Jesús, orante en la gruta de la Natividad, contemplado por los discípulos ex pastores.
Jesús está detrás del Templo, cerca de la puerta del Rebaño, fuera de la ciudad. Lo acompañan, desolados aunque también encorajinados, los apóstoles y los discípulos pastores (menos Leví). No veo a ningún otro de los discípulos que estaban antes en el Templo con Él. Tienen una controversia. Es más, podría decir que no sólo están en desacuerdo entre sí, sino que lo están también con Jesús, y de manera especial con Judas de Keriot. A éste le echan en cara las iras de los judíos, y lo hacen con mucha mordacidad. Judas les deja hablar y repite: -Yo hablé con fariseos, escribas y sacerdotes, y ni uno de ellos estaba entre la gente. A Jesús le reprochan el no haber cortado la discusión después de haberla hecho cesar una primera vez. Y Jesús responde: -Debía completar mi manifestación. Y también están en desacuerdo respecto a dónde ir, ahora que el sábado está próximo y que son días de fiesta. Simón Pedro propone donde José de Arimatea, puesto que Betania no es lugar para ir a crear incomodidades, especialmente después de que Jesús ha declarado que ya no se debe ir allí. Tomás responde: -No está José, y tampoco Nicodemo. Están fuera. Por la fiesta. Los saludé ayer cuando esperábamos a Judas y me lo dijeron. -A casa de Nique, entonces – propone Mateo. -Está en Jericó por la fiesta – responde Felipe. -A casa de José de Seforí – dice Santiago de Alfeo. -¡Mmm! José… No le haríamos ningún regalo. Ha tenido una serie de problemas y… ¡sí, hombre, lo digo!… y… venera al Maestro, pero desea la propia paz. Parece una barca pillada entre dos corrientes opuestas… y, para mantenerse a flote… tiene en cuenta todos los lastres. Incluso por lo que se refiere al pequeño Marcial… tanto es así, que se ha quedado muy a gusto pasándoselo a José de Arimatea – dice Pedro. -¡Ah, por eso ayer estaba con él! – exclama Andrés. -Ya, claro. Por eso es mejor dejarle recuperar la calma en un puertecito seguro… ¡Claro, la gente no es muy valiente, y el Sanedrín da miedo a todos! – añade Pedro. -Te ruego que hables por ti. Yo no tengo miedo a nadie – dice Judas Iscariote. -Y yo tampoco. Por defender al Maestro desafiaría a todas las legiones. Pero nosotros somos nosotros… Los demás… Bueno, pues tienen negocios, casas, mujeres, hijas… Y entonces consideran estas cosas. -Nosotros también las tenemos, entonces – observa Bartolomé. -Pero nosotros somos los apóstoles y… -Y sois iguales que los demás. No critiquéis a nadie porque la prueba no ha venido todavía – dice Jesús. -¿No ha venido? ¿Y qué otras cosas quieres, más de las que hemos pasado ya? ¡Y habrás visto cómo te he defendido hoy! Todos te hemos defendido. ¡Pero yo más que ninguno! ¡He abierto paso con unos empujones que habrían botado una barca!… ¡Una idea! Vamos a Nob. ¡El anciano se sentirá contento! -Sí, sí, a Nob – aprueban todos. -Juan no está. Haríais el camino en balde. A Nob podéis ir, pero no a casa de Juan. -¿Podéis? ¿Y Tú no puedes? -No quiero, Simón de Jonás. Yo tengo ya dónde ir para estas noches de Encenias. Pero, fuera de la escena Yo, vosotros podéis estar tranquilos en cualquier lugar. Por eso os digo: id a donde queráis. Yo os bendigo. Os recuerdo que estéis unidos, física y espiritualmente, sujetos a Pedro, vuestra cabeza; pero no como a un amo, sino como a un hermano mayor. En cuanto Leví regrese con mi bolsa, nos separaremos. -¡Eso no, mi Señor! ¡Nunca sucederá que te deje ir solo! – exclama Pedro. -Siempre sucederá, si Yo lo quiero, Simón de Jonás. Pero no temas. No estaré en la ciudad. Ninguno que no sea ángel o demonio descubrirá mi refugio. -Y es bueno. Porque hay demasiados demonios que te odian. ¡Te digo que no irás solo! -También hay ángeles, Simón; e iré. -¿Pero a dónde? ¿Pero a qué casa, si has rechazado las mejores, o por voluntad tuya o por las circunstancias? ¿Porque no querrás estar en esta estación del año en alguna gruta en los montes?