En Rama, en casa de la hermana de Tomás. Jesús habla sobre la salvación. Apóstrofe a Jerusalén.
Tomás, que iba en la cola de la comitiva hablando con Manahén y Bartolomé, se separa de los compañeros y alcanza al Maestro, que va delante con Margziam e Isaac. -Maestro, dentro de poco estaremos cerca de Rama. ¿Quieres venir a bendecir al hijo de mi hermana? ¡Ella tiene muchos deseos de verte! Podremos hacer un alto allí. Hay sitio para todos. ¡Dime que sí, Señor! -Te complaceré, y además con alegría. Mañana entraremos en Jerusalén descansados. -¡Oh! ¡Entonces me adelanto para avisar! ¿Me dejas ir? -Ve. Pero recuerda que no soy el amigo mundano. No obligues a los tuyos a un gasto grande. Trátame como «Maestro». ¿Entiendes? -Sí, mi Señor. Se lo diré a mi familia. ¿Vienes conmigo, Margziam? -Si Jesús quiere… -Ve, ve, hijo. Los otros, que han visto a Tomás y a Margziam marcharse en dirección a Rama, situada un poco a la izquierda del camino que de Samaria, creo, va a Jerusalén, aceleran el paso para preguntar que qué pasa. -Vamos a casa de la hermana de Tomás. He estado en las casas de todas vuestras familias. Es justo que vaya también a su casa. Lo he mandado adelante por esto. -Entonces, con tu permiso, hoy me adelanto yo también, para sondear si no hay novedades. Cuando entres por la puerta de Damasco, si hay dificultades, estaré yo. Si no, te veo… ¿dónde, Señor? – dice Manahén. -En Betania, Manahén. Me dirijo sin demora a casa de Lázaro. Pero dejaré a las mujeres en Jerusalén. Voy solo. Es más, te ruego que después de la pausa de hoy las escoltes a sus casas. -Como quieras, Señor. -Avisad al conductor que nos siga hacia Rama. En efecto, el carro sube lentamente para ir detrás de la comitiva apostólica. Isaac y el Zelote se detienen para esperarlo, mientras todos los demás toman el camino secundario que, con suave desnivel, conduce a la colina, muy baja, sobre la cual está Rama. Tomás, que no cabe dentro de sí y que aparece aún más rubicundo por la alegría que resplandece en su rostro, está a la entrada del pueblo, esperando. Corre al encuentro de Jesús: -¡Qué felicidad, Maestro! ¡Está toda mi familia! ¡Mi padre, que tantos deseos tenía de verte, mi madre, mis hermanos! ¡Qué contento estoy! Y se pone al lado de Jesús, y va tan derecho mientras atraviesa el pueblo, que parece un conquistador en la hora del triunfo. La casa de la hermana de Tomás está en un cruce situado hacia el este de la ciudad. Es la típica casa acomodada israelita: fachada casi sin ventanas, puerta principal herrada, con su ventanillo; por techo la terraza; los muros del jardín, altos y oscuros – por encima de los cuales sobresalen las copas de los árboles frutales -, que se prolongan por detrás de la casa. Pero hoy la doméstica no necesita mirar por el ventanillo. La puerta está abierta de par en par. Todos los habitantes de la casa están dispuestos en orden en el atrio. Y continuamente se ven manos adultas alargarse para sujetar a un niño o a una niña del nutrido grupo de los niños, los cuales, agitados, exaltados por el anuncio, rompen continuamente filas y jerarquías, se escabullen y van a la delantera de la familia, a los sitios de honor, donde, en primera fila están los padres de Tomás, y la hermana con su marido. Pero cuando Jesús llega al umbral de la puerta, no hay quien sujete a los rapazuelos. Parecen una nidada saliendo del nido después de una noche de descanso. Y Jesús recibe el choque de este pelotón gorjeador y primoroso que se abate contra sus rodillas y lo ciñe, y que levanta las caritas en busca de besos y no se separa a pesar de las llamadas maternas o paternas, ni por algún que otro pescozón afectuoso propinado por Tomás para poner orden. -¡Dejadlos! ¡Dejadlos! ¡Ojalá fuera todo el mundo