Conversaciones en torno a Judas Iscariote, ausente. Llegada a Tecua con el anciano Elí – Ana.
Son todavía once cuando toman de nuevo el camino. Once caras pensativas y desazonadas en torno al rostro triste de Jesús. Él se despide de las hermanas; luego, después de un momento de reflexión, antes de cruzar la cancilla, ordena a Simón Zelote y a Bartolomé: -Quedaos aquí. Os reuniréis conmigo en Tecua, en casa de Simón, o en la casa de Nique en Jericó, o en Betabara; eso si él viene. Y… servid a la caridad. ¿Entendéis? -Ve tranquilo, Maestro. No iremos contra el amor al prójimo en ningún modo – asegura Bartolomé. -Cualquiera que fuera la hora en que él llegue, partid enseguida. -Enseguida, Maestro. Y… gracias por la confianza que tienes en nosotros – dice el Zelote. Se besan y, mientras un doméstico cierra la cancilla y Jesús se aleja, los dos que se han quedado vuelven hacia la casa junto con las hermanas.Jesús delante, solo; detrás Pedro, entre Mateo y Santiago de Alfeo; detrás Felipe, con Andrés, Santiago y Juan de Zebedeo; últimos, silenciosos como los demás, van Tomás y Judas Tadeo. Tampoco habla Pedro. Sus dos compañeros intercambian algunas, pocas palabras, pero él, que va entre los dos, no habla. Va taciturno, cabizbajo. Parece tejer un mudo coloquio con las piedras y las hierbas que pisa. También los dos últimos tienen una actitud casi igual. Lo único es que -mientras que Tomás parece sumido en la contemplación por una ramita de sauce a la que va quitando una a una las hojas, y mirando a cada hoja que separa como si estudiara su color glauco por un lado y argénteo por el otro, o los filamentos de la nervadura- Judas Tadeo mira fijamente y recto frente a sí; no sé si mira al horizonte que, superada una cima, se abre a una claridad vaporosa de llanura a la luz de la aurora, o si mira sencillamente a la cabeza rubia de Jesús, que ha echado hacia atrás el extremo del manto, como para gozar del tenue sol de Diciembre. Coinciden en el mismo momento el final de la ocupación de Tomás y el final de la contemplación del horizonte, o del Maestro, por parte de Judas Tadeo. Este último baja los ojos y vuelve la cabeza para mirar a su compañero, mientras Tomás, reducida su ramita a delgada vara, alza los ojos para mirar a Judas Tadeo: una mirada aguda y, al mismo tiempo, buena y triste, que encuentra una mirada igual. -¡Así es, amigo! ¡Exactamente así! – dice Tomás como concluyendo una conversación. -Sí, es así. Y mi dolor es muy grande… Para mí es también amor de familia… -Comprendo. Pero… Tú tienes en el corazón un tormento de afecto. ¿Pero, yo? Tengo un remordimiento que me atormenta. Y eso es peor todavía. -¿Un remordimiento, tú? No tienes motivos de remordimiento. Eres bueno y fiel. Jesús está contento de ti, y nosotros en ti no tenemos nunca motivo de escándalo. ¿Cómo es que te viene esa sensación de remordimiento? -De un recuerdo. El recuerdo del día en que decidí seguir al nuevo Rabí que había aparecido en el Templo… Yo y Judas estábamos cerca el uno del otro, y admiramos la acción y las palabras del Maestro. Y decidimos buscarlo… Yo estaba aún más decidido que Judas; casi lo moví yo. Él dice lo contrario, pero es así. Mi remordimiento es haber insistido para que viniera… Le he traído un permanente dolor a Jesús. Pero yo sabía que Judas era estimado por muchos y pensaba que podría ser útil. Necio como todos, que no saben pensar sino en un rey de Israel mayor que David y Salomón, pero sólo un rey… un rey como Él dice que nunca será, ¡ansiaba que entre los discípulos estuviera éste que podía servir!