En Jericó. La petición a Jesús de que juzgue a una mujer. La parábola del fariseo y el publicano tras una comparación entre pecadores y enfermos.
Jesús sale de la casa de Zaqueo. La mañana está ya avanzada. Acompañan a Jesús Zaqueo, Pedro y Santiago de Alfeo. Los otros apóstoles quizás ya se han diseminado por los campos para anunciar que el Maestro está en la ciudad. Detrás del grupo de Jesús con Zaqueo y los apóstoles, hay otro grupo, muy… variado en fisionomías, edades e indumentos. No es difícil afirmar que estos hombres pertenecen a razas distintas, quizás incluso antagonistas entre sí. Pero los hechos de la vida los han traído a esta ciudad palestina, y los han reunido para que desde sus profundidades se remontaran hacia la luz. La mayoría son caras ajadas, propias de quien ha usado y abusado de la vida de distintas maneras; la mayoría, ojos cansados. Hay miradas a las que la larga costumbre de ejercer el… hurto fiscal o una autoridad brutal ha hecho rapaces o duras, y de vez en cuando esta antigua mirada emerge de tras un velo humilde y pensativo puesto por la nueva vida. Esto sucede especialmente cuando alguno de Jericó los mira con desprecio o farfulla alguna insolencia a cuenta de ellos. Luego la mirada vuelve a ser cansada, humilde, y las cabezas se agachan humilladas. Jesús se vuelve dos veces a observarlos y, viéndolos retrasados y que van aminorando el paso a medida que se acercan al lugar elegido para hablar, ya lleno de gente, aminora el suyo para esperarlos y… les dice: -Pasad delante de mí y no temáis. Desafiabais al mundo cando hacíais el mal; no debéis temerlo ahora que os habéis despojado de él. Lo que usasteis, entonces, para domeñarlo -la indiferencia ante el juicio del mundo, única arma para que se canse de juzgar- usadlo también ahora, y él se cansará de ocuparse de vosotros, y os absorberá, aunque lentamente, y os anulará en medio de la gran masa anónima que es este mísero mundo, al cual, en verdad, se da demasiado peso. Los hombres -son quince- obedecen y pasan adelante. -Maestro, allí están los enfermos del campo – dice Santiago de Zebedeo yendo hacia Jesús y señalando hacia un rincón templado de so1. -Voy. ¿Los otros dónde están? -Entre la gente. Pero ya te han visto y están viniendo. Con ellos están también Salomón, José de Emaús, Juan de Éfeso, Felipe de Arbela. Van a la casa de este último y vienen de Joppe, Lida y Modín. Traen con ellos hombres de la costa del mar y mujeres. Es más, te buscaban, porque hay desacuerdo entre ellos en el juicio acerca de una mujer. Pero hablarán contigo… Efectivamente, Jesús pronto se ve rodeado por los otros discípulos y saludado con veneración. Detrás de ellos están los que han sido recientemente atraídos por la doctrina de Jesús. Pero no está Juan de Éfeso, y Jesús pregunta el motivo de su ausencia. -Se ha quedado en una casa lejana de la gente, con una mujer y los padres de ella. La mujer no se sabe si está endemoniada o es profetisa. Dice cosas increíbles, según refieren los de su pueblo. Pero los escribas que la han escuchado la han juzgado poseída. Los padres han llamado varias veces a los exorcistas, pero ellos no han podido expulsar a este demonio con palabra que la tiene aferrada. Ahora bien, uno de ellos le dijo al padre de la mujer (es una viuda virgen que se ha quedado en la familia): «Para tu hija se necesita el Mesías Jesús. Él comprenderá sus palabras y sabrá de dónde vienen. He intentado imponerle al espíritu que habla en ella que se marchara en nombre de Jesús, llamado el Cristo. Siempre que he usado este Nombre los espíritus tenebrosos han huido. Esta vez, no. Por eso digo que o es el propio Belcebú el que habla y logra resistir incluso a ese Nombre pronunciado por mí, o es el propio Espíritu de Dios y por tanto, no teme, siendo así que es una cosa sola con el Cristo. Yo estoy convencido más de esto que de lo primero. Pero para estar seguros sólo el Cristo puede juzgarlo. Él conocerá las palabras y su origen». Y fue ultrajado por los escribas presentes, que dijeron que estaba poseído como la mujer y como Tú. Perdona si tenemos que decir esto… Y algunos escribas ya no se han separado de nosotros, y están de guardia vigilando a la mujer porque quieren establecer si puede ser avisada de tu llegada. Porque ella dice que conoce tu cara y tu voz, y