El día de la Parasceve. Por las calles de Jerusalén y en el barrio de Ofel.
Salen del Templo, que hormiguea de gente, para sumergirse en el hormigueo de las calles en que todos se mueven presurosos, atareados en los últimos preparativos pascuales; y los que llegan con retraso buscan afanosamente una habitación, un vestíbulo, un sitio cualquiera, y transformarlo en cenáculo para comer e1 cordero. Es fácil así encontrarse. También es fácil no reconocerse, en medio de este gentío que se agolpa, agitado continuamente, y que hace pasar ante los ojos caras de todas las edades, de todas las regiones en que hay israelitas y donde la sangre pura de Israel ha contraído, por mezclas de sangre o simplemente por mimetismo, semejanzas con otras razas. De forma que se ven hebreos que parecen egipcios, y también que, por los labios salientes, las narices chatas y el ángulo facial, parecen cruzamientos con nubienses; otros que, por las caras afiladas, pequeñas, las extremidades gráciles, las miradas perspicaces, delatan su procedencia de las colonias griegas o su mezcla con griegos; mientras que otros, hombres altos y fuertes, de rostros escuadrados, revelan claramente que no son del todo ajenos a los latinos; y hay también muchos que nosotros modernos diríamos que son circasianos o persas, con un vestigio de ojos mongólicos o indios: en los rostros blanquísimos de los primeros, en los rostros aceitunados de los segundos. ¡Un bonito calidoscopio de caras y vestidos! Los ojos se cansan, tanto que es fácil que al final miren sin ver. Pero lo que a uno le pasa desapercibido otro lo observa. Es, pues, comprensible que lo que le pasa desapercibido al Maestro, siempre un poco absorto dentro de sí cuando lo dejan en paz y no le hacen preguntas, lo note uno u otro de los que están con El. Y los apóstoles, los que van más cerca de Jesús, se señalan unos a otros lo que ven, y cuchichean entre sí una serie de comentarios… muy humanos, respecto a las personas señaladas. Jesús capta uno de estos comentarios incisivos, sobre un ex discípulo que pasa con empaque fingiendo no verlos: -¿A quién decís esas palabras? – pregunta. -A ese mochuelo – dice Santiago de Zebedeo mientras lo señala – Ha hecho como que no nos veía. Y no es el único que lo hace. Pero cuando debías curarlo y te buscaba, ¡ah, entonces sabía vernos! ¡A ver si le viene la pústula maligna! -¡¡Santiago!! ¿Con estos sentimientos estás a mi lado y te preparas a comer el cordero? Verdaderamente tú eres más incoherente que él. Él se ha separado con franqueza, cuando ha sentido que no podía hacer lo que Yo decía. Tú te quedas, pero no haces lo que digo. ¿No eres entonces más pecador que él? Santiago se pone colorado hasta de los compañeros, avergonzado. -¡Es que duele ver que actúan así, Maestro! – dice Juan, para ayudar a su hermano que ha sido corregido – Nuestro amor se rebela al ver su desamor…-Sí, ya. ¿Y pensáis que los vais a llevar al amor de esta forma? Desaires, malas palabras, insultos nunca han llevado a un rival o a uno que piense de forma distinta al punto a donde se querría llevar. Son la dulzura, la paciencia, la caridad – perseverantes a pesar de todas las negativas -, las que al final consiguen. Yo comprendo vuestro corazón, que sufre al no verme amado, y lo compadezco. Pero querría percibiros, veros más sobrenaturales en vuestras acciones y en vuestros medios para hacer que me amen. ¡Ánimo, Santiago, ven aquí! No he hablado para avergonzarte. Comprendámonos, amémonos al menos entre nosotros, amigos míos… ¡Que ya hay mucha incomprensión y dolor para el Hijo del hombre! Santiago, tranquilizado, vuelve junto a Jesús. Andan un rato en silencio. Luego Tomás interviene bruscamente con una fuerte exclamación: -¡Pero es una verdadera vergüenza! -¿El qué? – pregunta Jesús. -¡Pues la vileza de muchos! Maestro, ¿no ves cuántos fingen que no te conocen? -¿Y qué? ¿Cambiará, acaso, su modo