Juan de Zebedeo se acusa de culpas inexistentes.
Es una serena pero cruda mañana de invierno. La escarcha ha blanqueado con sus cristales harinosos el suelo y las hierbas, y de alguna ramita seca que yace en el suelo ha hecho una preciosa joya aljofarada de perlitas. Juan sale de su gruta. Está muy pálido con su túnica color avellana oscuro. Debe tener también mucho frío, o está enfermo. No lo sé. Sé que tiene una palidez casi lívida y que su paso es vacilante, como una persona que no se siente bien. Va hacia el arroyo y titubea respecto a hundir en él, o no, sus manos. Se decide y, formando el cuenco de las dos manos, bebe un sorbo de esa agua cristalina pero ciertamente muy fría. Sacude las manos y termina de secárselas con el extremo de la túnica. Luego permanece un momento inseguro… Mira hacia las ruinas donde está Jesús, mira hacia las suyas… y a éstas regresa lentamente. Pero, en llegando a la abertura por donde se entra, siente como un vahído y se tambalea. Se hubiera caído si no se hubiera agarrado a la pared semiderruída. Permanece un momento con la cabeza sobre el brazo doblado, agarrándose a la pared; luego alza la cabeza y mira a su alrededor… Ya no entra en su cuchitril. Rasando la pared, sujetándose en los salientes angulosos de las piedras ya carentes de revoque, da los pocos pasos que lo separan del establo donde está Jesús, y, habiendo llegado casi a la entrada, se arroja de rodillas y gime: -¡Jesús, mi Señor, piedad de mí! Jesús pronto aparece: -¿Juan? ¿Qué haces? ¿Qué te pasa? -¡Oh, mi Señor! ¡Tengo hambre! Hace casi dos días que no como nada. Tengo hambre y frío… – está palidísimo y le castañean los dientes. -¡Ven! ¡Pasa adentro! – dice Jesús ayudándole a ponerse en pie. Juan, sujetado por el brazo de Jesús, llora con la cabeza reclinada en el hombro de Él, y suspira: -No me castigues, Señor, si te he desobedecido… Jesús responde sonriendo: -Ya has recibido el castigo. Pareces un moribundo… Siéntate aquí, en esta piedra. Hago fuego y te doy comida… – y Jesús enciende con la yesca unas ramillas y hace un buen fuego en el rústico hogar que hay cerca de la puerta. Olor de ramas quemadas y viveza de llamas se esparcen por la mísera gruta, y Jesús, pinchados en un palito dos pedazos de pan, los presenta a la llama; cuando los siente calientes, los cubre con el corazón graso de los quesos dejados por los pastores, y el queso se ablanda y se derrite en el pan que ahora Jesús mantiene suspendido sobre la llama como si fuera un plato. -Come ahora y no llores – dice sonriendo aún y pasando el pan a Juan, que llora en silencio como un niño extenuado, y no deja de verter lágrimas ni siquiera mientras come ese alimento reconfortante. Jesús va hacia el pesebre y vuelve con unas manzanas; las coloca entre las cenizas que se han calentado bajo el calor de la leña que arde sostenida por dos piedras que hacen de morillos. -¿Va mejor ahora? – pregunta mientras se sienta al lado de su apóstol, que expresa que sí con la cabeza, llorando aún. Jesús le pasa un brazo por los hombros y lo acerca a sí, cosa que aumenta el llanto de Juan, que está todavía demasiado agotado y demasiado turbado por el miedo -quizás- a una reprensión, por la emoción de verse acogido así… demasiado como para saber hacer otra cosa que no sea llorar. Jesús lo tiene arrimado a sí sin hablar, mientras Juan come. Luego dice: -Por ahora basta. Las manzanas podrás comerlas más tarde. Quisiera darte un poco de vino, pero no lo tengo. He encontrado anteayer, al alba, haces de leña y comida fuera del establo. Pero no había vino. Por eso, no te lo puedo dar. Si fuera más tarde, podría pedir leche a unos pastores que he visto que pacían el rebaño en la otra parte del arroyo. Pero mientras no se disuelva la escarcha no salen los hatos… -Estoy ya mejor, Señor… No te aflijas por mí. -¿Y entonces tu aflicción por qué es?, porque pareces… eso, un árbol cuya escarcha bajo el sol se estuviera derritiendo – dice Jesús sonriendo aún más vivamente, y besa a Juan en lo alto de la frente. -Porque estoy lleno de