Lección sobre la obra salvífica de los santos, y condena al Templo corrompido.
Muchos discípulos y discípulas ya se han despedido, y han regresado a las casas que los hospedan, o han tomado de nuevo el camino por el que habían venido. En la espléndida tarde de este Abril ya avanzado, quedan en la casa de Lázaro los discípulos en el verdadero sentido de la palabra, y especialmente los más consagrados a la predicación, o sea, los pastores, Hermas y Esteban, el sacerdote Juan, Timoneo, Hermasteo, José de Emaús, Salomón, Abel de Belén de Galilea, Samuel y Abel de Corazín, Agapo, Aser e Ismael de Nazaret, Elías de Corazín, Felipe de Arbela, José (el barquero de Tiberíades), Juan de Éfeso, Nicolái de Antioquía. De las mujeres, quedan, además de las discípulas más conocidas, Analía, Dorca, la madre de Judas, Mirta, Anastática, las hijas de Felipe. Ya no veo a Miriam de Jairo, ni al propio Jairo (quizás ha regresado a donde estaba hospedado). Pasean lentamente por los patios, o también por la terraza de la casa. Alrededor de Jesús, que está sentado junto al triclinio de Lázaro, están casi todas las mujeres y todas las antiguas discípulas. Lo escuchan mientras habla con Lázaro describiendo los pueblos que han atravesado en las últimas semanas que han precedido al viaje pascual. -Has llegado justo a tiempo de salvar al pequeño – comenta Lázaro después de la narración de lo del castillo de Cesárea de Filipo, señalando al lactante que duerme feliz en los brazos maternos. Y Lázaro añade: « ¡Es un niño muy bonito! Mujer, ¿me lo dejas ver de cerca? Dorca se levanta y, silenciosamente, pero triunfalmente, ofrece a su hijo a la admiración del enfermo. -¡Un niño muy bonito! ¡Precioso! Que el Señor te lo proteja y lo haga crecer sano y santo. -Y fiel a su Salvador. Si no fuera fiel en el futuro, lo querría muerto, ya ahora. ¡Todo menos que, después de haber sido salvado, sea ingrato con el Señor! – dice Dorca firmemente, y vuelve a su sitio. – Señor llega siempre a tiempo de salvar – dice Mirta, madre de Abel de Belén – El mío no estaba menos cerca de la muerte que el pequeñuelo de Dorca. ¡Y qué muerte! Pero llegó Él… y salvó. ¡Qué hora tan tremenda!… Mirta palidece todavía al recordarlo… -Entonces vendrás a tiempo también para mí, ¿no es verdad? Para darme paz… – dice Lázaro acariciando la mano de Jesús. -¿Pero no estás un poco mejor, hermano mío? – pregunta Marta. Ya desde ayer te veo mejorado… -Sí. Estoy asombrado yo mismo. Quizás Jesús… -No, amigo. Es que vierto en ti mi paz. Tu alma está saturada de esta paz, y ello atenúa el sufrimiento de los miembros. Es decreto de Dios que sufras. -Y que muera. Dilo, dilo. Bien, pues… hágase su voluntad, como Tú enseñas. Desde este momento no volveré a pedir ni curación ni alivio. He recibido tanto de Dios (y mira involuntariamente a María, su hermana), que es justo que con mi docilidad corresponda a lo mucho que he recibido… -Haz más, amigo mío. Ya es mucho el que uno se resigne y sufra el dolor. Tú, no obstante, da al dolor un valor mayor. -¿Cuál, mi Señor? -Ofrecerlo por la redención de los hombres. -Yo soy también un pobre hombre, Maestro. No puedo aspirar a ser un redentor. -Lo dices tú. Pero estás equivocado. Dios se ha hecho Hombre para ayudar a los hombres. Pero los hombres pueden ayudar a Dios. Las obras de los justos serán unidas a las mías en la hora de la Redención; de los justos muertos ya hace siglos, de los que viven y de los futuros. Tú, ya desde ahora, agrega las tuyas. ¡Es tan hermoso unirse a la Bondad infinita, agregar a ella aquello que podamos ofrecer de nuestra bondad limitada, y decir: «Yo también contribuyo, Padre, al bien de los hermanos»! No puede haber amor más grande, hacia el Señor y hacia el prójimo, que este de saber padecer y morir por dar gloria al Señor y salvación eterna a nuestros hermanos. ¿Salvarse uno para sí mismo? Es poco. Es un «mínimo» de santidad. Hermoso es salvar. Darse para salvar. Impulsar el amor hasta convertirnos en hoguera inmoladora para salvar. Entonces el amor es perfecto. Y grandísima será la santidad del generoso. -Qué bonito es todo esto, ¿no es verdad, hermanas mías? – dice Lázaro con embelesada sonrisa en su rostro afilado. Marta asiente, emocionada, con la cabeza. María, que está sentada en un almohadón a los pies de Jesús, en su postura habitual de humilde y ardiente adoradora, dice: -¿Cuesto yo estos sufrimientos a mi hermano? ¡Dímelo, Señor, para que mi congoja sea completa!