así! – exclama Jesús, que se ha agachado para complacer a todos estos rapazuelos. Por fin puede entrar, entre saludos más reverenciales de los adultos. Pero el que me gusta especialmente es el saludo del padre de Tomás, un anciano típicamente judío, al que Jesús invita y ayuda a levantarse, y luego lo besa «en señal de gratitud por la generosidad de haberle dado un apóstol. -Dios me ha amado más que a ningún otro en Israel, porque mientras todo hebreo tiene un varón, el primogénito, consagrado al Señor, yo tengo dos: el primero y el último; y la consagración del último es incluso mayor, porque, sin ser levita ni sacerdote, hace lo que ni siquiera el Sumo Sacerdote hace: ve constantemente a Dios y acoge sus mandatos – dice con esa voz un poco temblorosa de los ancianos, y aún más trémula por la emoción. Y termina: -Dime sólo una cosa, para hacer dichosa mi alma. Tú, que no mientes, dime: ¿este hijo mío, por la forma en que te sigue, es digno de servirte y de merecer la Vida eterna? -Reposa en la paz, padre. Tu Tomás tiene un gran puesto en el corazón de Dios por el modo como vive, y tendrá un gran puesto en el Cielo por la forma como habrá servido a Dios hasta el último respiro. Tomás boquea como un pez, de la emoción por lo que está oyendo decir. El anciano levanta sus trémulas manos, mientras dos hilos de llanto se deslizan por las incisiones de las profundas arrugas para perderse entre la barbota patriarcal, y dice: -Descienda sobre ti la bendición de Jacob; la bendición del patriarca al más justo de sus hijos: «Te bendiga el Omnipotente con las bendiciones del cielo, que está arriba, con las bendiciones del abismo, que abajo yace, con las bendiciones de los pechos y del seno. Las bendiciones de tu padre sobrepujen las de mis padres, y, hasta que no se cumpla el anhelo de los collados eternos, desciendan sobre la cabeza de Tomás, sobre la cabeza del consagrado entre sus hermanos». Y todos responden: -¡Así sea! -Y ahora bendice Tú, Señor, a esta casa, y, sobre todo, a éstos que son sangre de mi sangre – dice el anciano señalando a los niños. Y Jesús, abriendo los brazos, recita con voz potente la bendición mosaica, y la alarga diciendo: -Dios, en cuya presencia caminaron vuestros padres, Dios que me nutre desde mi adolescencia hasta hoy, que me ha librado de todo mal, bendiga a estos niños, lleven ellos mi Nombre y los nombres de mis padres y se multipliquen copiosamente sobre la tierra – y termina tomando de los brazos de la madre al último nacido para besarlo en la frente y dice: «Y a ti desciendan, como miel y mantequilla, las virtudes selectas que vivieron en el Justo cuyo nombre te he dado, y lo hagan pingüe cual palma de dorados dátiles, adornado como cedro de regia copa, para los Cielos». (La bendición de Jacob está en Génesis 49, 25-26; la sucesiva bendición mosaica está en Números 6, 22-27) Todos los presentes están emocionados y extáticos. Pero luego un gorjeo de alegría estalla en todas las bocas y acompaña a Jesús, que entra en la casa y no se detiene hasta llegar al patio, donde hace la presentación de su Madre, de las discípulas, apóstoles y discípulos, a los huéspedes. Ya no es por la mañana, ni mediodía. El rayo enfermo de un sol que a duras penas orada las desmadejadas nubes de un tiempo que lucha por restablecerse dice que el astro se encamina al ocaso y el día al crepúsculo. Las mujeres ya no están, y tampoco Isaac y Manahén; Margziam sí, se ha quedado y está feliz al lado de Jesús, que sale de casa y va caminando con los apóstoles y todos los familiares varones de Tomás a ver algunas vides, que al parecer tienen un especial valor. Tanto el anciano como el cuñado de Tomás explican la posición del majuelo y la rareza de las plantas, que por ahora tienen