La cena en la casa de Nazaret. La dolorosa partida
Y ya llegó la noche. Otra noche de despedida para la casita de Nazaret y sus habitantes. Otra cena durante la cual la pena quita las ganas de comer a las bocas y pone taciturnas a las personas. Están sentados a la mesa Jesús, Juan y Síntica, Pedro, Juan, Simón y Mateo. Los demás no han podido: ¡es tan pequeña la mesa de Nazaret! ¡Hecha realmente para una pequeña familia de justos, que, al máximo, pueden invitar a sentarse al peregrino y al afligido, para ofrecerles un alivio más de amor que de alimento! A1 máximo, esta noche, se hubiera podido sentar a la mesa Margziam, porque es un niño, y muy menudito, que ocupa poco sitio… Pero Margziam, muy serio y silencioso, está comiendo en un rincón, sentado en una banquetita, a los pies de Porfiria – para quien la Virgen ha reservado su silla del telar -, que, sumisa y silenciosa, come la comida que le han dado, mirando con ojos compasivos a los dos que están para partir. Estos tratan de tragar sus bocados con la cabeza muy baja para esconder el rostro excoriado por las lágrimas. Los demás, o sea, los dos hijos de Alfeo, Andrés y Santiago de Zebedeo, se han instalado en la cocina, junto a una especie de hintero. Pero se les ve por la puerta abierta. María Santísima y María de Alfeo van y vienen sirviendo a éstos y a aquéllos, maternales, acongojadas, tristes. Y, si María santísima acaricia con su sonrisa – muy dolorosa esta noche – a aquellos a quienes se acerca, María de Alfeo, menos reservada y más campechana, une a la sonrisa el acto y la palabra, y más de una vez anima, añadiendo una caricia o incluso un beso, según quién sea la persona favorecida, a éste o a aquél a nutrirse tomando los alimentos más apropiados para su físico y para el próximo viaje. Tanto se aplica a convencer al exhausto Juan – que en estos días de espera está aún más demacrado – para que coma esto o aquello, alabando su sabor y sus propiedades salutíferas, que deduzco que, por amor compasivo hacia él, le daría de comer a sí misma. Pero, a pesar de sus… seducciones, los alimentos se quedan casi intactos en el plato de Juan, y María de Alfeo se aflige por ello como una madre que ve que su lactante rechaza el pezón. -¡Pero así no puedes partir, hijo! – exclama. Y, movida por la maternidad de su alma, no reflexiona que Juan de Endor tiene más o menos su edad y que el nombre de hijo está mal dado. Pero ella ve en él sólo una criatura que sufre, y por ello, no encuentra sino este nombre para consolarlo… – Te va a hacer daño viajar con el estómago vacío en esa carreta tambaleante con el frío húmedo de la noche. Y, además, ¡a saber cómo comeréis durante este horrible y largo viaje!… ¡Eterna piedad! ¡Por mar tantas millas! Yo me moriría de miedo. Y costeando tierras fenicias. ¡Y luego!… ¡peor todavía! Claro, el patrón de la nave será filisteo, o fenicio, o de alguna otra nación infernal… y no tendrá piedad con vosotros… ¡Venga, hombre, ahora que tienes todavía a tu lado a una madre que te quiere!… Come: sólo un trocito de este pescado bonísimo… Aunque sólo sea por contentar a Simón de Jonás, que lo ha preparado en Betsaida con mucho amor y hoy me ha enseñado a cocinarlo de esta manera, para ti y para Jesús, para que os dé muchas fuerzas. ¿No te apetece realmente?… Entonces… ¡Ah, esto si que te lo comerás! – y va ligera hacia la cocina y vuelve con una bandeja repleta de una humeante polentita. No sé lo que es… Ciertamente un tipo de harina, o de granos cocidos en leche hasta deshacerlos: «Mira, esto lo he hecho yo, porque me he acordado de que un día hablaste de ello como de un dulce recuerdo le tu niñez… Es rico y bueno. ¡Venga, un poco!». Juan se deja meter en el plato alguna cucharada de este blando manjar, y trata de tragarlo; pero las lágrimas descienden para mezclar su sal con el alimento mientras pliega aún más su rostro hacia el plato. Los otros reciben con muchos signos de alegría este alimento (quizás una gollería). Sus rostros se han iluminado al verlo. Margziam se ha puesto de pie… pero luego ha sentido la necesidad de preguntarle a María Santísima: -¿Lo puedo comer? Faltan todavía cinco días para el final del voto… -Sí, hijo mío. Lo puedes comer – dice María con una caricia. Pero el niño vacila todavía. Entonces María, para calmar los escrúpulos del pequeño discípulo, consulta a su Hijo: -Jesús, Margziam pregunta si puede comer la cebada monda… por la miel, que hace que sea un plato dulce, ¿sabes?