El jueves prepascual. En el convite de los pobres en el palacio de Cusa.
-Paz a esta casa y a todos los presentes – es el saludo de Jesús mientras entra en el vasto vestíbulo, muy fastuoso, que está todo iluminado a pesar de ser de día. Y no son superfluas las lámparas. Y es que, si bien es cierto que es de día, no es menos cierto que afuera hay un sol cegador, en las calles y en las fachadas blancas de cal, mientras que aquí, en este amplio, pero sobre todo largo, corredor vestíbulo, que debe cortar toda la casa, desde el sólido portal hasta el jardín – cuyo verde lleno de sol aparece allá, en el fondo, y parece lejano por un juego de la perspectiva -, debe haber habitualmente una penumbra que, para quien viene de fuera, cegados sus ojos por el intenso sol, es sombra completa. Por eso, Cusa se ha preocupado de que las grandes y numerosas lamparillas de cobre repujado, fijadas a distancias constantes en ambas paredes del vestíbulo, estén todas encendidas, y también la lámpara central (un cuenco grande de alabastro rosa en que están incrustados, en el róseo leve del alabastro, diaspros y otras lascas preciosas y multicolores que, por la luz encendida dentro, resplandecen como si fueran estrellas, proyectando arcoiris sobre las paredes pintadas de azul oscuro, sobre las caras, sobre el suelo de mármol veteado). Y parece como si menudas estrellas se posaran en las paredes, en los rostros, en el suelo, menudas y móviles estrellitas multicolores, porque la lámpara ondea levemente debido a la corriente de aire que recorre el vestíbulo y los tornasoles de las lascas preciosas cambian continuamente de posición. -Paz a esta casa – repite Jesús mientras se adentra y va bendiciendo sin cesar a los criados, que le hacen una profunda reverencia, y a los invitados, asombrados de estar allí reunidos, en contacto con el Rabí, en un palacio principesco… ¡Los invitados! El pensamiento de Jesús se delinea claramente. El convite de amor querido por Él en casa de la buena discípula es una página del Evangelio traducida en acción. Son mendigos, tullidos, ciegos, huérfanos, ancianos, jóvenes viudas con sus pequeñuelos agarrados a los vestidos o que maman la escasa leche de su desnutrida madre. La riqueza de Juana ya ha proveído a sustituir los vestidos harapientos con vestidos modestos pero limpios y nuevos. Mas si las cabelleras ordenadas, como oportuna medida de aseo, y si los vestidos limpios dan a estos desdichados – a quienes los criados alinean o sujetan para llevarlos al sitio – un aspecto ciertamente menos miserable del que tenían cuando Juana dispuso que fueran a recogerlos a los callejones, a los cruces, a los caminos que conducen a Jerusalén, a aquellos lugares en que su miseria se celaba abochornada o se exponía en busca de limosnas; si ello es así, por el contrario, resultan todavía visibles las penalidades en las caras, las debilidades en los miembros, las desventuras, las soledades en las miradas… Jesús pasa y bendice. Cada infeliz recibe su bendición. Si la derecha está levantada bendiciendo, la izquierda baja a acariciar temblorosas y canas cabezas de ancianos, o inocentes cabecitas de niños. Recorre así, hacia arriba y hacia abajo, el vestíbulo, para bendecir a todos, incluso a los que entran mientras ya está bendiciendo y todavía haraposos, se esconden con miedo y empacho en un rincón, hasta que los criados, con modos corteses, los llevan a otro sitio para ser lavados y vestidos con ropa limpia, como los que han llegado antes que ellos. Pasa una joven viuda con su nidada de niños… ¡Qué miseria! El más pequeño, completamente desnudo, envuelto en el velo desgarrado de su madre… los más grandecitos sólo con lo indispensable para salvar la decencia; sólo el mayor, un jovencito flaquísimo, lleva un vestido que puede llamarse tal, pero como contrapartida va descalzo. Jesús observa esto, llama a la mujer y dice: -¿De dónde vienes? – De la llanura de Sarón, Señor. Leví ya me ha llegado a la mayoría de edad… He tenido que acompañarle al Templo… yo… porque ya no tiene padre – y la mujer llora quedo, ese llanto mudo de quien ha llorado demasiado. -¿Cuándo se te ha muerto tu marido? -Ha hecho un año en Sebat. Hacía dos lunas que estaba encinta… – y traga los sollozos para no causar turbación, curvándose toda hacia el pequeñuelo. -¿El niño tiene entonces ocho meses? -Sí, Señor. -¿Qué hacía tu marido? La mujer susurra tan bajo, que Jesús no entiende. Se inclina para oír, diciendo: -Repite sin temor. -Mí marido trabajaba como herrador en una forja… Pero se enfermó mucho… porque tenía heridas que supuraban. Y termina en voz bajísima: -Era un soldado de Roma. -Pero ¿tú eres de Israel? -Sí, Señor. No me arrojes de tu presencia como impura, como hicieron mis hermanos cuando fui a implorar piedad