-¿Y si así fuera? Siempre serían menos gélidas que los corazones de los hombres que no me aman – dice, casi a sí mismo, Jesús, inclinando la cabeza para esconder visos de llanto en los ojos. -Ahí está Leví. Viene corriendo – dice Andrés, que mira desde el borde del camino. -Entonces démonos la paz y vamos a separarnos. Si queréis ir a Nob, tenéis el tiempo justo antes de la puesta del sol. Leví llega jadeante: -Te buscan por todas partes, Maestro… Me lo han dicho los que te quieren… Han estado en muchas casas, especialmente de gente modesta… -¿Te han visto? – pregunta Santiago de Zebedeo. -Claro. Incluso me han parado. Pero yo, que ya estaba al corriente, he dicho: «Voy a Gabaón» y he salido por la puerta de Damasco y he corrido por detrás de las murallas… No he mentido, Señor, porque yo y éstos vamos a Gabaón después del sábado. Esta noche estaremos en los campos de la ciudad de David… Son días de recuerdos para nosotros… – y mira a Jesús con sonrisa de ángel en su rostro viril y barbado, una sonrisa que le pone de nuevo las facciones de niño de la noche lejana. -De acuerdo. Vosotros podéis marcharos. Y también vosotros. Yo también me marcho. Cada uno por su camino. Me precederéis en el pueblo de Salomón, donde estaré dentro de pocos días. Y antes de dejaros os repito las palabras que os dije antes de enviaros de dos en dos por las ciudades: «Id, predicad, anunciad que el Reino de los Cielos está muy cercano. Curad a los enfermos, limpiad a los leprosos, resucitad a los muertos del espíritu y de la carne imponiendo en mi Nombre la resurrección del espíritu, la búsqueda de mí que es vida, o la resurrección de la muerte. Y no os ensoberbezcáis de lo que hacéis. Evitad las controversias entre vosotros y con quien no nos ama. No exijáis nada por lo que hagáis. Preferid ir a las ovejas perdidas de la casa de Israel antes que a gentiles y samaritanos; esto no por repulsa, sino porque no estáis todavía al nivel de poder convertirlos. Dad lo que tenéis sin preocuparos del mañana. Haced todo lo que me habéis visto hacer a mí, y con el mismo espíritu mío. Mirad, os doy el poder de hacer lo que Yo hago y que quiero que hagáis para que Dios sea glorificado». Espira su aliento sobre ellos y luego, uno a uno, los besa y los despide. Todos se marchan sin ganas, volviéndose varias veces. Él los saluda con la mano hasta que ve que todos se han ido, luego desciende hacia el lecho del Cedrón, entre matas, y se sienta en una piedra en la orilla del agua que corre borbollando. Bebe esta agua clara y, sin duda, gélida. Se lava la cara, las manos, los pies. Luego, vestido completamente de nuevo, vuelve a sentarse. Piensa… Y no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor, concretamente que el apóstol Juan, que estaba ya lejos con los compañeros, ha regresado solo y como Él, se oculta ahora tras una mata tupida… Jesús está allí un rato. Luego se levanta, se pone la bolsa en bandolera y, orillando el Cedrón, entre las matas, llega al pozo de En Ro-gel, para cortar luego hacia el sudoeste hasta tomar el camino que lleva a Belén. Y Juan, a unos cien pasos más atrás, lo sigue todo arrebujado en su manto para no ser reconocido. Van y van y van por los caminos desnudos a causa del invierno: Jesús, con su paso largo, devora e1 camino; Juan lo sigue con dificultad, incluso porque debe tener cautela para no ser descubierto. Dos veces Jesús se para y se vuelve. La primera, al pasar junto al pequeño collado a donde Judas fue a hablar con Caifás y compañeros. La segunda, junto a un pozo, y allí se sienta y da unos bocados a un poco de pan y luego bebe del ánfora de un hombre. Reanuda su camino mientras el sol baja, baja, baja… Y llega el crepúsculo. Llega al sepulcro de Raquel cuando la última rojura del ocaso se apaga en una pincelada de color violado. El cielo, a Occidente, parece todo él una pérgola de glicina en flor, mientras que al Este presenta ya el puro cobalto de un frío firmamento invernal de Oriente y ya las primeras luces sidéreas se asoman al extremo límite del cielo. Jesús acelera el paso, para hallarse como es debido antes de que la noche sea completa. Pero, llegado a un punto alto desde el que se ve enteramente la pequeña ciudad de Belén, se