Llegada a Ippo y discurso en pro de los pobres. Curación de un esclavo paralítico.
Jesús entra en Ippo una clara mañana. Debe haber pernoctado en la casa campestre de algún habitante de la ciudad que ha venido a escucharlo, para entrar luego en la ciudad en las primeras horas de la mañana de un rumoroso día de mercado. Muchos de Ippo están con Él. Muchos de Ippo, habiendo sido avisados por otros de que ha llegado el Rabí, acuden solícitos a su encuentro. Mas no son sólo los habitantes de esta ciudad los que están alrededor de Jesús; están presentes también los del arrabal del lago. Falta sólo alguna mujer que, por sus condiciones físicas o por tener niños demasiado pequeños, no ha podido alejarse demasiado de casa.
La ciudad, ligeramente elevada sobre el nivel del lago, extendida sobre las primeras ondulaciones de la llanura elevada que está allende el lago y que va subiendo hacia oriente para alcanzar al sudeste los montes de la Auranítida y al nordeste el grupo montañoso presidido por el gran Hermón, tiene buena presencia: ciudad rica en comercio y en bienes; importante también como nudo de caminos, y eslabón de enlace entre muchas regiones de allende el lago, como se deduce de los postes de los caminos (están colocados en sus cercanías y llevan los nombres de Gamala, Gadara, Pel.la, Arbela, Bosra. Gerguesa, y otros más).
Muy poblada y muy visitada por forasteros que vienen de los pueblos vecinos para compras o ventas o por otros motivos de negocios. Veo a muchos romanos, civiles o militares, entre la multitud, la cual -no sé si es propiedad de esta ciudad o si lo es de la región- no me parece tan agresiva contra los romanos, no me parece que los rechace tanto. Quizás los negocios, más que en las zonas de la otra orilla, han estrechado vínculos recíprocos, que, si no son de amistad, por lo menos son de conveniencia.
La muchedumbre aumenta a medida que Jesús avanza hacia el centro de la ciudad, hasta que se detiene en una vasta plaza arbolada, donde, a la sombra de los árboles, se desarrolla el mercado, o sea, conciertan los negocios más importantes. Porque la compraventa de poca envergadura de alimentos y enseres se realiza detrás de esta plaza, en un terreno sin pavimentar donde ya pega el sol. De éste se defienden los compradores y vendedores con toldos montados sobre estacas y que proyectan un pequeño espacio de sombra sobre las mercancías expuestas en el suelo. El lugar, estando así cubierto con toldos poco elevados y de todos los colores, entre los cuales hormiguea la gente, vestida con indumentos variopintos, parece un prado engalanado con flores gigantescas: unas fijas, otras móviles por los senderillos que hay entre uno y otro toldo. Ello comunica al lugar un aspecto de belleza, que pierde, sin duda, cuando, desmontadas las… barracas prehistóricas, la explanada debe aparecer con su amarillenta desolación de lugar estéril y desierto.
Ahora está lleno de vocerío. ¡Pero cuánto gritan estos pueblos, y cuántas palabras dicen gritando para llegar a un acuerdo… pues… simplemente sobre una escudilla de madera, un cernedor, o un puñado de semillas! Y al vocerío de los que compran y venden se une todo un coro de mendigos que fuerzan la voz para que se les oiga por encima del vocerío.
-¡Pero aquí no puedes hablar, Maestro! – exclama Bartolomé – ¡Tu voz es potente, pero no puede superar este ruido!
-Esperaremos. ¿Veis? El mercado está terminando. Ya hay quien empieza a quitar las mercancías. Entretanto, id a ofrecer a los mendigos la limosna, con lo que han dado los ricos de aquí. Será para el discurso prólogo y bendición, porque la limosna dada con amor pasa del grado de ayuda material al de amor al prójimo, y atrae gracias – responde Jesús.
Los apóstoles van a cumplir la orden.
Jesús sigue hablando entre la atenta gente:
-La ciudad es rica y próspera. A1 menos en esta parte. Veo que estáis vestidos con túnicas limpias y bonitas. Vuestras caras denotan buena alimentación. Todo me dice que no sufrís la miseria. Lo que os pregunto ahora es si aquellos que allí se lamentan son de Ippo o son mendigos ocasionales que han venido aquí de otros lugares en busca de una ayuda. Sed sinceros…
-Mira. Te vamos a responder, aunque ya la reprensión se entrevé en tus palabras. Algunos han venido de fuera. La mayor parte son de Ippo.
