El ex leproso Juan se hace discípulo. Parábola de los diez monumentos.
-¡Mi Señor! – grita el ex leproso, postrándose de rodillas, en cuanto ve aparecer a Jesús en la gándara que precede al lugar rocoso donde ha vivido durante muchos años. Y luego, levantándose, grita otra vez:
-¿Cómo es que vienes de nuevo a verme?
-Para darte el viático de la palabra, después del de la salud.
-El viático se da a uno que se pone en camino, y yo realmente me marcho hoy al atardecer para las purificaciones. Pero me marcho para volver y unirme a los discípulos, si me quieres acoger. Ya no tengo casa ni parientes, Señor. Soy viejo para volver a nueva actividad y vida. Me restituirán la posesión de los bienes. ¿Pero, cómo estará la casa, después de quince años sin ser de nadie? ¿Qué encontraré en ella? Quizás paredes derrumbadas… Soy un pájaro sin nido. Deja que me una a las filas de los que te siguen. Además… no me pertenezco ya a mí mismo, porque por lo que me has dado soy tuyo; ya no pertenezco al mundo, que durante tanto tiempo me apartó de sí (justamente, porque era impuro). Ahora, después de conocerte, soy yo quien encuentro impuro al mundo, y me aparto del mundo para ir a ti.
-Y Yo no te rechazo. De todas formas, te digo que querría de ti que estuvieras un tiempo en esta región. Aera y Arbela tienen a un hijo suyo evangelizando. Tú sélo de Ippo, de Gamala, de Afeq y de los pueblos cercanos. Dentro de poco voy a bajar a Judea, y no regresaré a estos lugares. Quiero que tengan evangelizadores.
-Tu voluntad me hace amable cualquier renuncia. Haré lo que deseas. Lo haré en cuanto cumpla las purificaciones. Había pensado no preocuparme ya más de mi casa. Pero ahora digo que la voy a arreglar para poder vivir en ella y recibir durante el invierno a almas deseosas de saber de ti, y pediré a alguno de los discípulos que te sigue desde hace años que venga conmigo, porque, si quieres que sea un pequeño maestro, necesito ser instruido por alguien que sea más maestro que yo. Y en primavera iré, como los otros, predicando tu Nombre.
-Es un pensamiento correcto. Dios te ayudará a cumplirlo.
-Ya he empezado, destruyendo con el fuego todo lo que me pertenecía: o sea, la mísera yacija y los enseres que usaba, la túnica que he llevado hasta ayer, todo lo que había tocado con mi cuerpo enfermo. La gruta donde vivía está negra por el fuego que he encendido dentro para destruir y purificar. Nadie se contagiará si entra en ella para refugiarse en una noche de tormenta. Y… (la voz del hombre pierde fuerza, casi se empaña, y habla más lentamente…) y… tenía una vieja arca ya desvencijada… carcomida… parecía que la lepra la hubiera corroído también a ella… Pero para mí… era más preciosa que las riquezas del mundo… Dentro estaban las cosas amadas… recuerdos de mi madre… el velo de boda de mi Ana… ¡Ah, cuando se lo quité, lleno de felicidad, el día de nuestra boda al caer de la tarde, y contemplé aquel rostro de azucenas tan hermoso y puro, ¿quién me iba a decir que pocos años después lo iba a ver convertido todo en una llaga? Y… los vestidos de mis hijos… y sus juguetes… que sujetaron entre sus pequeñas manos mientras pudieron apretar… algo… y… ¡oh, es mucho el dolor!… perdona mi llanto… La llaga duele mucho ahora que los he quemado por justicia… sin poder besarlos… porque eran de leprosos… Soy injusto, Señor… Te muestro lágrimas… Pero ten conmiseración… He destruido el último recuerdo de ellos… y ahora me siento como uno extraviado en un desierto…
El hombre se agacha, llorando, junto al montón de ceniza, recuerdo de su pasado…
-No estás extraviado, Juan; ni solo. Yo estoy contigo. Y los tuyos pronto estarán conmigo, en el Cielo, esperándote. Esos recuerdos te los evocaban desfigurados por la enfermedad, o con la hermosura de la salud antes de la desgracia: recuerdos todos dolorosos. Déjalos entre las cenizas de la hoguera. Anúlalos en la certidumbre que te doy Yo de que volverás a encontrarlos, felices, con la hermosura de la alegría del Cielo. El pasado ha muerto, Juan; no lo llores más. La luz ya no se demora en mirar a las tinieblas de la noche, sino que exulta por separarse de ellas y resplandecer, subiendo en el cielo tras el sol todas las mañanas. Y el sol no se demora en el oriente, sino que aparece, se muestra todo, hasta emitir sus rayos desde lo alto de la bóveda celeste que surca. Tu noche ha terminado. No la recuerdes ya. Sube con el espíritu a donde Yo, Luz, te llevo. Allí, por la dulce esperanza y la hermosa fe, encontrarás la alegría, porque tu caridad podrá derramarse en Dios y en los amados que esperan. Es sólo una rápida ascensión… y pronto estarás arriba, con ellos. La vida es un soplo… La eternidad es el eterno presente.
