Mensaje del 2 de febrero de 1977
Presentación del Niño Jesús en el Templo
Os llevo en mis brazos.
«He aquí el misterio de amor de mi divina maternidad: como Madre, confío en las manos del Sacerdote a mi Hijo, y en Él adoro a mi Dios, que hace su entrada en la gloria de su Casa. Todo requisito de la Ley queda cumplido: la ofrenda, el sacrificio, el rescate. Al Sacerdote se le entrega un Niño: Para él es solamente uno de tantos. Pero a quien tiene corazón de niño se le revela el misterio del Padre. Y el Espíritu Santo se posa sobre un pobre anciano confundido entre la multitud. Los brazos del anciano se abren para estrechar amorosamente al Mesías prometido, el esperado Salvador de Israel. Mi esposo José y Yo nos miramos asombrados. Por primera vez el misterio es revelado, y es anunciado por una voz humana. No es revelado a los Doctores, ni a los Sacerdotes. Es manifestado a un anciano y a una mujer: a la gente que es humilde, pobre de espíritu. Así, de antemano, se proclama el designio: este Niño será puesto como señal de contradicción para la salvación y la ruina de muchos. Y a Mí, la Madre, una espada de dolor me traspasará el alma. Cuando, ya mayor comience su misión, se repetirá el mismo hecho. Es expulsado de la sinagoga y obligado a huir; su voz es rechazada por los grandes: por los Doctores de la Ley, por los Escribas y por los Sacerdotes. Este repudio oficial, como una espada, traspasa mi Corazón de Madre. Pero Jesús es bien acogido por los pobres, por los enfermos, por los pecadores. Su voz llega al corazón de los sencillos. Entonces mi Corazón se siente consolado por la respuesta que a mi Hijo saben dar los más pequeños. Los pequeños son para Él el don del Padre. Los pequeños son su “gracias” que devuelve al Padre. Los pequeños, porque solo ellos comprenden los misterios del Reino de los Cielos. Sed, pues, hoy, hijos míos predilectos, mis pequeñuelos. Mi Iglesia ha de abrirse a la acción del Espíritu Santo. Este edificio está construido sobre columnas que desafían a los siglos, contra el cual el Infierno no podrá prevalecer: el colegio de los Apóstoles cimentado sobre Pedro, que se perpetúa hasta el fin de los siglos, en los Obispos unidos al Papa. Sin embargo, son tantas las tinieblas que hoy han entrado en este edificio que es necesario que el Espíritu lo haga resplandecer totalmente por una novísima Luz. Por eso reúno de todas las partes del mundo el ejército de mis hijos predilectos: para que el Espíritu Santo los transforme y los prepare para cumplir hoy el gran designio del Padre. Este designio es confiado, una vez más, al dolor y al amor de mi Corazón Inmaculado de Madre. Por lo que os pido que os consagréis a mi corazón. Os pido que seáis como niños para poder llevaros a todos en mis brazos. Como hice con mi Hijo Jesús, también a vosotros os voy a presentar en el Templo Santo de Dios y os ofreceré en holocausto al Padre, para aplacar su divina Justicia. No os turbéis si todavía hoy recibo la repulsa de los grandes. Pero, sin embargo, mi Voz es cada vez mejor escuchada por los pequeños. Será solamente con estos hijos míos con los que conseguiré mi triunfo de amor.»