después de la muerte de Cornelio… -¡No tengas esos miedos! ¿Qué haces ahora como trabajo? -Soy criada, si me aceptan; espigadora, batanera, bato el cáñamo… hago de todo… para el pan de éstos. Leví ahora va a ponerse a trabajar en el campo… si lo aceptan, porque… es bastardo de raza. -¡Confía en el Señor! -Si no hubiera confiado, me habría matado con todos ellos, Señor. -Ve, mujer. Nos veremos aún – y la saluda. Juana, entretanto, se ha acercado y está arrodillada, a la espera de que el Maestro la vea. Él, efectivamente, se vuelve y la ve. -Paz a ti, Juana. Me has obedecido a la perfección. -Obedecerte es mi alegría. Pero no he sido la única que te ha procurado «la corte» como Tú querías. Cusa me ha ayudado en todos los modos, y Marta y María también. Y Elisa. Quién mandando a los criados por lo necesario y a ayudar a los criados míos a reunir a los invitados, quién ayudando a las siervas y a los siervos de los baños a limpiar a los «bienamados», como Tú los llamas. Ahora, con tu permiso, voy a dar a todos un poco de comida, para que no desfallezcan mientras esperan las viandas. -Sí, sí, como quieras. ¿Dónde están las discípulas? -En la terraza superior, donde he dispuesto que se preparen las mesas. ¿He pensado bien? -Sí, Juana. Arriba estarán tranquilos, y también nosotros. -Sí, yo también he pensado lo mismo. Y es que, además, en ninguna sala habría podido preparar para tantos… Y no quería hacer separaciones para no crear celos y dolor. ¡Las personas desagraciadas tienen una sensibilidad, es más, una dolorabilidad, tan aguda!… Son todo una llaga, y basta una mirada para hacerlos sufrir. -Sí, Juana. Tienes alma compasiva y comprendes. Que Dios te recompense tu piedad. ¿Hay muchas discípulas? -¡Todas las que están en Jerusalén!… Pero… Señor… yo quizás he pecado… Querría decirte una cosa en secreto. -Llévame a un lugar solitario. Van los dos solos a una habitación. Por los juguetes que hay diseminados par todas partes, se intuye que es lugar de juegos de María y Matías. -¿Entonces, Juana? -Mí Señor, sin duda he sido imprudente… Pero el gesto me ha venido tan espontáneo, tan impetuoso… Cusa me ha regañado. Pero la verdad es que ya… Ha venido al Templo un esclavo de Plautina con una tablilla. Ella y sus compañeras preguntaban si era posible verte. He respondido: «Sí, por la tarde en mi casa». Y vendrán… ¿He hecho mal? ¡No por ti!… Por los demás, por las que son enteramente Israel… y no amor como Tú. Si he faltado, repararé como convenga… Pero es que deseo tanto que el mundo, el mundo entero, te ame, que… que no me he parado a pensar que en el mundo sólo Tú eres Perfección, y demasiados pocos tratan de parecerse a ti. -Has hecho bien. Hoy os predico a todos vosotros con las obras. Y en el futuro una de las cosas que habrán de hacer los que crean en mí será el que entre los creyentes en Jesús Salvador haya gentiles. ¿Dónde están los niños? -Por todas partes, Señor – sonríe Juana, ya tranquilizada, y termina: «La fiesta los exalta y corren de un lado para otro como pajarillos felices». -Jesús la deja. Vuelve al vestíbulo, hace un gesto a los hombres que estaban con Él y se encamina hacia el jardín para luego subir a la amplia terraza.Una alegre laboriosidad llena la casa desde los subterráneos hasta el tejado. Unos van, otros vienen, con comida o enseres, con fajos de vestidos, con asientos; otros acompañan a invitados o responden a quien pregunta. Todos con alegría y amor. Jonatán, solemne en su función de administrador, incansable, dirige, vigila, aconseja. La anciana Ester, feliz de ver a Juana tan animada y lozana, ríe en medio de un círculo de niños pobres, y les distribuye unos bollos mientras relata cosas maravillosas. Jesús se detiene un momento a escuchar la conclusión espléndida de uno de estos relatos: «Dios concedió a la buena Alba de mayo, que nunca se rebelaba contra el Señor por motivo de los dolores que habían sobrevenido a su casa, muchas ayudas, por las que en Alba de mayo pudieron hallar salvación y bien sus hermanitos. Los ángeles llenaban la pequeña masera, terminaban el trabajo en el telar para ayudar a la niña buena, diciendo: “Es nuestra hermana porque ama al Señor y a su prójimo. Tenemos que ayudarla». -¡Que Dios te bendiga, Ester! ¡Casi que me paro Yo también a. escuchar tus parábolas! ¿Me aceptas? – dice Jesús sonriendo. -¡Oh, mi Señor!