La parábola de los pájaros, criticada por unos judíos enemigos que tienden una trampa.
Jesús está en Betania (toda fértil y florida en este hermoso mes de Nisán, sereno, puro, como si la creación hubiera sido lavada de toda suciedad). Pero las turbas, que sin duda lo han buscado en Jerusalén y que no quieren marcharse sin antes escucharlo, para poderse llevar en su corazón su palabra, le dan alcance. Es tanta gente, que Jesús ordena reunirla para poder adoctrinarla. Y los doce con los setenta y dos – que han vuelto a formar ese número, más o menos con los nuevos discípulos que se han agregado a ellos en estos últimos tiempos – se diseminan por todas partes para llevar a cabo la orden recibida. Entretanto, Jesús, en el jardín de Lázaro, se despide de las mujeres (especialmente de su Madre), que por orden suya vuelven a Galilea acompañadas por Simón de Alfeo, Jairo, Alfeo de Sara, Margziam, el marido de Susana y Zebedeo. Hay saludos y lágrimas. No faltan tampoco muchos deseos de no obedecer, deseos que nacen también del amor al Maestro. Pero más fuerte aún es la fuerza del amor perfecto, perfecto, por ser enteramente sobrenatural, hacia el Verbo Stmo: y esta fuerza hace que obedezcan aceptando la dolorosa separación. La que menos habla es María, la Madre de Jesús. Pero su mirada dice más que todas las otras juntas. Jesús, que lee su mirada, la tranquiliza, la consuela, la sacia de caricias, si es que una madre puede ser saciada, y especialmente esta Madre toda amor y congoja por el Hijo perseguido. Y las mujeres al final se marchan, y se vuelven una y otra vez saludando al Maestro, saludando a los hijos y a las afortunadas discípulas judías que todavía se quedan con el Maestro. -Han sufrido por marcharse… – observa Simón Zelote. -Pero convenía que se marcharan, Simón. -¿Prevés días tristes? -Turbulentos, por lo menos. Las mujeres no pueden soportar las fatigas como nosotros. Además, ahora que tengo un número casi igual de judías y galileas, conviene que estén separadas. Me tendrán por turnos, y por turnos tendrán la alegría de servirme; y Yo el consuelo de su afecto santo. La gente, mientras tanto, va aumentando. El pomar que hay entre la casa de Lázaro y la que era del Zelote hormiguea de gente. Hay personas de todas las castas y condiciones; y no faltan fariseos de Judea, miembros del Sanedrín y mujeres veladas. De la casa de Lázaro salen en grupo, bien juntos alrededor de una litera en que aquél es transportado, los miembros del Sanedrín que el sábado pascual estaban de visita en casa de Lázaro en Jerusalén, y otros más. Lázaro, al pasar, dedica a Jesús un gesto y una sonrisa feliz. Jesús se lo devuelve mientras se pone al final del pequeño cortejo para ir al lugar donde ya espera la gente. Los apóstoles vienen a Él, y Judas Iscariote, al que desde hace algunos días se le ve jubiloso, en una fase felicísima, lanza en todas las direcciones las miradas de sus ojos negrísimos y centelleantes, y anuncia al oído de Jesús los descubrimientos que va haciendo. -¡Mira, hay también sacerdotes!… ¡Mira, mira, está también Simón el del Sanedrín! Y Elquías. ¡Mira qué mentiroso! Hace sólo unos pocos meses decía cosas infernales de Lázaro, y ahora lo reverencia como si fuera un dios… Y allí están Doro el Anciano y Trisón. ¿Ves que saluda a José? Y el escriba Samuel con Saulo… ¡Y el hijo de Gamaliel! Y allí hay un grupo de los de Herodes… Y aquel grupo de mujeres tan veladas son, sin lugar a dudas, las romanas; están apartadas, pero ¿ves cómo observan dónde te diriges para poder cambiar de sitio y oírte? Reconozco sus figuras, a pesar de los mantos. ¿Ves? Dos