… Yo esperaba esto. Y sólo ahora comprendo, y cada vez más, la justa actuación de Jesús, que no lo recibió enseguida y que incluso prohibió buscarlo… ¡Te digo que tengo un remordimiento!, ¡un remordimiento!… Ese hombre no es bueno. -No es bueno. Pero no te crees remordimientos. Aquello no lo hiciste con malicia. Por tanto, te digo que no tienes culpa. -¿Estás totalmente seguro? ¿O lo dices por consolarme? -Lo digo porque es verdad. Tomás, no pienses más en el pasado. No sirve para borrarlo… -Es como dices. Pero, piensa esto: si por causa mía mi Maestro sufriera desgracias… Tengo el corazón lleno de angustia y de sospechas. Soy un pecador porque juzgo al compañero, y con juicio no piadoso. Y soy pecador porque debería creer en las palabras del Maestro,… Él disculpa a Judas… Tú… ¿crees eso de tu hermano? Lo creo en todo menos en eso. Pero, no desfallezcas. Todos nosotros tenemos el mismo pensamiento. Incluso Pedro, que se consume tanto, lucha por pensar de ese hombre todo lo bueno; y Andrés, que – más manso que un corderito; y Mateo, el único de entre nosotros que no tiene horror a ningún pecador o pecadora; y el tan amoroso y puro Juan, que tiene la feliz fortuna de no temer ni al mal ni al vicio, porque está tan colmado de caridad y de pureza que no le cabe sitio para recibir otra cosa; y mi hermano, me refiero a Jesús, que ciertamente tiene otros pensamientos junto a éste, pensamientos por los que ve la necesidad de tener a Judas… hasta haber agotado todo intento de o bueno. -Sí. Pero… ¿cómo terminará? Él tiene muchas… No tiene… Bueno, ya me entiendes sin que hable. ¿A qué punto llegará? -No lo sé… Quizás se separe de nosotros… Quizás se quede a esperar a ver quién es más fuerte en esta lucha entre Jesús y el mundo hebreo… -¿Y otras cosas? ¡No crees que él ya en este momento sirve a dos señores? -Esto es seguro. -¿Y no temes que pueda servir a los más numerosos, de forma que dañe totalmente al Maestro? -No. No lo amo. Pero no puedo pensar que él… A1 menos por ahora, no. Pero sí temería esto si llegara el día en que el favor de la muchedumbre abandonara al Maestro. Como estoy seguro de que, si el pueblo en aclamación lo consagrara rey y caudillo nuestro, Judas abandonaría a todos por Él. Es un oportunista… ¡Que Dios lo retenga, y proteja a Jesús y a todos nosotros!… Los dos se dan cuenta de que han aminorado mucho el paso. Ven que se han distanciado mucho de los compañeros. Así que, dejando de hablar, se ponen a andar rápidos para llegar donde ellos. -¿Pero qué hacíais? – pregunta Mateo. El Maestro os requería. Tomás y Judas Tadeo siguen hacia Jesús con paso presuroso. -¿De qué hablabais entre vosotros? – pregunta Jesús mirándolos fijamente a los ojos. Los dos se miran. ¿Decir? ¿No decir? Vence la sinceridad. -De Judas – dicen al mismo tiempo. -Lo sabía. Pero quería poner a prueba vuestra sinceridad. Me habríais causado dolor, si hubierais mentido… De todas formas, no habléis ya más de él; especialmente, de esa manera. Hay muchas cosas buenas de las que hablar. ¿Por qué descender siempre a considerar, lo que es muy, demasiado, material? Isaías dice (Isaías 2, 22): «Dejad al hombre que tiene el espíritu en las narices». Yo os digo: dejad de analizar a este hombre y preocupaos de su espíritu. El animal que hay en él, su monstruo, no debe atraer vuestras miradas ni vuestros juicios; más bien, tened amor, un amor doloroso y activo, por su espíritu. Liberadlo del monstruo que lo tiene sujeto. ¿No sabéis…? Se vuelve para llamar a los otros siete: -Venid