de actuar una iota de lo que está escrito acerca de mí? No. Sólo para ellos se cambia lo que se podría escribir. Porque en los libros eternos se podría decir de ellos: «Los discípulos buenos», y se escribirá: «Los que no fueron buenos, aquellos para quienes fue nada la venida del Mesías». Palabra tremenda, ¿sabéis? Peor que la de: «Adán, con Eva, pecó». Porque Yo puedo anular aquel pecado. Pero no podré anular este de renegar del Verbo Salvador… Vamos a torcer por esta parte. Yo me detengo con los hermanos, con Simón Pedro y Santiago en el barrio de Ofel. Judas de Simón se quedará también. Pero Simón Zelote, Juan y Tomás irán al Getsemaní por las bolsas… -Sí, así no se le atravesará el cordero a Jonás – dice Pedro todavía inquieto. Los otros ríen… -¡Tranquilo, tranquilo! No te asombres de que tenga miedo. Mañana podrías tener miedo tú. -¿Yo, Maestro? Es más fácil que el mar de Galilea se transforme en vino que no que tenga miedo yo – afirma Pedro con seguridad. -Sin embargo… la otra noche… Simón… no parecías muy valiente en la escalera del palacio de Cusa – muerde Judas de Keriot, sin mucha ironía pero… siempre con el sarcasmo suficiente como para punzar a Pedro. -¡Estaba agitado porque… temía por el Señor! No por otra cosa. -¡Bien! ¡Bien! Esperemos que no tengamos nunca… miedo a quedar mal nosotros, ¿eh?» responde Judas de Keriot dándole una palmada en el hombro, protector y maligno… En otros momentos su modo de actuar habría desencadenado una reacción. Pero Pedro, desde la noche anterior, vive en estado de… admiración por Judas y lo soporta en todo. Jesús dice: -Felipe y Natanael con Andrés y Mateo que vayan al palacio de Lázaro, a decir que estamos yendo. Se separan estos últimos, y los otros siguen con Jesús. Los discípulos, menos Esteban e Isaac, van con los apóstoles que han sido enviados al palacio. En el barrio de Ofel, una nueva separación. Los encargados de ir al Getsemaní se encaminan, raudos, junto con Isaac. Esteban se queda con Jesús, los hijos de Alfeo, Pedro, Santiago y Judas Iscariote: y, para no estar parados en el cruce, prosiguen lentamente en la misma dirección de los que van al Getsemaní. Van precisamente por la callecilla que será recorrida por Jesús entre sus torturadores la noche del Jueves Santo. Ahora, que es hacia mediodía, está vacía de gente. Después de pocos pasos, hay una pequeña placita, con una fuente sombreada por una higuera que abre sus tiernas hojas sobre la balsa del agua quieta. -Ahí está Samuel de Analía – dice Santiago de Alfeo, que debe conocerlo bien. El joven está para entrar en casa con el cordero… Va cargado también con otros alimentos. -Se ocupa de la cena pascual también para su pariente – observa Judas de Alfeo. -¿Pero ahora se ha establecido aquí? ¿No estaba fuera? – dice Pedro. -Sí. Se ha establecido aquí. Se dice que tiene relaciones con la hija de Cleofás, el fabricante de sandalias. Tiene mucho dinero esa mujer… -¡Ah! ¿Y por qué dice, entonces, que Analía lo ha abandonado? – pregunta Judas Iscariote. -¡Es una mentira! -El hombre se sirve fácilmente de la mentira. Y no sabe que haciéndolo se mete por el camino del mal. Basta el primer paso, un paso, para no poderse ya liberar… Es como el ajonje… es un laberinto… una armadija. Una armadija en bajada… – dice Jesús a Judas -¡Qué pena! ¡Parecía tan bueno el año pasado ese hombre! – dice Santiago de Zebedeo. -Sí. Yo creía que imitaría a su prometida en cuanto a entregarse totalmente a ti, haciendo así una pareja de esposos ángeles y siervos tuyos. ¡Vamos que lo habría jurado!