remordimientos, Señor… y…¡Sí! ¡Suéltame! ¡Tengo que hablarte de rodillas, pedirte perdón… -¡Pobre Juan! Verdaderamente este esfuerzo superior a tu capacidad te ha debilitado también el intelecto. ¿Y tú crees que necesito tus palabras para juzgarte y absolverte? -Sí, sí, sé que sabes todo. Pero no tendré paz hasta que no te haya dicho mi pecado; es más, mis pecados. Suéltame. Déjame acusarme de mis culpas. -Bueno, habla, si eso te va a dar paz. Juan cae de rodillas y, alzando la cara llorosa, dice: -He pecado de desobediencia, de presunción y de… no sé si es correcto llamarla humanidad. Pero la verdad es que ésta es mi culpa más reciente, más grave, la que me produce el mayor dolor y la que me dice qué siervo inútil soy, más aún: qué egoísta y bajo. Las lágrimas verdaderamente le lavan el rostro, mientras a Jesús la sonrisa le pone la cara cada vez más luminosa. Jesús está un poco inclinado hacia este apóstol suyo que llora, y la divina sonrisa es una profunda caricia para el dolor de Juan. Pero Juan está tan afligido, que ni siquiera lo consuela esa sonrisa, y continúa: -Te he desobedecido. Habías dicho que no debíamos separarnos, y yo me separé inmediatamente de los compañeros, y los he escandalizado. Respondí mal a Judas de Keriot, que me observaba que estaba pecando. Dije: «Tú lo hiciste ayer, yo lo hago hoy; tú 1o hiciste para tener noticias de tu madre, yo lo hago para estar con el Maestro y velar por Él, defenderlo»… Un acto mío de presunción el querer hacer esto… ¡Yo, pobre inútil, defenderte a ti! Y luego, otro acto de presunción, porque he querido emularte. He dicho: «Sin duda ora y ayuna. Yo voy a hacer lo que É1 hace y por su misma intención». Y, sin embargo… El llanto se hace sollozos mientras la confesión de la miseria del hombre, de la materia que ha sobrepujado la voluntad del espíritu sale de los labios de Juan: -Y, sin embargo… me dormí. ¡Me dormí enseguida! Y no me desperté sino ya del todo de día, y te vi ir al río, lavarte, volver aquí; y comprendí que habrían podido incluso capturarte sin estar yo preparado para defenderte. Y luego quería hacer penitencia y ayuno, pero no he sido capaz de hacerlo. Con pequeños bocados, casi para no comer, el primer día terminé de comer mi poco pan. Tú sabes que no tenía más. Y aún no me sentía saciado habiendo terminado todo. Y al día siguiente he tenido todavía más hambre, y esta noche… ¡Oh!, ayer por la noche he dormido poco por hambre y frío, y esta noche no he dormido nada… y esta mañana ya no he sabido resistir… y he venido porque he tenido miedo de morir de inanición… Y es esto lo que más me punza: no haber sabido estar despierto para orar y velar por ti y haberlo sabido hacer por las dentelladas del hambre… Soy un siervo estúpido y vil. ¡Castígame, Jesús! -¡Pobre niño! ¡Ya quisiera Yo que todo el mundo hubiera de gritar estas culpas tuyas! Pero, escucha, levántate y escúchame, y tu corazón volverá a estar en paz. ¿Has desobedecido también a Simón de Jonás?». -No, Maestro. Nunca lo habría hecho, porque has dicho que debíamos estar sujetos a él como a un hermano mayor. Pero él, cuando le dije: «Mi corazón no está tranquilo viéndolo marcharse solo», respondió: «Tienes razón. Pero yo no puedo ir porque tengo la obediencia de guiaros a todos vosotros. Ve tú, y que Dios te acompañe». Los otros alzaron la voz y Judas más que nadie. Recordaron la obediencia, e incluso censuraron a Simón Pedro. -¿Censuraron? Sé sincero, Juan. -Es verdad, Maestro. Fue Judas el que censuró a Simón y me trató mal a mí. Los otros solamente dijeron: «El Maestro ha ordenado permanecer juntos». Y me lo decían a mí, no a nuestro jefe. Pero Simón respondió: «Dios ve la finalidad del acto, y perdonará. Y el Maestro perdonará, porque esto es amor» y me bendijo y me besó y me mandó tras ti, como aquel día que fuiste con Cusa al otro lado del lago. -Entonces Yo de esta culpa no debo absolverte… -¿Porque es demasiado grave? -No. Porque no existe. Vuelve aquí, Juan, al lado de tu Maestro, y escucha la lección. Hay que saber aplicar las órdenes con