aquí todos. Os viene bien lo que os voy a decir, porque todos tenéis los mismos pensamientos en vuestro corazón… ¿No sabéis que aprendéis más a través de Judas de Keriot que a través de cualquier otra persona? Muchos Judas encontraréis, y poquísimos Jesús, en vuestro ministerio apostólico. Los Jesús serán dulces, buenos, puros, fieles, obedientes, prudentes, no ambiciosos. Serán bien pocos… Pero cuántos, ¡cuántos Judas de Keriot encontraréis vosotros y vuestros seguidores y sucesores por los caminos del mundo! Y, para ser maestros y saber, debéis pasar por este aprendizaje… Él, con sus defectos, os muestra al hombre como es; Yo os muestro al hombre como debería ser. Dos ejemplos igualmente necesarios. Vosotros, conociendo bien al uno y al otro, debéis tratar de transformar al primero en el segundo… Mi paciencia sea vuestra norma. -Señor, yo he sido un gran pecador. Sin duda, yo también seré muestra. Pero quisiera que Judas, que no es tan pecador como lo fui yo, se convirtiera como me convertí yo. ¿Es soberbia decir esto? -No, Mateo, no es soberbia. Diciéndolo, rindes honor a dos verdades. La primera es que veraz es la sentencia que dice: «La buena voluntad del hombre obra milagros divinos». La segunda es que Dios te ha amado infinitamente, ya desde antes de que pensaras en ello, y lo hacía porque no desconocía tu capacidad de heroísmo. Tú eres el fruto de dos fuerzas: tu voluntad y el amor de Dios. Y digo antes tu voluntad, porque sin ella vano habría sido el amor de Dios. Vano, inoperante… -¿Pero sin nuestra voluntad no podría Dios convertir? – pregunta Santiago de A1feo. -Ciertamente. Pero luego se requeriría, en todo caso, la voluntad del hombre para persistir en la conversión obtenida milagrosamente. -Entonces en Judas no ha habido esta voluntad ni la hay, ni antes de conocerte ni ahora… – dice impetuosamente Felipe. Algunos ríen, otros suspiran. Jesús es el único que defiende al apóstol ausente: -¡No digáis eso! La ha tenido y la tiene. Pero la funesta ley de la carne, a intervalos, la supera. Es un enfermo… Un pobre hermano enfermo. En todas las familias está el débil, el enfermo, aquel que es el dolor, la angustia, el peso de la familia. Y, a pesar de ello, ¿no es, acaso, al hijito de salud frágil al que más quiere la madre? ¿No es el hermanito desdichado el más servido por sus hermanos? ¿No es él al que el padre ofrece el bocado selecto, quitándoselo de su propio plato, para darle una alegría, para no darle a entender que es un peso y no hacerle, por tanto, pesada su enfermedad? -Es verdad. Es justamente así. Mi hermana gemela era frágil en su primera edad. Yo había tomado toda la robustez. Pero el amor de toda la familia la socorrió, tanto que ahora es una floreciente esposa y madre – dice Tomás. -Pues haced con vuestro hermano espiritual débil lo que haríais con un hermano carnal débil. Yo no voy a pronunciar palabras de recriminación. Vosotros no sois más que Yo. Vuestro paciente amor es la recriminación más fuerte, una recriminación contra la que no se puede reaccionar. En Tecua voy a dejar a Mateo y a Felipe para que esperen a Judas… El primero ha de acordarse de que fue pecador: el segundo, de que es padre… -Sí, Maestro. Lo recordaremos. -En Jericó, si todavía no está con nosotros, dejaré a Andrés y a Juan, que han de recordar que no todos han recibido con igual medida los dones gratuitos de Dios… Pero. id donde aquel anciano mendigo que va por el camino con paso vacilante. La ciudad está a la vista. Con la limosna podrá procurarse pan. -Señor, no podemos. Judas