altas, una más bien ancha que alta, las otras de media estatura, pero en la justa proporción. ¿Voy a saludarlas? -No. Vienen como desconocidas, como personas anónimas que desean la palabra del Rabí. Debemos considerarlas como tales. -Como quieras, Maestro. Lo decía por… recordarle a Claudia la promesa… -No hay necesidad. Y aunque la hubiera, no nos volveremos nunca pedigüeños, Judas. ¿No es verdad? El heroísmo de la fe debe formarse en medio de las dificultades. -Pero era por… por ti, Maestro. -Y por tu perenne idea de un triunfo humano. Judas, no te crees ficciones, ni sobre mi modo de actuar futuro ni sobre las promesas recibidas. Tú crees en lo que te dices tú solo. Pero nada podrá cambiar el pensamiento de Dios, que es que Yo sea Redentor y Rey de un reino espiritual. Judas no replica. Jesús está en su sitio, con los apóstoles en círculo en torno a É1. Casi a sus pies está Lázaro en su triclinio; poco lejos de Él, las discípulas judías, o sea, las hermanas de Lázaro, Elisa, Anastática, Juana con los pequeños, Analía, Sara, Marcela, Nique. Las romanas, o al menos las mujeres a las que Judas ha señalado como tales, están más atrás, casi en el fondo, mezcladas entre un montón de gente poblana. Los miembros del Sanedrín, fariseos, escribas, sacerdotes, están – es inevitable – en primera fila; pero Jesús les ruega que dejen paso a tres camillas con enfermos, a los cuales hace algunas preguntas, aunque sin curarlos enseguida. Jesús, para tomar la idea de su discurso, centra la atención de los presentes en el gran número de pájaros que tienen sus nidos en las frondas del jardín de Lázaro y del huerto en que está reunido el auditorio. -Observad. Hay pájaros autóctonos y exóticos, de todas las razas y dimensiones. Y, cuando desciendan las sombras, en su lugar, aparecerán las aves nocturnas, que también son numerosas aquí, a pesar de que, sólo por el hecho de no verlas, es casi posible olvidarlas. ¿Por qué hay tantas aves del aire aquí? Porque encuentran de qué vivir felices: sol, paz, abundante comida, lugares de amparo seguros, frescas aguas. Y se congregan, viniendo de oriente y occidente, de mediodía y septentrión, si son migratorias, o permaneciendo fieles a este lugar, si son autóctonas. ¿Qué pensar? ¿Que las aves del aire superan en sabiduría a los hijos del hombre? ¡Cuántos de estos pájaros son hijos de pájaros ya muertos pero que el año pasado, o más lejos en el tiempo, nidificaron aquí y encontraron el bienestar! Ellos se lo han dicho a sus hijos antes de morir. Han indicado este lugar, y éstos, los hijos, han venido obedientes. Y el Padre que está en los Cielos, el Padre de los hombres todos, ¿no ha dicho a sus santos sus verdades?, ¿no ha dado todas las indicaciones posibles para el bienestar de sus hijos? Todas las indicaciones: las que tienen por objeto el bien de la carne y las que tienen por objeto el bien del espíritu. ¿Pero qué observamos? Vemos que lo que fue enseñado para la carne – desde las túnicas de pieles que Él hizo a Adán y Eva, despojados ya ante sus propios ojos del vestido de la inocencia que el pecado había desgarrado, hasta los últimos descubrimientos que el hombre, por la luz de Dios, ha hecho – se recuerda, transmite y enseña; mientras que lo otro, lo que fue enseñado, mandado, indicado para el espíritu, no se conserva, no se enseña, no se practica. Muchos del Templo cuchichean. Pero Jesús los calma con un gesto. -El Padre, de una bondad que el hombre ni con mucho puede pensar, manda a su Siervo a recordar su enseñanza, a reunir a las aves en los lugares de salvación, a darles exacto conocimiento de aquello que es útil