-Tienes razón, Señor. Me confortas y me enseñas cómo superar esta hora con justicia… Pero Tú estás al sol por estar lo más cerca de mí que te es concedido. Retírate, Maestro. Ya me has dado bastante. Podría hacerte daño el sol, que ya es fuerte.
-He venido para estar contigo. Todos hemos venido para esto. Lo que puedes hacer es acercarte tú a los árboles, y estaremos cerca sin peligro.
El hombre obedece y deja la peña a cuyos pies está el montón de ceniza, el pasado, y va hacia el lugar a que se dirige Jesús, donde están, emocionados, los apóstoles y las mujeres y los habitantes del arrabal y los que han venido de las ciudades a escuchar al Maestro.
-Encended las hogueras para asar el pescado. Repartiremos la comida en banquete de amor – ordena Jesús.
Y, mientras los apóstoles llevan a cabo las indicaciones, É1 se mueve por entre los árboles y matas crecidos en desorden en este lugar que todos evitan por la cercanía del leproso. Una tupida maraña, agreste, de plantas que no conocen podaderas ni hachas desde que nacieron. Personas enfermas o afligidas por algo están bajo la sombra propicia de esta espesura y narran a Jesús sus angustias, y Jesús cura, aconseja o consuela, con paciencia y potencia. Más allá, en un pequeño prado, el niño de Cafarnaúm juega feliz con los niños del pueblo, y los gritos alegres de los niños compiten con el canto de muchos pájaros que hay en las tupidas frondas; mientras sus vestidos variopintos, agitados, al correr, contra el fondo verde de la hierba, hacen que parezcan grandes mariposas yendo de una flor a otra.
La comida está preparada. Llaman a Jesús, que pide prestado e1 cesto a un campesino que había traído higos y uva y lo llena de pan, del pescado más hermoso, de fruta muy sabrosa; añade a ello su cantimplora de agua endulzada con miel, y se dirige hacia el leproso.
-Te quedas sin cantimplora – le observa Bartolomé – No te la puede devolver.
Y Jesús, sonriendo:
-¡Hay mucha agua todavía para la sed del hijo del hombre! Está el agua que el Padre ha puesto en los pozos profundos. Y el Hijo del hombre tiene todavía las manos libres para usar sus cuencos… Día llegará en que no tendré ni éstas ni aquélla… ni tendré ya tampoco el agua del amor, que aplaque la sed del sediento… Ahora tengo mucho amor en torno a mí… – y prosigue, llevando con las dos manos la canasta ancha, redonda y baja, que deposita en la hierba a unos metros de Juan; y dice a éste:
-¡Toma y come! Es el banquete de Dios.
Luego vuelve a su lugar. Ofrece y bendice el alimento y lo manda distribuir entre los presentes, que han añadido a ello todo lo que tenían. Todos comen con gusto y pacífica alegría, y María se ocupa del pequeño Alfeo con maternal dulzura. Luego, acabada la refacción, Jesús se pone entre la gente y el ex leproso y empieza a hablar, mientras las madres colocan en sus regazos a los niños, saciados de alimento y juegos, y los mecen para dormirlos y que no molesten.
-Escuchad todos. En un salmo de David (Salmo 15) el salmista se pregunta: “¿Quién habitará en el Tabernáculo de Dios? ¿Quién descansará en el monte de Dios?». Y pasa a enumerar a los que estarán en el número de los afortunados, y los motivos de su bienaventuranza. Dice: «El que vive sin mancha y practica la justicia. El que dice la verdad de corazón y no urde engaños con su lengua. El que no perjudica a su prójimo. El que no se hace eco de palabras infamantes contra sus semejantes». Y en pocos renglones, después de decir quién habitará en los dominios de Dios, refiere el bien que hacen estos bienaventurados después de no haber hecho el mal. Así dice: “A sus ojos el malvado es nada. Honra a los que temen a Dios. No jura para engaño de su prójimo. No presta a usura su dinero, no recibe regalos en perjuicio del inocente». Y termina: «Quien estas cosas hace no vacilará jamás».
