La cena ritual en casa de Lázaro y el banquete sacrílego en la casa de Samuel.
Cuando Jesús entra en el palacio, ve que está invadido por una gran cantidad de personas de servicio que han venido de Betania y se apresuran en los preparativos. Lázaro, echado en un triclinio y con muchos dolores, saluda con una pálida sonrisa a su Maestro, el cual acelera el paso hacia él y se inclina, todo amor, hacia el triclinio, diciendo: -Has sufrido mucho con los bamboleos del carro, ¿no es verdad, amigo mío? -Mucho, Maestro – responde Lázaro, tan postrado que con sólo evocar lo que ha sufrido le vuelven de nuevo las lágrimas a los ojos. -¡Por culpa mía! ¡Perdóname! Lázaro coge una de las manos de Jesús y se la lleva a la cara, frota contra ella el carrillo enflaquecido, la besa, y susurra: -¡No por culpa tuya, Señor! Y estoy muy contento de que celebres conmigo la Pascua… mi última Pascua… -Si Dios lo quiere, a pesar de todo, celebrarás muchas otras todavía, Lázaro. Y tu corazón siempre estará conmigo. -Ha llegado mi fin. Me quieres consolar… pero ya es el fin. Y lo siento… Llora. -¿Lo ves, Señor? Lázaro no hace más que llorar – dice Marta compasiva – Dile que no lo haga. ¡Se agota! -La carne tiene también sus derechos. El sufrimiento es penoso, Marta, y la carne llora. Necesita este desahogo. Pero el alma está resignada, ¿no es verdad, amigo mío? Tu alma de justo hace complacientemente la voluntad del Señor… -Sí… Pero ahora lloro porque Tú, estando tan perseguido, no vas a poder asistirme en la muerte… Me estremece la muerte, tengo miedo de morir… Si estuvieras Tú, no tendría nada de esto. Me refugiaría en tus brazos… y me dormiría así… ¿Cómo voy a lograr morir sin sentir movimientos contra la obediencia a esta tremenda voluntad? -¡Ánimo, hombre! ¡No pienses en estas cosas! ¿Ves? Haces llorar a tus hermanas… El Señor te ayudará tan paternamente que no sentirás miedo. Son los pecadores los que tienen que tener miedo… -¿Pero Tú, si puedes, vienes a mi agonía? ¡Prométemelo! -Te lo prometo. Esto y más todavía. -Mientras preparan las cosas, cuéntame lo que has hecho esta mañana… Y Jesús, sentado en el borde del triclinio, con una de las enflaquecidas manos de Lázaro entre las suyas, cuenta can pelos y señales todo lo que ha sucedido, hasta que Lázaro, rendido, se adormece; y Jesús no lo deja ni siquiera entonces; permanece inmóvil para no disturbar ese sueño reparador, y hace señas de que se haga el menor ruido posible, tanto que Marta, después de traer a Jesús algo de comer, se retira de puntillas, corre la tupida cortina y cierra la robusta puerta. El ruido de la casa, toda en movimiento, se atenúa así para transformarse en un susurro apenas sensible. Lázaro duerme. Jesús ora y medita. Pasan las horas así, hasta que María de Magdala viene a traer una lamparilla, porque cae la tarde y ya se cierran las ventanas. -¿Duerme todavía? – susurra.-Sí. Está muy tranquilo. Le viene bien. -Hacía meses que no dormía tanto… Creo que mucha de su agitación era el miedo a la muerte. Contigo al lado, no hay miedo… a nada… ¡Qué fortuna para él! -¿Por qué, María? -Porque te podrá tener a su lado cuando muera. Pero yo… -¿Por qué tú no? -Porque Tú quieres morir… y pronto. Y yo, ¿quién sabe cuándo moriré? ¡Haz que muera antes de ti, Maestro! -No, debes servirme mucho tiempo todavía. -¡Entonces tengo razón al hablar de la fortuna de Lázaro! -Todos los amados tendrán su misma fortuna, y más que él. -¿Quiénes son? ¿Las personas puras, verdad? -Los que saben amar totalmente. Por ejemplo tú, María. -¡Oh, Maestro mío! María se deja caer al suelo, encima de la estera multicolor que cubre el piso de esta habitación, y ahí permanece en adoración a su Jesús. Marta, buscándola, introduce la cabeza. -¡Ven, oye! Tenemos que decorar la sala roja para la cena del Señor. -No, Marta. Dejad esa sala para los más humildes, para los campesinos de Jocanán, por ejemplo. -¿Pero por qué, Maestro’? -Porque cada pobre es otro Jesús y Yo estoy en ellos. Honrad siempre al pobre al que ninguno ama, si queréis ser perfectas. Para mí preparad en el atrio. Teniendo abiertas las puertas de las muchas habitaciones que dan a él, todos me verán por igual, y Yo veré a todos. Marta, no demasiado satisfecha, objeta: -¡Pero Tú en un vestíbulo!