… Lázaro exclama: -¡No, María, no! Yo… debía morir a causa de ello. No te claves flechas en el corazón. Pero Jesús, sincero hasta el extremo, dice: -¡Sí, ciertamente! Yo he oído las oraciones de tu buen hermano, y los latidos de su corazón. Pero esto no debe producirte una angustia gravosa; antes bien, debe darte la voluntad de ser perfecta, por lo que cuestas. ¡Y exulta! Exulta porque Lázaro, por haberte arrebatado al demonio… -¡No yo! Tú, Maestro. …Por haberte arrebatado al demonio, ha merecido de Dios un premio futuro, por el que hablarán de él las gentes y los ángeles. Y, lo mismo que para el caso de Lázaro, también de otros, y especialmente de otras, que han arrancado con su heroísmo la presa de las manos de Satanás. -¿Quiénes son? ¿Quiénes son? – preguntan curiosas las mujeres, y quizás todas esperan ser ellas, una por una. María de Judas no habla. Pero mira, mira al Maestro… Jesús también la mira. Podría darle falsas esperanzas. No lo hace. No la mortifica, pero tampoco le infunde falsas esperanzas. Responde a todas: -Lo sabréis en el Cielo. La siempre angustiada madre de Judas pregunta: -¿Y sí una, a pesar de quererlo, no logra el objetivo? ¿Cuál será su destino? -El que merece su alma buena. -¿El Cielo? Pero, Señor, una esposa, una hermana, una madre que… que no lograra salvar a aquellos a quienes ama y los viera condenados, ¿podría tener el Paraíso aun estando en el Paraíso? ¿No crees que esa mujer no tendrá jamás alegría, porque… la carne de su carne y la sangre de su sangre habrán merecido condena eterna? Yo creo que no podrá gozar mientras ve a su amado en atroz pena… -Estás en un error, María. La visión de Dios, la posesión de Dios, son fuentes de una dicha tan infinita, que para los bienaventurados no subsiste ninguna pena. Diligentes y atentos para ayudar todavía a los que pueden ser salvados, no sufren por los que están separados de Dios y, por tanto, de ellos mismos que están en Dios. La comunión de los santos es para los santos. -Pero si siguen ayudando a los que pueden ser salvados, es señal de que estos que reciben la ayuda no son todavía santos – objeta Pedro. -Pero tienen voluntad, al menos pasiva, de serlo. Los santos en Dios ayudan incluso en las necesidades materiales para hacer pasar a aquéllos de una voluntad pasiva a una activa. ¿Me comprendes? -Sí y no. Te pongo un ejemplo. Si yo estuviera en el Cielo y viera, vamos a suponerlo, un movimiento apenas perceptible de bondad en… digamos Elí el fariseo, ¿qué haría? -Echarías mano de todos los medios para aumentar sus movimientos buenos. -¿Y si no sirviera para nada? ¿Después? -Después, una vez condenado, te desinteresarías de él. -Y si, como sucede ahora, mereciera completamente la condenación, pero lo estimase – cosa que no sucederá jamás – ¿qué debería hacer? -En primer lugar has de saber que corres peligro de condenarte si dices que jamás lo estimarás; en segundo lugar, has de saber que si estuvieras en el Cielo, formando unidad con la Caridad, pedirías por él, por su salvación, hasta el momento de su juicio. Habrá espíritus que serán salvados en el último momento, después de toda una vida de oración por ellos. Entra un criado diciendo: -Ha venido Manahén. Quiere ver al Maestro. -Que venga. Sin duda querrá hablar de cosas serias. Las mujeres, discretas, se retiran; los discípulos las siguen. Pero Jesús llama a Isaac, al sacerdote Juan, a Esteban y a Hermas, y de los pastores