¡Soy yo quien debe escucharte a ti! ¡Pero para los pequeñuelos basto yo, que soy una pobre vieja ignorante! -Tu alma justa es útil también para los adultos. Sigue, sigue, Ester… – y le sonríe mientras se marcha. Ya están diseminados por el vasto jardín los invitados y consumen su primer bocado mirando a su alrededor y mirándose recíprocamente con asombro. Hablan, se intercambian comentarios sobre esta inesperada suerte. Pero, cuando ven pasar a Jesús, se ponen en pie si pueden hacerlo y se inclinan adorando. -Comed, comed. Sentíos con libertad y bendecid al Señor – dice Jesús al pasar, yendo hacia las dependencias de los jardineros, desde las cuales empieza la escalera que por una ventilada rampa conduce a la amplia terraza. -¡Rabbuní mío! – grita la Magdalena, saliendo rauda de una habitación, con los brazos cargados de pañales y camisolas para los párvulos. Y su voz aterciopelada de órgano de oro llena el pasaje umbrío, bajo el cual hay festones de rosas. -María, Dios esté contigo. ¿A dónde vas tan deprisa? -¡Tengo a diez bebés que vestir! Los he lavado y ahora voy a vestirlos, y luego te los traeré, frescos como flores. Voy corriendo, Maestro, porque… ¿no los oyes? parecen diez corderitos que balan… – y se marcha corriendo y sonriente, espléndida y serena, con su sencilla y señorial túnica de blanco lino, ceñida a la cintura con un cinturón delgado de plata, y los cabellos recogidos en un moño simple sobre la nuca, sujetos con una cinta blanca anudada a la frente. -¡Qué distinta de la que estaba en el Monte de las Bienaventuranzas! – exclama Simón Zelote. En la primera rampa de las escaleras se cruzan con la hija de Jairo y Analía, que bajan tan veloces que parecen volar. -¡Maestro! ¡Señor! – exclaman. -Dios esté con vosotras. ¿A dónde vais? -Por unos manteles. Nos ha mandado la criada de Juana. ¿Vas a hablar, Maestro? -¡Por supuesto! -¡Entonces corre, Miriam! ¡Vamos a darnos prisa! – dice Analía. -Tenéis todo el tiempo que queráis para hacer eso que tenéis que hacer. Espero a otras personas. Pero, ¿desde cuándo, niña, te llamas Miriam? – dice mirando a la hija de Jairo. -Desde hoy. Desde ahora. Me ha puesto este nombre tu Madre. Porque… ¿verdad, Analía? Hoy es un gran día para cuatro vírgenes… -¡Oh, sí! ¡Se lo decimos al Señor, o dejamos que sea María la que lo diga? -María, María. Ve, ve, Señor, Tu Madre te hablará – y se marchan ágiles, apenas en la flor de su juventud, humanas en sus hermosas formas, angélicas en sus miradas radiantes… Están en la tercera rampa cuando se cruzan con Elisa de Betsur, que baja sosegadamente junto con la mujer de Felipe. -¡Ah, Señor! – grita esta última – ¡A unos quitas y a otros das!… ¡De todas formas, bendito seas! -¿De qué hablas, mujer? -Ahora lo sabrás… ¡Qué dolor y qué gloria, Señor! Me mutilas y me coronas. Felipe, que está al lado de Jesús, dice: -¿Qué dices? ¿De qué hablas? Eres mi mujer, y lo que a ti te pasa me toca también a mí… -Lo sabrás, Felipe. Ve, ve con el Maestro. Jesús, entretanto, le está preguntando a Elisa si está bien curada. Y la mujer, a la cual el gran dolor de los tiempos pasados ha dado una majestad de reina doliente, dice: -Sí, mi Señor. Pues sufrir con la paz en el corazón no es congoja. Y yo ahora tengo la paz en mi corazón. -Y pronto tendrás más todavía. -¿Qué, Señor? -Ve y vuelve, y lo sabrás. -¡ Está Jesús! ¡Está Jesús!» Es el trino de dos niños, que tienen su carita apoyada en la baranda de arabescos que limita la terraza por los dos lados que miran al jardín; y de la baranda penden ramas florecidas de rosas y jazmines (porque la terraza – sobre la cual, en esta hora de sol, está extendido un toldo multicolor – es un vasto jardín pénsil). Todas las personas que en la terraza se mueven de un lado para otro en preparativos se vuelven al oír el grito de María y Matías, y dejando a medias lo que estaban haciendo, van hacia Jesús, en cuyas rodillas ya están enroscados los dos niños. Jesús saluda a las numerosas mujeres que se aglomeran. Mezcladas con las que son discípulas en el verdadero sentido de la palabra, o con las esposas, hijas o hermanas de apóstoles y discípulos, están otras menos conocidas, menos íntimas, como la mujer del primo Simón, las madres de los asnerizos de Nazaret, la madre de Abel de Belén de Galilea, Ana de Judas (casa junto al lago Merón), María de Simón, madre de Judas de Keriot, Noemí de Éfeso, Sara y Marcela de Betania (Sara es la mujer a la que curó Jesús en el Monte de las Bienaventuranzas y envió a casa de Lázaro con el anciano Ismael; ahora parece doméstica de María de Lázaro), luego la madre de Yaia, la madre de Felipe de Arbela, Dorca (la joven madre de Cesárea de Filipo) y su suegra, la madre de Analía, María de Bosrá (la curada de lepra que ha venido con su marido a Jerusalén), y otras, y otras… nuevas para la vista, pero a las que la mente no sabe mencionar con nombre propio. Jesús se adentra en la vasta terraza rectangular que por un lado mira al Sixto, y va a colocarse al lado de la habitación en que termina la escalera interior – creo – y que asemeja a un hexaedro bajo puesto en el ángulo septentrional de la terraza. Jerusalén se muestra toda, y sus cercanías con ella: una vista estupenda. Todas