para, mira, suspira… Luego baja rápido. No entra en la ciudad. La rodea por las últimas casas. Va derecho a las ruinas de la casa o torre de David, al lugar en donde nació. Pasa el regato que corre junto a la gruta, pone pie en el pequeño espacio libre que hay, y que está cubierto de hojas secas… Da una ojeada dentro de las ruinas. El lugar está vacío. Entra… Y Jua1a se queda a una cierta distancia, cauto para no ser ni oído ni visto. Rebusca, mira. Encuentra, más tanteando que con la vista, otro de los establos semiderruídos. Entra también él y enciende una lumbre en un rincón. Hay un poco de paja, un poco de pajuzo sucio, algunas ramas secas, heno en el pesebre. Juan está contento. Monologa: -A1 menos… oiré… y… o morimos juntos o lo salvo. Luego suspira y dice: -¡Y nació así! Y viene aquí a llorar su dolor… Y… ¡Ah, eterno Dios, salva a tu Cristo! Me tiembla el corazón, oh Dios Altísimo, porque Él se retira siempre antes de obras grandes… ¿Y qué obra grande puede hacer, sino manifestarse como Rey Mesías? ¡Oh, todas sus palabras están dentro de mí… Yo soy un niño ignorante y comprendo poco. ¡Todos comprendemos poco, oh eterno Padre nuestro! Pero tengo miedo. ¡Tengo miedo! Porque Él habla de muerte, de muerte dolorosa, de traición y de cosas horribles… ¡Tengo miedo! ¡Miedo, mi Dios! Fortalece mi corazón. Señor eterno. Fortalece mi corazón de pobre niño como, ciertamente fortaleces el de tu Hijo para las futuras vicisitudes… ¡Oh, que yo lo percibo! Ha venido aquí para esto, para sentirte más que nunca y fortalecerse en tu amor. ¡Yo hago lo mismo, oh Padre Santísimo! Ámame y haz que te ame para tener la fuerza de padecer todo sin vileza, para consuelo del Hijo tuyo. Juan hace una larga oración, en pie, erguido, con los brazos alzados, a la luz temblorosa de dos ramas que ha encendido en el elemental hogar. Ora hasta que ve que el fuego está para apagarse. Luego se sube al ancho pesebre y se acurruca en el heno. Envuelto en el manto oscuro, envuelta la gruta en las tinieblas, Juan es, todo él, una sombra uniformada con la sombra. Hasta que un primer claror de luna se introduce por la apertura orientada a Oriente, para decir que es plena noche. Pero Juan, cansado, duerme; su respiración y el leve frufrú del regatillo son los únicos ruidos en esta noche de Diciembre. Arriba, el cielo, con nubes ligeras heridas por la Luna, parece todo recorrido por multitud de ángeles… Pero no hay canto de ángeles. A intervalos, se responden entre las ruinas los quejumbrosos «¡cu-cú!, ¡cucú!, ¡cucú! – de los pájaros nocturnos, y de vez en cuando, acaban con esa especie de carcajada de bruja que es propia de las lechuzas, y, de lejos, viene un lamento semejante a un aullido: ¡algún perro encerrado en algún redil y que aúlla a la Luna; o algún lobo al que el viento lleva olor de presa y se golpea los ijares con la cola y aúlla de deseo, no atreviéndose a acercarse a los apriscos bien custodiados? No lo sé. Mas luego se oye rumor de voces y pisadas y se ve una luz rojiza y trémula entre las ruinas; y aparecen, uno detrás de otro, los discípulos pastores: Matías, Juan, Leví, José, Daniel, Benjamín, Elías. Simeón. Matías mantiene alzada una rama encendida para ver el camino. Pero el que se adelanta ligero es Leví, y es el primero en introducir la cabeza en la gruta de Jesús. Enseguida se vuelve y hace un gesto para que los otros se detengan y callen, y mira otra vez… y luego, exhibiendo hacia atrás la mano derecha, señala a los otros que vayan, y se aparta mientras tiene un dedo en los labios con gesto de silencio, para dejarles sitio, y ellos, uno tras otro, miran y, conmovidos como Leví, se retiran. -¿Qué hacemos? – susurra Elías. -Nos quedamos aquí contemplándolo – dice José. -No. A nadie le es lícito violar los secretos espirituales de las almas. Vamos a retirarnos más allá – dice Matías. -Tienes razón. Vamos a entrar en el establo contiguo. Estaremos todavía aquí, y cerca de Él – dice Leví. -Vamos – dicen. Pero, antes de apartarse, miran fugazmente otra vez dentro de la gruta de la Natividad y luego se retiran, conmovidos, tratando de