y santo, a fundar el Reino en que toda angélica ave, todo espíritu, encontrará gracia y paz, sabiduría y salvación. Y en verdad, en verdad os digo que, de la misma forma que los pájaros nacidos en este lugar en primavera dirán a otros de otros lugares: “Venid con nosotros, que hay un lugar bueno donde exultaréis con la paz y la abundancia del Señor», siendo así que se verá para el nuevo año nuevos pájaros que afluirán aquí; del mismo modo, de todas las partes del mundo, como dicen los profetas, veremos afluir gran número de espíritus a la Doctrina venida de Dios, al Salvador fundador del Reino de Dios. Pero entre las aves diurnas están mezcladas en este lugar pájaros nocturnos, rapaces, que alteran el orden, capaces de sembrar terror y muerte entre los pajaritos buenos. Éstas son las aves que desde hace años, desde una serie de generaciones, son lo que son, y nada las puede desanidar porque sus obras se hacen en las tinieblas y en lugares impenetrables para el hombre. Éstas, con su cruel mirada, con su vuelo mudo, con su voracidad, con su crueldad, trabajan en las tinieblas, y siembran, ellas inmundas, inmundicia y dolor. ¿A quién podremos compararlas? A cuantos en Israel no quieren aceptar la Luz que ha venido a iluminar las tinieblas, la Palabra que ha venido a adoctrinar, la Justicia que ha venido a santificar. Para ellos he venido inútilmente. Es más, para ellos soy motivo de pecado, porque me persiguen a mí y persiguen a mis fieles. ¿Qué diré entonces? Una cosa que ya he dicho otras veces: «Muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con Abraham y Jacob en el Reino de los Cielos. Pero los hijos de este reino serán arrojados a las tinieblas exteriores». -¿Los hijos de Dios a las tinieblas? ¡Blasfemas! – grita uno de los miembros del Sanedrín que están en contra. Es la primera salpicadura de la baba de los reptiles que han estado demasiado tiempo callados, y que no pueden seguir callados porque se ahogarían en su propio veneno. -No los hijos de Dios – responde Jesús. -¡Lo has dicho Tú! Has dicho: «Los hijos de este reino serán arrojados a las tinieblas exteriores». -Y lo repito. Los hijos de este reino. Del reino donde señorean la carne, la sangre, la avaricia, el hurto, la lujuria, el delito. Pero éste no es mi Reino, que es Reino de la Luz. Éste, el vuestro, es el reino de las tinieblas. A1 Reino de la Luz vendrán de oriente y occidente, mediodía y septentrión, los espíritus rectos, incluso los que por ahora son paganos, idólatras, despreciables para Israel. Y vivirán en santa comunión con Dios, habiendo acogido dentro de ellos la luz de Dios, en espera de ascender a la verdadera Jerusalén, donde ya no habrá lágrimas ni dolor, y sobre todo, donde no hay mentiras. La mentira que ahora gobierna el mundo de las tinieblas y satura a los hijos de ese mundo hasta el punto de que en ellos no cabe ni una pizca de luz divina. ¡Oh! ¡Que vengan los hijos nuevos a ocupar el lugar de los hijos apóstatas! ¡Vengan! ¡Cualquiera fuere su procedencia, Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos! -¡Has hablado para insultarnos! – gritan los judíos enemigos. -He hablado para decir la verdad. -Tu poder está en la lengua; con ella Tú, serpiente nueva, seduces a las multitudes y las perviertes. -Mi poder está en la potencia que me viene de ser uno con mi Padre. -¡Blasfemo! – gritan los sacerdotes. -¡Salvador!