En verdad, en verdad os digo que el salmista dijo la verdad, y confirmo con mi sabiduría que quien así obra no vacilará
jamás.
Primera condición para entrar en el Reino de los Cielos: “Vivir sin mancha».
¿Pero puede el hombre, criatura débil, vivir sin mancha? La carne, el mundo y Satanás, en una continua agitación de pasiones, tendencias y odio, lanzan sus chorretadas para manchar a los espíritus y, si el Cielo estuviera abierto sólo para los que hubieran vivido sin mancha desde que tuvieron uso de razón en adelante, poquísimos de toda la Humanidad entrarían en el Cielo, de la misma forma que poquísimos son los hombres que llegan a la muerte sin haber conocido enfermedades más o menos graves durante la existencia. ¿Y entonces? ¿Está así cerrado el Cielo para los hijos de Dios? ¿Tendrán que decirse éstos a sí mismos: «Lo he perdido» cuando un asalto de Satanás o un torbellino de la carne los hacen caer y ven manchada su alma? ¿No habrá ya perdón para el que haya pecado? ¿Nada borrará la mancha que desfigura al espíritu? No temáis a vuestro Dios con injusto temor. Él es Padre. Y un padre tiende siempre una mano a los hijos que vacilan, les ofrece ayuda para que se pongan en pie de nuevo, conforta con medios delicados para que su abatimiento no degenere en desesperación, sino que florezca en forma de humildad deseosa de ofrecer reparación para volver a1 amor del Padre.
Así es: el arrepentimiento del pecador: la buena voluntad de ofrecer reparación -nacidas ambas de un verdadero amor al Señor-, lavan la mancha de la culpa y hacen al hombre digno del perdón divino. Y cuando el que os habla haya cumplido su misión en la Tierra, a las absoluciones del amor, del arrepentimiento y de la buena voluntad, se unirá, poderosísima, la
absolución que el Cristo os habrá obtenido a precio de su sacrificio. Más cándidos en el alma que niños recién nacidos -mucho más cándidos porque a quien crea en mí le brotarán desde dentro de su seno ríos de agua viva que lavarán incluso el pecado original, causa primera de todas las debilidades del hombre-, podréis aspirar al Cielo, al Reino de Dios, a morar en sus Tabernáculos. Porque la Gracia que voy a devolveros os ayudará a practicar la justicia, que aumenta – más cuanto más es practicada – el derecho que os da un espíritu sin mancha a entrar en la alegría del Reino de los Cielos. Entrarán en él los niños pequeños y gozarán, por la bienaventuranza gratuitamente ofrecida; gozarán, porque el Cielo es alegría. Mas entrarán también los adultos, los viejos, los que hayan vivido, luchado, vencido, y que a la cándida corona de la Gracia unan la corona multicolor de sus obras santas, de sus victorias contra Satanás, el mundo y la carne, y grande, grandísima será su bienaventuranza de vencedores, grande, como el hombre no puede imaginar.
¿Cómo se practica la justicia? ¿Cómo se conquista la victoria? Con honestidad de palabras y de acciones, con caridad hacia el prójimo. Reconociendo que Dios es Dios y no poniendo en el lugar del Dios Santísimo los ídolos de las criaturas, el dinero, el poder. Ofreciendo cada uno el lugar que le corresponde, sin tratar de dar más ni de dar menos de aquello que debe darse. No es justo el hombre que, porque uno sea amigo o pariente suyo influyente, lo honre y sirva incluso en las obras no buenas. Y quien -caso contrario- perjudique a su prójimo porque de él no pueda esperar ningún beneficio, y jure contra él, o se deje comprar con regalos para testificar contra el inocente o juzgar con favoritismo, no según la justicia sino según el cálculo de lo que el injusto juicio le puede producir del más poderoso de los contendientes, no es justo, y vanas son sus oraciones, sus dádivas, porque a los ojos de Dios están manchadas de injusticia.