no hacer ruido. Pero, ya en el umbral del establo contiguo, oyen roncar a Juan. -Hay alguno – dice Matías deteniéndose. -¿Qué hace? Entramos nosotros también. Si se ha refugiado aquí algún mendigo, porque está claro que es un mendigo, podemos refugiarnos también nosotros – replica Benjamín. Entran teniendo alzada la rama encendida. Juan, hecho un ovillo en su improvisada e incómoda cama, medio tapada la cara por el pelo y el manto, sigue durmiendo. Se apartan despacio con intención de sentarse en la paja esparcida cerca del pesebre. Pero, al hacerlo, Daniel mira con más atención al durmiente y lo reconoce. Dice: -Es el apóstol del Señor. Juan de Zebedeo. Se han refugiado aquí en oración… y el sueño ha vencido al apóstol… Retirémonos. Podría sentirse humillado por verse sorprendido durmiendo en vez de orando… Con pocas ganas vuelven afuera, y entran en la otra pieza que está después de ésta. Es más, Simeón se queja: -¿Por qué no estar en la entrada de su gruta y verlo de vez en cuando? Hemos estado muchos años al raso y a la luz de las estrellas para custodiar los corderos, ¿y por el Cordero de Dios no lo hacemos? ¡Bien tenemos este derecho, nosotros que lo adoramos en su primer sueño! -Tienes razón como hombre y como adorador del Hombre-Dios. Pero ¿qué has visto mirando ahí dentro? ¿Acaso, al Hombre? No. Nosotros, sin querer, hemos apartado el triple velo extendido para guardar el misterio, hemos franqueado el umbral infranqueable, y hemos visto lo que ni siquiera el Sumo Sacerdote ve entrando en el Santo de los Santos. Hemos visto los inefables amores de Dios con Dios. No nos es lícito espiarlos. E1 poder de Dios podría castigar nuestras pupilas audaces que han visto el éxtasis del Hijo de Dios. ¡Quedémonos contentos con lo que hemos recibido! Queríamos venir aquí para pasar la noche en oración antes de alejarnos para nuestra misión. Orar y recordar la lejana noche… Y, sin embargo, ¡hemos contemplado el amor de Dios! ¡Verdaderamente nos ha amado mucho el Eterno dándonos la alegría de la contemplación del Niño y la de sufrir por Él, y la de anunciarlo al mundo como discípulos del Niño Dios y del Hombre-Dios! Ahora nos ha concedido también este misterio… ¡Bendigamos al Altísimo y no queramos más! – dice Matías, que tengo la impresión de que es el que goza de más autoridad por sabiduría y justicia, entre los pastores. -Tienes razón. Dios nos ha amado mucho. No debemos exigir más. Samuel, José y Jonatán no han tenido sino la alegría de adorar al Niño y sufrir por Él. Jonás murió sin poder seguirlo. El mismo Isaac no está aquí para ver lo que nosotros hemos visto. Y, si hay uno que lo merece, ése es Isaac, que se consume anunciándolo – dice Juan. -¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Qué feliz se habría sentido Isaac de ver esto! Pero se lo contaremos – dice Daniel. -Sí. Tenemos que recordar todo en nuestro corazón para decírselo a él – dice Elías. -¡Y a los otros discípulos y fieles! – exclama Benjamín. -No. No a los otros. No por egoísmo, sino por prudencia y por respeto al misterio. Si es voluntad de Dios, llegará la hora en que lo podremos decir. Por ahora debemos saber callar – dice Matías. Y hablando a Simeón: -Tú fuiste conmigo discípulo de Juan. Recuerda cómo nos instruía sobre la prudencia sobre las cosas santas: «Si Dios un día, como ya os ha favorecido, os sigue favoreciendo con dones extraordinarios, que ello no os haga ser como ebrios charlatanes. Recordad que Dios se manifiesta a los espíritus, que están cerrados en la carne porque son gemas celestes que no deben estar expuestas a las inmundicias del mundo. Sed santos en vuestros miembros y en los sentidos para saber frenar todo instinto carnal. Tanto en los ojos como en los oídos, tanto en la lengua como en las manos. Y santos en el pensamiento, sabiendo frenar ese orgullo que tenéis de hacer saber. Porque los sentidos y los órganos y el intelecto deben servir y no reinar; servir al espíritu, no reinar sobre el espíritu; deben tutelar, no turbar el espíritu. Por tanto, sobre los misterios de Dios en vosotros, salvo una explícita