Despedida de Gamala y llegada a Afeq. Advertencia a la viuda Sara y milagro en su casa.
Deben haber pernoctado en Gamala, porque ya se ha levantado la mañana (una ventilada mañana). Quizás por su posición y construcción escalonada, formando gradas que descienden desde el punto más alto de la ciudad hasta el linde con las murallas -muy sólidas y provistas de puertas también sólidas, herradas: puertas que propiamente puede decirse que lo son de una fortaleza-, Gamala goza de este viento tan benigno en tierras de Oriente. Si ayer me pareció bella a una hora ya llena de sol, ahora se me presenta bellísima. Las casas, en la forma en que están dispuestas, no obstaculizan la visión del vasto panorama, porque la terraza de una está al nivel del bajo de la de la calle superior, de forma que cada calle parece una larga terraza desde la cual puede verse el horizonte. Y es un horizonte que, en lo más alto del monte, se ve circular; más abajo, semicircular, pero en todo caso vasto y hermosísimo.
A1 pie del monte, el verdor de los encinares o de las campiñas, pone un engaste de esmeralda más allá de la árida hoz que circunda la montañuela de Gamala. Luego, a oriente, hasta donde alcanza la vista, los cultivos de la altiplanicie, de la meseta. (Me parece que se llaman así estas vastas y bajas elevaciones de la costra terrestre; pero, si me equivoco, ruego corregir mi palabra, no teniendo un diccionario al alcance de la mano y estando sola en mi habitación, imposibilitada, por tanto, para disponer del diccionario que está encima del escritorio a menos de tres metros de mí. Lo digo también para recordar que quien escribe es una mujer crucificada en la cama.)
Más allá de la vasta meseta, los montes de la Auranítida y, más lejos, las más altas cimas del Basán; al sur, la faja óptima entre el azul Jordán y la elevación compacta y continua que hay a oriente del río y que es como el contrafuerte de la vasta meseta; al norte, los montes lejanos de la cadena libanesa, sobre los cuales domina el imponente Hermón, de mil colores esfumados en esta hora matutina.
Y abajo, en el inmediato occidente, la gema del Mar de Galilea: verdaderamente una gema unida a un collar azul, de un azul distinto del suyo, del Jordán, afluente y emisario del lago, más estrecho en el lugar en que confluye, más nutrido en donde reanuda su carrera hacia el mediodía, brillante bajo el sol, sereno entre sus orillas verdes, verdaderamente bíblico. El pequeño lago de Merón, sin embargo, no se ve, pues está escondido detrás de los montes que hay al norte de Betsaida, pero se intuye por la densa verdura de los campos aledaños, que luego se extienden hacia el noroeste entre el Mar de Galilea y el de Merón, en la llanura donde está enclavada Corazín: me parece haber oído decir otras veces a los apóstoles que es la llanura de Genesaret.
Jesús se despide de los habitantes de la ciudad, los cuales, con orgullo ciudadano, se esfuerzan en mostrarle las bellezas del horizonte y las de la ciudad, dotada de acueductos, termas, bellos edificios:
-Todo esto es esfuerzo y dinero nuestros. Porque hemos aprendido de los romanos y hemos querido tomar de ellos lo ventajoso. ¡Pero nosotros no somos como los otros de la Decápolis! Nosotros pagamos, y ellos, los romanos, nos sirven. ¡Pero luego! Basta. Somos fíeles. También es fidelidad este aislarnos…
-Haced que la fidelidad no sea formal, sino real, íntima, justa. Si no, para nada servirán las obras de defensa. Os lo repito. ¿Veis? Habéis construido este acueducto. Sólido, útil. Pero si no estuviera alimentado por un manantial lejano, ¿acaso os daría agua para las fuentes y termas?
-No. No daría nada. Sería una construcción inútil.
-Vosotros lo habéis dicho: inútil. De la misma manera, las defensas naturales o materiales son inútiles si quien las manda construir no las hace poderosas con la ayuda de Dios, y Dios no ayuda si uno no es amigo suyo.
-Maestro, hablas como sabiendo que tenemos mucha necesidad de Dios…
-Todos los hombres tienen necesidad de Dios, para todas las cosas.
-Sí, Maestro. Pero… parece que nosotros debiéramos tener más necesidad que todas las otras ciudades de Palestina y… -¡Oh !…
¡Un «oh» tan doloroso…!
Los de Gamala lo miran desorientados. El más osado pregunta
-¿Qué piensas? ¿Que conoceremos aún los antiguos horrores?