las discípulas, o mejor: todas las mujeres, dejan de ocuparse de las mesas para juntarse alrededor de Él. Los criados prosiguen sus trabajos. María está al lado de su Hijo. Bajo la luz dorada que se filtra a través del gran toldo extendido sobre buena parte de la terraza, y que se hace luz delicadamente esmeraldina en los lugares en que, para llegar a las caras, debe filtrarse a través de un enredo de jazmines y rosales dispuestos como pérgola, Ella parece todavía más joven y esbelta: una hermana de las más jóvenes discípulas, apenas un poco mayor, y hermosa, hermosa como la más espléndida de las rosas florecidas en el jardín pénsil, en los vastos macetones que lo rodean para contener rosas, jazmines, muguetes, lirios y otras plantas finas. -Madre, mi mujer ha dicho una serie de cosas que… ¿Qué ha pasado para que mi mujer se pueda considerar mutilada y coronada al mismo tiempo? – pregunta Felipe, que se consume en el deseo de saber. María sonríe dulcemente mientras lo mira y – Ella que es tan poco dada a confidencias – le toma la mano y le dice: -¿Serías capaz de dar a mi Jesús lo que más amas? La verdad es que deberías… porque Él te da a ti el Cielo y el camino para ir. -Por supuesto, Madre, que sabría… especialmente si lo que le diera tuviera el poder de hacerlo feliz -Lo tiene. Felipe, también tu otra hija se consagra al Señor. Nos lo ha dicho hace poco a mí y a su madre, en presencia de muchas discípulas… -¿Tú? ¿Tú? – pregunta Felipe turbado, señalando con el índice a la gentil muchacha, que se arrima a María casi buscando protección. El apóstol encaja con dificultad este segundo golpe, que le priva para siempre de la esperanza de unos nietos. Se seca el sudor repentino que le ha producido la noticia… vuelve su mirada hacia las caras que tiene alrededor. Lucha… Sufre. La hija gime: -Padre… tu perdón… y tu bendición… – y cae a sus pies. Felipe le acaricia mecánicamente los cabellos castaños, despeja su garganta del nudo que la comprime, y, en fin, habla: -Se perdona a los hijos que pecan… Tú no pecas consagrándote al Maestro… y… y… y tu pobre padre sólo puede decirte… decirte: «¡Bendita seas!”… ¡Ah! ¡Hija! ¡Hija mía!… ¡Cuán suave y tremenda es la voluntad de Dios! – y se inclina, la levanta, la abraza, la besa en la frente y en el pelo, llorando… Y luego, teniéndola todavía entre sus brazos, va hacia Jesús y le dice: «Mira, yo la he engendrado, pero Tú eres su Dios… Tu derecho es mayor que el mío… Gracias… gracias, Señor, por la… por la alegría que… – no puede continuar. Cae de rodillas a los pies de Jesús y se agacha para besarle los pies gimiendo: « ¡Nunca más, nunca más tendré nietos!… ¡Mí sueño!… ¡La sonrisa de mí ancianidad!… Perdona este llanto, Señor… Soy un pobre hombre…». -Levántate, amigo mío. Y alégrate de ofrecer las primicias a los jardines angélicos. Ven. Ven aquí, entre mí y mi Madre. Oigamos de Ella cómo ha sucedido la cosa, porque te aseguro que por mi parte no tengo ni culpa ni mérito. María explica: -Poco sé yo también. Estábamos hablando las mujeres entre nosotras y, como sucede a menudo, me preguntaban acerca de mi voto virginal, y también sobre cómo serán las vírgenes del futuro, y sobre qué oficios y glorias preveía para ellas. Yo respondía como sé… Para el futuro preveía para ellas vida de oración, de consuelo de los sufrimientos que el mundo dará a mi Jesús. Decía. «Serán las vírgenes las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán este mundo ensuciado, y lo vestirán con su pureza y con ella lo perfumarán; serán los ángeles que cantarán las alabanzas para cubrir las blasfemias. Y Jesús se sentirá feliz, y otorgará gracias al mundo, y misericordia a estas corderas diseminadas en medio de lobos…» y otras cosas decía. Ha sido entonces cuando la hija de Jairo me ha dicho: «Dame un nombre, Madre, para mi futuro de virgen, porque no puedo conceder el que un hombre goce el cuerpo que fue reanimado por Jesús. Sólo de Él es este cuerpo mío, hasta que no sea la carne del sepulcro y el alma del Cielo»; y Analía dijo: «Yo también he sentido que debo hacer lo mismo. Y hoy estoy más alegre que las golondrinas, porque se han roto todas las ataduras». Y ha sido también entonces cuando tu hija, Felipe, ha dicho: «Yo también seré como vosotras. ¡Virgen para toda la eternidad!». Su madre se acercó entonces y le hizo considerar que así no se podía tomar una decisión tan importante. Pero ella no cambió de parecer. Y a quien le preguntaba si era un pensamiento ya viejo decía «no», y a quien le preguntaba cómo le había venido decía: «No lo sé. Como una flecha de luz, me ha abierto en dos el corazón y he comprendido con qué amor amo a Jesús». La mujer de Felipe dice a su marido: -¿Has oído? -Sí, mujer, la carne gime… y debería cantar, porque es su glorificación. Nuestra