entre miles te reconocería, cuando en realidad está probado que nunca ha salido de su pueblo, es más: de su casa, desde que, hace quince años, se le murió el esposo en la vigilia de la fiesta nupcial; y también está probado que nunca has pasado Tú por su pueblo, que es Betlequi. Y los escribas esperan esta última prueba para dejar sentado que está endemoniada. ¿Quieres verla ahora enseguida? -No. Tengo que hablar a la gente. Y aquí, entre las turbas, sería demasiado alborotador el encuentro. Ve a decir a Juan de Éfeso y a los padres de la mujer, y también a los escribas, que los espero a todos al principio del ocaso en los bosques que están a lo largo del río, en el sendero del vado. ¡Anda, ve! Y Jesús, despedido Salomón, que ha hablado por todos, se dirige hacia los enfermos que piden curación, y los cura. Son: una mujer anciana anquilosada por la artritis, un paralítico, un jovencito deficiente mental, una niña que yo diría que estaba tísica, y dos enfermos de los ojos. La gente lanza sus vibrantes gritos de alegría. Pero no ha acabado todavía la serie de los enfermos. Una madre se acerca, desfigurada por el dolor, sujetada por dos amigas o parientes, se arrodilla y dice: -Mi hijo está muriendo. No se le puede traer aquí… ¡Piedad de mí! -¿Puedes creer sin medida? -¡Todo, oh mi Señor! -Entonces vuelve a tu casa. -¿A mi casa?… ¿Sin ti?… La mujer lo mira un momento angustiada, luego comprende. El pobre rostro se transfigura. Grita: -Voy, Señor. ¡Bendito seáis Tú y el Altísimo que te ha enviado! Se marcha rauda, más ágil que sus mismas compañeras… Jesús se vuelve hacia uno de Jericó, un vecino de noble aspecto. -¿Esa mujer es hebrea? -No. A1 menos de nacimiento no. Viene de Mileto. De todas formas, está casada con uno de nosotros, y desde entonces está en nuestra fe. -Ha sabido creer mejor que muchos hebreos – observa Jesús. Luego, subiendo al alto escalón de una casa, hace el gesto habitual -abrir los brazos- que precede a su discurso y que sirve para imponer silencio. Habiéndolo obtenido, recoge los pliegues del manto, que se ha abierto en el pecho al hacer el gesto, y lo sujeta con la izquierda Mientras baja la derecha con el gesto propio de quien jura, y dice: -Escuchad, vecinos de Jericó, las parábolas del Señor; luego, que cada uno las medite en su corazón y saque de ellas la lección para nutrir su espíritu. Podéis hacerlo porque conocéis la Palabra de Dios no desde ayer, ni desde la pasada Luna, ni siquiera desde el pasado invierno. Antes de que Yo fuera el Maestro, Juan, mi Precursor, os había preparado para mi llegada; después de llegar Yo, mis discípulos han arado este suelo muchas veces, para sembrar en él todas aquellas semillas que les había dado. Así pues, podéis comprender la palabra y la parábola. -¿A qué compararé Yo a los que después de haber sido pecadores se convierten? Los compararé a enfermos que se curan. ¿A qué compararé a los otros, a aquellos que no han pecado públicamente, o a aquellos -más raros que perlas negrasque no han incurrido nunca, ni siquiera secretamente, en culpas graves? Los compararé a personas sanas. El mundo está compuesto de estas dos categorías. Tanto en el espíritu como en la carne y en la sangre. Pero, si las comparaciones son iguales, distinta es la manera de tratar que usa el mundo con los enfermos curados que eran enfermos de la carne, de la que usa con los pecadores convertidos, o sea, con los enfermos del espíritu que recuperan la salud. Vemos que, incluso, cuando un leproso -que es el enfermo más peligroso, y más aislado por ser peligroso- obtiene la gracia de la curación, es admitido de nuevo a la colectividad de las gentes, después de haber sido observado por el sacerdote y purificado. Es más, los de su ciudad lo festejan porque está curado, porque ha resucitado para la vida, para la familia, para los negocios. ¡Gran fiesta en la familia y en la ciudad cuando uno que era leproso logra obtener esta gracia y curarse! Rivalizan entre los familiares y convecinos para llevarle esto o aquello, y, sí está solo y sin casa o muebles, rivalizan para ofrecerle techo o mobiliario, y todos dicen: «Dios tiene preferencia por él. Su dedo lo ha curado. Honrémosle, pues, y honraremos al que lo ha creado y recreado». Es justo actuar así. Y, al contrario, cuando, desafortunadamente, uno