clausura del Sínodo, hice mío este deseo juzgando que «responde enteramente a una verdadera necesidad de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares»[5].
De todo corazón hay que dar gracias al Señor, en este día en que podemos ofrecer a toda la Iglesia, con el título de «Catecismo de la Iglesia católica», este «texto de referencia» para una catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe.
Tras la renovación de la Liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias Orientales Católicas, este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial, promovida y llevada a la práctica por el Concilio Vaticano II.