Otra noche de pecado de Judas Iscariote.
Toda Nob duerme todavía. Es el primer claror del día. El alba, con las luces difuminadas del invierno, tiene delicadeza de colores irreales. No es la luz verdeplata de las alboradas veraniegas, que tan rápidamente se afirma y se transforma en oro pálido y después en un rosa cada vez más encendido; es un verde jade, difuminado en un gris azul tenuísimo, la que la señala en el Oriente en un pequeño semicírculo, bajo, en el extremo del horizonte. Un punto de una luminosidad velada y casi cansada, como de pálida llama de azufres encendidos tras cortinas de humo blanquecino. Y a duras penas se ensancha en el cielo, que todavía aparece ceniciento, aunque sea un cielo sereno todavía con estrellas que titilan sobre el mundo. A duras penas rechaza el color grisáceo para abrir paso a su precioso color de pálido jade y al puro cobalto del cielo palestino. Parece, tímida y friolera, detenerse en el salto de Oriente. Se demora allí todavía, levísimamente dilatada en su semicírculo de luminosidad sulfúrea, y levísimamente diluido su color del verde muy claro al blanco mezclado con un atisbo de amarillo… Cuando, he aquí que queda anulada por un subitáneo rosa que libera el cielo del último velo nocturno y lo pone terso y primoroso como un baldaquino de raso zafíreo; y un fuego se enciende en el extremo horizonte: como si se hubiera caído una pared y hubiera quedado al descubierto un horno ardiente. ¿Pero es fuego o es un rubí encendido por un fuego escondido? No. Es el Sol que surge. Ahí está. En cuanto despunta por detrás de las curvas del horizonte, ya ha encontrado un mechón de nube para pintarlo de coral rosa, y a las gotas de rocío sobre las copas de los árboles de hoja perenne para cambiarlas en diamantes. Un alto roble, en el extremo del pueblo, tiene un velo de diamantes en las broncíneas hojas vueltas hacia Oriente. Cada una parece una estrellita titilante entre las ramas de este gigante que se sumerge con su cima en el azul. Quizás durante la noche algunas estrellan han descendido demasiado hacia el pueblo para susurrar secretos celestes a los habitantes de Nob, o quizás para consolar con su luz pura al Hombre que, insomne, camina silenciosamente allá arriba, por la terraza de Juan. Sí, porque Jesús está despierto -el único en toda Nob, durmiente-, y va y viene lentamente por la terraza de la casita con los brazos cruzados debajo del amplio manto que lo cubre entero bien ceñido, para defensa contra el frío, y que se ajusta como capucha también en la cabeza. Jesús, cada vez que llega a un extremo de la terraza, mira afuera y se asoma para ver la calle que pasa por el centro del pueblo. Calle todavía semioscura, vacía, silenciosa. Y luego reanuda sus pasos hacia allá y hacia acá, yendo y viniendo lentamente, silenciosamente, generalmente con la cabeza agachada, meditabundo, alguna vez observando el cielo, que se hace cada vez más luminoso, y las encantadoras tonalidades del alba y de la aurora, o siguiendo con la mirada el vuelo vibrante del primer gorrión despertado por la luz, que deja la teja plana hospitalaria de un tejado cercano para bajar a picotear a los pies del viejo manzano de Juan. Y luego, habiendo visto a Jesús, alza el vuelo de nuevo, con un chip-chip medroso que despierta a otros pajaritos anidados acá o allá. De un aprisco viene un balido de oveja y se pierde tremulento en el aire; de la calle, rumor de pisaduras presurosas. Jesús se asoma para mirar. Luego baja rápidamente por la escalerita, entra en la cocina oscura, deja cerrada la puerta tras sí. Los pasos se acercan, ya suenan en la franja de huerto de un lado de la casa. Se detienen delante de la puerta de la cocina. Una mano tienta la cerradura y siente que no está la llave; entonces mueve el pestillo -se puede accionar tanto desde fuera como desde dentro-, mientras una voz dice: -¿Será que se haya levantado ya alguno? Y una mano abre cautamente la puerta evitando que chirríe. La cabeza de Judas de Keriot se introduce por la abertura… Mira… Oscuridad completa. Frío. Silencio. -Se han olvidado abierta la puerta… Pues… me había parecido cerrada… ¡Bueno, no tiene importancia!