sólo pequeñas y tiernas hojas. Jesús, benignamente, escucha estas explicaciones, interesándose de podas y escardaduras como de las cosas más útiles del mundo. A1 final dice a Tomás sonriendo: -¿Debo bendecir esta dote de tu gemela? -¡Mi Señor! Yo no soy Doras ni Ismael. Sé que tu respiro, tu presencia en un lugar, son ya bendición. Pero si quieres levantar tu diestra sobre estas plantas hazlo, y su fruto ciertamente será santo. -¿Y abundante, no? ¿Tú que opinas, padre? -Basta que sea santo. ¡Santo basta! Y lo pisaré y te lo mandaré para la próxima Pascua. Lo usarás en el cáliz del rito. -Está dicho. Cuento con ello. Quiero, en la próxima Pascua, consumir el vino de un verdadero israelita. Salen de la viña para volver al pueblo. La noticia de la presencia en el pueblo de Jesús de Nazaret se ha esparcido, y todos los de Rama están en las calles, y con fervientes ganas de acercarse. Jesús lo ve y dice a Tomás: -¿Por qué no vienen? ¿Es que tienen miedo de mí? Diles que los quiero. ¡Tomás no deja que se lo repita dos veces! Va de uno a otro corrillo, tan rápido que parece una mariposa volando de flor en flor. Y los que oyen la invitación tampoco esperan a que se lo digan dos veces. Todos se pasan la voz y, corriendo, van alrededor de Jesús; de forma que, llegados al cruce donde está la casa de Tomás, hay ya una discreta aglomeración de personas que respetuosamente habla con los apóstoles y los familiares de Tomás, preguntando esto o aquello. Comprendo que Tomás ha trabajado mucho durante los meses de invierno, y mucho de la doctrina evangélica se conoce en el pueblo. Pero desean una explicación más detallada, y uno, que se ha quedado muy impresionado por la bendición que Jesús ha dado a los niños de la casa que lo hospeda y por cuanto ha dicho de Tomás, pregunta: -¿Entonces todos serán justos por esta bendición tuya? -No por la bendición. Por sus acciones. Les he dado la fuerza de la bendición para confirmarlos en sus acciones. Pero son ellos los que tienen que cumplir las acciones, y que éstas sean sólo acciones justas, para conseguir el Cielo. Yo bendigo a todos… pero no todos se salvarán en Israel. -Es más, se salvarán muy pocos, si siguen como ahora – dice Tomás en tono de queja. -¿Qué dices? -La verdad. El que persigue a Cristo y lo calumnia, el que no practica lo que Él enseña, no tendrá parte en su Reino – dice Tomás con su voz fuerte. Uno le tira de la manga: -¿Es muy severo? – pregunta, señalando a Jesús. -¡Lo contrario, demasiado bueno! -¿Yo? ¿Tú que opinas, que me salvaré? No estoy entre los discípulos. Pero tú sabes cómo soy y cómo he creído siempre en lo que me decías. Más no sé hacer. ¿Qué tengo que hacer, exactamente, para salvarme, además de lo que ya hago? -Pregúntaselo a Él. Tendrá mano más suave que la mía, y juicio más justo. El hombre avanza hacia Jesús y dice: -Maestro, yo observo la Ley, y, desde que Tomás me repitió tus palabras, trato de ser todavía más observante. Pero soy poco generoso. Hago lo que no tengo más remedio que hacer. Me abstengo de hacer lo que no está bien porque tengo miedo del Infierno. Pero estoy apegado a mis comodidades, y… lo confieso, me las ingenio mucho para hacer las cosas sin pecar pero tampoco incomodándome demasiado a mí mismo. ¿Con esta forma de actuar me salvaré? -Te salvarás. Pero, ¿por qué ser avaro con el buen Dios, que tan generoso es contigo? ¿Por qué pretender para uno mismo sólo la salvación, a duras penas arrebatada, y no la gran santidad que produce inmediatamente eterna paz? ¡Ánimo, hombre! ¡Sé generoso con tu alma! El hombre dice humildemente: -Lo pensaré, Señor. Lo pensaré. Siento que tienes razón, y que perjudico a mi alma obligándola a una larga expiación antes de conseguir la paz. -¡Eso es! Este pensamiento ya es un comienzo de perfeccionamiento. Otro de Rama pregunta: -¿Señor, son pocos los que se salvan? -Si el hombre supiera vivir con respeto hacia sí mismo y amor reverencial a Dios, todos los hombres se salvarían, como Dios desea. Pero el hombre no actúa así. Como un necio, se entretiene con el simulacro, en vez de coger el oro verdadero. Sed generosos en vuestro deseo del Bien. ¿Os cuesta? En eso está el mérito. Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. La otra, bien ancha y engalanada, es una seducción de Satanás para descaminaros. La del Cielo es estrecha, baja, austera, adusta. Para pasar por ella hay que ser ágiles y ligeros y no estar apegados a la pompa ni a la materialidad. Para poder pasar hay que ser espirituales. Si no, cuando llegue la hora de la muerte, no lograréis cruzarla. En verdad, se verá a muchos que tratarán de entrar, pero tan engrosados de materialidad, tan engalanados de pompas humanas, tan endurecidos por una costra de pecado, tan incapaces de agacharse a causa de la soberbia que ya es su esqueleto, que no lo lograrán. Irá entonces el Amo del Reino para cerrar la puerta, y los que estén afuera, los que no hayan podido entrar en el debido momento, desde fuera, llamarán a la puerta gritando: «¡Señor, ábrenos! ¡Estamos también nosotros aquí!». Pero Él dirá: «En verdad os digo que no os conozco, ni sé de dónde venís». Y ellos: «¿Cómo es posible? ¿No te acuerdas de nosotros? Hemos comido y bebido contigo, te hemos escuchado cuando enseñabas en nuestras plazas». Pero Él responderá: «En verdad no os reconozco. Cuanto más os miro, más os veo saciados de aquellas cosas que declaré alimento impuro. En verdad, cuanto más os escruto, más veo que no sois de mi familia. En verdad, veo ahora de quién sois hijos y súbditos: del Otro. Tenéis por padre a Satanás, por madre la Carne, por nodriza la Soberbia, por siervo el Odio, por tesoro tenéis el pecado y vuestras gemas son los vicios. En vuestro corazón está escrito «Egoísmo». Vuestras manos están manchadas de fraudes contra los hermanos. ¡Fuera de aquí! ¡Lejos de mí todos vosotros obradores de iniquidad!». Y entonces, mientras que Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas y justos del Reino de Dios se presentarán viniendo de lo profundo del Cielo fúlgidos de gloria, ellos, los que no tuvieron amor sino egoísmo, no sacrificio sino molicie, serán arrojados lejos, recluidos en el lugar donde el llanto es eterno y no hay sino terror. Y los resucitados gloriosos, venidos de oriente y occidente, de septentrión y mediodía, se congregarán a la mesa nupcial del Cordero, Rey del Reino de Dios. Entonces se verá que muchos que parecieron «mínimos» en el ejército de la tierra serán los primeros en la ciudadanía del Reino. Y, de la misma forma, verán que no todos los poderosos de Israel serán poderosos en el Cielo, ni todos los que Cristo eligiera para el destino de siervos suyos habrán sabido merecer la elección para la mesa nupcial. Antes al contrario, verán que muchos, considerados «los primeros», serán no sólo los últimos, sino que no serán ni siquiera últimos. Porque muchos son los llamados, mas pocos los que de la elección saben hacerse una verdadera gloria. Mientras Jesús está hablando, al improviso llegan unos fariseos. Forman parte de un peregrinaje que se dirige a Jerusalén, o que viene, en busca de alojamiento, de una Jerusalén saturada. Ven la concentración de gente y se acercan para ver. Pronto descubren la rubia cabeza de Jesús resplandeciente contra el fondo oscuro de la casa de Tomás. -¡Dejad paso, que queremos decir unas palabras al Nazareno! – irrumpen gritando. Sin ningún entusiasmo se separa la gente. Los apóstoles ven venir hacia ellos al grupo farisaico. -¡Maestro, paz a