… ¡No es digno para ti! … -Ve, ve. Haz lo que te digo. Es dignísimo hacer lo que el Maestro aconseja. Marta y María salen sin hacer ruido y Jesús se queda, paciente, velando al amigo que descansa. Las cenas están en pleno desarrollo: con una poca justa distribución de los invitados, según el punto de vista humano, pero con una visión superior, tendente a dar honor y amor a aquellos que el mundo normalmente no considera. Así, en la espléndida, regia sala roja, cuya bóveda apoya en dos columnas de pórfido rojo, entre las cuales ha sido colocada la larga mesa, están sentados los campesinos de Jocanán, junto con Margziam e Isaac, más otros discípulos, hasta completar el número adecuado. En la sala en que tuvo lugar la cena de la noche precedente hay otros discípulos de entre los más humildes. En la sala blanca – un sueño de candor – están las discípulas vírgenes, y con ellas, que son sólo cuatro, están las hermanas de Lázaro y Anastática y otras jóvenes; pero la reina de la fiesta es María, la Virgen por excelencia. En la habitación de al lado, que quizás es una biblioteca – porque está recubierta de altas arcas oscuras que quizás contienen rollos, o los contenían – , están las viudas y las mujeres casadas; presiden el grupo Elisa de Betsur y María de Alfeo. Y así sucesivamente. Pero lo que impresiona es ver a Jesús en el atrio marmóreo. Es verdad que el gusto señorial de las dos hermanas de Lázaro ha hecho del cuadrado vestíbulo un verdadero salón luminoso, floreteado, más espléndido que una sala. ¡Pero sigue siendo un vestíbulo! Jesús está con los doce; a su lado, Lázaro y con Lázaro Maximino. Prosiguen las cenas según el rito… Jesús rebosa de alegría por estar en el centro de todos sus discípulos fieles. Terminada la cena, bebido el último cáliz, cantado el último salmo, todos los que estaban en las distintas salas afluyen al atrio; pero no caben, dada la presencia de la mesa, que ocupa no poco espacio. -Vamos a la sala roja, Maestro. Corremos la mesa contra la pared y nos ponemos todos alrededor de ti – sugiere Lázaro, y hace una señal a los criados para que así lo hagan. Ahora Jesús, sentado en el centro, entre dos columnas de preciado valor, bajo la lámpara rutilante, elevado encima de un pedestal hecho con dos triclinios usados para la cena, parece verdaderamente un rey sentado en el trono en medio de sus cortesanos. La túnica de lino que se ha puesto antes de la cena resplandece como si estuviera confeccionada con hilos preciosos, y parece aún más blanca en el contraste con el rojo mate de las paredes y el rojo brillante de las columnas. Y su rostro es verdaderamente divino y regio mientras habla o escucha a los que tiene alrededor. Los más humildes – a quienes ha querido tener muy cerca -, sintiéndose amados por los demás fraternalmente, hablan con seguridad, manifestando sus esperanzas y congojas con sencillez y fe. ¡Pero el más feliz entre tantas personas felices es el abuelo de Margziam! No se separa ni un instante de su nieto, goza mirándolo y escuchándolo… De vez en cuando, dado que está sentado junto a Margziam, que está de pie, reclina su cabeza cana en el pecho de su nieto, y éste la acaricia. Jesús ve este gesto varias veces y pregunta al anciano: -¿Padre, tu corazón se siente feliz? -¡Muy feliz, mi Señor! Ni siquiera me parece verdad. Sólo