manifiesta los primeros síntomas de lepra. ¡con qué amor angustioso parientes y amigos lo colman de ternura, mientras les es posible hacerlo, como para darle -todo en una sola vez- el tesoro de afectos que le habrían dado en muchos años, para que se lo lleve consigo a su sepulcro de vivo! Pero ¿por qué, entonces, para los otros enfermos no se actúa así’ Si un hombre empieza a pecar y los familiares y, sobre todo, los convecinos, lo ven, ¿por qué no tratan de apartarlo del pecado con amor? Una madre, un padre, una esposa, una hermana, todavía lo hacen. Pero, que lo hagan los hermanos, es ya difícil; y no digo ya que lo hagan los hijos del hermano del padre o de la madre. En fin, los convecinos, no saben hacer otra cosa que criticar, hacer mofa, insultar, escandalizarse, exagerar los pecados del pecador, señalárselos con el dedo unos a otros, tenerlo, los más justos, lejos como a un leproso y hacerse cómplices suyos, para gozar a sus espaldas, los que justos no son. Pero sólo raramente hay una boca y, sobre todo, un corazón que vaya donde el infeliz, con piedad y firmeza, con paciencia y amor sobrenatural, y, con ahínco, trate de frenar el progresivo descenso en el pecado. ¿Pero es que no es, acaso, más grave, verdaderamente grave y mortal la enfermedad del espíritu? ¿No priva, y además para siempre, del Reino de Dios? ¡La primera caridad hacia Dios y hacia el prójimo no debe ser, acaso, este trabajo de curar a un pecador por el bien de su alma y la gloria de Dios? Y, cuando un pecador se convierte, ¿por qué ese juicio obstinado sobre él, ese casi deplorar el que haya vuelto a la salud espiritual? ¿Veis desmentidos vuestros pronósticos de segura condenación de un convecino vuestro? Deberíais, más bien, alegraros de ello, dado que quien os desmiente es Dios misericordioso, que os da una medida de su bondad para infundiros ánimo ante vuestras culpas más o menos graves. ¿Y por qué esa persistencia en querer ver sucio, despreciable, digno de vivir aislado, aquello que Dios y la buena voluntad de un corazón han hecho limpio, admirable, digno de la estima de los hermanos; es más, digno de su admiración? ¡Pero bien que exultáís si simplemente un buey o un asno vuestros o un camello o la oveja del rebaño o la paloma preferida se curan de una enfermedad! ¡Bien que exultáis si uno ajeno a vosotros, al que apenas recordáis por el nombre, por haberlo oído durante el tiempo en que fue aislado como leproso, vuelve curado! ¿Y por qué, entonces, no exultáis por estas curaciones espirituales, por estas victorias de Dios? El Cielo exulta cuando un pecador se convierte. El Cielo: Dios, los ángeles purísimos, que no saben qué es pecar. Y vosotros, vosotros hombres, ¿queréis ser más intransigentes que Dios? Haced, haced justo vuestro corazón, y reconoced que el Señor está presente no sólo entre las nubes de incienso y los cantos del Templo, en el lugar donde solamente la santidad del Señor, en el Sumo Sacerdote, debe entrar, y debería ser santa como su nombre indica. Reconoced esta presencia también en el prodigio de estos espíritus resucitados, de estos altares reconsagrados, a los cuales el Amor de Dios desciende con sus fuegos para encender el holocausto. La madre de antes interrumpe a Jesús. Con sus gritos de bendición quiere adorarlo. Jesús la escucha, la bendice, le dice que vaya de nuevo a casa, y reanuda el discurso interrumpido. Y si de un pecador que antes os había dado espectáculo de escándalo recibís ahora espectáculos de edificación, no resolváis burlaros, sino imitar. Porque ninguno es nunca tan perfecto que sea imposible que otro le enseñe. Y el Bien es siempre lección que debe ser cogida, aunque el que lo practique, en el pasado, haya sido objeto de reprobación. Imitad y ayudad. Porque haciéndolo así glorificaréis al Señor y demostraréis que habéis comprendido a su Verbo. No resolváis ser como aquellos que dentro de su corazón criticáis porque sus acciones no están de acuerdo con sus palabras. Haced, más bien, que todas vuestras buenas acciones sean la coronación de todas vuestras buenas palabras. Y entonces verdaderamente el Eterno os mirará y escuchará benévolamente. Oíd esta parábola para que comprendáis cuáles son las cosas que tienen valor ante los ojos de Dios. La parábola os enseñará a corregir en vosotros un pensamiento no bueno que hay en muchos corazones. La mayoría de los hombres se juzgan por sí mismos, y, dado que sólo uno de cada mil es verdaderamente humilde, sucede que el hombre se juzga perfecto, sólo él perfecto, mientras que en el prójimo nota multitud de pecados. Un día dos hombres que habían ido a Jerusalén para unos asuntos subieron al Templo, como es conforme a todo buen israelita cada vez que pone pie en la Ciudad Santa. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El primero había venido para cobrar el arriendo de algunos almacenes y para hacer las cuentas con sus administradores, que vivían en las cercanías de la ciudad. El otro, para imponer los impuestos recaudados y para invocar piedad en nombre de una viuda que no podía pagar lo que había sido tasado por la barca y las redes, porque la pesca -pescaba el hijo mayor- le era apenas suficiente para dar de comer a sus muchos otros hijos. El fariseo, antes de subir al Templo, había ido a ver a los arrendatarios de los almacenes. Habiendo dado una ojeada a éstos y habiendo visto que estaban llenos de productos y de compradores, se había complacido en sí mismo y luego había llamado a uno de los arrendatarios de un lugar y le había dicho: -Veo que tus compraventas van bien. -Sí, por gracia de Dios. Estoy contento de mi trabajo. He podido aumentar las mercancías y espero aumentarlas aún más. He mejorado el lugar, y el año que viene no tendré los gastos de mostradores y estanterías y por tanto, ganaré más». -¡Bien! ¡Bien! ¡Me alegro! ¿Cuánto pagas tú por este lugar? -Cien didracmas al mes. Es caro, pero la ubicación es buena… -Tú lo has dicho. La ubicación es buena. Por tanto, te doblo el arriendo. -¡Pero señor! – exclamó el comerciante – ¡De esta manera me quitas todas las ganancias! -Es justo. ¿Acaso tengo que enriquecerte a ti? ¿Con lo mío? Enseguida. O me das dos mil cuatrocientos didracmas, inmediatamente, o te echo y me quedo con la mercancía. El lugar es mío y hago de él lo que quiero. Esto hizo con el primero, y lo mismo con el segundo y el tercero de sus arrendatarios, doblando a cada uno de ellos el precio, sordo a todas las súplicas. Y porque el tercero, cargado de hijos, quiso oponer resistencia, llamó a la guardia, hizo poner los sigilos de incautación y echó afuera al desdichado. Luego, en su palacio, examinó los registros de los administradores y encontró el modo de castigarlos por negligentes y se incautó de la parte con la que, con derecho, se habían quedado. Uno tenía un hijo moribundo y por la gran cantidad de gastos había vendido una parte de su aceite para pagar las medicinas. No tenía, pues, qué dar al detestable amo. -Ten piedad de mí, señor. Mi pobre hijo está para morir. Luego haré trabajos extraordinarios para resarcirte de lo que te parece justo. Pero ahora, tú mismo puedes comprenderlo, no puedo. -¿Que no puedes? Te voy a mostrar si puedes o no puedes. -Y, yendo con el pobre administrador a la almazara, lo privó incluso del resto de aceite que el hombre se había reservado para la mísera comida y para alimentar la lámpara que le permitía velar a su hijo durante la noche. El publicano, por su parte, habiendo ido a su superior y habiendo entregado los impuestos recaudados, recibió esta respuesta: -¡Pero aquí faltan trescientos setenta ases! ¿Cómo es eso? -Bien, ahora te lo explico. En la ciudad hay una viuda con siete hijos. Sólo el primero está en edad de trabajar. Pero no puede alejarse de la orilla con la barca, porque sus brazos son débiles todavía para el remo y la vela, y no puede pagar a un mozo de barca. Estando cerca de la orilla, pesca poco, y el pescado apenas es suficiente para matar el hambre de aquellas ocho infelices personas. No he tenido corazón para exigir el impuesto. -Comprendo. Pero la ley es ley. ¡Ay si se viniera a saber que la ley es compasiva! Todos encontrarían razones para no pagar. Que el jovencito cambie de oficio y venda la barca, si no pueden pagar. -Es su pan futuro… y es el recuerdo del padre. -Comprendo. Pero no se puede transigir. -De acuerdo, pero no puedo pensar en ocho infelices privados de su único bien. Pago yo los trescientos setenta ases. Hechas estas cosas, los dos subieron al Templo. Pasando junto al gazofilacio, el fariseo, ostentosamente, sacó de su pecho una voluminosa bolsa y la sacudió en el Tesoro, hasta