-Sí, si no acoge al Señor. Y más graves todavía, y más largos… largos… ¡oh! ¡Patria mía! Muy largos…
-Nosotros te hemos acogido. ¡Entonces estamos salvos! La otra vez fuimos unos necios, pero Tú nos has perdonado… -Haced por conservaros en la justicia de hoy respecto a mí, y por crecer en justicia según la Ley.
-Lo haremos, Señor.
Desearían seguirle más y retenerlo más tiempo, pero Jesús quiere alcanzar a las mujeres, que han salido antes montadas en borriquillos, y se libra de sus insistencias y baja rápido por el camino recorrido ayer para venir. Sólo aminora la marcha cuando pasa por el lugar de los trabajos, para alzar la mano y bendecir a los desdichados, que lo miran como se mira a Dios.
El camino, en llegando al pie del monte, se bifurca en dos ramales: uno hacia el lago, el otro hacia el interior. Por este último van los cuatro borriquillos, con leve trote, levantando polvo del camino quemado por el verano y meneando las largas orejas. De vez en cuando una de las mujeres se vuelve, a mirar si Jesús las alcanza. Quisieran pararse para estar con Él, pero Jesús les hace con la mano una señal de que continúen, para alejarse del tramo de camino descubierto, ya invadido por el sol, y llegar pronto a los bosques que suben hacia Afeq, refrescantes bosques que tejen una bóveda verde por encima del camino de caravanas. Se introducen alegres, con una exclamación de alivio. Afeq está mucho más hacia el interior que Gamala Entre los montes. Por eso, ya no se ve el lago de Galilea; es más, ya no se ve nada, porque el camino sube entre dos prominencias montañosas que hacen de mampara.
La viuda va delante, indicando el camino más corto, o sea, deja el camino de caravanas por una vereda que trepa por el monte, aún más fresca y umbría. Pero entiendo el motivo de la desviación cuando, volviéndose sobre la silla, Sara dice:
-Estos bosques son míos. De árboles preciosos. Vienen a comprar madera hasta de Jerusalén, para las arcas de los ricos. Y éstos son los árboles viejos. Pero tengo también viveros que se renuevan siempre. Venid. Ved… – e incita al borrico cuesta abajo y cuesta arriba, y otra vez abajo, siguiendo la vereda entre sus bosques, donde, efectivamente, hay zonas de árboles adultos, ya en condiciones de ser talados, y zonas donde los árboles son todavía tiernos, a veces de pocos centímetros de altura, entre hierbas verdes que huelen a todos los aromas montanos.
-Son bellos estos lugares. Y están bien cuidados. Eres sabia» encomia Jesús.
-!Oh!… Pero para mí sola… Con más gusto los cuidaría para un hijo…
Jesús no responde. Prosiguen el camino. Ya se ve Afeq, en medio de un círculo de manzanos y otros árboles frutales. -También es mío aquel huerto. ¡Demasiado tengo para mí sola!… Era ya demasiado cuando tenía todavía a mi marido y
al caer la tarde nos mirábamos en la casa demasiado vacía, demasiado grande, y ante las monedas, demasiadas, y ante las
cuentas de los productos, también demasiados, y nos decíamos: «¿Y para quién?». Y ahora lo digo más todavía… Toda la tristeza de un matrimonio estéril brota le las palabras de la mujer.
-Siempre hay pobres… – dice Jesús.
-¡Oh! ¡Sí! Y mi casa se abre a ellos todos los días. Pero luego…
-¿Quieres decir cuando mueras?
-Sí, Señor. Será un dolor dejar… ¿a quién?… las cosas tan cuidadas…
En Jesús se dibuja una sombra de sonrisa llena de compasión. Pero, con bondad, responde:
-Eres más sabia para las cosas de la tierra que para las del Cielo, mujer. Te preocupas porque tus plantas crezcan bien y no se formen calveros en tus bosques. Te afliges pensando que después ya no las cuidarán como ahora. Pero estos pensamientos son poco sabios; es más, son totalmente insipientes. ¿Crees que en la otra vida tendrán valor las pobres cosas que llevan por nombre «árbol», «fruta», «dinero», «casas»? ¿Y que será motivo de aflicción el verlas desatendidas? Endereza tu pensamiento, mujer. Allí no se dan los pensamientos de aquí, en ninguno de los tres reinos. En el Infierno, el odio y el castigo ciegan ferozmente. En el Purgatorio, la sed de expiación anula cualquier otro pensamiento. En el Limbo, la bienaventurada espera de los justos no es profanada por nada de carácter terreno. La Tierra queda lejos, con sus miserias; cerca está sólo por sus necesidades sobrenaturales, necesidades de almas, no necesidades de objetos. Los difuntos no réprobos, sólo por amor sobrenatural, orientan a la Tierra su espíritu, y a Dios sus oraciones en favor de los que están en la Tierra; no por otro motivo. Y una vez que los justos entren en el Reino de Dios, ¿qué crees tú que puede ser, para uno que contempla a Dios, esta mísera cárcel, este destierro que se llama «Tierra»?, ¿qué, las cosas dejadas en ella? ¿Podrá el día echar de menos una lámpara humeante, cuando lo ilumina el Sol?