… – dice Pedro. -¡Simón mío! No jures nunca sobre el futuro de un hombre. Es la cosa más incierta que hay. Ningún elemento presente en el momento del juramento puede ser fianza de juramento seguro. Hay delincuentes que se hacen santos, y hay justos, o que tienen apariencia de justos, que se hacen delincuentes – le responde Jesús. Samuel, entretanto, después de entrar en casa, ha vuelto a salir para ir a la fuente por agua pura… Y ve a Jesús. Lo mira con visible desprecio y lanza un insulto; sí, ciertamente es un insulto, pero es en hebreo y no lo entiendo. Judas Iscariote se lanza repentinamente hacia delante, lo coge por un brazo y le da unos meneos como si fuera un árbol del que se quisiera hacer caer la fruta madura: -¿Así hablas al Maestro, pecador? ¡Abajo! ¡De rodillas! ¡Inmediatamente! ¡Pídele perdón, lengua sucia de inmundicia de cerdo! ¡Abajo! ¡0 te destrozo! Es terrible este Judas con esta violencia repentina. Su rostro se altera terriblemente. Inútilmente Jesús trata de calmarlo. Hasta que no ve al blasfemo arrodillado en la tierra fangosa que hay alrededor de la fuente, no afloja la presión.-Perdón – dice entre dientes el malaventurado, que debe sentirse torturado por la tenaza de los dedos de Judas. Pero lo dice mal. Sólo porque se ve forzado. Jesús responde: -No guardo rencor. Tú sí, a pesar de lo que dices. La palabra es inútil, si no está acompañada del movimiento del corazón. Tú, en el corazón, blasfemas contra mí todavía. Y con doble culpa; porque me acusas y me odias por un motivo que tu conciencia, en lo profundo, te dice que no es verdad, y porque tú eres el único que ha faltado, no Analía, ni tampoco Yo. Pero te lo perdono todo. Ve y trata de volver a ser honesto y grato a Dios. Déjalo, Judas. -Me marcho. ¡Pero te odio! Me has pervertido a Analía y te odio… -De todas formas, te consuelas con Rebeca, hija del fabricante de sandalias; y te consolabas con ella ya desde cuando Analía era tu prometida y, estando enferma, pensaba sólo en ti… -Me veía ya sin mujer… eso pensaba… y me buscaba esposa… Ahora he vuelto a Rebeca porque… porque… Analía no me acepta – dice Samuel disculpándose, al ver descubiertos sus enjuagues. Judas Iscariote termina: …Y porque Rebeca es muy rica. Fea como una sandalia destaconada… y vieja como una suela perdida en el sendero… pero rica, eso sí, rica… – y ríe sarcásticamente mientras el otro huye. -¿Cómo lo sabes? – pregunta Pedro. -¡Es fácil saber dónde hay vírgenes y dinero! -¡Bien! ¿Vamos por esa calle estrecha, Maestro? Esta plaza es un horno de pan. Allí hay sombra y ventilación – suplica Pedro, que está sudando. Y caminan, despacio porque esperan a los otros de regreso. La pequeña calle está desierta. Una mujer se separa de una puerta y viene a postrarse a los pies de Jesús llorando. -¿Qué te pasa? -¡Maestro!… ¿Ya te has purificado? -Sí. ¿Por qué lo preguntas? -Porque quería decirte… Pero no te puedes acercar a él. Es todo podredumbre… El médico dice que está infectado. Después de la Pascua voy a llamar al sacerdote… y… Hinnon lo recibirá. No me culpes. No lo sabía… Trabajó durante muchos meses en Joppe y me volvió así, diciendo que se había herido. Usé bálsamos y lavados con aromas… Pero no aprovechaban. Consulté a un herbolario. Me dio polvos para la sangre… Separé a los hijos… separé la cama… porque… me empezaba a dar cuenta. Empeoró. Llamé a un médico. Me dijo: «Mujer, tú sabes tu deber y yo el mío. Esto es herida de lujuria. Sepáralo de ti; yo lo separaré del pueblo; el sacerdote, de Israel. Tenía que haber reflexionado cuando ofendía a Dios, te ofendía a ti y se ofendía a sí mismo. Ahora que pague». Obtuve el silencio suyo hasta el día siguiente de los Ázimos. Pero, si Tú tuvieras piedad del pecador, y de mí, que todavía lo amo, y de los cinco hijos inocentes… -¿Qué quieres que te haga? ¿No crees que quien ha pecado es justo que expíe? -¡Sí, Señor! ¡Pero Tú eres la Misericordia viviente! Toda la fe de que una mujer es capaz está presente en la voz, en la mirada, en el gesto de la mujer arrodillada con los brazos extendidos hacia el Salvador. -¿Y él que tiene en su corazón? -Humillación… ¿Qué otra cosa podría tener, Señor? -¡Sería suficiente un movimiento sobrenatural de arrepentimiento, de justicia, para obtener piedad!