Mensaje del 24 de diciembre de 1988 en Dongo (Italia)
Noche Santa
En la noche de vuestro tiempo.
«Velad Conmigo, hijos predilectos, en estas horas de espera. Es la Noche Santa. Participad también vosotros en la alegría de mi Corazón materno. Está por nacer mi Niño divino, el Esperado de los siglos, el Unigénito del Padre, el Enmanuel, el Dios con nosotros. Quiero introduciros en lo profundo de mi Corazón Inmaculado para comunicaros también a vosotros, mis pequeños niños, los sentimientos que Yo he experimentado durante las horas que precedieron al nacimiento de mi Hijo Jesús. Mi alma estaba inmersa en un océano de paz y de bienaventuranza. La presencia del Verbo, que desde hacía nueve meses, palpitaba con su cuerpo humano, formado en mi seno virginal, había colmado mi alma de la luz y de la felicidad de todo el Paraíso. La Santísima Trinidad había establecido allí su habitual morada; los coros angélicos se postraban en perenne adoración y entretejían dulcísimas armonías de cantos celestiales; la luz misma de Dios transfiguraba mi alma, que se convertía en purísimo reflejo de su divina belleza. Así preparaba una cuna preciosa y santa, en la cual depositar la Luz que estaba a punto de surgir en medio de una tiniebla inmensa. Mi Corazón se abría a una experiencia de amor tan grande, como no ha sido concedida, a ninguna otra criatura. ¡Qué sentimiento de amor inefable experimentaba mi Corazón, al sentir que se acercaba ya, el momento esperado del nacimiento de mi divino Niño! Mi amor materno, se había hecho todavía más perfecto, por causa de mi estado virginal y por la clara conciencia de que el Niño que estaba a punto de nacer de Mí, era el Hijo de Dios. Así pues, en el momento que precedía a su Nacimiento, mi Corazón estaba colmado del amor de todos aquellos que lo habían esperado a través de los siglos. El amor de Adán, de Abraham, de Moisés, de todos los profetas y de los Justos de Israel, de los pequeños, de los pobres de Yahvé, se hacía presente en mi Corazón virginal, que se abría para amar al Niño que estaba por nacer, con el pálpito de toda la humanidad redimida y salvada por El. Mi cuerpo estaba envuelto por uno luz que se hacía cada vez más fuerte, más viva, cuanto más entraba Yo en un éxtasis de oración y de profunda unión con el Padre Celestial En aquella noche, el Paraíso, estaba todo él contenido en una pobre y gélida Gruta. Como un rayo de luz atraviesa un cristal sin afectarlo, así mi divino Niño, pasó a través del velo de mi seno virginal, sin afectar el encanto de mi perfecta virginidad. De este modo admirable, aconteció el nacimiento de mi Hijo. El mayor prodigio se cumplió en la plenitud de los tiempos. Hijos predilectos, el Señor que vino en su primera Navidad, está a punto de volver a vosotros en gloria. Está próxima su segunda y gloriosa Navidad. Entonces, en la noche de vuestro tiempo, mi misión materna consiste en prepararos a recibirlo, como Yo lo recibí en su primera venida. Que vuestra alma sea iluminada por la luz de la Gracia divina y de su perenne presencia en vosotros. Que vuestro corazón se abra a una nueva y mayor capacidad de amor. El amor debe arder en vosotros como un fuego tan fuerte que sea capaz de envolver a todo el mundo y de quemar todo lo que en él hay de pecado, de mal, de egoísmo, de odio y de impureza. Que vuestro cuerpo sea envuelto por el manto de la santidad y de la pureza. Volved a resplandecer con el candor de los lirios. Volved a difundir en tomo vuestro mi virginal e inmaculado perfume. Entonces, en la noche de vuestro tiempo, envueltos en la luz de mi Corazón Inmaculado, también vosotros preparáis una cuna preciosa para su glorioso retorno.»