quisiera una cosa… -¿Cuál? -Morir, si fuera posible, en esta paz. Pronto por lo menos. Porque el máximo bien ya lo he recibido. Más no puede tener una criatura sobre la faz de la tierra… Irme… no sufrir más… Marcharme… Como has dicho justamente en el Templo, Señor. «Quien ofrece sacrificios con los bienes de los pobres es como quien degüella a un hijo ante los ojos de su padre.” Lo único que retiene a Jocanán para emular a Doras es el miedo a ti. Está empezando a pasársele el recuerdo de lo que le sucedió al otro. Sus campos prosperan y él los fertiliza con nuestro sudor. ¿No es el sudor, acaso, un bien de los pobres, su propio yo que se exprime en trabajos superiores a sus fuerzas? No nos pega, nos da lo que hace falta para mantenernos fuertes para el trabajo. Pero, ¿no nos explota más que a los bueyes? Decidlo vosotros, compañeros míos… Los labriegos de Jocanán – los viejos y los nuevos – asienten. -¡Mmm! Creo que… Sí, que tus palabras le hacen ser más vampiro que nunca; y a costa de éstos… ¿Por qué las dijiste, Maestro? – pregunta Pedro. -Porque se las merecía. ¿No es verdad, vosotros de los campos? -¡Sí! Los primeros meses… fue bien. Pero ahora… peor que antes – afirma Miqueas. -El cubo del pozo por su propio peso desciende – sentencia el sacerdote Juan. -Sí, y el lobo pronto se cansa de aparecer como cordero – añade Hermas. Las mujeres hablan bajo entre sí, compasivas. Jesús, dilatados sus ojos por la compasión, mira a los pobres labriegos, afligido de verse impotente para quitarles este peso. Lázaro dice: -Había ofrecido sumas locas para conseguir esos campos y dar a éstos la paz. Pero no he logrado hacerme con ellos. Doras me odia. Es semejante en todo a su padre. -Bueno… pues moriremos así. Este es nuestro destino. ¡Pero bienvenido será el descanso en el seno de Abraham! – exclama Saulo, otro campesino de Jocanán. -¡En el seno de Dios, hijo! En el seno de Dios. La Redención se cumplirá, los Cielos se abrirán, y vosotros iréis al Cielo y… Alguien golpea vigorosamente el portón. Los golpes retumban fuertes. Nace la alarma entre los presentes. -¿Quién es? -¿Quién está por la calle la noche de Pascua? -¿Soldados? -¿Fariseos? -¿Soldados de Herodes? Pero, mientras la agitación se extiende, aparece Leví, el guardián del palacio: -Perdona, Rabí – dice – hay un hombre que pregunta por ti. Está en la entrada. Parece muy afligido. Es una persona anciana; del pueblo llano, me parece. Pregunta por ti. Y con urgencia. -¡Hala! ¡No es ésta la noche más adecuada para milagros! Que vuelva mañana… – dice Pedro. -No. Todas las noches son tiempo de milagros y de misericordia – dice Jesús poniéndose en pie; y desciende de su sitial para ir hacia el atrio. -¿Vas solo? ¡Voy yo también! – dice Pedro. -No. Quédate donde estás. Sale al lado de Leví. En el fondo, junto al pesado portón, en el atrio semioscuro – han sido apagadas las lámparas que antes lo iluminaban – hay un anciano. Está muy nervioso. Jesús se acerca a él. -Detente, Maestro. Quizás he tocado un muerto y no quiero contaminarte. Soy el pariente de Samuel, el prometido de Analía. Estábamos consumiendo la cena, y Samuel bebía, bebía, bebía… contra lo que es lícito. Pero es que ese joven, desde hace un tiempo, me parece un desquiciado. ¡Es el remordimiento, Señor! Medio borracho y bebiendo más, decía: «Así no me acordaré de que le he dicho que lo odio. Porque yo, sabedlo, he maldecido al Rabí». Y me parecía Caín, porque repetía: «Mi iniquidad es demasiado grande. ¡No merezco perdón! ¡Tengo que beber! Beber para no recordar. Porque está escrito que quien maldice a su Dios llevará consigo su pecado y es reo de muerte». Deliraba ya así, cuando ha entrado en la casa un pariente de la madre de Analía para preguntar el porqué del repudio. Samuel, medio borracho, ha reaccionado con