Como veis, lo que digo sigue siendo Decálogo. Siempre es Decálogo la palabra del Rabí. Porque el bien, la justicia, la gloria están en cumplir lo que el Decálogo enseña y ordena hacer. No hay otra doctrina. En el pasado fue dada entre los rayos del Sinaí, ahora es dada entre los resplandores de la Misericordia, pero es esa Doctrina. Y no cambia. Y no puede cambiar. Muchos, como propia disculpa, dirán en Israel, para justificar el no haber sido santos incluso después del paso del Salvador por la Tierra: «No he tenido posibilidad de seguirlo y escucharlo». Mas su disculpa no tiene ningún valor, porque el Salvador no ha venido a instaurar una nueva Ley, sino a confirmar la primera, la única Ley; es más, a confirmarla precisamente en su santa desnudez, en su sencillez perfecta. A confirmar con amor, y con promesas de seguro amor de Dios, lo que en el pasado había sido dicho con rigor, por una parte, y había sido escuchado con temor, por la otra parte.
Para que comprendáis bien lo que son los diez mandamientos, y la importancia que tiene el seguirlos, os digo esta parábola.
Un padre de familia tenía dos hijos. Igualmente amados. De ambos quería ser, en igual medida, benefactor. Este padre tenía, además de la casa donde vivían los hijos, otras propiedades donde había grandes tesoros escondidos. Los hijos tenían noticia de estos tesoros, pero no sabían el camino que a ellos conducía, porque su padre, por motivos personales, no les había revelado a sus hijos el camino para llegar, y ello durante muchos, muchos años.
Un día llamó a sus dos hijos y dijo: «Ya conviene que sepáis dónde están los tesoros que vuestro padre ha tenido reservados para vosotros, para que podáis ir por ellos cuando os lo diga. Entretanto, sabed cuál es el camino y las señales que he puesto en él para que no os extraviéis. Oídme. Los tesoros no están en la llanura, donde las aguas se depositan, arde el sol tórrido, el polvo deteriora, los espinos y los tríbulos ahogan, y adonde fácilmente los ladrones pueden llegar y robar. Los tesoros están en la cima de aquel alto monte, alto y abrupto. Los puse allá en la cima. Allí os esperan. El monte tiene más de un sendero; es más, tiene muchos senderos. Pero sólo uno de ellos es bueno. Los otros terminan o en precipicio o en cavernas sin salida o en fosas de agua legamosa o en cubiles de víboras o en cráteres de azufre encendido o contra muros infranqueables. El bueno, sin embargo, aunque es fatigoso, llega a la cima sin interrupción de precipicios u otros obstáculos. Para que lo podáis reconocer, he puesto a lo largo del sendero, a distancias uniformes diez monumentos de piedra en que están grabadas estas palabras de reconocimiento: amor, obediencia, victoria. Id, siguiendo este sendero, y llegad al lugar del tesoro. Yo, luego, por otro camino que sólo yo conozco, iré y os abriré las puertas para dicha vuestra».
Los dos hijos se despidieron de su padre, quien, hasta que podían oírlo, repitió: «Seguid el camino que os he dicho. Es por vuestro bien. No os dejéis tentar por los otros, aunque os parezcan mejores. Perderíais el tesoro, y a mí con él…».
Ya han llegado al pie del monte. El primer monumento estaba en la base, justo al principio del sendero que estaba en el centro de una estrella de sendas que subían a la conquista del monte en todas las direcciones. Los dos hermanos empezaron la subida por el sendero bueno. En los primeros momentos era muy ligero, aunque sin una pizca de sombra. Desde lo alto del cielo, el sol descendía a pico inundándolo de luz y calor. La blanca roca en que el sendero se abría, el terso cielo sobre sus cabezas, el sol caliente que abrazaba sus cuerpos: esto veían y sentían los hermanos. Pero, animados aún por una buena voluntad, por el recuerdo de su padre y de sus recomendaciones, subían alegres hacia la cima. Llegan al segundo monumento… y luego al tercero. El sendero se hacía cada vez más fatigoso, solitario y ardiente. Ya no se veían siquiera los otros senderos, los cuales tenían hierba y árboles o aguas claras, y, sobre todo, una subida más suave, porque era menos empinada y estaba trazada en la tierra, no en la roca.