-¿Y no hay trabajo para ellos? He visto que aquí se construye mucho y debería haber trabajo para todos… -Los que alistan para el trabajo casi siempre son los romanos…
-Casi siempre. Tú lo has dicho. Porque también he visto a habitantes de aquí superentendiendo trabajos; y entre ellos he visto a muchos que tienen a gente que no es de aquí. ¿Por qué no ayudar primero a los del lugar?
-Porque… es difícil trabajar aquí, porque, sobre todo, hace años, antes de que los romanos construyeran buenas calzadas, era laborioso traer aquí los bloques de piedra y abrir los caminos… Y muchos enfermaron o quedaron maltrechos… y ahora son mendigos porque ya no pueden trabajar.
-Pero ¿vosotros disfrutáis del trabajo que hicieron?
-¡Por supuesto, Maestro! Fíjate qué bonita ciudad, qué cómoda, con agua abundante en cisternas profundas, y hermosos caminos que comunican con otras ciudades ricas. Fíjate qué construcciones más sólidas. Fíjate cuántos trabajadores. Fíjate…
-Veo todo. ¿Y a construir estas cosas os han ayudado los que ahora os piden quejumbrosamente un pan? ¿Respondéis que sí? ¿Y entonces por qué, si disfrutáis de lo que ellos os han ayudado a tener, no les dais ni una pequeña porción de disfrute? El pan, sin que lo pidan: una yacija, para que no se vean obligados a compartir las madrigueras de los animales agrestes; una ayuda para sus enfermedades (que si se curasen de ellas tendrían la manera de hacer todavía algo, en vez de sentirse rebajados a un ocio forzado y humillante). ¿Cómo podéis sentaros contentos a la mesa y participar con alegría de la abundante comida, rodeados de vuestros hijos festivos, sabiendo que, a poca distancia, hermanos vuestros tienen hambre? ¿Cómo ir a descansar en una cama bien cobijada, cuando sabéis que afuera, de noche, hay hombres que no disponen de camastro ni refugio? ¿No os queman la conciencia esas monedas que guardáis en las arcas, sabiendo que muchos no tienen ni una moneda con que comprarse un pan?
Me habéis dicho que creéis en el Señor Altísimo y que observáis la Ley, que conocéis a los Profetas y los libros de la Sabiduría. Me habéis dicho que creéis en mí y que deseáis con avidez mi doctrina. Bueno, pues entonces tenéis que hacer bueno vuestro corazón, porque Dios es Amor y preceptúa amor, porque la Ley es amor, porque los Profetas y los libros de la Sabiduría aconsejan el amor, y mi doctrina es doctrina de amor. Los sacrificios y oraciones son vanos si el amor al prójimo no es su base y altar, y especialmente al pobre indigente, al cual es posible ofrecer todas las formas de amor con el pan, la cama, los vestidos, con el consuelo y la enseñanza, y conduciéndolo a Dios. La miseria, degradando, lleva al espíritu a perder esa fe en la Providencia que es saludable para resistir en las pruebas de la vida. ¿Cómo podéis pretender que el mísero sea siempre bueno, paciente, pío, cuando ve que los favorecidos por la vida -y, por tanto, según el concepto común, favorecidos por la Providencia- son duros de corazón, carecen de verdadera religión -porque a su religión le falta la parte primera y esencial: el amor-, carecen de paciencia y, teniéndolo todo, no saben soportar ni siquiera la súplica del hambriento? ¿Que a veces imprecan contra Dios y contra vosotros? ¿Y quién los conduce a este pecado? ¿No meditáis nunca, vosotros, ricos ciudadanos de una rica ciudad, que tenéis un gran deber: el de instruir en la Sabiduría a los abandonados con vuestro modo de actuar?