malas palabras. El hombre, por su parte, lo ha amenazado con llevarlo al magistrado por el perjuicio que causa al honor de la familia. Samuel ha sido el primero en darle una bofetada. Se han enzarzado… Yo soy viejo, como también es vieja mi hermana, y viejos son el criado y la criada. ¿Qué podíamos hacer nosotros cuatro, y qué podían hacer las dos niñas, hermanas de Samuel? ¡Podíamos gritar! ¡Podíamos tratar de separarlos! Nada más… Y Samuel ha cogido el hacha con que habíamos preparado la leña para el cordero y le ha dado con ella en la cabeza… No le ha abierto la cabeza porque ha golpeado con el reverso, no con al tajo. Pero el otro ha empezado a tambalearse, borbotando, y se ha caído… Hemos dejado de gritar… para… para que no viniera gente… Nos hemos atrincherado en casa… Aterrorizados… Esperábamos que el hombre volviera en sí echándole agua en la cabeza. Pero sigue borbotando, borbotando. Se va a morir, está claro. En algunos momentos parece ya muerto. Yo, en uno de estos momentos, me he marchado para venir a llamarte. Mañana… quizás antes, los parientes buscarán al hombre. En nuestra casa, porque sabían que había venido. Y lo encontrarán muerto… Y matarán a Samuel, según la Ley… ¡Señor! ¡Señor! La deshonra ya ha caído sobre nosotros… ¡Pero esto no! ¡Por mi hermana piedad, Señor! El te ha maldecido… pero su madre te ama… ¿Qué debemos hacer? -Espérame aquí. Voy Yo – y Jesús vuelve a la sala y desde la puerta, dice: -Judas de Keriot, ven conmigo. -¿A dónde, Señor? – dice Judas obedeciendo inmediatamente. -Lo sabrás. Vosotros todos seguid aquí con paz y amor. Volvemos pronto. Salen de la sala, del vestíbulo, de la casa. Pronto recorren las calles, desiertas y oscuras. Llegan a la casa fatal. -¿La casa de Samuel? ¿Por qué?… -Silencio, Judas. Te he tomado conmigo porque tengo confianza en tu buen sentido. El viejo se ha dado a reconocer. Entran. Suben al comedor, hasta donde han arrastrado al hombre agredido. -¿Un muerto? ¡Pero Maestro! ¡Nos contaminamos! -No está muerto. ¿No ves que respira?, ¿no oyes los estertores? Ahora lo voy a curar… -¡Pero tiene un golpe en la cabeza! ¡Aquí ha habido un delito! ¿Quién ha sido?… ¡Y en el día del cordero!Judas está horrorizado. -Ha sido él – dice Jesús señalando a Samuel, que está en el suelo, en un rincón, hecho un ovillo, más moribundo que el propio moribundo, con estertores de terror como el otro de agonía, cubierta su cabeza con el extremo del manto, para no ver y no ser visto, mirado por todos con horror, por todos menos por la madre, que al horror por el homicida une la angustia por el hijo culpable y condenado ya de antemano por la férrea ley de Israel. -¿Ves a dónde conduce un primer pecado? ¡A esto. Judas! Empezó siendo perjuro contra la mujer, luego contra Dios; luego se ha hecho calumniador, embustero, blasfemo, luego se ha dado al vino y ahora es un homicida. Así se cae en el poder de Satanás. Judas. Tenlo siempre presente… Jesús se muestra terrible mientras señala a Samuel con su brazo extendido. Pero luego mira a la madre, que, agarrada a una contraventana, apenas si se tiene en pie, temblorosa (parece ya cercana a la muerte), y con tristeza dice: -¡Y así, Judas, se mata, sin más arma que la del delito del hijo, a las pobres madres!… De ella siento compasión. ¡Yo siento compasión por las madres! Yo, el Hijo que no verá compasión hacia su Madre… Jesús llora… Judas lo mira estupefacto… Jesús se inclina hacia el moribundo y le pone una mano en la cabeza. Ora. El hombre abre los ojos. Parece como un poco ebrio. Atónito… Pero pronto vuelve en sí. Hincando los puños contra el suelo, se sienta. Mira a Jesús. Pregunta: -¿Quién eres? -Jesús de Nazaret. -¡El Santo! ¿Por qué aquí junto a mí? ¿Dónde estoy? ¿Dónde está mi hermana y su hija? ¿Qué ha sucedido? Trata de recordar. -Hombre, tú me llamas santo. ¿Me crees santo entonces? -Sí, Señor. Tú eres el Mesías del Señor. -¿Entonces mi palabra es sagrada para ti? -Sí, Señor. -Entonces – Jesús se yergue, está majestuoso – …entonces Yo, como Maestro y Mesías, te ordeno que perdones. Has venido aquí y has sido insultado… -¡Ah! ¡Samuel! ¡Sí!