justicia y discernimiento, sabiendo comprender el espíritu de la orden, no solamente las letras que la componen. Yo dije: «No os separéis». Te has separado y por tanto, tendrías pecado. Pero antes había dicho: «Estad unidos, física y espiritualmente, sujetos a Pedro». Con esas palabras lo elegí a él como mi legítimo representante entre vosotros, con facultad plena de juzgar y mandar en relación a vosotros. Por tanto, todo lo que Pedro ha hecho o hará en mi ausencia, bien hecho estará. Porque, habiéndolo investido Yo del poder de guiaros, el Espíritu del Señor, que está en mí, estará también con él y lo guiará cuando dé esas órdenes que las circunstancias imponen y que la Sabiduría, para el bien de todos, sugerirá al Apóstol cabeza. Si Pedro te hubiera dicho: «No vayas» y hubieras venido igualmente, ni siquiera el móvil bueno de tu acto -querer seguirme por un amor que quiere defender y estar conmigo en los peligros- hubiera sido suficiente para anular tu culpa. Habría sido necesario realmente mi perdón. Pero Pedro, tu Cabeza, te dijo: «Ve». La obediencia a él te justifica completamente. ¿Estás convencido de esto? -Sí, Maestro. -¿Debo absolverte de la culpa de presunción? Dime, sin pensar en si Yo veo tu corazón. ¿Has confiado presuntuosamente con soberbia en quererme imitar para poder decir: «Con mi voluntad he abolido las necesidades de la carne, porque yo puedo aquello que quiero? Reflexiona bien… Juan reflexiona. Luego dice: -No, Señor. Examinándome bien, no, no lo he hecho por eso. Esperaba poderlo hacer porque he comprendido que la penitencia es sufrimiento de la carne pero luz del espíritu. He comprendido que es un medio para fortalecer nuestra debilidad y obtener mucho de Dios. Tú lo haces por esto. Yo por eso quería hacerlo. Y creo no equivocarme diciendo que, si lo haces Tú, que eres fuerte, Tú, que eres poderoso, Tú que eres santo, yo, nosotros, deberíamos hacerlo siempre, si siempre fuera posible hacerlo, para ser menos débiles y materiales. Pero no he podido hacerlo. Yo siempre tengo hambre y mucho sueño…y el llanto empieza de nuevo a gotear, lento, humilde (verdadera confesión de la limitación de las capacidades humanas). -¿Y crees que incluso esta pequeña miseria de la carne ha sido inútil? ¡Oh, cómo la recordarás en el futuro, cuando seas tentado a ser severo y exigente con tus discípulos y fieles! Se asomará a tu mente diciéndote: «Acuérdate de que tú también cediste al cansancio, al hambre. No pretendas que los otros sean más fuertes que tú. Sé padre de tus fieles, como tu Maestro fue un padre para ti aquella mañana». Tú muy bien habrías podido velar y no sentir luego esta fuerte hambre. Pero el Señor ha permitido que te vieras doblegado por estas necesidades de la carne para hacerte humilde, cada vez más humilde y cada vez más compasivo en relación a tus semejantes. Muchos no saben distinguir entre tentación y culpa consumada La primera es una prueba que da mérito y no quita gracia. La segunda es caída que quita mérito y gracia. Otros no saben distinguir entre hechos naturales y culpas, y se crean escrúpulos de haber pecado, mientras que -y éste es tu caso- no han hecho más que obedecer a leyes naturales buenas. Diciendo «buenas», distingo las leyes naturales de los instintos sin freno. Porque no todo lo que ahora se llama «ley natural» realmente lo es y es buena. Buenas eran todas las leyes ligadas a la naturaleza humana y que Dios había dado a Adán y Eva: la necesidad del alimento, del descanso, de la bebida. Después, con el pecado, han entrado en escena -y se han mezclado con las leyes naturales, contaminando con la intemperancia aquello que era bueno- los instintos animales, los desarreglos, todo tipo de sensualidad. Y Satanás, tentando, ha mantenido vivo el fuego, el fomes de los vicios. Así que puedes ver que, si no es pecado ceder a la necesidad de descanso y de alimento, sí lo son la crápula, la embriaguez, el ocio prolongado. Tampoco es pecado la necesidad de cohabitar y procrear; es más, Dios mandó hacerlo para poblar la Tierra de