orden suya, poned el sigilo de vuestra prudencia, de la misma manera que el espíritu tiene el de la transitoria cárcel en la carne. Serían cosas completamente inútiles, malas y peligrosas, la carne y el intelecto, si no sirvieran para aportar mérito con la aflicción que les damos a ellos como respuesta a sus fómites, si no sirvieran como templo del altar sobre el que aletea la gloria de Dios: nuestro espíritu». ¿Lo recordáis? ¿Tú, Juan, y tú, Simeón? Espero que sí, porque si no recordarais las palabras de nuestro primer maestro, verdaderamente él estaría muerto para vosotros. Un maestro vive mientras su doctrina vive en sus discípulos. Y aunque luego fuera reemplazado por un maestro mayor y, para los discípulos de Jesús, reemplazado por el Maestro de los maestros-, no es nunca lícito olvidar las palabras del primero, que nos prepararon a comprender y amar con sabiduría al Cordero de Dios.-Es verdad. Hablas con sabiduría. Te obedeceremos. -¡Pero qué penoso es, fatigoso, resistir sin mirarlo otra vez estando tan cerca de Él! ¿Estará todavía como antes? – pregunta Simeón. -¡A saber! ¡Cómo resplandecía su cara! -¡Más que la Luna en una noche serena! -Su boca tenía sonrisa divina… -Y sus pupilas manaban divino llanto… -No decía palabras. Pero en Él todo era oración. -¿Qué será lo que ha visto? -A su eterno Padre. ¿Lo dudas? Sólo esa visión puede dar ese aspecto. Bueno… ¿qué digo?… ¡Más que verlo, estaba con Él, en Él! ¡El Verbo con el Pensamiento!… ¡Amándose!… ¡Ah!… – dice Leví, que parece a su vez en éxtasis. -Pues por eso he dicho que no nos es lícito quedarnos allí. Tened en cuenta que no ha querido tener consigo ni siquiera a su apóstol… -¡Claro! ¡Es verdad! ¡Maestro santo! ¡Necesita, más que de agua la tierra agostada, ser inundado por el amor de Dios! ¡Tanto odio en torno a El…! -Pero también mucho amor. Yo quisiera… ¡Sí, lo hago! El Altísimo está presente. Yo me ofrezco y digo: «Señor Dios Altísimo, Dios y Padre de tu pueblo, que aceptas y consagras los corazones y los altares e inmolas las víctimas que te son gratas, descienda como un fuego tu deseo y me consuma víctima con Cristo, como Cristo y por Cristo, tu Hijo y tu Mesías, mi Dios y Maestro. En tus manos me pongo. Escucha mi oración». Y Matías, que ha orado poniéndose en pie y con los brazos alzados, se sienta de nuevo en el montón de haces de leña que los acoge. La Luna deja de iluminar la gruta porque ya cae hacia Occidente. Su candor ahora está sobre la campiña, no ya ahí dentro; y caras y cosas se difuminan en una sola sombra. También las palabras se hacen más escasas y los tonos de voz más bajos. Hasta que la somnolencia vence sobre la buena voluntad y se oyen sólo palabras separadas, a veces sin respuesta… El frío, que se hace punzante al ir acercándose el alba, estimula contra el sueño. Se alzan de nuevo, encienden unos ramajes, calientan sus miembros ateridos… -¡Y Él, que está claro que no piensa en el fuego, cómo se apañará? – dice Leví (casi le castañean los dientes). -¿Tendrá, al menos, comida? – pregunta Elías, y añade: -Ahora sólo tenemos nuestro amor y poca y pobre comida… y hoy es sábado… -¿Sabes qué? Ponemos toda nuestra comida en la entrada de la gruta y luego nos vamos. Nosotros siempre podremos encontrar un pan antes del anochecer, donde Raquel o donde Elichá. Y seremos la providencia de la Providencia, del Hijo de Aquel que ejerce su providencia con todos nosotros – propone José. -Sí, sí. Hacemos un buen fuego para ver bien y calentarnos bien y luego llevamos todo allí y nos marchamos antes de que, con el alba Él o el apóstol salgan y nos vean. A la luz del fuego vivo abren sus bolsas y sacan pan, quesos secos, alguna manzana. Luego se cargan los haces de leña y salen cautamente, mientras Matías alumbra todavía con una rama sacada del fuego. Ponen todo justo a la entrada de la gruta: los haces en el suelo; encima, el pan y los otros alimentos. Luego se retiran, cruzan el regatillo en el sentido contrario, uno detrás de otro, y se marchan ya con un primer, silencioso crepúsculo matutino rasgado al improviso por un canto de gallo.