… A los pobres no les roban los ladrones. ¡Y más miserables que nosotros!… ¡Pero… esperemos que… no siga mucho así! ¿Dónde está ese maldito eslabón?… No lo encuentro… Si logro encender el fuego… porque me he demorado; sí, verdaderamente me he demorado mucho… ¿Pero dónde estará? Demasiadas manos lo tocan. ¿Sobre el hogar? No… ¿Encima de la mesa? No… ¿En los bancos? No… ¿En la repisa?… Tampoco… Esa puerta carcomida chirría cuando se la abre… Madera carcomida… goznes oxidados… Todo viejo, enmohecido, horrible, aquí. ¡Ah, pobre Judas! Y no está… No voy a tener más remedio que entrar por donde el viejo… Sin parar de hablar y palpando acá y allá, invisible en la sombra, va apartando, cautamente como un ladrón o una ave nocturna, los obstáculos que podrían hacer ruido… Y choca contra un cuerpo… emite un grito, ahogado, de terror. -No temas. Soy Yo. Y el eslabón está en mi mano. Aquí está. Enciende- dice Jesús con tono sereno. -¿Tú, Maestro? ¿Qué hacías aquí solo, en la oscuridad, con el frío…? Hoy habrá muchos enfermos, después de un sábado y dos días de tiempo lluvioso, pero no estarán aquí tan temprano. Se pondrán en marcha desde las ciudades cercanas ahora, no antes, porque sólo ahora se comprende que hoy no va a llover. El viento de la noche ha secado ya los caminos. -Lo sé. Pero enciende una luz. No es de personas honestas hablar así, en las tinieblas; es de ladrones, de personas que urden engaños, de lujuriosos, de asesinos. Los cómplices en las malas acciones buscan las tinieblas. Yo no soy cómplice de nadie. -Yo tampoco, Maestro. Quería preparar un buen fuego. Y por eso he sido el primero en levantarme… ¿Qué dices, Maestro? Has susurrado algo entre dientes y no he comprendido. -¡Venga, enciende! -¡Ah!… Así, he visto que el día está sereno. Pero hace frío. A todos les gustará encontrar un buen fuego… ¿Te has levantado al oírme moverme aquí o por el viejo que…? ¿Tiene todavía dolores?… ¡Por fin! Parecían húmedos la yesca y el eslabón, porque se resistían mucho a hacer chispa… Se han mojado… Una llamita se alza del pabilo de una lamparita. Una sola llamita, pequeña, trémula… pero suficiente para ver las dos caras: el pálido rostro de Cristo, el moreno e impertérrito de Judas. -Ahora enciendo el fuego… Estás pálido como un muerto. ¡No has dormido! ¡Y por ese viejo! Eres demasiado bueno. -Es verdad, soy demasiado bueno. Con todos. Incluso con los que no lo merecen. Pero el anciano lo merece. Es un hombre honrado, un hombre de corazón fiel. A pesar de todo, no he estado en vela por él, sino por otro. Es verdad, la yesca y el eslabón estaban húmedos, pero no por causa de una taza volcada, o de otro líquido derramado, sino por mi llanto que ha goteado encima. Es verdad, el día está sereno, pero hace frío y el viento ha secado las calles, aunque hacia el alba ha caído el aguazo. Toca mi manto. Está húmedo… Y luego ha venido el alba para mostrar el tiempo sereno, ha venido la luz para mostrar un sitio vacío, ha venido el sol de la aurora para hacer brillar las gotas de rocío en las hojas y las lágrimas en las pestañas. Es verdad. Hoy habrá muchos enfermos, pero Yo no los esperaba a ellos. Te esperaba a ti. Porque es por ti por quien he estado en vela toda la noche. Por ti, y, no pudiendo estar cerrado aquí a esperarte, he subido a la terraza, a echar al viento mi llamada, a mostrarles a las estrellas mi dolor y a la aurora mi llanto. No el anciano enfermo, sino el joven licencioso, el discípulo que evita al Maestro, el apóstol de Dios que prefiere la cloaca antes que el Cielo y la mentira antes que la Verdad, me ha tenido en pie toda la noche. Esperándote. Y, cuando he oído tus pasos, he bajado aquí… a