Alguien me ha dicho: «Todos querríamos ser tus discípulos para predicarte». Y Yo digo a todos: podéis hacerlo. Estos que vienen amedrentados, avergonzados con sus vestidos andrajosos y sus caras demacradas, son los que esperan la Buena Nueva, la que es dada, sobre todo, para los pobres, para que tengan una confortación sobrenatural en la esperanza de una vida gloriosa después de la realidad de su triste vida presente. Vosotros podéis practicar esta doctrina mía con menor esfuerzo material, aunque con mayor esfuerzo espiritual, porque las riquezas son peligrosas para la santidad y la justicia. Ellos pueden practicarla no sin toda suerte de fatigas. El pan que les falta, el vestido insuficiente, el techo inexistente los mueven a preguntarse: «¿Cómo puedo creer que Dios es mi Padre, si no tengo lo que tienen las aves del aire?». ¿Cómo podrá la dureza del prójimo hacerles creer que hay que amarse como hermanos? Tenéis la obligación de darles la certeza de que Dios es Padre, y de que vosotros sois hermanos, con vuestro amor operativo. La Providencia existe, y vosotros sois sus ministros, vosotros, los ricos del mundo. Considerad este hecho de ser medios como el mayor honor que Dios os da y como la única vía para hacer santas las riquezas peligrosas.
Y actuad como si en cada uno de éstos me vierais a mí mismo. Yo estoy en ellos. He querido ser pobre y padecer persecución para ser como ellos y para que el recuerdo del Cristo pobre y perseguido perdurase a través de los siglos, proyectando una luz sobrenatural sobre los pobres y perseguidos como Cristo, una luz que os hiciera amarlos como a otros Cristos. Y Yo, efectivamente, estoy en el mendigo al que se da comida, bebida, o vestido o posada; estoy en el huérfano recogido por amor, en el anciano socorrido, en la viuda ayudada, en el peregrino hospedado, en el enfermo asistido; estoy en el afligido consolado, en el vacilante confirmado, en el ignorante instruido; estoy donde se recibe amor. Y todo lo que se hace -o en medios materiales o en medios espirituales- a un hermano pobre se me hace a mí. Porque Yo soy el Pobre, el Afligido, el Varón de Dolores; y lo soy para dar riqueza, alegría, vida sobrenatural a todos los hombres, que muchas veces -no lo saben pero así es- son ricos sólo aparentemente, y tienen una alegría sólo aparente, mientras que en realidad son íntegramente pobres respecto a las riquezas y alegrías verdaderas, porque carecen de la Gracia por la Culpa original que de ella los priva.
Vosotros sabéis que sin la Redención no hay Gracia y sin Gracia no hay alegría y vida. Y Yo, para daros Gracia y Vida, no he querido nacer rey u hombre poderoso, sino pobre, lugareño, humilde. Porque ni la corona ni e1 trono ni el poder son nada para quien del Cielo viene para guiar al Cielo; mientras que el ejemplo que un verdadero Maestro debe dar para dar fuerza a su doctrina lo es todo. Porque la parte mayor está compuesta por los pobres e infelices, mientras que los poderosos y felices constituyen la menor parte. Porque la Bondad es Piedad. Para esto he venido y el Señor ha ungido a su Cristo: para que anunciara la Buena Nueva a los mansos y sanase a los que tienen el corazón quebrantado, para que predicara la libertad a los esclavos, la liberación a los cautivos, para consolar a los que lloran y para poner a los hijos de Dios, a los hijos que saben seguir siéndolo tanto en la alegría como en el dolor, su diadema, la vestidura de la justicia, y transformarlos, de árboles agrestes, en árboles del Señor; en campeones suyos; en glorias suyas.
Yo soy todo para todos, y quiero conmigo a todos en el Reino de los Cielos, que está abierto para todos, a condición de saber vivir en la justicia. La justicia está en la práctica de la Ley y en el ejercicio del amor. A este Reino no se accede por derechos derivados de la riqueza, sino por heroísmos de santidad. Quien quiera entrar en él que me siga y haga lo que Yo hago: ame a
Dios sobre todas las cosas y a su prójimo como Yo lo amo; no blasfeme contra el Señor y santifique sus fiestas; honre a sus padres; no alce la mano violenta contra su semejante; no cometa adulterio; no robe a su prójimo en ningún modo; no levante falso testimonio; no desee lo que no tiene y tienen otros, antes bien, conténtese con su suerte, pensando que ésta es siempre transitoria y es camino y medio para conquistar un destino mejor y eterno; ame a los pobres, a los afligidos, a los mínimos de la Tierra, a los huérfanos, a las viudas; no preste con usura. Quien haga estas cosas, independientemente de su nación o lengua, condición o grado de riqueza, podrá entrar en el Reino de Dios, cuyas puertas os abro Yo.