… Tú, que yaces a mis pies, ¿qué mal padeces? -De niño tuve rota la columna, y desde hace treinta años estoy echado sobre la espalda. -¡Levántate y anda! Y tú, mujer, ¿qué mal padeces? -Mis piernas penden inertes desde que este que me lleva con mi marido vio la luz – y señala a un joven de al menos dieciséis años. -También tú levántate y alaba al Señor. Y ese niño ¿por qué no va solo? -Porque nació idiota, sordo, ciego, mudo. Un amasijo de carne que respira – dicen los que están con el desdichado. -En el nombre de Dios, recibe inteligencia, palabra, vista y oído. ¡Lo quiero! Y, realizado el tercer milagro, se vuelve a los enemigos y dice: -¿Qué decís ahora? -Milagros de dudoso valor. Si lo puedes todo, ¿por qué no curas a tu amigo y defensor? -La voluntad de Dios es otra. -¡Ja! ¡Ja! ¡Ya! ¡Dios! ¡Cómoda disculpa! Si te trajéramos nosotros un enfermo, o mejor dos, ¿los curas? -Sí. Si lo merecen. -Espéranos entonces – y se marchan raudos sonriendo maliciosamente. -¡Ten cuidado, Maestro! ¡Te están tendiendo alguna trampa!» dicen muchos. Jesús hace un gesto como queriendo decir: « ¡Bah, dejadlos!», y se inclina a acariciar a unos niños que poco a poco se han ido acercando É1 dejando a sus padres; algunas madres también se acercan, y llevan a Jesús a los que todavía andan inseguramente o a los lactantes. -¡Bendice a nuestras criaturas, Tú, bendito, para que sean amantes de la Luz – dicen las madres. Y Jesús impone las manos bendiciendo. Ello origina todo un movimiento en la multitud. Todos los que tienen niños quieren la misma bendición, y empujan y gritan para abrirse paso. Los apóstoles, en parte porque están nerviosos por las habituales ruindades de los escribas y fariseos, en parte por compasión hacia Lázaro, en peligro de ser arrollado por la oleada de padres que conducen a los pequeñuelos a la divina bendición, se inquietan, y llaman la atención a unos o a otros gritando, y rechazan a unos o a otros, especialmente a los niños pequeños que han llegado allí solos. Pero Jesús, dulce, amoroso, dice: -¡No, no! ¡No hagáis eso! No impidáis nunca a los niños venir a mí, ni les impidáis a los padres traérmelos. E1 Reino es precisamente de estos inocentes. Ellos serán inocentes del gran Delito, y crecerán en mi Fe. Dejad, pues, que los consagre a ella. Los traen a mí sus ángeles. Jesús está ahora rodeado por un seto hecho de niños mirándolo arrobados, un seto de caritas alzadas, de ojos inocentes, de boquitas sonrientes… Las mujeres veladas han aprovechado el desorden para dar un rodeo por detrás de la multitud y venir detrás de Jesús, como incitadas por la curiosidad. Vuelven los fariseos, escribas, etc. etc., con dos que parecen muy enfermos. Uno, especialmente, gime en su camilla, todo cubierto con el manto. El otro está, al menos aparentemente, menos grave, pero ciertamente muy enfermo porque está en los huesos y respira con dificultad. -Éstos son nuestros amigos. Cúralos. Estos están verdaderamente enfermos. Sobre todo, éste – y señalan al que gime. Jesús baja los ojos hacia los enfermos, luego los alza de nuevo, hacia los judíos. Asaetea a sus enemigos con una mirada terrible. Erguido detrás del seto inocente de niños, que no le llegan ni a la ingle, parece alzarse sobre una macolla de pureza para ser el Vengador, como si de esta pureza sacara la fuerza para serlo. Abre los brazos y grita: -¡Embusteros! ¡Éste no está enfermo! Yo os lo digo. ¡Destapadlo! Si no, realmente estará muerto dentro de un instante por este engaño contra Dios. El hombre salta bruscamente de su camilla gritando: -¡No, no’. ¡No descargues tu mano sobre mí! ¡Y vosotros, malditos, quedaos con muestras monedas! – y arroja una bolsa a los pies de los fariseos y huye a todo correr… La gente gruñe, ríe, silba, aplaude… El otro enfermo dice: -¿Y yo, Señor? A mí me han sacado de mi cama con la fuerza y ya desde esta