se ha marchado con la bolsa… – dice Pedro – Y las hermanas no nos han dado nada. -Tienes razón, Simón. Están como aturdidas por el dolor, y nosotros también. No importa. Tenemos un poco de pan. Somos jóvenes y estamos fuertes. Vamos a dárselo al anciano, para que no se caiga por el camino. Hurgan en los talegos, recogen pequeños pedazos de pan, se los dan al ancianito, que los mira asombrado. -¡Come, come! – anima Jesús. Y le da de beber de su zaque mientras le pregunta a dónde va. -A Tecua. Mañana hay un gran mercado. Pero desde ayer no comía. -¿Estás solo? -Más que solo… Mi hijo me ha echado… Oír esta voz senil rompe el corazón. -Dios te abrirá las puertas de su Reino si sabes creer en su misericordia. -Y en la de su Mesías. Pero mi hijo no tendrá Mesías, porque no puede tener al Mesías él, que lo odia tanto como para odiar al padre suyo porque ama al Mesías. -¿Por eso te ha echado? -Por eso. Y para no perder la amistad de algunos que persiguen al Mesías. Ha querido mostrarles que su odio supera al de ellos, tanto que supera incluso la voz de la sangre. -¡Qué horror! – dicen todos. -Sería más horroroso si yo tuviera los mismos pensamientos que mi hijo – dice con vehemencia el viejecito. -¿Pero quién es éste? Si no he comprendido mal, debe ser uno que tiene poder y voz… – dice Tomás. -Hombre, no será un padre el que diga el nombre del hijo culpable porque sea despreciado. Tengo que decir que tengo hambre y frío yo que con mucho trabajo había aumentado el bienestar de la casa para hacer feliz a mi hijo varón. Pero no más que esto. Piensa que yo soy uno de Judea, y él uno de Judea, y que, por tanto, somos iguales por la raza y distintos por el pensamiento. Lo demás no hace falta. -¿Y no le pides nada a Dios, tú que eres un justo? – pregunta dulcemente Jesús. -Que toque el corazón de mi hijo y lo conduzca a creer lo que yo creo. -Pero para ti, enteramente para ti, ¿no pides nada?-Encontrar al que para mí es el Hijo de Dios. Para venerarlo y luegomorir. -Pero si mueres ya no lo verás más. Estarás en el Limbo… -Poco tiempo. ¿Eres un rabí, no es verdad? Veo muy poco… La edad… y el mucho llorar, y también el hambre… Pero veo los flecos de tu cinturón… Si eres un buen rabí, y así me lo parece, debes sentir tú también que el tiempo ha llegado, quiero decir el tiempo del que habló Isaías (52, 7-15; 53, 1-12). Y está para llegar la hora en que el Cordero cargará sobre sí todos los pecados del mundo y sobrellevará todos nuestros males y dolores, y será traspasado e inmolado para que nosotros seamos sanados y estemos en paz con el Eterno. Y entonces también los espíritus tendrán paz… Lo espero confiando en la misericordia de Dios. -¿No has visto nunca al Maestro? -No. Lo oí hablar en el Templo en las fiestas. Pero yo soy bajo, y todavía más bajo me hace la edad, y, como he dicho, veo poco. Por eso, si voy entre la gente el de delante no me deja ver, y si estoy lejos no veo, por eso mismo, porque estoy lejos. ¡Querría verlo! ¡A1 menos una vez! -Lo verás, padre. Dios te concederá esta alegría. ¿Y en Tecua tienes a dónde ir? -No. Estaré debajo de un pórtico o en un portal. Ya estoy acostumbrado. -Ven conmigo. Conozco un buen israelita. Te acogerá en nombre de Jesús, el Maestro galileo. -Pero Tú también eres galileo. Se percibe por cómo hablas. -Sí… ¡Estás cansado? Bueno, pero ya hemos llegado a las primeras casas. Pronto descansarás y tendrás con qué reponer tus fuerzas. Jesús se inclina para decir a Pedro algo. Pedro, a su vez, se separa y va a decir a los otros lo que ha dicho