discípulos, a Matías y a José. -Conviene que lo oigáis también vosotros que sois discípulos – explica. Entra Manahén y se inclina. -La paz a ti – saluda Jesús. -La paz a ti, Maestro. El sol se está poniendo. Para ti el primer paso después del sábado, mi Señor. -¿Has tenido una buena Pascua? -¿Buena? ¡Nada bueno puede suceder donde están Herodes y Herodías! Espero haber comido por última vez el cordero con ellos. ¡A costa de la vida, no prolongo mi permanencia con ellos! -Creo que cometes un error. Puedes servir al Maestro quedándote -objeta Judas Iscariote. -Eso es verdad. Y es lo que hasta ahora me ha retenido. Pero, ¡qué náusea! Podría substituirme Cusa… Bartolomé le hace una observación: -Cusa no es Manahén. Cusa es… Sí. Se mueve entre dos aguas. No denunciaría jamás a su señor. Tú eres más franco. -Eso es verdad. Y es verdad lo que dices. Cusa es el cortesano. Es sensible al hechizo de la realeza… ¿Realeza? ¿Qué estoy diciendo? ¡Del fango regio! Pero se ve rey estando con el rey… Le acongoja la pérdida de la privanza del rey. La otra noche parecía un lebrel apaleado cuando, casi arrastrándose, se presentó ante Herodes, que lo había llamado tras haber escuchado las quejas de Salomé, a la que Tú habías arrojado de tu presencia. Cusa estaba en un momento muy escabroso. El deseo de salvarse, a toda costa, incluso quizás acusándote a ti, criticándote, estaba escrito en su cara. Pero Herodes… Quería sólo reírse a espaldas de la muchacha, de la cual ya ha llegado un momento que siente náuseas, como también de la madre de ella. Y se reía como un desquiciado oyendo tus palabras dichas por Cusa. Repetía: «Demasiado, demasiado dulces todavía, para esa joven… (y dijo una palabra tan indecente que no te la digo). Habría debido pisotear sus entrañas insaciables… ¡Pero se habría contaminado!» y reía. Luego, poniéndose serio, dijo: «Pero… la afrenta, merecida por esa hembra, no se puede permitir para la corona. Yo soy magnánimo (está obsesionado con que lo es, y, dado que nadie se lo dice, pues se lo dice él a sí mismo) y perdono al Rabí, incluso considerando que ha dicho a Salomé la verdad. Pero quiero que venga a la Corte para perdonarlo del todo. Quiero verlo, oírlo y hacerle obrar milagros. Que venga y yo me haré protector suyo». Esto decía la otra noche. Y Cusa no sabía qué responder. No quería decirle que no al monarca. Por otra parte, no podía decirle que sí. Porque Tú, ciertamente, no puedes condescender con los caprichos de Herodes. Hoy me ha dicho a mí: «Tú que vas donde Él… Hazle saber mi voluntad». La hago saber. Pero… ya sé la respuesta. De todas formas dímela, para poder transmitirla. -¡No! Un «no» que parece un rayo. -¿No te crearás un enemigo demasiado fuerte? – pregunta Tomás. -Y un verdugo también. Pero no puedo responder sino: «no». -Nos perseguirá… -Dentro de tres días ya no se acordará – dice Manahén encogiéndose de hombros. Y añade: «Le han prometido unas mimas… Llegan mañana… ¡Se olvidará de todo!… Vuelve el doméstico: -Señor – dice a Lázaro -, han venido Nicodemo, José, Eleazar y otros fariseos y jefes del Sanedrín. Quieren saludarte. Lázaro mira a Jesús interrogativamente. Jesús comprende: -Que vengan. Los saludaré de buena gana. Poco después entran: José; Nicodemo; Eleazar, aquel justo del banquete de Ismael; Juan, aquel del banquete, ya lejano en el tiempo, del de Arimatea; otro, que oigo que le llaman Josué; otro, Felipe; otro, Judas; el último, Joaquín. Saludos sin fin. Menos mal que la sala es grande… si no, ¿cómo habrían podido meter en ella tantas reverencias y tanto abrir de brazos y tantas ampulosidades? Pero, a pesar de ser grande, se llena tanto, que los discípulos deciden desaparecer. ¡Quizás no dan crédito al hecho de no estar bajo el fuego de tantas pupilas de miembros del Sanedrín! Se quedan solamente Lázaro y Jesús. -Lázaro, sabemos que estás en Jerusalén. ¡Así que hemos venido! – dice el que tiene por nombre Joaquín. -Me asombra y me alegra. Ya casi que no recordaba tu cara – dice, un poco irónico Lázaro. -¡Hombre!