… -¿Justicia? -Sí. Decir: «He pecado… Mi pecado merece esto y mucho más, y a los que he ofendido les pido misericordia». -Yo ya se la he dado. Tú, Dios, dásela. No puedo decirte: entra… Ya ves que no te toco ni siquiera yo… Pero, si quieres, lo llamo, y le digo que hable desde la terraza. -Sí. La mujer mete la cabeza dentro de la puerta de casa y llama fuerte: -¡Jacob! ¡Jacob! Sube al tejado. Asómate. No temas. El hombre, pasados unos momentos, se asoma por el antepecho de la terraza. Una cara amarillenta, hinchada; vendados el cuello y una mano… Una ruina tábida de hombre… Mira con los ojos aguosos propios del enfermo de innobles enfermedades. Pregunta: -¿Quién me requiere? -¡Jacob, está aquí el Salvador!… La mujer no dice nada más, pero parece como si quisiera hipnotizar al enfermo, infundirle su pensamiento… El hombre, sea porque siente este pensamiento de ella, sea por un movimiento espontáneo, extiende los brazos y dice: -¡Libérame! ¡Creo en ti! ¡Es horrible morir así! -Es horrible faltar al propio deber. ¿No pensabas en ésta, ni en los hijos? -Piedad, Señor… Por ellos, por mí… ¡Perdón! ¡Perdón! Y se deja caer encima del murete, llorando. Las manos, vendadas, sobresalen con todo el brazo, descubierto ahora por haberse subido la manga, con manchas por las ya próximas pústulas, hinchado, repelente… El hombre, así como está, parece una marioneta macabra, un cadáver arrojado allí, ya próximo a la descomposición: da pena y náusea al mismo tiempo. La mujer llora, todavía en el polvo del suelo, de rodillas. Jesús parece esperar aún una palabra… que, por fin, baja, entre sollozos: -¡Elevo mi dolor a ti contrito de corazón! Dame al menos la promesa de que ellos no sufrirán hambre… y luego… me marcharé, resignado, a expiar. ¡Y salva mi alma, Salvador bendito! ¡Al menos mi alma! ¡Al menos mi alma!-Sí. Te curo. Por los inocentes. Para darte el modo de mostrarte justo. ¿Comprendes? Recuerda que el Salvador te ha curado. Dios, por el modo en que respondas a esta gracia, te absolverá de tus pecados. Adiós. La paz a ti, mujer. Y se marcha, casi corriendo, al encuentro de los que regresan del Getsemaní. Ni siquiera los gritos del hombre, que siente y ve que se está curando, lo detienen, ni tampoco los de la mujer… -Vamos a torcer por esta callejuela, para no pasar otra vez por allí – dice Jesús después de haberse reunido con los otros. Entran por una callejuela miserable, tan estrecha que a duras penas dos pasan de lado, y, si viene por ella un burro con albardas, no queda otra solución sino aplastarse contra la pared como un sello. Hay penumbra, por los tejados que casi se tocan, y soledad, silencio y mal olor. Van en fila, como si fueran frailes, hasta el final de la callejuela miserable. Luego, en una placita llena de muchachos, se reúnen otra vez en grupo. -¿Por qué has dicho esas palabras a aquel hombre? No las usas nunca… – pregunta curioso Pedro. -Porque aquel hombre será uno de mis enemigos. Y este pecado agravará el que ya tiene. -¡¿Y lo has curado?! – preguntan todos, estupefactos. -Sí. Por los pequeñuelos inocentes. -¡Mmm! Volverá a enfermar… -No. De la vida del cuerpo, después del susto y el sufrimiento pasados, tendrá cuidado; no volverá a enfermar. -Pero dices que pecará contra ti. Yo le quitaba la vida. -Tú eres un hombre pecador, Simón de Jonás. -Y Tú demasiado bueno, Jesús de Nazaret – replica Pedro. Los absorbe una calle central y ya no veo nada más. Nota mía. (de María Valtorta.-) Reconozco tanto al hombre curado como a Samuel. El primero es el que, en la Pasión, golpea con una piedra a Jesús en la cabeza. Reconozco más que a él a su mujer, doliente ahora como entonces; y la casa, que tiene una puerta sui generis, alta, sobre tres peldaños. Y lo mismo, con la máscara de odio que lo transforma, reconozco en Samuel al joven que mata a su madre de una patada, para poder ir a golpear al Maestro con un garrote.