Jesús (no lo capto). Luego, con los hijos de Alfeo y con Juan, acelera el paso, entrando en la ciudad. Jesús lo sigue con los otros, adecuando el paso al del pobre viejecito, que ya no habla (está muy agotado, de forma que acaba quedándose detrás, con Andrés y Mateo). La ciudad parece vacía. Es el mediodía y muchos están en las casas comiendo. Recorridos pocos metros, vuelve Pedro: -Ya está hecho, Señor. Simón lo recibe porque Tú lo traes, y te da las gracias por haber pensado en él. -¡Bendigamos al Señor! Todavía hay justos en Israel. Este anciano es uno, y Simón otro. Sí, hay todavía personas buenas, misericordiosas, fieles al Señor. Y esto compensa muchas amarguras, y hace esperar que la justicia divina se mitigará por estos justos. -¡Hombre, pero… un hijo que echa de casa a su padre por no perder la amistad de algún poderoso fariseo! -¿A tanto puede llegar el odio por ti? ¡Estoy indignado! – dice Felipe. -¡Veréis mucho más que esto! – responde Jesús. -¡Más! ¿Qué puede ser más que un padre echado de casa porque no te odia? ¡Es enorme el pecado de ese hombre!…». -Más enorme será el pecado de un pueblo contra su Dios… Pero vamos a esperar al anciano… -¿Quién será su hijo? -¡Un fariseo! -¡Uno del Sanedrín! -¡Un rabí! Las opiniones son distintas. -Un desdichado. No indaguéis. Hoy ha arremetido contra su padre. Mañana arremeterá contra mí. Así pues, veis que el pecado de Judas, el hecho de haberse alejado así, como un hijo díscolo, no es nada comparado con esto. Y, no obstante, oraré por este hijo ingrato, por este hebreo ofensor de Dios. Para que se enmiende. Haced vosotros lo mismo… Ven, padre, ¿cómo te llamas? -Elí-Ana. ¡Nunca he sido una persona feliz! Se me murió mi padre antes de nacer yo; mi madre, dándome a luz. La madre de mi madre, que me crió, me dio por nombre los dos nombres, unidos, de mi padre y de mi madre. -Verdaderamente eres un Elí, y tu hijo es igual que Finnes – dice Felipe, que no se resigna ante un pecado de esa naturaleza. -Dios no lo quiera, hombre. Finnes murió pecador. Murió cuando cogieron el arca. (1 Samuel 1, 3; 2,12-17.22-34; 3,1-18; 4, 4-18) Para su alma y para todo Israel, estas cosas serían una desventura – responde el viejecito. -Escucha. Ésta es casa amiga. Lo que le pido lo obtengo. Es de un cierto Simón, hombre justo ante los ojos de Dios y de los hombres. Te recibe por amor mío, si aceptas el lugar – dice Jesús antes de llamar a la puerta. -¿Tengo, acaso, posibilidad de elegir? Invocaré las bendiciones del Cielo para quien me dé el pan y el amparo de la caridad. Pero quiero trabajar. Ser siervo no es una vergüenza, pecar sí lo es. -Se lo diremos a Simón – dice con una sonrisa de compasión Jesús, mientras mira al viejecito, reducido a nada por las penalidades y el dolor moral. Abren la puerta: -Entra, Maestro. La paz sea contigo y con quien te acompaña. ¿Dónde está este hermano mío que me traes? Para que pueda darle el beso de paz y bienvenida – dice un hombre de unos cincuenta años. -Éste es. Que el Señor te lo pague. -Ya me ha recompensado: te tengo a ti como huésped. No te esperaba y no puedo honrarte como quisiera. Pero oigo que tienes intención de volver por aquí dentro de unos días. Bueno, pues estaré preparado para recibirte como conviene. Ahora están en una habitación donde hay unas palanganas humeantes preparadas para las abluciones. El viejecito está acobardado, contra la puerta. Pero el dueño de la casa lo agarra de la mano y lo lleva a que se siente. Quiere descalzarlo y lo hace- él mismo, y servirle como si fuera un rey, y luego ponerle sandalias nuevas, mientras el viejecito dice: -¿Por qué? ¿Pero por qué? ¡Yo he venido a servir y tú me sirves! No es justo.