-¡Oh! ¡No!
-¿Y entonces? ¿Por qué suspiras por lo que vas a dejar?
-Quisiera que un heredero siguiera…
-¿Gozando de las riquezas terrenas para tener en ellas un obstáculo para alcanzar la perfección, mientras que el desapego de las riquezas es escalera para poseer las riquezas eternas? ¿Ves, mujer? El mayor obstáculo para obtener a este inocente no es su madre, con sus derechos sobre el hijo, sino tu corazón. Él es un inocente, un inocente triste, pero en todo caso un inocente que, por su mismo sufrimiento, es amado por Dios. Pero si tú lo hicieras un avaro, codicioso, quizás vicioso, por los medios de que dispones, ¿no lo privarías de la predilección de Dios? ¿Y podría Yo, que cuido de estos inocentes, ser un maestro desatento que, sin reflexionar, permitiera que un discípulo inocente suyo se descarriara? Cuida primero de ti misma, despójate de la humanidad aún demasiado viva, libera tu justicia de esta costra de humanidad que la encoge, y entonces merecerás ser madre. Porque no es madre sólo quien engendra o quien ama a un hijo adoptivo y lo cuida y atiende en sus necesidades de criatura animal. También a éste lo ha engendrado su madre. Pero ella no es madre, porque no tiene cuidado ni de su carne ni de su espíritu. Madre es la que se preocupa, sobre todo, de lo que no muere nunca, o sea, del espíritu, no sólo de lo que muere, o sea, de la materia. Y créeme, mujer, que quien ame el espíritu, amará también el cuerpo, porque poseerá un amor justo y, por tanto, será justo.
-He perdido el hijo, lo comprendo…
-No es seguro. Que tu deseo te mueva a santidad, que Dios te complacerá. Siempre habrá huérfanos en el mundo.
Ya han llegado a las primeras casas. Afeq no es una ciudad que pueda competir con Gamala o Ippo. Es, más que nada, rural, pero, quizás por estar situada en un nudo de caminos importante, no es pobre. Lugar de paso de caravanas dirigidas desde el interior al lago, o del norte hacia el sur, está obligada a disponer de los medios para proveer a los peregrinos alojamiento y vestidos, sandalias y alimentos; así que hay almacenes numerosos y numerosas posadas.
La casa de la viuda está cerca de una de éstas, en una plaza, y está ocupada, en el bajo, por un almacén grande donde hay un poco de todo, que lo lleva un anciano narigudo y barbudo que ahora grita como un condenado ante unos compradores roñosos.
-¡Samuel! – llama la mujer.
-¡Ama! – responde el anciano, inclinándose tanto cuanto lo permiten los bultos de mercancía apilados delante de él. -Manda aquí a Elías o a Felipe y luego ven a casa – manda la viuda; y luego, volviéndose al Maestro:
-Ven. Entra en mi casa y sé su huésped bienvenido.
Entran todos, pasando por el fondac, mientras un mocetón que ha venido lleva los borriquillos no sé a dónde. Después del fondac, que da a la casa un aspecto no demasiado artístico, hay un bello patio con dos lados de arcadas. En medio, la fuente (o, por lo menos, un pilón, porque no hay chorro de agua). A los lados, robustos plátanos, que dan sombra a las tapias blancas de cal. Una escalera sube a la terraza. En los lados sin arcadas, los más lejanos del fondac, se abren habitaciones.
-Antes, en tiempos de mi esposo, esto estaba lleno, y se hospedaba también a mercaderes a quienes la noche había sorprendido aquí. Arcadas para las mercancías, establos para los animales, y ahí el pilón para abrevar. Ven a las habitaciones – y cruza en diagonal el patio, yendo hacia la parte más bonita de la casa. Llama:
-¡María! ¡Juana!
Acuden dos mujeres de la servidumbre, una con las manos untadas de masa de pan, la otra con una escoba en la mano. -¡Ama! La paz sea contigo y con nosotras, ahora que has vuelto.
-Y con vosotras. ¿Nada desagradable en estos días?
-José, ese atolondrado, ha roto el rosal que tanto querías. Le he pegado fuerte. Tú pégame a mí, que he sido una estúpida dejándolo ir a esa planta.