… -Sí, sí, Margziam. Esta noche te dispenso Yo de tu sacrificio, a condición de que Juan se coma también su cebada con miel. ¿Ves cómo lo desea el niño? Pues ayúdale a conseguir esto. Y Jesús, que está al lado de Juan, le toma la mano y se la sujeta mientras éste se esfuerza, obediente, en terminar su cebada.María de Alfeo ahora está más contenta. Y vuelve al asalto con un buen plato de peras cocidas en el horno, humeantes. Entra, del huerto, con su bandeja y dice: -Llueve. Empieza ahora. ¡Qué pena! -¡No, mujer, no! ¡A1 revés! ¡Es mejor! Así no habrá nadie por las calles. Cuando uno se marcha, los saludos hacen siempre daño… Mejor correr con el viento en la vela y sin encontrar bajos o escollos que le hagan detenerse a uno y moverse lentamente; y los curiosos son exactamente eso: bajos y escollos… – dice Pedro, que en toda acción ve la vela y la navegación. -Gracias, María. Pero no como más – dice Juan, tratando de rechazar la fruta. -¡Ah, esto no! Las ha cocido María. ¿No querrás despreciar la comida hecha por ella? ¡Mira qué bien las ha preparado! Con sus especias en el agujerito… con su mantequilla en la parte baja… Deben ser un manjar regio. Almíbar. Para cocerlas tan doradas, se ha dorado también ella en el fuego del horno. Vienen bien para la garganta, para la tos… Dan calor y son medicinales. María dile cuánto bien le hacían a mi Alfeo cuando estaba enfermo. Pero las quería hechas por ti. ¡Sí, claro! ¡Tus manos son santas y dan salud!… ¡Benditos los alimentos que preparas tú!… Estaba más tranquilo mi Alfeo después de comer esas peras… respiraba con más suavidad… ¡Pobre marido mío!… – y María aprovecha la oportunidad de la evocación para poder por fin llorar, y salir a llorar. Quizás es un mal pensamiento mío, pero creo que, sin la pena por los dos que parten, para el «pobre Alfeo» no habría habido ni una lágrima de la consorte, esa noche… María de Alfeo estaba llena de llanto por Juan y Síntica, y por Jesús, Santiago y Judas, que se marchan; tan llena, que abrió una salida al llanto para no ahogarse. María toma su lugar ahora, pone delicadamente una mano en el hombro de Síntica, que está frente a Jesús, entre Simón y Mateo. -¡Venga, ánimo, comed! ¿Queréis marcharos añadiendo a mi angustia la de que os habéis marchado casi en ayunas? -Yo he comido, Madre – dice Síntica mientras levanta su cara cansada y signada por el llanto de varios días. Y luego la baja hacia el hombro en que está la mano de María, y roza la mejilla contra la mano menuda para recibir su terneza. María le acaricia con la otra mano los cabellos y acerca hacia sí la cabeza de Síntica, cuya cara ahora está apoyada en el pecho de María. -Come, Juan. Te vendrá muy bien. No te puedes enfriar. Tú, Simón de Jonás, te encargarás de darle la leche caliente con miel todas las noches, o, al menos, agua muy caliente con miel. Acuérdate. -También yo me ocuparé de ello, Madre. Puedes estar segura – dice Síntica. -Efectivamente, estoy segura. Pero lo harás a partir de que te instales en Antioquía. Por ahora se encargará Simón de Jonás. Y acuérdate, Simón, de darle mucho aceite de oliva. Por eso te he dado esa orza. Cuida de que no se rompa. Y, si le ves más cerrado de respiración, haz como te he dicho con el otro frasco de bálsamo. Tomas la cantidad suficiente para untarle el pecho, la espalda y la parte de los riñones, y lo calientas hasta que lo puedas tocar sin quemarte; luego le untas y le recubres enseguida con esas fajas de lana que te he dado. Lo he preparado concretamente para eso. Tú, Síntica, recuerda su composición. Para volver a hacerlo. Siempre tendrás lirios, alcanfor y díctamo, resinas, claveles, laurel, artemisias y todo lo demás. He oído que Lázaro tiene en Antigonio jardines de esencias. -Y además magníficos – dice el Zelote, que los ha visto. Y añade: «No doy ningún consejo. Pero digo que para Juan ese lugar debería ser saludable, para el espíritu y para el cuerpo; incluso más que Antioquía. Está protegido del viento. Tiene una brisa