carne pesada ha engendrado a dos ángeles. No llores, mujer. Tú has dicho antes que Él te ha coronado… Una reina no llora cuando recibe la corona… Pero llora también Felipe, «y otros muchos lloran, hombres y mujeres, ahora que todos están recogidos aquí arriba. María de Simón llora a lágrima viva en un rincón… María de Magdala llora en otro, manoseando el lino de su túnica y arrancando mecánicamente los hilos del ribete que la adorna. Anastática llora mientras trata de esconder con la mano su cara llorosa. -¿Por qué lloráis? – pregunta Jesús. Ninguno responde. Jesús llama a Anastática y le pregunta de nuevo, y ella: -Porque, Señor, por un goce nauseabundo de una sola noche he perdido el ser una virgen tuya. -Todos los estados son buenos, si en ellos se sirve al Señor. En la Iglesia futura harán falta vírgenes y matronas. Todas útiles para el triunfo del Reino de Dios en el mundo y para el trabajo de los hermanos sacerdotes. Elisa de Betsur, ven aquí. Consuela a esta casi niña… – Y pone con sus propias manos a Anastática entre los brazos de Elisa. Las observa mientras Elisa la acaricia y la otra se abandona en esos brazos de madre, y luego pregunta: -Elisa, ¿conoces su historia? -Sí, Señor. Y me da mucha pena de esta pobre paloma sin nido. -Elisa, ¿amas a esta hermana? -¿Amarla? Mucho. Pero no como hermana. Ella podría ser hija mía. Y ahora que la tengo entre mis brazos me parece volver a ser la madre feliz del tiempo pasado. ¿A quién vas a confiar esta dulce gacela? -A ti, Elisa. -¿A mí? La mujer desata el círculo de sus brazos para mirar, incrédula, al Señor… -A ti. ¿No la quieres? -¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!… Elisa, de rodillas, se arrastra hasta Jesús, y no sabe, no sabe qué decir, ni cómo, ni qué hacer, para expresar su alegría. -Levántate. Sé para ella una madre santa, y que ella sea para ti una hija santa, y caminad las dos por el camino del Señor. María de Lázaro, ¿por qué lloras, tú que estabas hace poco tan alegre? ¿Dónde están esas diez flores que me querías traer?… -Duermen satisfechos en la limpieza, Maestro… Y yo lloro porque ya jamás tendré esa limpieza de las vírgenes, y mi alma siempre llorará, nunca satisfecha, porque… porque pequé… -Mi perdón y tu llanto te hacen más limpia que esas flores. Ven aquí. No llores más. Deja el llanto para quien tenga algo de qué avergonzarse. ¡Ánimo! Ve por tus flores; id también vosotras, esposas y vírgenes. Id a decir a los invitados de Dios que suban. Hay que despedirlos antes de que cierren las Puertas, porque muchos de ellos viven diseminados por los campos. Obedecen. En la terraza se quedan solamente: Jesús, donde estaba, acariciando a María y a Matías; Elisa y Anastática, que, un poco más allá están cogidas de la mano, mirándose a los ojos, con una sonrisa embebida en un llanto dichoso; María de Simón, hacia la cual se inclina piadosamente María Stma.; y Juana, que está en la puerta de la habitación y mira titubeante, un poco hacia dentro un poco hacia fuera (hacia Jesús). Los apóstoles y discípulos han bajado, junto con las mujeres, para ayudar a los criados a traer a los tullidos, ciegos, cojos, lisiados, ancianos, por la larga escalera. Jesús, que tenía inclinada su cabeza hacia los dos niños, la alza y ve a María que está atendiendo a la madre de Judas. Se levanta y se acerca a ellas. Pone la mano encima de la cabeza entrecana de María de Simón: -¿Por qué lloras, mujer? -¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¡Yo he dado a luz a un demonio! ¡Ninguna otra madre de Israel me igualará en el dolor! -María, otra madre, y también por ese motivo tuyo, me ha dicho y dice estas palabras. ¡Pobres madres!… -¡Mi Señor! ¿Entonces hay otro que sea como mi Judas, pérfido y desalmado contigo? ¡No puede ser! Él, que te tiene a ti, se ha dado a prácticas inmundas; él, que respira tu aliento, es un lujurioso y un ladrón, y quizás se hará homicida. ¡Mentira es su pensamiento, fiebre su vida! ¡Haz que muera, Señor! ¡Por piedad, haz que muera! María, tu corazón te lo hace ver peor de lo que es; el miedo te enajena. Cálmate y razona. ¿Qué pruebas tienes de su actuación? -Respecto a ti, nada. Pero es un alud que está descendiendo. Lo he sorprendido y no ha podido ocultar las pruebas de… Ahí está… ¡Calla, por piedad! Me mira. Sospecha. Es mi dolor. ¡No hay ninguna Madre más desdichada que yo en Israel!