ti! -La paz a vosotros. ¿Qué queréis? -¿Vas a Jerusalén? -Como todo fiel israelita. -¡No vayas! Te espera un peligro allí. Lo sabemos porque venimos de allá al encuentro de nuestras familias. Hemos venido a advertirte, porque hemos sabido que estabas en Rama. -¿Quién os lo ha dicho, si es lícito preguntarlo? – dice Pedro, escamado y dispuesto a empezar una discusión. -No es asunto de tu incumbencia, hombre. Basta con que sepas, tú que nos llamas serpientes, que hay muchas serpientes cerca del Maestro, y que deberías desconfiar de los demasiados, y de los demasiado poderosos, discípulos. -¿Cómo dices? ¿No querrás insinuar que Manahén o… -Silencio, Pedro. Y tú, fariseo, has de saber que ningún peligro puede apartar de su deber a un fiel. Si se pierde la vida, no pasa nada. Lo grave es perder la propia alma contraviniendo a la Ley. Pero tú lo sabes, y sabes que Yo lo sé. ¿Por qué, entonces, me tientas? ¿No sabes, acaso, que sé por qué lo haces? -No te tiento. Te digo la verdad. Muchos de nosotros serán enemigos tuyos, pero no todos. Nosotros no te odiamos. Sabemos que Herodes te busca, y te decimos: márchate. Márchate de aquí, porque si Herodes te captura te mata seguro. Lo está deseando. -Lo está deseando, pero no lo hará. Esto lo sé Yo. ¿Y sabéis lo que os digo?: id a decirle a esa vieja raposa que la persona que él busca está en Jerusalén. Pues vengo expulsando demonios y obrando curaciones, sin esconderme. Y lo seguiré haciendo hoy, mañana y pasado mañana, mientras dure mi tiempo. Y es que es necesario que siga caminando hasta tocar el final. Y es necesario que hoy y luego otra vez, y otra, y otra más, entre en Jerusalén; porque no es posible que mi camino se detenga antes. Y debe cumplirse en justicia, o sea, en Jerusalén. -El Bautista murió en otro lugar. -Murió en santidad, y santidad quiere decir: `Jerusalén». Porque, si bien ahora Jerusalén quiere decir «Pecado», ello se refiere sólo a lo que sólo es terrestre y pronto perecerá. Yo me refiero a lo eterno y espiritual, o sea, a la Jerusalén de los Cielos. En ella, en su santidad, mueren todos los justos y los profetas. En ella moriré Yo, e inútil es vuestro deseo de inducirme al pecado. Y moriré, además, entre las colinas de Jerusalén; pero no por mano de Herodes, sino por voluntad de quien me odia más refinadamente que él, porque ve en mí al usurpador del Sacerdocio apetecido, al purificador de Israel, de todas las enfermedades que lo corrompen. No le carguéis, pues, a Herodes todo el afán de matar; tomad, más bien, cada uno vuestra parte… en efecto, el Cordero está encima de un monte al que suben por todas partes lobos y chacales, para degollarlo y… Los fariseos huyen bajo la granizada de estas verdades que queman… Jesús los mira mientras huyen. Luego se vuelve hacia mediodía, hacia un claror más luminoso, que quizás indica la zona de Jerusalén, y, con tristeza, dice: -¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a tus profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como reúne el ave en el nido a sus pequeñuelos bajo sus alas, y tú no has querido! Pues bien, tu verdadero Amo dejará desierta tu Casa. Él vendrá, hará – como establece el rito – lo que deben hacer el primero y el último de Israel, y luego se marchará. Ya no permanecerá dentro de tu recinto, para purificarte con su presencia. Y te aseguro que ni tú ni tus habitantes me volveréis a ver, en mi verdadera figura, hasta que llegue el día en que digáis: «Bendito el que viene en nombre del Señor»… Y vosotros de Rama recordad estas palabras, y todas las otras, para no tener parte en el castigo de Dios. Sed fieles… Podéis marcharos. La paz sea con vosotros. Y Jesús se retira a la casa de Tomás con todos los familiares de éste y con sus apóstoles.