ligera que viene de los bosquecillos de árboles de resinas arraigados en las laderas de un pequeño collado que hace de barrera al viento del mar, pero que permite a las sales marinas beneficiosas extenderse hasta allí. Es un lugar sereno, silencioso, y, no obstante, alegre, por las mil flores y los mil pájaros que viven allí en paz… Bueno, bien, vosotros veréis lo que más os hace al caso. ¡Síntica es muy juiciosa! Porque en estas cosas es mejor ponerse en manos de las mujeres. ¿No es verdad? -Por eso Yo confío a mi Juan al buen juicio y al buen corazón de Síntica – dice Jesús. -Y yo también – dice Juan de Endor – Yo… yo… yo no tengo ya ninguna energía… y… ya jamás serviré para nada… -¡Juan, no digas eso! Si el otoño desnuda los árboles, no se puede concluir que no tengan ya vitalidad; al contrario, trabajan, con celada energía, para preparar el triunfo de los próximos frutos. Tú eres lo mismo. Ahora te ves empobrecido por el viento frío de este dolor, pero, en realidad, en lo profundo de ti, trabajas ya para los ministerios nuevos. Tu propio dolor te servirá de acicate para la acción. Estoy segura. Entonces serás tú, siempre tú, el que me ayudarás a mí, que soy una pobre mujer que todavía tiene mucho que aprender para llegar a ser algo para Jesús. -¿Pero qué crees que puedo ser ya? Ya nada tengo que hacer… ¡Estoy acabado! -No. ¡No está bien decir eso! Sólo el que muere puede decir: «Como hombre estoy acabado». Otro no puede decirlo. ¿Crees que no tienes ya nada que hacer? Todavía te queda lo que un día me dijiste: cumplir el sacrificio. ¿Y cómo, sino con el sufrimiento? Juan, es necio citarte a los sabios a ti, que eres un pedagogo; pero te recuerdo a Gorgias de Leontina (o Leontine). Enseñaba que sólo con los dolores y sufrimientos se expía en esta vida y en la otra. Y te recuerdo también a nuestro gran Sócrates: «Desobedecer a quien es superior a nosotros, sea dios u hombre, es un mal y una vergüenza». Ahora bien, si éste era un justo modo de actuar ante una injusta sentencia emanada de hombres injustos, ¿qué no será, ante una orden emanada del Hombre santísimo y de nuestro Dios? Obedecer, por el solo hecho ya de que es obedecer, es una cosa grande; grandísima será, entonces, prestar obediencia a una orden santa que juzgo – y tú conmigo debes juzgarla igual – gran misericordia. Tú siempre dices que tu vida se acerca a su fin, y todavía no sientes haber anulado tu deuda con la Justicia. ¿Por qué no juzgas, entonces, este gran dolor como un medio para anular la deuda, y además para hacerlo en el breve tiempo que te queda? ¡Un gran dolor para conseguir una gran paz! Créeme: vale la pena sufrirlo. Lo único importante en la vida es llegar a la muerte habiendo conquistado la Virtud. -Me das ánimos, Síntica… Hazlo siempre. -Lo haré. Lo prometo aquí. Pero tú facilítamelo, como hombre y como cristiano. La cena ha terminado. María recoge las peras que han quedado, las mete en un recipiente y se las da a Andrés, que sale, para volver luego diciendo: -Llueve cada vez más. Yo diría que es mejor… -Sí. Esperar siempre es más angustioso. Voy enseguida a preparar el burro. Venid también vosotros, con los arcones y todo lo demás. Tú también, Porfiria, ¡rápidamente! Eres tan paciente, que te has conquistado al asno y se deja vestir (dice exactamente esto) sin resistirse. Después se encargará Andrés, que te asemeja. ¡Venga, todos fuera! Y Pedro incita a todos a que salgan de la habitación y de la cocina, excepto a María, a Jesús, a Juan de Endor y a Síntica. -¡Maestro! ¡Oh, Maestro, ayúdame! ¡Llegó el momento de… sentir que se me desgarra el corazón! ¡Ha llegado, sí, el momento! ¿Por qué, Jesús bueno, no has hecho que muriese aquí, una vez experimentada la congoja de mi condena y hecho el esfuerzo de aceptarla? Y Juan cae en el pecho de Jesús, llorando angustiosamente. María y Síntica tratan de calmarlo. María, a pesar de que siempre es tan reservada, lo separa de Jesús, lo abraza y le dice: -Hijo amado, hijo mío predilecto… Síntica, entretanto, se arrodilla a los pies de Jesús y dice: -Bendíceme, conságrame, para quedar fortalecida. Señor, Salvador, Rey, yo, aquí, en presencia de tu Madre, juro y profeso que seguiré tu doctrina y te serviré hasta el