… ¡El hacha! Lo denun…» dice mientras se levanta. -No. Perdona en nombre de Dios. Te he curado para esto. Nutres afecto por la madre de Analía porque ha sufrido; pues esta de Samuel sufriría más todavía. Perdona. El hombre se muestra muy elusivo. Mira con claro rencor al que lo ha herido. Mira a la madre angustiada. Mira a Jesús, que lo domina… No se sabe decidir. Jesús le abre los brazos y lo arrima contra su pecho, diciendo: -¡Por amor a mí! El hombre rompe a llorar… ¡Estar entre los brazos del Mesías, sentir su aliento en los cabellos y un beso que desciende al lugar donde estaba el golpe!… Llora, llora… Jesús dice: -¿Sí, no es verdad? ¿Perdonas por amor a mí? ¡Dichosos los misericordiosos! Llora, llora en mi corazón. ¡Salga con el llanto todo rencor! ¡Completamente nuevo! ¡Completamente puro! ¡Así! ¡Manso, manso como debe ser un hijo de Dios!… El hombre levanta la cara y dice entre lágrimas: -Sí. Sí. ¡Tu amor es muy dulce! ¡Tiene razón Analía! Ahora la comprendo… ¡Mujer! ¡No llores más! El pasado es pasado. Nadie sabrá nada por boca mía. Goza de tu hijo, si es que puede darte alegría. Adiós, mujer. Regreso a mi casa – y hace ademán de salir. Jesús le dice: -Voy contigo, hombre. Adiós, madre. Adiós, Abraham. Adiós, niñas. No dice una sola palabra a Samuel, el cual, a su vez, no encuentra ninguna palabra. La madre le quita de la cabeza bruscamente el manto, y, como reacción al momento pasado, se abalanza hacia el hijo: -¡Da gracias al Salvador, alma dura! ¡Dale gracias, hombre indigno, que no eres otra cosa!… -Déjalo, déjalo, mujer. Su palabra no tendría valor. El vino lo tiene alelado y su alma está cerrada. Ora por él… Adiós. Baja las escaleras, alcanza en la calle a Judas y al otro, se libera del anciano Abraham, que quiere besarle las manos, y se pone a andar raudo bajo los primeros rayos de la Luna. -¿Estás lejos? – pregunta al hombre. -A1 pie del Moria. -Entonces tenemos que separarnos. -Señor, me has conservado para los hijos, para mi mujer, para mi vida. ¿Qué debo hacer por ti? -Ser bueno, perdonar y callar. Jamás, por ningún motivo, debes decir ni una palabra de cuanto ha sucedido. ¿Lo prometes? -¡Lo juro por el sagrado Templo! A pesar de que me duela el no poder decir que me has salvado… -Sé un hombre justo y Yo salvaré tu alma. Y esto sí que lo podrás decir. Adiós, hombre. La paz sea contigo. El hombre se arrodilla, saluda, se separan. -¡Qué cosas! ¡Qué cosas! – dice Judas, ahora que están solos. -Sí. Horrendas. Judas, tú tampoco debes hablar. -No, Señor. Pero, ¿por qué has querido que viniera yo contigo?-¿No estás contento de mi confianza? -¡Mucho! Pero… -Pues porque quería que meditaras sobre esto: a dónde puede conducir la mentira, la avidez de dinero, la crápula y las prácticas inertes de una religión que ha dejado de sentirse, y de practicarse, espiritualmente. ¿Qué era el banquete simbólico para Samuel? ¡Nada! Crápula. Un sacrilegio. Y en él se ha hecho homicida. Muchos en el futuro serán como él, y con el sabor del Cordero en la lengua – y no del cordero nacido de oveja, sino del Cordero divino – irán al delito. ¿Y por qué sucede eso? ¿Cómo sucede? ¿No te lo preguntas? Pues te lo digo igualmente: porque habrán preparado esa hora con muchos hechos precedentes cometidos, primero por desatenciones, por obstinación después. Recuerda esto, Judas. -Sí, Maestro. ¿Y qué vamos a decir a los demás? -Que había uno muy grave. Es verdad. Tuercen rápidamente por una calle y los pierdo de vista.