«Nuestro padre quiere que lleguemos muertos» dijo uno de los dos hijos al llegar al cuarto monumento. Y empezó a aminorar el paso. El otro lo animó a continuar, diciendo: «Si ha salvado para nosotros tan maravillosamente el tesoro, es que nos quiere como si fuéramos él mismo, y más todavía. Este sendero de la roca, que sube sin pérdida desde el pie hasta la cima, lo ha excavado él. Y ha hecho estos monumentos para que nos sirvan de guía. ¡Piensa, hermano mío, que él solo ha hecho todo esto, por amor! ¡Para dárnoslo a nosotros! Para hacer que lleguemos sin error posible y sin peligro».
Siguieron andando. Pero los senderos que quedaban abajo, de vez en cuando, se acercaban al sendero de la roca, y esto sucedía cada vez más, en la medida en que el monte, acercándose a la cima, se iba haciendo más estrecho en su cono. ¡Y qué hermosos eran, umbríos, tentadores!…
«Estoy por tomar uno de ésos» dijo el descontento al llegar al sexto monumento. «En realidad, también aquél va a la
cima.”
«Hablas sin saber… No ves si sube o baja…»
«¡Ahí arriba está!”
«No sabes si es ése. Y además nuestro padre dijo que no dejásemos el recto camino…».
De mala gana continuó el insatisfecho. Ya llegó el séptimo monumento: «¡Bueno yo me voy, ¿eh?!».
«!No lo hagas, hermano!”
Sendero arriba, un tramo verdaderamente dificilísimo; pero la cima ya estaba cercana…
Han llegado al octavo monumento, que está cerca del sendero florido, rayano con él.
«¿Ves cómo, aunque no sea en línea recta, lleva arriba también éste?».
«No sabes si es ése.»
«Sí, que lo reconozco.”
«Te engañas.”
«No. Voy al otro».
«No lo hagas. Piensa en nuestro padre, en los peligros, en el tesoro”
«¡Pues prescindo de todo y de todos! ¿Para qué me sirve el tesoro, si llego a la cima agonizando? ¡Qué peligro es mayor que este camino? ¿Y qué odio, mayor que este de nuestro padre que se ha burlado de nosotros con este sendero para que muriésemos? Adiós. Llegaré antes que tú, y vivo…» y se lanzó al sendero contiguo, y desapareció con una exclamación de gozo tras los troncos que daban sombra al sendero.
«El otro prosiguió, con gran dificultad… ¡Oh, el último trecho del camino era verdaderamente tremendo! El viandante ya no podía más. Estaba como ebrio de fatiga, de sol. A1 llegar al noveno monumento, se detuvo jadeando. Se apoyó en la piedra esculpida y leyó instintivamente las palabras en ella grabadas. A poca distancia había un sendero de sombra, de aguas, de flores… «Casi, casi… ¡No! No. Ahí está escrito, y lo ha escrito mi padre: amor, obediencia, victoria. Debo creer. En su amor, en su verdad, y debo obedecer para mostrar mi amor… Vamos… Que el amor me sostenga…». Llegó el décimo monumento… El viandante exhausto, abrasado por el sol, caminaba encorvado como bajo un yugo… Era el amoroso y santo yugo de la fidelidad que es amor, obediencia, fortaleza, esperanza, justicia, prudencia, todo… En vez de apoyarse, se dejó caer, sentado, en la sombra insignificante que el monumento proyectaba en el suelo. Se sentía morir… Desde el sendero de al lado llegaba un rumor de arroyos y olor de bosque…
«¡Padre, padre, ayúdame con tu espíritu, en la tentación… ayúdame a ser fiel hasta el final!».
Desde lejos, la voz jubilosa de su hermano: «Ven, te espero. Esto es un edén… Ven…».
«¿Y si fuera?…» y gritando fuerte: «¿Estás seguro de que se sube la cima?».
«Sí, ven. Hay una galería fresca que lleva arriba. ¡Ven! Ya veo la cima, detrás de la galería que atraviesa la roca…».
«¿Voy? ¿No voy?… ¿Quién me socorre?… Voy…». Calcó las manos para levantarse, pero, mientras lo hacía, observó que las palabras incididas ya no eran seguras, como las del primer monumento: «En cada monumento que pasaba las palabras eran más ligeras… como si a mi padre, derrengado, le hubiera costado incidirlas. Y… ¡fíjate!… Aquí también esas marcas rojas oscuras que ya se veían desde el quinto monumento… Pero aquí llenan las hendiduras de todas las palabras e incluso ha escurrido hacia afuera, formando rayas como de lágrimas oscuras en la piedra, como… de sangre…». Rascó con el dedo en el lugar en que había una mancha de la extensión de dos manos. Y la mancha se redujo a polvo, dejando al descubierto, frescas, estas palabras: «Así os he amado. Hasta derramar la sangre por llevaros al Tesoro».