-No tiene valor… – pero se asoman lágrimas a los ojos de Sara, que las explica diciendo:
-Me lo había traído mi marido la última primavera que estuvo sano…
-Y Elías se ha roto una pierna, cosa que tiene furioso a Samuel, porque se ve sin ayuda en estos tiempos de mucha actividad de comercio… Se cayó de la escalera de la otra parte, exponiéndose mucho para que encontraras blanqueadas las paredes cuando volvieras – dice la otra mujer, y termina:
-Sufre mucho y se quedará renco. Y tú, ama, ¿has sido feliz en tu viaje?
-Como no me hubiera esperado nunca. Regreso con el Rabí de Galilea. ¡Pronto! Preparad para los que vienen conmigo. ¡Entra, Maestro!
Entran en la casa, pasando por delante de las dos criadas estupefactas.
Una amplia, fresca habitación, en penumbra, con asientos y arquibancos, los acoge. La viuda sale para dar indicaciones. Jesús llama a los apóstoles para mandarlos por la ciudad para preparar los corazones a su llegada. Entra Samuel, transformado de vendedor en jefe de casa, seguido por criadas con ánforas y jofainas para las abluciones de antes de la comida. Y la comida la traen en grandes bandejas: pan, fruta, leche.
Vuelve el ama:
-He dicho a mi criado que estás aquí. Te ruega que seas misericordioso con él. Yo también te digo que lo seas conmigo. Para los Tabernáculos mucha gente pasa por aquí. Y el paso empieza apenas pasada la neomenia de Tisrí. ¡No sé cómo nos las vamos a arreglar, estando él malo!…
-Dile que venga aquí.
-.No puede. No se tiene.
-Dile que el Rabí no va donde él, pero que quiere verlo.
-Mandaré que lo traigan Samuel y José.
-¡Sólo faltaba eso! Yo soy viejo y estoy cansado – refunfuña Samuel.
-Di a Elías que venga con sus piernas. Lo quiero Yo.
-¡Un pobre rabí! Ni siquiera Gamaliel podría tanto – refunfuña todavía el viejo sirviente.
-¡Calla, Samuel!… ¡Perdónalo, Maestro! Es un sirviente fiel. Nacido aquí, de sirvientes de la casa de mi marido; diligente, honesto, pero testarudo en sus ideas de israelita anciano… – lo disculpa en voz baja la viuda.
-Comprendo su espíritu. Pero el milagro lo cambiará. Ve tú a decir a Elías que venga, y vendrá.
La viuda va. Y regresa:
Se lo he dicho. Y me he marchado inmediatamente para no verle poner en el suelo esa pierna todo negra e hinchada. -¿No crees en el milagro?
-Yo sí. Pero esa pierna da horror… Temo que se pudra toda por la gangrena. Está brillante, brillante… horrenda y… ¡Oh! La interrupción, la exclamación viene del hecho de ver al criado Elías correr mejor que un sano hacia ellos y arrojarse a los pies de Jesús diciendo:
-Sea loado el Rey de Israel.
-Loor sólo a Dios. ¿Cómo has venido? ¿Cómo has tenido este coraje?
-He obedecido. He pensado: «El Santo no puede mentir ni manda cosas estúpidas. Tengo fe. Creo», y he movido la pierna. Ya no dolía. Se movía. La he apoyado en el suelo. La pierna me sujetaba. He movido e1 paso. Podía hacerlo. Me he echado a correr. Dios no defrauda a quien cree en Él.
-Álzate, hombre. En verdad os digo que pocos tienen la fe de éste. ¿De qué te ha venido?
-De tus discípulos que pasaron por aquí a predicarte.
-¿Los has escuchado sólo tú?
-No. Todos, porque fueron hospedados aquí después de Pentecostés.
-Y sólo tú has creído… Tu espíritu está muy adelante en los caminos del Señor. Continúa.
El viejo Samuel está en fuerte conflicto entre sentimientos opuestos… Pero, como muchos en Israel, no se sabe despegar de lo viejo por lo nuevo y se cierra; dice:
-¡Magia! ¡Magia! Está escrito: «No se contamine mi pueblo con los magos y los adivinos. Si uno lo hace, Volveré contra él mi rostro y le exterminaré». ¡Teme, ama, ser infiel a las leyes! – y se marcha, severo, escandalizado, como si hubiera visto a1 demonio asentado en la casa.
-¡No le castigues, Maestro! ¡Es viejo! Siempre ha creído de esta manera…
-No temas. Si fuera a castigar a todos los que me llaman demonio, muchos sepulcros se abrirían para tragarse su presa. Sé esperar… Hablaré al caer de la tarde. Luego dejaré Afeq. Ahora acepto quedarme bajo tu techo.