Mensaje del 17 de abril de 1992 en Rubbio (Italia)
Viernes Santo
Adoremos a Jesús Crucificado.
«En este día postraos, hijos míos predilectos, y junto Conmigo, vuestra Madre dolorosa, con amor y con inmensa gratitud, Adoremos a Jesús Crucificado. Es verdadero Dios. Es nuestro Rey. Helo aquí ahora extendido en su trono real; “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a Mí”. Acercaos entonces al trono de la Gracia y de la Misericordia para obtener la salvación en este tiempo propicio de vuestra Redención. Porque Aquél que hoy es juzgado, condenado al patíbulo de la Cruz y cruelmente ajusticiado en el Calvario es el verdadero Hijo de Dios. Es el Verbo consubstancial del Padre; es su Hijo Unigénito; es la Impronta de su substancia; es el Esplendor de su gloria. “No habiendo aceptado ni holocausto ni sacrificio, me has preparado un cuerpo: He aquí que Yo vengo, oh Padre, para hacer tu Voluntad”. “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito”. Jesús es el precioso don de amor del Padre; es el Siervo obediente y dócil; es el Cordero manso y silencioso que es conducido a la muerte; es el Redentor y el Salvador de toda la humanidad. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo. Y así, hecho hombre, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz”. Te adoramos Jesús Crucificado, porque sobre tu trono real, tu libras a la humanidad de la esclavitud de Satanás, borras cada mancha de pecado y ofreces el don precioso de tu Redención. Es mi Hijo Jesús que hoy muere en la Cruz, concebido en mi seno virginal, formado durante nueve meses antes de su humano nacimiento, nutrido con mi carne y con mi misma sangre. Nacido en una Gruta, recostado en un pesebre, nutrido con mi leche, crecido entre mis brazos, acunado por mi amor, conducido por mis manos, formado con mis palabras, custodiado y defendido en su infancia amenazada, contemplado con mi materna dicha en el ritmo de su crecimiento humano, ayudado con mi presencia en el cumplimiento de su pública misión, asistido por Mí en este día de su injusta y tan inhumana ejecución. Mirad Conmigo su Cuerpo convertido todo él en una llaga por la terrible flagelación; su rostro desfigurado por la sangre, que baja por su cabeza atravesada por la corona de espinas; sus espal das llagadas que sostienen con fatiga el madero de su patíbulo. Escuchad en vuestro corazón Conmigo, los golpes terribles de los clavos que le traspasan las manos y los pies; el choque de la Cruz contra el suelo que lo hace estremecerse de nuevo dolor; los gemidos de su sangrienta agonía, su último suspiro que emite en el instante de su muerte en la Cruz. Es mi Hijo que muere, junto a mí, su Madre dolorosa, que abre su Corazón para recibiros, a todos vosotros, en la cuna dolorosa de su nueva y universal maternidad. Jesús Crucificado es nuestro Redentor y Salvador. Hoy se cumple el designio de toda su vida y se cumple, de manera perfecta, la Voluntad del Padre, porque Él se inmola como víctima por nuestra salvación. Mirad hoy, con amor y con inmensa gratitud, en espíritu de gozo y consuelo, a Aquél a quien han traspasado. Él es el verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; es el sumo Sacerdote que entra una sola vez en el Santuario para obtener, con su sangre, una redención eterna. Él es vuestra Pascua: el puente que os permite pasar del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Él es vuestro hermano que os toma de la mano y os conduce a ser verdaderos hijos de Dios. Jesús regresará sobre el trono real de su gloria, para dar cumplimiento a aquella Palabra suya, que ha sido la causa de su condena; las nubes del cielo se postrarán como escabel a sus pies, y vendrá para instaurar su Reino de gracia, de santidad, de amor, de justicia y de paz; llevando así a perfecto cumplimiento el designio de su Redención. Vivid en la espera de su glorioso retomo y de vuestra próxima liberación.»