lo mismo, a esperarte, no ya físicamente -ya te tenía cerca, vagando con movimientos propios de un ladrón por la cocina oscura-, sino con tu sentimiento… He esperado una palabra… Y no la has sabido decir cuando -Yo erguido- te has topado conmigo. ¿Entonces aquel al que estás vendiendo tu espíritu no te advirtió de que Yo sabía las cosas? ¡No, claro! No podía advertirte, ni podía sugerirte la única palabra que podías, que debías decir, si fueras un justo. Y te ha sugerido las falsedades no solicitadas, inútiles, más ofensivas aún que tu fuga nocturna. Te las ha sugerido con risa burlona, contento de haber conseguido que bajaras otro peldaño y de haberme causado otro dolor a mí. Es verdad, vendrán muchos enfermos; pero el mayor enfermo no vendrá a su Médico. Y el propio Médico está enfermo de dolor por este enfermo que no quiere curarse. Es verdad, todo es verdad. También es verdad que he susurrado una palabra que no has comprendido. ¿Después de todo lo que te he dicho, la adivinas? Jesús ha hablado con voz baja, pero tan incisiva y dolorosa y, al mismo tiempo, tan severa, que Judas, que al oír las primeras palabras estaba sonriente, erguido, arrogante, muy cerca de Jesús, poco a poco se ha ido retrayendo y contrayendo como si cada palabra hubiera sido un azote; mientras que Jesús se ha erguido cada vez más – (verdaderamente juez y verdaderamente trágico con esta efigie suya dolorida). Judas, arrinconado ya entre una masera y un rincón de la pared, susurra: -Pues… no sabría… -¿No? Bueno, pues Yo te la digo, porque no temo decir lo que es verdad. ¡Embustero! Esto es lo que te he dicho. Y, si aun se puede soportar al niño mentiroso, porque desconoce el valor de una mentira, y se le enseña a no volverla a decir, en un hombre eso no se soporta, y en un apóstol, discípulo de la Verdad misma, da asco. Absolutamente, da asco. Ya ves por qué te he esperado toda la noche y he llorado y he mojado la mesa, allí, donde estaba el eslabón, y luego he llorado velando y llamándote con toda el alma a la luz de las estrellas; ya ves por qué estoy mojado de rocío como el amador de los Cantares (5, 2-6). Pero inútilmente mi cabeza está llena de rocío y mis rizos de las gotas de la noche, inútilmente llamo a la puerta de tu alma y le digo: «Ábreme, porque te amo a pesar de que no seas inmaculada». Es más, precisamente porque está manchada es por lo que quiero entrar en ella y limpiarla; precisamente porque está enferma es por lo que quiero entrar a curarla. ¡Ten cuidado, Judas! Ten cuidado, no sea que el Esposo se aleje, y para siempre, y que no puedas volverlo a encontrar… Judas, ¿no hablas?… -¡Ya es tarde para hablar! Tú lo has dicho: te doy asco. Arrójame de tu presencia… -No. También los leprosos me causan asco. Pero siento compasión de ellos. Y, si me llaman, acudo y los limpio. ¿No quieres ser limpiado? -Es tarde… y es inútil. No sé ser santo. Arrójame de tu presencia te digo. -No soy uno de tus amigos fariseos, que llaman «impuro» a infinitas cosas y las evitan y las arrojan de su presencia con dureza, cuando podrían purificarlas con caridad. Yo soy el Salvador y no rechazo a ninguno… Un largo silencio. Judas está en su rincón, Jesús está apoyado con la espalda en la mesa (parece sujetarse en ella, cansado y afligido)… Judas levanta la cabeza. Lo mira titubeante y susurra: -Y, si yo te dejara, ¿qué harías? -Nada. Respetaría tu voluntad. Orando por ti. Pero Yo también te digo que, aunque me dejaras, ya es demasiado tarde.-¿Para qué, Maestro? -¿Para qué? Lo sabes como Yo… Ahora enciende el fuego. Por arriba alguien anda. Extingamos el escándalo aquí, entre nosotros. Para todos, hemos tenido un sueño breve… y el deseo de calor nos ha reunido aquí… ¡Padre mío!… Y, mientras Judas acerca la llama a los haces que están ya en el hogar, y sopla para que la llama prenda en virutas ligeras, Jesús levanta las manos a su cabeza y luego las aprieta contra los ojos…