… ya sabes… Queríamos venir. Pero… habías desaparecido… -¡Lo cual hubiera sido maravilloso! ¡Efectivamente, es muy difícil visitar a un desdichado! -¡No! ¡No digas eso! Nosotros… respetábamos tu deseo. Pero ahora que… ahora que… ¿verdad Nicodemo? -Sí, Lázaro. Los viejos amigos vuelven. Incluso por el deseo de saber noticias tuyas y de venerar al Rabí. -¿Qué noticias me traéis? -¡Mmm!… Las cosas de siempre… E1 mundo… Ya… – miran de reojo a Jesús, que está rígido en su asiento, un poco absorto. -¿Y cómo es que estáis todos juntos hoy nada más terminar el sábado? -Ha habido una reunión extraordinaria. -¿Hoy? ¿Pues qué motivo había tan urgente?… Los recién llegados miran furtiva y significativamente a Jesús. Pero Él está absorto… Muchos motivos… – responden luego. -¿No tienen que ver con el Rabí? -Sí, Lázaro. También con Él. Pero también se ha juzgado un hecho grave, acaecido mientras estábamos todos reunidos en la ciudad por las fiestas… – explica José de Arimatea. -¿Un hecho grave? ¿Cuál? -Un… un error de… juventud… ¡Mmm! ¡En fin! Una grave controversia… porque… Rabí, escúchanos. Estás entre personas honestas. No somos discípulos tuyos, pero tampoco somos enemigos. En casa de Ismael me dijiste que no estaba lejos de la justicia – dice Eleazar. -Es verdad. Y lo confirmo. -Y yo te defendí contra Félix en el banquete de José – dice Juan. -Eso también es verdad. -Y éstos piensan como nosotros. Hoy hemos sido llamados a decidir… y no estamos contentos de lo que se ha decidido. Porque se han salido con la suya la mayoría, que estaban contra nosotros. Escucha y juzga Tú, que eres más sabio que Salomón. Jesús los perfora con su profunda mirada. Luego dice: -Hablad. -¿Estamos seguros de que nadie nos oye? Porque es… una cosa horrenda… – dice el que se llama Judas. -Cierra la puerta y corre la cortina, y estaremos en una tumba – le responde Lázaro. -Maestro, ayer por la mañana dijiste a Eleazar de Anás que no se contaminara por ninguna razón. ¿Por qué se lo dijiste? – pregunta Felipe. -Porque había que decirlo. Él se contamina, Yo no; los libros sagrados lo dicen. -Es verdad. Pero ¿cómo sabes que se contamina? ¿Te habló quizás la joven antes de la muerte? – pregunta Eleazar. -¿Qué joven? -La que ha muerto después de la violencia, y con ella su madre. Y no se sabe si las ha matado el dolor o si se han matado, o si las han matado con veneno para que no hablaran. -Yo no sé nada de esto. Veía el alma depravada del hijo de Anás. Sentía su mal olor. Hablé. Ni sabía ni veía más cosas. -¿Pero qué ha pasado? – pregunta Lázaro con interés.-Ha pasado que Eleazar de Anás vio a una joven, hija única de una viuda, y… la atrajo a sí con el pretexto de encargarle un trabajo, porque para vivir hacían labores de costura, y… abusó de ella. La joven murió… tres días después, y con ella la madre. Pero, antes de morir, a pesar de las amenazas recibidas, dijeron todo a su único pariente… Y éste fue donde Anás con la acusación. Pero, no contento todavía, se lo dijo a José, a mí y a otros… Anás ha mandado que lo arresten y lo metan en la cárcel. De ahí pasará a la muerte, o no volverá a ser libre. Hoy Anás ha querido saber nuestra opinión – dice Nicodemo. -No lo habría hecho, si no hubiera sabido que nosotros ya estábamos al corriente – masculla entre dientes José. -Sí… Vamos que con una apariencia de votación, con una simulación de juicio, se ha decidido sobre el honor y la vida de tres desdichados y sobre la pena para el culpable – termina Nicodemo. -¿Y entonces? -¡Pues entonces! ¡Es natural! Nosotros, que hemos votado por la libertad del hombre y el castigo de Eleazar, hemos sido amenazados y expulsados como personas injustas. ¿Tú qué opinas? -Que Jerusalén me produce náuseas, y que en Jerusalén el bubón más fétido es el Templo – dice pausada y terriblemente Jesús. Y termina: «Se lo podéis decir a los del Templo». -¿Y