… María susurra: -Yo… Porque a mi dolor uno el de todas las madres infelices… Porque la causa de mi dolor es el odio no de uno sino de todo un mundo. Jesús va donde Juana, que ha solicitado su presencia. Entretanto, Judas viene donde su madre, a la que María sigue consolando. Y le regaña: -¿Ya has podido manifestar tus delirios? ¿Calumniarme? ¿Estás contenta ya? -¡Judas! ¿Hablas así a tu madre? – pregunta, severa, María. Es la primera vez que la veo así… -Sí, porque estoy cansado de su persecución. -¡Hijo mío, no es una persecución! Es amor. Dices que estoy enferma. Pero el enfermo eres tú. Dices que te calumnio y que escucho a tus enemigos. Pero tú te haces daño a ti mismo y sigues a personas nefastas que te arrastrarán tras sí, y cultivas su compañía. Porque eres débil, hijo mío, y ellos se han dado cuenta… Escucha a tu madre. Escucha a Ananías, anciano y sabio. ¡Judas! ¡Judas! ¡Piedad de ti, de mí! ¡¡¡Judas!!! ¿A dónde vas, Judas? Judas, que está cruzando casi corriendo la terraza, se vuelve y grita: -¡A donde soy útil y venerado! – y baja atropelladamente la escalera, mientras la infeliz madre, asomándose al antepecho, le grita: -¡No vayas! ¡No vayas! ¡Quieren tu ruina! ¡Hijo! ¡Hijo! ¡Hijo mío!… Judas ha llegado abajo, y los árboles lo ocultan a la vista de su madre. Se le vuelve a ver un momento en un espacio vacío antes de entrar en el vestíbulo. -Va… La soberbia le devora – gime su madre. -Vamos a orar por él, María. Las dos juntas… – dice la Virgen teniendo cogida de la mano a la triste madre del futuro deicida. Mientras tanto, empiezan a subir los invitados… y Jesús habla con Juana. -De acuerdo. Que vengan. Sí. Mucho mejor si se han puesto vestidos hebreos, para no chocar con el prejuicio de muchos. Las espero aquí. Ve a llamarlas – y, apoyado a la jamba, observa el aflujo de los invitados, guiados con amorosidad a las mesas por discípulos y discípulas según un orden ya establecido. En el centro está la mesa baja de los niños; luego, a una parte y a otra, todas las otras mesas, paralelas. Y, mientras ciegos, cojos, lisiados, tullidos, ancianos, viudas y mendigos, imprimidas en sus rostros sus historias de dolores, se colocan, he aquí que traen – delicados como cestos de flores – unos cestos transformados en cunas, e incluso unas pequeñas arquetas, donde duermen satisfechos, colocados encima de almohadones, los lactantes tomados de sus madres mendigas. Y María de Magdala, ya tranquila, se acerca a Jesús presurosa y dice: -Han llegado las flores. Ven a bendecirlas, Señor. Pero contemporáneamente aparece Juana por la escalera interior y dice: -Maestro, están aquí las discípulas paganas. Son siete mujeres, que vienen con vestidos oscuros y humildes semejantes a los de las hebreas. Todas traen los rostros velados y vienen cubiertas hasta los pies con un manto. Dos son altas y de aspecto majestuoso; las otras, de media estatura. Pero cuando, habiendo venerado antes al Maestro, se quitan el manto, es fácil reconocer a Plautina, a Lidia, a Valeria, a la liberta Flavia (la que escribió las palabras de Jesús en el jardín de Lázaro). Y otras tres desconocidas: una que, a pesar de tener mirada acostumbrada a mandar, se arrodilla y le dice al Señor: «Y que conmigo se postre Roma a tus pies»; otra es una venusta matrona de unos cincuenta años; en fin, una jovencita grácil y serena como una flor del campo. María de Magdala reconoce a las romanas, a pesar de sus vestidos hebreos, y susurra: «¡¡¡Claudia!!!», con los ojos como platos. «Yo. ¡Basta ya de oír por palabras ajenas! La Verdad y la Sabiduría deben ser recogidas directamente de la fuente». -¿Crees que nos reconocerán? – pregunta Valeria a María de Magdala. -Si no os descubrís nombrándoos, creo que no. Además, os voy a poner en un sitio seguro. -No, María. A las mesas, a servir a los mendigos. Ninguno podrá pensar que las patricias sean siervas de los pobres, de los ínfimos del mundo hebraico – dice Jesús. -Bien sentencias, Maestro. Porque la soberbia es innata en nosotros. -Y la humildad es el signo más claro de mi doctrina. Quien me quiera seguir debe amar la Verdad, la Pureza y la Humildad, debe tener caridad con todos y heroísmo para desafiar la opinión de los hombres y las presiones de los tiranos. Vamos. -Perdona, Rabí. Esta jovencita es una esclava hija de esclavos. La he rescatado porque es de origen israelita y Plautina la tiene consigo. Pero yo te la ofrezco, porque pienso que es lo correcto. Su nombre es Egla. Te pertenece. -María, acógela. Luego veremos cómo… Gracias, mujer. Jesús va a la terraza a bendecir a los niños. Las damas despiertan mucha curiosidad, pero vestidas y peinadas así a la hebrea, con túnicas casi pobres, no levantan sospechas. Jesús va al centro de la terraza, junto a la mesa de los niños, y ora, ofreciendo por todos el alimento al Señor, bendice y da la orden de empezar la comida. Apóstoles, discípulos, discípulas, damas, son los siervos de los pobres, y Jesús da ejemplo remangándose las amplias mangas de la túnica roja y ocupándose de «sus» niños, ayudado por Miriam de Jairo y por Juan. Las bocas de muchos desnutridos trabajan egregiamente, pero todos los ojos se centran en el