hombres. Pero ya no es bueno ese acto sólo para la satisfacción de la carne. ¿Estás convencido también de esto? (Según Doctrina de la Iglesia, los casados, habiendo sido generosos en hijos, pueden usar del sexo sin tener hijos, siempre que usen medios no conceptivos naturales, nunca medios anticonceptivos artificiales: píldora, etc. ; no entran en este caso los no casados que libremente practican el sexo: éstos cometen pecado mortal) -Sí, Maestro. Pero, entonces, dime una cosa: ¿los que no quieren procrear pecan contra un mandato de Dios? Tú dijiste una vez que el estado de virgen es bueno. -Es el más perfecto. Como también lo es el estado de quien, no satisfecho con hacer buen uso de las riquezas, se despoja completamente de ellas. Son las perfecciones a que puede llegar una criatura. Y tendrán un gran premio. Tres son las cosas más perfectas: la pobreza voluntaria, la castidad perpetua, la obediencia absoluta en todo aquello que no es pecado. Estas tres cosas hacen al hombre semejante a los ángeles. Y una es perfectísima: dar la propia vida por amor a Dios y a los hermanos. Esta cosa hace a la criatura semejante a mí, porque la lleva al absoluto amor. Y quien ama perfectamente es semejante a Dios, está absorbido en Dios y fundido con Dios. Está, pues, en paz, querido mío. No hay culpa en ti. Yo te lo digo. ¿Por qué, entonces, aumentas tu llanto? -Porque, en todo caso, una culpa sí que hay: la de haber sabido venir a ti por necesidad y haber sabido velar por hambre, y no por amor. Nunca me lo perdonaré. No me volverá a suceder. No me volveré a dormir mientras Tú sufres. No te olvidaré, durmiendo, mientras Tú lloras. -No vincules el futuro, Juan. Tu voluntad está dispuesta, pero todavía se podría ver sobrepujada por la carne. Y sentirías una profunda e inútil postración si te acordaras de esta promesa hecha a ti mismo y no mantenida después por la fragilidad de la carne. Mira. Te digo lo que debes decir para estar en paz, te suceda lo que te suceda. Di conmigo: «Yo, con la ayuda de Dios, me propongo, en todo lo que me sea posible, no volver a ceder ante los lastres de la carne». Y tente firme en esta voluntad. Si luego un día, aun no queriéndolo, la carne cansada y afligida vence tu voluntad, entonces, como hoy, dirás: «Reconozco que soy un pobre hombre como todos mis hermanos; y que esto me sirva para tener truncado mi orgullo». ¡Oh! ¡Juan! ¡Juan! ¡No es tu sueño inocente lo que puede causarme dolor! Ten. Estas te reanimarán del todo. Vamos a compartirlas bendiciendo a quien me las ha ofrecido – y toma las manzanas, que están ya asadas y quemando, y da tres a Juan y se tiene para sí otras tres. -¿Quién te las ha dado, Señor? ¿Quién ha venido a verte? ¿Quién sabía que estabas aquí? Yo no he oído ni voces ni pasos. Y además, después de la primera noche, he estado en vela… -Salí con la primera luz del día. Había unos haces de leña delante de la entrada, y encima pan, quesos y manzanas. No vi a nadie. Pero sólo algunos han podido sentir el deseo de repetir un peregrinaje y un gesto de amor… – dice lentamente Jesús. -¡Es verdad! ¡Los pastores! Lo habían dicho: «Iremos a la tierra de David… Son días de recuerdos…». ¿Pero por qué no se han quedado? -¿Por qué? Han adorado y… -Y han sido compasivos. Te han adorado a ti y han sido compasivos conmigo… Son mejores que nosotros esos hombres. -Sí. Han conservado buena, cada vez mejor, su voluntad. Para ellos no ha sido un daño el don que Dios les ha dado… Jesús ya no sonríe. Piensa y se entristece. Luego reacciona. Mira a Juan, que lo mira, y dice: -¡Bien! ¿Nos vamos? ¿Ya no te sientes agotado? -No, Maestro. No voy a tener mucha resistencia, creo, porque tengo los miembros doloridos. Pero creo que puedo andar. -Pues entonces vamos. Ve por tu bolsa mientras Yo recojo las sobras en la mía, y vámonos. Tomaremos el camino que va hacia el Jordán para evitar Jerusalén. Y cuando Juan vuelve se ponen en marcha. Recorren el mismo camino por el que han ido allí, y se van alejando por la campiña, que se calienta con el suave sol de Diciembre.