mañana me molestan… Pero no sabía que estaba en manos de tus enemigos… -¡Para ti, pobre hijo, salud y bendición! – y le impone las manos abriendo el seto vivo de los niños. El hombre levanta por un momento la manta que estaba extendida encima de su cuerpo, mira no sé qué… Luego se pone en pie. Aparece desnudo de los muslos hacia abajo. Y grita, grita hasta quedarse ronco: -¡Mi pie! ¡Mi pie! ¿Pero quién eres, quién eres, que devuelves las cosas perdidas? – y cae a los pies de Jesús, y se pone otra vez de pie, se pone de un brinco, en equilibrio inestable, encima de su camilla y grita: «¡La enfermedad me roía los huesos! ¡El médico me había arrancado los dedos, me había quemado la carne, me había sajado hasta el hueso de la rodilla! ¡Mirad! ¡Mirad las señales! ¡Y me moría de todas formas! Y ahora… ¡Todo curado! ¡Mi pie! ¡Mi pie recompuesto!… ¡Y ya no tengo dolor! Y siento fuerza y bienestar… ¡El pecho libre…! ¡El corazón sano!… ¡Madre! ¡Madre! ¡Voy a llevarte la alegría!Hace ademán de echarse a correr. Pero el agradecimiento lo detiene. Vuelve de nuevo donde Jesús y besa continuamente los benditos pies hasta que Jesús no le dice, acariciándole en el pelo: -Ve. Ve donde tu madre y sé bueno. Luego mira a sus chasqueados enemigos y dice con voz de trueno: -¿Y ahora? ¿Qué debería hacer con vosotros? ¿Qué debería hacer, digo a todos los presentes, después de este juicio de Dios? La muchedumbre grita: -¡A la lapidación los ofensores de Dios! ¡A muerte! ¡Basta ya de insidiar al Santo! ¡Malditos seáis! – y agarran terruños, ramas, cantos, ya dispuestos a empezar a apedrear. Los detiene Jesús. -Esta es la palabra de la multitud, ésta es su respuesta. La mía es distinta. Digo: ¡Marchaos! No me ensucio descargando mi mano sobre vosotros. E1 Altísimo, que es mi defensa contra los impíos, se encargará de vosotros. Los culpables, en vez de callarse, a pesar de tener miedo de la multitud, tienen el descaro de ofender al Maestro, y echando baba de ira gritan: -¡Nosotros somos judíos y poderosos! ¡Te ordenamos que te vayas! ¡Te prohibimos enseñar! Te expulsamos de aquí. ¡Vete! ¡Vete! ¡Basta ya de ti! Tenemos el poder en nuestras manos y hacemos uso de él, y cada vez más lo haremos, maldito, usurpador… Quieren todavía decir más cosas, en medio de un tumulto de gritos, llantos, silbidos, cuando la más alta de las mujeres veladas, que ha avanzado con movimiento rápido e imperioso hasta colocarse entre Jesús y sus enemigos, descubre su rostro. Y, con mirada y voz aún más imperiosos, cae su frase, cortante, más zaheridora que un látigo para los galeotes y que una segur para el cuello: -¿Quién olvida que es esclavo de Roma? Es Claudia. Vuelve a bajar el velo. Se inclina levemente ante el Maestro. Vuelve a su sitio. Pero ha sido suficiente. Los fariseos se calman de golpe. Uno solo, en nombre de todos, y con un servilismo arrastrado, dice: -¡Dómina, perdona! Pero es que Él turba el antiguo espíritu de Israel. Tú, que eres poderosa, deberías impedirlo; haz que lo impida el justo y valeroso Procónsul. ¡A él vida y larga salud! -No son cosas nuestras. Basta con que no altere el orden de Roma. ¡Y no lo hace! – responde desdeñosa la patricia; luego da una seca orden a sus compañeras y se aleja, yendo hacia una espesura de árboles que hay en el fondo del sendero, y tras los árboles desaparece de la escena, para volver a aparecer montada en el carro chasqueante, cubierto, cuyas cortinas han sido echadas por orden de ella. -¿Estás contento de habernos expuesto al insulto? – preguntan volviendo al ataque los judíos, fariseos, escribas y otros compañeros. La muchedumbre grita