Venid a mí todos los que tengáis buena voluntad. No os asuste ni lo que sois ni lo que fuisteis, Yo soy el Agua que lava el pasado y fortalece para el futuro. Venid a mí los que tengáis pobreza de sabiduría. En mi palabra hay sabiduría. Venid a mí, haceos una vida nueva sobre la base de otros conceptos. No temáis no saber ni no poder hacer. Mi doctrina es fácil, mi yugo es ligero. Yo soy el Rabí que da sin pedir nada en cambio, nada sino vuestro amor. Si me amáis, amaréis mi doctrina, y, por tanto, también a vuestro prójimo, y tendréis la Vida y el Reino. Ricos, despojaos del apego a las riquezas y comprad con ellas el Reino con todas las obras de misericordioso amor al prójimo; pobres, despojaos de vuestro sentimiento de humillación y caminad por el camino de vuestro Rey. Con Isaías (55, 1) digo: «Sedientos, venid a las aguas; y también vosotros, los que no tenéis dinero, venid a comprar». Con el amor compraréis lo que es amor, lo que es alimento que no se estropea, alimento que verdaderamente sacia y fortalece.
Yo me marcho, hombres y mujeres, ricos y pobres de Ippo. Me voy para obedecer a la voluntad de Dios. Pero quiero marcharme de vuestra presencia menos afligido que como he llegado. Vuestra promesa será lo que consuele mi aflicción. Por el bien vuestro, ricos, por el bien de esta ciudad vuestra, sed, prometed ser, misericordiosos en el futuro respecto a los más pequeños de entre vosotros. Todo es hermoso aquí; pero, como una nube negra de tormenta pone aspecto temible a la más bella de las ciudades, así aquí domina, cual sombra que hace desaparecer toda belleza, vuestra dureza de corazón. Eliminadla y gozaréis de bendición. Recordad que Dios prometió no destruir Sodoma, si en ella hubiera habido diez justos. Vosotros no conocéis el futuro. Yo sí. Y en verdad os digo que está cargado de castigos más que una nube estival de granizo. Salvad vuestra ciudad con vuestra justicia, con vuestra misericordia. ¿Lo vais a hacer?
-Lo haremos, Señor, en tu nombre. ¡Háblanos, sigue hablándonos! Hemos sido duros y pecadores. Pero Tú nos salvas. Eres el Salvador. Háblanos…
-Estaré con vosotros hasta el anochecer. Pero hablaré con mis obras. Ahora, mientras el sol domina, id cada uno a su casa y meditad en mis palabras.
-¿Y Tú a dónde vas, Señor? ¡A mi casa! ¡A mi casa!
Todos los ricos de Ippo quieren que vaya con ellos, y casi discuten por defender cada uno el motivo por el que Jesús debe ir a casa de éste o de aquél.
Él levanta la mano imponiendo silencio. A duras penas lo obtiene. Dice:
-Voy a estar con éstos.
Y señala a los pobres, los cuales, apiñados en un grupo al margen de la multitud, lo miran con los ojos de quienes, siempre vilipendiados, se sienten queridos. Y repite:
-Voy a estar con éstos, para consolarlos y compartir el pan con ellos. Para darles un adelanto de la alegría del Reino, donde el Rey estará sentado entre los súbditos en el mismo banquete de amor. Entretanto, puesto que su fe está escrita en sus caras y en sus corazones, les digo a ellos: «Hágase lo que en vuestro corazón pedís, y alma y cuerpo exulten con la primera salvación que os dona el Salvador».
Habrá al menos un centenar de pobres. De éstos, al menos los dos tercios, tienen taras físicas, o están ciegos, o visiblemente enfermos; el otro tercio es de niños que mendigan para sus madres viudas o para sus abuelos… Bien, pues es prodigioso ver que los brazos tullidos, las caderas baldadas, las espaldas contractas, los ojos apagados, las personas extenuadas que literalmente se arrastran, toda la flora dolorosa de las enfermedades y desdichas, debidas a accidentes de trabajo o contraídas por exceso de fatigas y de privaciones, se restauran, dejan de existir, y estos infelices vuelven a la vida, vuelven a sentirse capaces de bastarse a sí mismos. Los gritos llenan la vasta plaza y en ella retumban.
