Mensaje del 20 de abril de 1984
Viernes Santo
Junto a cada altar.
«Soy vuestra Madre, tan dolorida. Me encuentro al lado de mi Hijo Jesús, en el momento en que sube al Calvario, extenuado por un inmenso sufrimiento y por el peso de la Cruz, que lleva con mansedumbre y con amor. Los pies dejan sobre el camino huellas de sangre, las manos estrechan la cruz, que pesa sobre la espalda llagada, el cuerpo está herido y magullado por la terrible flagelación sufrida, de la cabeza descienden arroyuelos de sangre, que brotan de las heridas abiertas por la corona de espinas… ¡Qué fatiga siente Jesús al subir: qué sufrimiento le cuesta cada paso que da hacia la cima del Calvario! Se tambalea, se detiene, es sacudido por los estremecimentos de la fiebre y el dolor, se inclina como para recoger nuevas fuerzas: no puede más y cae a tierra. He aquí el hombre. He aquí, hijos, vuestro Rey. Querría recogerlo con el ímpetu de mi corazón de Madre, ayudarlo con la fuerza de mi dolor, sostenerlo con el consuelo de mi presencia. Le acaricio con el gemido de mi oración, le acompaño con la angustia de una madre herida, le conduzco hacia la cima del Gólgota sobre mi Corazón Inmaculado, unido ya al suyo en una única oblación al Querer del Padre. Estoy a su lado cuando le despojan de sus vestidos, y con gesto de madre, comprendido y permitido por los verdugos, entrego mi cándido velo para proteger su pudor; lo contemplo cuando le extienden sobre el patíbulo. Oigo el martillo sobre los clavos, que le traspasan los pies y manos; me penetra el alma el terrible choque de la Cruz contra el terreno, que le hace estremecer de dolor. Estoy bajo la Cruz, en este Viernes Santo, viviendo junto a mi Hijo Jesús las largas y terribles horas de su Pasión. Me envuelve, como un manto, la paz que desciende de su Cuerpo inmolado; me invade como un río de gracia y siento abrirme a una inmensa capacidad de amor. Mi alma se abre a una nueva y más grande vocación materna, mientras mi Corazón Inmaculado recoge cada una de las preciosas gotas de su dolor durante las horas de su agonía. Este Viernes Santo ha iluminado verdaderamente cada día que el Señor os ha concedido en vuestro terreno peregrinar, oh hijos míos, porque en este día habéis sido redimidos. Mirad todos a Aquél a quien hoy han traspasado. Dejaos lavar por su Sangre, penetrar por su amor, engendrar por su dolor, esconder dentro de sus llagas, reparar por su rescate, redimir por su nuevo y eterno Sacrificio. Este Viernes Santo se repite cada vez que Jesús se inmola por vosotros, aunque de modo incruento, en el Santo Sacrificio de la Misa. Místicamente se renueva para vosotros el don supremo de esta jomada. Pero, junto a Jesús que se inmola, se repite también la ofrenda dolorosa de vuestra Madre Celeste, que está siempre presente junto a cada Altar sobre el que se celebra la Santa Misa, como lo estuve durante el largo y doloroso Viernes Santo. Sea grande e irresistible vuestra confianza. El mal, todo el mal, y el mismo espíritu del mal, Satanás, vuestro Adversario desde el Principio, ha sido vencido y reducido ya a perpetua esclavitud. No os espante ni os turbe su tremendo agitarse de hoy. Vivid en la alegría y en la paz de Jesús, dulce y mansa víctima, ofrecida sobre la Cruz al Padre, como precio de vuestro perenne rescate. Ahora que la oscuridad ha descendido nuevamente sobre el mundo, y la noche envuelve a la humanidad descarriada, en este su Viernes Santo, mirad a Aquél a quien traspasaron para comprender que la victoria sobre el mal, sobre el odio y sobre la muerte ha sido ya obtenida para siempre, por la fuerza del amor misericordioso de Jesús, vuestro Divino Redentor.»