Gamaliel qué ha hecho? – pregunta Lázaro. -En cuanto oyó el hecho, se tapó la cara y salió diciendo: «¡Venga pronto el nuevo Sansón para acabar con los filisteos depravados!». -¡Bien ha dicho! Pronto vendrá. Un momento de silencio. -¿Y de El no se ha hablado? – pregunta Lázaro señalando a Jesús. -¡Sí, claro! Antes que de ninguna otra cosa. Ha habido quien ha referido que calificaste de mezquino al reino de Israel. Por eso te han tachado de blasfemo; es más, de sacrílego. Porque el reino de Israel viene de Dios. -¿Ah, sí? ¿Y cómo ha llamado el Pontífice al violador de una virgen, al profanador de su ministerio? ¡Responded! – pregunta Jesús. -Es el hijo del Sumo Sacerdote. Porque el verdadero rey allí dentro es Anás – dice, atemorizado por la majestuosidad de Jesús, Joaquín, que está frente a Él, alto, de pie, con el brazo extendido… -Sí. El rey de la depravación. ¿Y queréis que no llame mezquino a un País en que tenemos un Tetrarca que es un sucio y un homicida un Sumo Sacerdote cómplice de un violador y asesino?… -Quizás la joven se ha matado o ha muerto de dolor – susurra Eleazar. -Asesinada, en cualquier caso, por su violador… ¿Y ahora no se hace una tercera víctima con el pariente, encarcelado para que no hable? ¿Y no se profana el altar acercándose a él con tantos delitos? ¿Y no se ahoga la justicia imponiendo silencio a los justos, demasiado escasos, del Sanedrín? ¡Sí, venga pronto el nuevo Sansón, y abata este lugar profanado; extermine para dar nueva salud!… Yo, a punto de vomitar, por la náusea que siento, no sólo llamo mezquino a este País desdichado, sino que me alejo de su corazón lleno de podredumbre, lleno de delitos sin nombre, cueva de Satanás… Me marcho. No por miedo a la muerte. Os demostraré que no tengo miedo. Me marcho porque no ha llegado mi hora y no doy perlas a los puercos de Israel, sino que se las llevo a los humildes, diseminados por las cabañas, por los montes, por los valles de los pueblos pobres. Lugares donde todavía se sabe creer y amar, si alguien lo enseña; lugares donde, bajo las toscas vestiduras hay espíritus. Aquí, por el contrario, las túnicas y mantos sagrados, y más todavía el efod y el racional, sirven para cubrir inmundas carroñas y para contener armas homicidas. Decid a éstos que en nombre del Dios verdadero los consagro a su condena, y, como nuevo Miguel, los arrojo del Paraíso. Y para siempre. Ellos que quisieron ser dioses y son demonios. No necesitan estar muertos para ser juzgados. Ya están juzgados. Y sin remisión. Los miembros del Sanedrín y los fariseos, antes solemnes, se arrinconan de tal forma, ante la tremenda ira de Cristo, que parecen hacerse pequeños. Jesús, por el contrario, parece hacerse un gigante, de tanto fulgor como hay en sus miradas y de tanta impetuosidad como hay en sus gestos. Lázaro gime: -¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Jesús lo oye, y, cambiando de tono y aspecto, dice: -¿Qué te sucede, amigo mío? -¡No! ¡No con ese aspecto terrible! ¡No eres ya el mismo! ¿Cómo se podrá tener esperanza en la misericordia, si te muestras tan terrible? -Y, no obstante, así estaré, y más todavía, cuando juzgue a las doce tribus de Israel. Pero, ten valor, Lázaro. Quien cree en Cristo ya ha sido juzgado… Se sienta de nuevo. Un momento de silencio. A1 final, Juan pregunta: -¿Y nosotros, por haber preferido los improperios a mentir en el ejercicio de la justicia, cómo seremos juzgados? -Con justicia. Perseverad y llegaréis a donde Lázaro ya ha llegado: a la amistad con Dios. Se levantan. -Maestro, nos marchamos. La paz a ti. Y a ti, Lázaro. -La paz a vosotros. Varios suplican: -Que lo que se ha dicho quede aquí. -No temáis. Marchaos. Que Dios os guíe en todos los nuevos actos. Salen.Se quedan solos Jesús y Lázaro. Después de un poco, éste dice -¡Qué horror! -Sí. ¡Qué horror!… Lázaro, voy a preparar la partida de Jerusalén. Seré huésped tuyo en Betania hasta el final de los Ázimos. Y sale…