indignada. José, Nicodemo y todos los que han dado muestras de amistad – y con éstos, sin unirse a ellos pero con palabras iguales, está el hijo de Gamaliel – sienten la necesidad de intervenir reprochándoles su exceso. La discusión pasa de ser de los enemigos contra Jesús a ser de los dos grupos opuestos, de forma que dejan fuera de la disputa al más relacionado con ella. Y Jesús guarda silencio, con los brazos cruzados, escuchando. Yo creo que despide fuerza para contener a la multitud, y especialmente a los apóstoles, que de la ira que sienten ven rojo. -¡Tenemos que defendernos y defender! – grita un judío exaltado. -¡Ya está bien de ver a las turbas siguiéndole hechizadas! – dice otro. -¡Nosotros somos los poderosos! -¡Sólo nosotros! Sólo a nosotros se nos tiene que escuchar y seguir – vocea un escriba. -¡Que se marche de aquí! ¡Jerusalén es nuestra! – se desgañita un sacerdote, rojo como un pavo. -¡Sois pérfidos! -¡Estáis más que ciegos! -¡Las turbas os abandonan porque os lo merecéis! -¡Sed santos, si queréis ser amados! -¡No se conserva el poder cometiendo vejaciones! ¡El poder se funda en la estima del pueblo hacia quien le gobierna! – gritan a su vez los del partido opuesto y muchos de la multitud. -¡Silencio! – impone Jesús. Y, cuando se hace el silencio, dice: -La tiranía y las imposiciones no pueden modificar ni los sentimientos íntimos ni las consecuencias del bien recibido. Recojo lo que he dado: amor. Vosotros, persiguiéndome, lo único que hacéis es aumentar este amor que quiere compensarme de vuestro desamor. ¿No sabéis, con toda vuestra sabiduría, que perseguir una doctrina no sirve sino para aumentar su poder, especialmente cuando corresponde en los hechos a lo que se enseña? Oíd una profecía mía, vosotros de Israel. Cuanto más persigáis a1 Rabí de Galilea y a sus seguidores, tratando con esa tiranía de anular su doctrina, que es divina, más próspera y extendida por el mundo haréis a esta doctrina. Cada una de las gotas de los mártires que hagáis, esperando triunfar y reinar con vuestros preceptos y leyes corrompidos e hipócritas, que ya no responden a la Ley de Dios, y cada lágrima de los santos vilipendiados, será semilla de futuros creyentes. Y seréis vencidos cuando creáis que habréis triunfado. Marchaos. Yo también me marcho. Los que me aman que me busquen en los confines de Judea y en Transjordania, o que me esperen allí, porque veloz como relámpago que corre de oriente a occidente será el paso del Hijo del hombre hasta que suba al altar y al trono, como Pontífice y Rey nuevo, y en ellos permanezca, bien firme ante la presencia del mundo, de la creación y de los Cielos, en una de sus muchas epifanías, que solamente saben comprender los buenos. Los fariseos hostiles y sus compañeros se han marchado. Se quedan los otros. El hijo de Gamaliel lucha dentro de sí por acercarse a Jesús, y, al final, se marcha sin decir nada… -Maestro, no nos odiarás por ser de sus mismas castas, ¿no? – pregunta Eleazar. -Nunca pronuncio un anatema contra el individuo por el hecho de que la clase sea rea. No temas – responde Jesús. -Ahora nos van a odiar… – susurra Joaquín. -¡Honor para nosotros, si nos odian! – exclama Juan, el miembro del Sanedrín. -Fortalezca Dios a los que vacilan y bendiga a los fuertes. Yo os bendigo a todos en nombre del Señor – y, abiertos los brazos, da la bendición mosaica a todos los presentes. Luego se despide de Lázaro y de las hermanas de éste, de Maximino, de las discípulas, y empieza su marcha… Las verdes campiñas paralelas al camino que va a Jericó lo reciben con su verdor que enrojece ahora por un fastuoso ocaso.