último respiro. Juro y profeso que me dedicaré a tu doctrina y a los seguidores de ella, por amor a ti, Maestro y Salvador. Juro y profeso que mi vida no tendrá ninguna otra finalidad, y que todo lo que significa mundo y carne ha muerto definitivamente para mí. Y espero, con la ayuda de Dios y de las oraciones de tu Madre, vencer al Demonio, para que no me arrastre al error y no ser condenada en la hora de tu Juicio. Juro y profeso que no me doblegarán ni las seducciones ni las amenazas y que no tendré memoria lábil, a menos que Dios permita que suceda de otra forma. Pero espero en Él y creo en su bondad, por lo cual estoy segura de que no me dejará a merced de fuerzas oscuras más fuertes que las mías. Consagra a tu sierva, oh Señor, para que se sienta defendida de las insidias de todos los enemigos. Jesús extiende las manos sobre su cabeza, con las palmas abiertas, como hacen también los sacerdotes, y ora por ella. María lleva a Juan al lado de Síntica y le hace arrodillarse, y dice: -También a él, Hijo mío, para que te sirva con santidad y paz. Y Jesús repite el acto sobre la cabeza inclinada del pobre Juan. Luego lo levanta y hace levantarse a Síntica, pone las manos de ellos en las de María, y dice: -Que sea ella la última que os acaricia, aquí – y sale rápidamente para ir no sé a dónde. -¡Madre, adiós! ¡No olvidaré nunca estos días! – gime Juan. -Yo tampoco te olvidaré, amado hijo. -Igual yo, Madre… Adiós. Déjame besarte una vez más… ¡Después de tantos años, me había saciado de besos maternos!… Pero ahora ya no… – Síntica llora en los brazos de María, que la besa. Juan da rienda suelta a su llanto. María lo abraza también a él; ahora tiene – verdadera Madre de los cristianos – a los dos entre sus brazos, y toca apenas, con sus labios purísimos, la mejilla rugosa de Juan: un beso pudoroso, pero amorosísimo. Con el beso queda el llanto de la Virgen en la flaca mejilla… Entra Pedro: -Está preparado. Venga, vamos… – y no dice nada más, porque está emocionado. Margziam, que sigue a su padre como la sombra al cuerpo, se echa al cuello de Síntica y la besa; luego abraza a Juan y lo besa, lo besa… Pero llora también él. Salen: María, llevando de la mano a Síntica; Marziam de la mano de Juan. -Nuestros mantos… – dice entre lágrimas Síntica, y hace ademán de entrar en las habitaciones. -¡Están aquí, están aquí! ¡Tomad, rápido!… – Pedro se muestra rudo para no dejar ver su emoción; pero, detrás de los dos que ahora se arropan en sus mantos se enjuga las lágrimas con el dorso de la .mano… A1 otro lado del seto, el farolillo trémulo del carro dibuja un cerco amarillo en el ambiente oscuro… Se oye el susurro de la lluvia entre el ramaje de los olivos, y su choque contra el pilón rebosante de agua… Una paloma, despertada por la luz de las lámparas que llevan los apóstoles amparadas bajo los mantos, bajas, para iluminar los senderos llenos de charcos, zurea quejumbrosamente… Jesús ya está al pie del carrito, sobre el cual ha sido extendida como techo una manta. -¡Venga, venga, que llueve recio – incita Pedro. Y, mientras Santiago de Zebedeo sustituye a Porfiria en los ramales, él, sin muchas ceremonias, levanta del suelo a Síntica y la pone en el carro, y, todavía más expeditivamente, agarra a Juan de Endor y lo mete encima del carro; sube él, y da un fustazo tan enérgico al pobre burro, que éste, casi llevándose por delante a Santiago, empieza a correr inmediatamente. Y Pedro insiste hasta que llegan al camino propiamente dicho, bastante lejos de las casas… Un último grito de despedida sigue a los que parten, que lloran inconteniblemente… Pedro para luego al burro fuera de Nazaret, para esperar a Jesús y a los demás, que no tardan en darles alcance caminando ligeros bajo la lluvia que arrecia. Toman un camino entre las huertas, para ir de nuevo hacia el norte de la ciudad sin cruzarla. Pero Nazaret está oscuro y duerme bajo el agua gélida de la noche de invierno… y creo que ni los que están despiertos oyen el chocar de los cascos del asno, poco perceptibles contra el suelo de tierra empapado… La comitiva avanza con el máximo silencio. Sólo se oyen los sollozos de los dos discípulos, mezclados con el rumor de la lluvia entre las frondas de los olivares.