Señor. Cae la tarde y se recoge el toldo; contemporáneamente, los criados traen lámparas que todavía son innecesarias. Jesús circula entre las mesas. No deja a ninguno sin el consuelo de unas palabras o de una ayuda. Así, pasa varias veces casi rozando a las regias Claudia y Plautina, que, humildes, cortan el pan o acercan el vino a los labios de los ciegos, paralíticos y mancos; sonríe a las vírgenes, que se ocupan de las mujeres; a las madres discípulas llenas de piedad para con estos pobrecillos; a María de Magdala, dedicada solícitamente a una mesa de personas muy ancianas, la mesa más triste de todas, llena de toses, de temblores, de mandíbulas desdentadas que mascujan y de bocas que babean; y ayuda a Mateo que da unos zarandeos a un niñito al que se le ha atravesado una miga de torta que estaba chupando y mordiendo con sus dientecitos nuevos; felicita a Cusa, quien, llegado al principio de la comida, está trinchando las carnes y sirviendo como un criado experto. La comida termina. En las caras con color, en los ojos ahora más alegres, se manifiesta la satisfacción de estos pobrecillos. Jesús se inclina hacia un anciano tembloroso y dice: -¿En qué piensas, padre, que sonríes? -Pienso que no es un sueño. No, no lo es. Hasta hace poco creía dormir y estar soñando. Pero ahora siento que realmente es verdad. ¿Pero quién te hace tan bueno, que haces tan buenos a tus discípulos? ¡Viva Jesús! – grita para terminar. Y todas las voces de estos desdichados – y son centenares – gritan: «¡Viva Jesús!». Jesús va de nuevo al centro y abre los brazos haciendo señal de que guarden silencio y estén quietos, y empieza a hablar, sentado con un niñito encima de sus rodillas. -Viva, sí, viva Jesús. No porque Yo sea Jesús, sino porque Jesús quiere decir el amor de Dios hecho carne y venido aquí abajo, en medio de los hombres, para que lo conozcan y para dar a conocer el amor, que será el signo de la nueva era. Viva Jesús porque Jesús quiere decir «Salvador». Y Yo os salvo. A todos: ricos y pobres, niños y ancianos, israelitas y paganos. A todos. Con tal de que vosotros queráis darme la voluntad de ser salvados. Jesús es para todos, no es para éste o para aquél, es de todos; de todos los hombres y para todos los hombres. Para todos soy el Amor misericordioso y la Salvación segura. ¿Qué es necesario hacer para ser de Jesús, y, por tanto, para ser salvados? Pocas cosas, pero grandes. No grandes porque sean cosas difíciles como las que hacen los reyes, sino grandes porque exigen que el hombre se renueve para llevarlas a cabo y para ser de Jesús. Por tanto, amor, humildad, fe, resignación, compasión. Esto es. Vosotros, que sois discípulos, ¿qué habéis hecho hoy de grande? Diréis: «Nada. Hemos servido una comida». No. Habéis servido el amor. Os habéis humillado. Habéis tratado como hermanos a desconocidos de todas las razas, sin preguntar quiénes son, si están sanos, si son buenos. Y lo habéis hecho en nombre del Señor. Quizás esperabais de mí grandes palabras, para vuestra instrucción. He querido que hicierais grandes hechos. Hemos empezado el día con la oración, hemos socorrido a leprosos y mendigos, hemos adorado al Altísimo en su Casa, hemos comenzado los ágapes fraternos y el cuidado de peregrinos y pobres, hemos servido porque servir por amor es asemejarse a mí, que soy Siervo de los siervos de Dios, Siervo hasta el anonadamiento de la muerte para daros salvación… (Y Yo os salvo. A todos: …Con tal de que vosotros queráis darme la voluntad de ser salvados. Este concepto, que aparece repetidamente en la Obra, sirve para justificar ciertas expresiones de impotencia por parte de Jesús. Incluso cuando no está cuestionada la salvación Jesús puede no ejercitar la propia omnipotencia divina si falta la adhesión de la libre voluntad del hombre) Un fuerte rumor de voces y pasos interrumpe a Jesús. Un grupo exaltado de israelitas está subiendo apresuradamente las escaleras. Las romanas más conocidas, o sea, Plautina, Claudia, Valeria y Lidia, buscan un lugar retirado y se echan el velo. El grupo perturbador irrumpe en la terraza como si buscaran.., ¡qué sé yo que cosa! Cusa, ofendido, se pone delante de ellos y pregunta: -¿Qué queréis? -Nada que se refiera a ti. Buscamos a Jesús de Nazaret, no a ti. -Aquí estoy. ¿No me veis? – pregunta Jesús dejando en el suelo al niño e irguiéndose majestuoso. -¿Qué haces aquí? -Ya lo veis. Hago lo que enseño, y enseño lo que se debe hacer: el amor a los pobres. ¿Qué os habían dicho? -Se han oído gritos de sedición. Y, dado que donde Tú estás hay sedición, hemos venido a ver. -Donde Yo estoy hay paz. El grito era: «Viva Jesús»». -Precisamente eso. Se ha pensado, tanto en el Templo como en el palacio de Herodes, que aquí hubiera una conjura contra… -¿Quién? ¿Contra quién? ¿Quién