la última moneda. En esa bolsa estaban las monedas tomadas de más a los comerciantes y lo que había sacado del aceite arrebatado al administrador y vendido inmediatamente a un mercader. El publicano, por el contrario, separó lo que necesitaba para regresar a su lugar y echó un puñadito de monedas. El uno y el otro dieron, por tanto, cuanto tenían. Es más, aparentemente, el más generoso fue el fariseo, porque dio hasta la ultima moneda que llevaba consigo. Pero hay que pensar que en su palacio tenía otras monedas y créditos abiertos con ricos cambistas. Luego fueron ante el Señor. El fariseo, delante del todo, junto al límite del atrio de los hebreos, hacia el Santo; el publicano se quedó en el fondo, casi debajo de la bóveda que llevaba al patio de las Mujeres, y tenía agachada la cabeza, aplastado por el pensamiento de su miseria respecto a la Perfección divina. Y oraban los dos. El fariseo, bien erguido, casi insolente, como si fuera el amo del lugar y fuera él el que se dignara agasajar a un visitante, decía: -Ve que he venido a venerarte en esta Casa que es nuestra gloria. He venido a pesar de sentir que estás en mí, porque soy justo. Sé que lo soy. De todas formas, y aun sabiendo que lo soy sólo por mérito mío, te doy las gracias, como está estipulado por la ley, por lo que soy. Yo no soy codicioso, injusto, adúltero, pecador como ese publicano que ha echado al mismo tiempo que yo un puñadito de monedas en el Tesoro. Yo, Tú lo has visto, te he dado todo lo que llevaba conmigo. Ese avaro, sin embargo, ha hecho dos partes y a ti te ha dado la menor. La otra, seguro, la guardará para juergas y mujeres. Pero yo soy puro. Yo no me contamino. Yo soy puro y justo, ayuno dos veces a la semana, pago los diezmos de cuanto poseo. Sí, soy un hombre puro, justo y bendito, porque soy santo. Recuerda esto, Señor. El publicano, desde su lejano rincón, sin atreverse a levantar la mirada hacia las preciosas puertas del hecol y, dándose golpes de pecho, oraba así: -Señor, no soy digno de estar en este lugar. Pero Tú eres justo y santo, y me lo concedes una vez más porque sabes que el hombre es pecador y que si no se acerca a ti se transforma en un demonio. ¡Oh, mi Señor! Yo quisiera honrarte noche y día y tengo que ser esclavo de mi trabajo durante muchas horas, un trabajo rudo que me deprime, porque produce dolor a mi prójimo, que es más infeliz que yo. Pero tengo que obedecer a mis superiores, porque es mi pan. Haz, Dios mío, que sepa dulcificar el deber hacia mis superiores con la caridad hacia mis pobres hermanos, para que en mi trabajo no encuentre mi condena. Todos los trabajos son santos, si se ejercen con caridad. Ten tu caridad siempre presente en mi corazón para que yo, miserable como soy, sepa compadecerme de los que están sujetos a mí, como Tú te compadeces de mí, gran pecador. Habría querido honrarte más, Señor. Tú lo sabes. Pero he pensado que apartar el dinero destinado al Templo para aliviar ocho corazones infelices fuera mejor que echarlo en el gazofilacio y luego hacer verter lágrimas de desolación a ocho inocentes infelices. Pero, si me he equivocado, házmelo comprender, oh Señor, y yo te daré hasta la última moneda, y volveré al pueblo a pie mendigando un pan. Hazme comprender tu justicia. Ten piedad de mí, Señor, porque soy un gran pecador. Ésta es la parábola. En verdad, en verdad os digo que mientras que el fariseo salió del Templo con un nuevo pecado, añadido a los que había cometido antes de subir al Moria, el publicano salió de allí justificado, y la bendición de Dios lo acompañó a su casa y en ella permaneció. Porque él había sido humilde y misericordioso, y sus acciones habían sido aún más santas que sus palabras. Por el contrario, el fariseo sólo de palabra y externamente era bueno, mientras que en su interior era como un diablo y hacía obras de diablo por soberbia y dureza de corazón, y Dios, por eso, lo aborrecía. Quien se ensalza será, siempre, antes o después, humillado; si no aquí, en la otra vida. Y quien se humilla será ensalzado, especialmente arriba, en el Cielo, donde se ven las acciones de los hombres en su verdadera verdad. Ven, Zaqueo. Venid los que estáis con él. Y vosotros, apóstoles y discípulos míos. Os seguiré hablando en privado. Y, envolviéndose en su manto, vuelve a la casa de Zaqueo.