«¡Oh! ¡Oh! ¡Padre mío! ¡Y me venía la idea de no cumplir tu orden! ¡Perdón, padre mío! Perdón». El hijo lloró contra la piedra, y la sangre que llenaba las palabras recobró su frescura, resplandeciendo como el rubí, y las lágrimas fueron comida y bebida del hijo bueno, y le dieron fuerza… Se levantó… Por amor llamó a su hermano, lo llamó fuerte, fuerte… Quería que supiera lo que había descubierto… el amor de su padre, decirle: «Vuelve». Nadie respondió…
El joven reanudó 1a marcha, casi de rodillas sobre 1a piedra ardiente, porque su cuerpo estaba totalmente agotado por e1 esfuerzo pero su espíritu estaba sereno.
Ya se ve la cima… En ella, su padre.
«¡Padre mío!»
«¡Hijo amado!».
El joven se dejó caer sobre el pecho paterno, el padre lo acogió cubriéndolo de besos.
«¿Estás solo?”
«Sí… Pero mi hermano llegará pronto…».
«No. No llegará jamás. Ha abandonado el camino de los diez monumentos. No ha vuelto a él después de los primeros desengaños admonitorios. ¿Quieres verlo? Allí está. En el abismo de fuego… Ha sido pertinazmente culpable. Si, después de conocer el error, hubiera vuelto sobre sus pasos y, aunque hubiera sido con retraso, hubiera pasado por donde el amor pasó primero, sufriendo hasta derramar su mejor sangre, la parte más preciada de sí mismo por vosotros, yo lo habría perdonado todavía, y le habría esperado».
«Él no sabía…”
«Si hubiera mirado con amor las palabras incididas en los diez monumentos, habría leído su verdadero significado. Tú lo has leído desde el quinto monumento y se lo has observado al otro, diciéndole: “Nuestro padre aquí debe haberse herido”. Y lo has leído en el sexto, séptimo, octavo, noveno… cada vez con más claridad, hasta que has tenido el instinto de destapar lo que se ocultaba bajo mi sangre. ¿Sabes cómo se llama ese instinto?: “Tu verdadera unión conmigo”. Las fibras de tu corazón, fundidas con mis fibras, se han sobresaltado, y te han dicho: “Aquí hallarás la medida del amor de tu padre”. Ahora toma posesión del Tesoro, y de mí con él, tú, amoroso, obediente, victorioso para siempre».
Ésta es la parábola.
Los diez monumentos son los diez mandamientos. Vuestro Dios os ha grabado y colocado en el sendero que lleva al Tesoro eterno, y ha sufrido para conduciros a ese sendero. ¿Vosotros sufrís? También Dios. ¿Vosotros tenéis que forzaros a vosotros mismos? También Dios. ¿Y sabéis hasta qué punto? Sufriendo el separarse de sí mismo y forzarse a conocer el hecho de ser hombre con todas las miserias que la humanidad lleva consigo: nacer, padecer frío, hambre, cansancio, burlas, afrentas, odios, insidias y finalmente la muerte, dando toda su Sangre para daros el Tesoro. Esto es lo que sufre Dios que ha bajado a salvaros. Esto es lo que sufre Dios en lo alto del Cielo, permitiéndose a sí mismo sufrirlo.
En verdad os digo que ningún hombre, por fatigosa que sea su senda para llegar al Cielo, recorrerá jamás un sendero más fatigoso y doloroso que el que el Hijo del hombre recorre para venir del Cielo a la Tierra y de la Tierra ir al Sacrificio para abriros las puertas del Tesoro.
En las tablas de la Ley ya está mi Sangre. En el Camino que os trazo está mi Sangre. La puerta del Tesoro se abre con el empuje de la ola de mi Sangre. Vuestra alma se hace cándida por el lavacro de mi Sangre, y fuerte por la nutrición de mi Sangre. Pero, para que no sea derramada en vano, vosotros debéis recorrer el camino inmutable de los diez mandamientos.
Ahora vamos a descansar. Cuando se ponga el sol iré hacia Ippo: Juan, a la purificación; vosotros, a vuestras casas. La paz del Señor esté con vosotros.