-Es justo, hombre. No puedo seguir al Rabí porque mi casa requiere mi asistencia. Pero, como último discípulo del Maestro santo, busco la forma de poner en práctica sus palabras. -Tú lo conoces bien. Verdaderamente lo conoces, porque eres bueno. Muchos en Israel lo conocen, pero ¿con qué? Con los ojos y con el odio. Por tanto, no lo conocen. A una mujer se la conoce sólo cuando ya de ella nada se ignora y se la posee enteramente. Lo mismo sucede con Jesús de Nazaret, que no conozco con los ojos, pero que conozco más que muchos, porque yo creo que en Él está la Sabiduría. Pero tú lo conoces con plenitud: de vista y de doctrina. El hombre mira a Jesús, pero no dice nada. El viejecito prosigue: -He dicho a este rabí que quiero trabajar… -Sí, sí. Encontraremos un trabajo para ti. Ahora de momento ven a la mesa. Maestro, tus discípulos vendrán dentro de poco. ¿Podemos sentarnos a la mesa aunque no hayan venido, o prefieres esperarlos? -Preferiría esperarlos. Pero si tienes que trabajar… -¡Oh, Maestro! Sabes que para mí es una alegría obedecer el más mínimo de tus deseos. El viejecito tiene en este momento una primera sospecha acerca de la identidad del Hombre que lo ha socorrido en el camino, y lo mira, lo mira… luego mira a sus compañeros… un atento examen… y se mueve en torno a ellos… Entran los hijos de Alfeo con Juan. Jesús los llama por el nombre. -¡Oh, Dios Altísimo! ¡Pero entonces… Tú eres Tú! – exclama el viejecito y se arroja al suelo venerando. El estupor suyo no es inferior al de los demás ¡Es tan extraño ese modo de reconocimiento del Maestro! Tanto, que Pedro le pregunta: -¿Qué de especial hay en estos nombres, tan comunes en Israel, para hacerte comprender que estás frente al Mesías? -Porque conozco a Judas. Va siempre a casa de mi hijo y…- el viejecito se detiene, turbado por haber nombrado a su hijo… -Pero yo no te he visto nunca, hombre – dice Judas Tadeo poniéndose bien delante de él, agachado para estar cara a cara muy cerca. -Yo tampoco te conozco. Pero un Judas, discípulo del Cristo, va frecuentemente a casa de mi hijo, y he oído hablar de un Juan, de un Santiago y de un Simón amigo de Lázaro de Betania, y de muchas otras cosas… ¡Oír tres nombres conocidos como de los discípulos más íntimos del Maestro, y Él tan bueno!… ¡Bueno, pues he comprendido! Pero ¿dónde está el otro Judas? -No está. Pero es verdad, has comprendido. Soy Yo. El Señor es bueno, padre. Deseabas verme y me has visto. Bendigamos las misericordias de Dios… No te apartes, Elí-Ana. Estabas a mi lado cuando para ti era un viandante y nada más. ¿Por qué quieres alejarte de mí, ahora que sabes que soy la Meta? ¡No sabes cuánto me ha consolado tu corazón! No lo puedes saber. Yo, no tú, soy el que más ha recibido… Cuando tres cuartos de Israel, y más, me odian hasta llegar al delito, cuando los débiles se alejan de mi camino, cuando las espinas de la ingratitud, del rencor, de la calumnia me hieren por todas partes, cuando no puedo encontrar alivio en el pensamiento de que mi Sacrificio será salud para Israel… encontrar uno como tú, oh padre, es recibir compensación por el dolor… Tú no sabes… Ninguno conocéis las tristezas, cada vez más profundas, del Hijo del hombre Tengo sed de amor… y demasiados corazones son manantiales secos a los que inútilmente me acerco… Pero, vamos… Y, teniendo cerca al viejecito, entra en la habitación donde están ya preparadas las mesas.