es rey en Israel? No es el Templo, ni Herodes. Domina Roma. Y quien piense en proclamarse rey donde Roma impera es un loco. -Tú dices que eres rey. -Soy Rey. Pero no de este reino. ¡Demasiado mísero para mí! Demasiado mísero es también el imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos, del Reino del Amor y del Espíritu. Idos en paz, o quedaos, si queréis, y aprended cómo se entra en este Reino mío. Estos son mis súbditos: los pobres, los infelices, los oprimidos; y también los buenos, los humildes, los caritativos. Quedaos, uníos a ellos. -Pero siempre estás en banquetes en casas lujosas, entre mujeres guapas y… -¡Basta! No se provoca ni se ofende al Rabí en mi casa. ¡Salid! – grita Cusa con voz de trueno. Pero en esto, de la escalera interna, sale al improviso a la terraza una figurita esbelta de joven velada. Corre ligera, como una mariposa, hasta Jesús, y arroja velo y manto; cae a sus pies y trata de besárselos. -¡Salomé! – grita Cusa, y con él otros. Jesús se ha retirado tan violentamente, para huir del contacto, que su asiento se vuelca y Él aprovecha para ponerlo entre sí y Salomé como separación. Sus ojos están fosforescentes, son terribles: tanto que dan miedo. Salomé, frívola y descarada, zalamera al máximo, dice: -Sí, yo. La aclamación ha llegado al Palacio. Herodes envía una embajada para decirte que desea verte. Pero la he precedido. Ven conmigo, Señor. ¡Yo te amo mucho y te deseo mucho! Yo también soy carne de Israel. -Márchate a tu casa. -La Corte te espera para tributarte honor. -Mi Corte es ésta. No conozco otra Corte, ni otros honores – y con la mano señala a los pobres que están sentados a las mesas. -Te traigo presentes para ella. Aquí tienes mis joyas. -No las quiero. -¿Por qué las rechazas? -Porque son inmundas y se ofrecen con inmunda finalidad. ¡Vete! Salomé se levanta confundida. Mira de refilón al Terrible, al Purísimo que la fulmina con su brazo extendido y su mirada de fuego. Mira furtivamente a todos, y ve burla y náusea en las caras. Los fariseos están petrificados observando la fuerte escena. Las romanas se aventuran a acercarse para ver mejor. Salomé intenta una última prueba: -Tratas incluso con los leprosos… – dice en tono sumiso y suplicante. -Son personas enfermas. Tú eres una impúdica. ¡Vete! El último « ¡vete!» es tan imperioso que Salomé recoge velo y manto, y, agachada, se arrastra hacia las escaleras. -¡Ten cuidado, Señor!… Tiene poder… ¡Podría perjudicarte! – susurra Cusa en voz baja. Pero Jesús responde con voz fortísima, para que todos puedan oír, sobre todo la expulsada. -No importa. Prefiero que me maten antes que aliarme con el vicio. Sudor de mujer lasciva y oro de meretriz son venenos de infierno. Las alianzas viles con los poderosos son pecado. Yo soy Verdad, Pureza y Redención. Y no cambio. Ve. Acompáñala… -Castigaré a los criados que la han dejado pasar. -No castigarás a nadie. Sólo una debe ser castigada. Ella. Y ya lo es. Y que sepa, y sepáis vosotros, que conozco su pensamiento, y me repele. Que vuelva la serpiente a su guarida, que el Cordero vuelve a sus jardines. Se sienta. Suda. Guarda silencio. Luego dice: -Juana, da a cada uno el óbolo, para que durante algunos días sea menos triste la vi-da… ¿Qué más debo hacer con vosotros, hijos del dolor? ¿Qué queréis, que os pueda dar? Leo en los corazones. ¡A los enfermos que saben creer, paz y salud! Un instante de pausa y luego un grito… y son muchísimos los que se alzan curados. Los judíos, que habían venido con ánimo de pillar a Jesús en renuncio, se marchan atónitos por el milagro y la pureza de Jesús, y desapercibidos en medio del delirio general de aclamaciones. Jesús sonríe mientras besa a los niños. Luego despide a los invitados. Pero detiene un momento a las viudas y habla con Juana en favor de ellas. Juana toma nota y las invita para el día siguiente; luego se marchan también ellas. Los últimos en salir son los ancianos… Se quedan los apóstoles, los discípulos, las discípulas y las romanas. Jesús dice: -Así es y debe ser la unión futura. No hay palabras. Que sean los hechos los que hablen con su evidencia a los espíritus y a las mentes. La paz sea con vosotros. Se dirige hacia la escalera interior y desaparece seguido por Juana y luego por los demás. Al pie de la escalera se topa con Judas: -¡Maestro, no vayas a Getsemaní! Hay enemigos que te buscan allí. Y tú, madre, ¿qué dices ahora?, tú que me acusas. Si no hubiera ido, no me habría enterado de la asechanza que tienden al Maestro. ¡A otra casa! ¡Vamos a otra asa! -A la nuestra, entonces. En casa de Lázaro sólo entran los que son amigos de Dios – dice María de Magdala. -Sí. Los que ayer estaban en Getsemaní que vengan con las hermanas a la residencia de Lázaro. Mañana tomaremos una serie de medidas.