Un romano se abre paso a duras penas por entre la multitud delirante y se llega a Jesús mientras Él, también con dificultad, se dirige hacia los pobres que han sido curados y que desde su sitio lo bendicen, pues no pueden hender la muchedumbre compacta.
-¡Salve, Rabí de Israel! ¿Lo que has hecho es sólo para los de tu nación?
-No, hombre. Ni lo que he hecho ni lo que he dicho. Mi poder es universal, porque universal es mi amor. Y mi doctrina es universal, porque para ella no hay castas, ni religiones, ni naciones, que limiten. El Reino de los Cielos es para la Humanidad que sabe creer en el Dios verdadero. Y Yo soy para aquellos que saben creer en el poder del Dios verdadero.
-Yo soy pagano. Pero creo que eres un dios. Tengo un esclavo al que quiero, un anciano esclavo, que me sigue desde que yo era niño Ahora la parálisis lo está matando lentamente y con muchos dolores Pero es un esclavo y quizás Tú…
-En verdad te digo que no conozco sino una verdadera esclavitud que me produzca repulsión: la del pecado, la del pecado obstinado Porque quien peca y se arrepiente halla mi piedad. Tu esclavo será curado. Ve y cúrate de tu error, entrando en la verdadera fe.
-¿No vienes a mi casa?
-No, hombre.
-Verdaderamente… he pedido demasiado. Un dios no va a casas de mortales. Eso se lee sólo en las fábulas… Pero nadie hospedó jamás a Júpiter o a Apolo.
-Porque no existen. Pero Dios, el verdadero Dios entra en las casa del hombre que cree en Él, y lleva a ellas curación y
paz.
-¿Quién es el verdadero Dios?
-El que es.
-¿No Tú? ¡No mientas! Te siento dios…
-No miento. Tú lo has dicho. Yo lo soy. Yo soy el Hijo de Dios venido para salvar a tu alma también, como he salvado a tu amado esclavo. ¿No es ése que viene llamando a voces?
El romano se vuelve, ve a un anciano, seguido por otras personas, que envuelto en una manta corre gritando: -¡Mario! ¡Mario! ¡Amo mío!
-¡Por Júpiter! ¡Mi esclavo! ¡Y corre!… Yo… he dicho: Júpiter… No. Digo: por el Rabí de Israel. Yo… yo… – el hombre ya no sabe qué decir…
La gente se abre de buena gana para dejar pasar al viejo curado.
-Estoy curado, amo. He sentido un fuego en mis miembros y una orden: «¡Levántate!». Me parecía tu voz. Me he levantado… Me tenía en pie… He intentado andar… podía… Me he tocado las llagas de la cama… no había llagas. He gritado. Nereo y Quinto han venido inmediatamente. Me han dicho dónde estabas. No he esperado a tener vestidos. Ahora te puedo servir todavía… – el anciano, de rodillas, llora mientras besa las vestiduras del romano.
-No a mí. Él, este Rabí, te ha curado. Habrá que creer, Aquila. Él es el verdadero Dios. Ha curado a aquéllos con la voz, y a ti… con no sé qué… Debemos creer… Señor… soy pagano, pero… toma… No. Es demasiado poco. Dime a dónde vas y te retribuiré». Había ofrecido una bolsa, pero la vuelve a guardar.
-Voy debajo de aquel pórtico oscuro, con ellos.
-Te mandaré para ellos. ¡Salve, Rabí! Lo contaré a los que no creen…
-Adiós. Te espero en los caminos de Dios.
El romano se marcha con sus esclavos. Jesús se marcha con sus pobres y con los apóstoles y discípulas.
El pórtico -más calle cubierta que pórtico- es umbrío y fresco, y la alegría es tanta, que el lugar, de por sí muy común, también parece hermoso. De vez en cuando, uno de la ciudad viene y da dádivas. Vuelve el esclavo del romano con una pesada bolsa. Y Jesús otorga palabras de luz y consuelos de dinero, y, cuando regresan los apóstoles con una serie de provisiones, Jesús parte el pan y bendice el alimento y ofrece a los pobres, a sus pobres…