Dos parábolas durante una tormenta en Tiberíades. Llegada de Maria Stma. e impenitencia de Judas
Iscariote Jesús llega con los suyos a Tiberíades en una mañana borrascosa. Y llega, cabeceando fuertemente las barcas en el lago, que está muy agitado y gris, como el cielo en que corretean nubarrones poco prometedores, por el breve trayecto que une Tariquea a Tiberíades. Pedro escudriña el cielo y el lago, y ordena a los mozos que pongan las barcas en seguro:
-Dentro de poco vais a oír qué música. Dejo de ser Simón el pescador, si dentro de poco las avalanchas de agua del cielo y del lago no causan daños. ¿Hay alguien en el lago? se pregunta a sí mismo, mientras escudriña el agitado mar de Galilea. Y lo ve desierto, recorrido sólo por fuertes olas, cada vez más altas bajo la cada vez más amenazadora bóveda del cielo. Se consuela al verlo vacío, pensando que no causará víctimas humanas. Y sigue más contento al Maestro, que ya camina en medio de las embestidas del viento, tan fuertes que con dificultad avanzan los hombres entre nubes de polvo y en medio de un gran golpeteo de túnicas.
En Tiberíades, en esta parte de Tiberíades, la popular, constituida por familias de pescadores o de obreros menores dedicados a trabajos inherentes a la pesca, hay un intenso ajetreo para guardar en las casas aquellas cosas que podría dañar el
temporal: quién corre cargado con las redes, con los remos de las barcas ya puestas en seguro, quién arrastra hasta las casas los instrumentos de trabajo: todo entre silbidos de viento y nubes de polvo y portazos. La otra Tiberíades, la que está más al norte, la de las construcciones dispuestas a lo largo del lago, la de los hermosos parques que se ven en el arco de la orilla, duerme ociosa. Únicamente algunos criados o esclavos -según sean de israelitas o romanos las casas- se afanan en quitar toldos en lo alto de las terrazas, en retirar las barcas ligeras de recreo, los asientos que están desperdigados por los jardines…
Jesús, que ha dirigido sus pasos hacia esta parte, dice a su primo Judas y a Simón Zelote:
-Id donde el portero de Juana de Cusa, a ver si alguno de los nuestros ha preguntado por nosotros. Yo espero aquí. -De acuerdo. ¿Y Juana?
-La veremos después. Id y haced esto que digo.
Los dos van sin demora, y mientras los otros esperan su regreso, Jesús manda a éstos, a uno acá a otro allá, a conseguir comida «para ellos y para las mujeres, porque no es justo cargarlo sobre la familia del discípulo» dice Jesús. Y se queda solo, apoyado en la tapia de un jardín del que viene -tan grande es la lucha que sus altos árboles sostienen contra el viento- un ruido de huracán.
Jesús está recogido dentro de sí mismo y en los indumentos (los ha ajustado bien bajo su manto, y el manto se lo ha echado sobre la cabeza, ciñéndolo bien a ella como una capucha, para defenderse del viento, que mete el pelo en los ojos). Y así, lleno de polvo, el rostro semioculto con los extremos del manto, apoyado en una tapia que está casi en la esquina de la calle que se cruza con una bella arteria que va del lago al centro de la ciudad, parece un mendigo en espera de limosnas. Alguno pasa y lo mira. Pero, dado que Él no dice nada ni pide nada y está así con la cabeza agachada, ninguno se para a dar nada ni a decir nada. Y, mientras tanto, la borrasca aumenta de intensidad y el rumor del lago crece en violencia llenando ya toda la ciudad con su mugido.
Un hombre alto, caminando encorvado para defenderse del viento, también todo arropado en su manto, que mantiene ceñido bajo la garganta con la mano, viene desde el camino interior hacia este camino litoral. Cuando levanta la mirada del suelo para esquivar una fila de burritos de hortelanos que, dejadas las verduras en los mercados, vuelven a sus huertos, ve a Jesús (y yo veo que el joven es Judas de Keriot).
-¡Oh, Maestro! – dice desde el otro lado, separado por la fila asnal – Venía precisamente a casa de Juana a buscarte a ti. He estado en Cafarnaúm buscándote, pero…
El último asno ha pasado y Judas se apresura a acercarse al Maestro, y termina lo que estaba diciendo:
-…pero en Cafarnaúm no estaba ninguno. He esperado algunos días y luego he vuelto aquí, y todos los días iba donde José y donde Juana a buscarte…
Jesús lo mira con sus ojos penetrantes, y detiene esta avalancha de palabras diciendo solamente:
-La paz sea contigo.
-¡Es verdad! ¡Ni siquiera te he saludado! La paz sea contigo, Maestro. ¡Bueno, pero Tú siempre tienes esta paz! -¿Y tú no?
-Yo soy un hombre, Maestro.
-El hombre justo tiene la paz. Sólo el hombre culpable está turbado. ¿Tal eres tú?
-¿Yo?… No, no, Maestro. A1 menos… Bueno, si he de decir la verdad, estar lejos de ti no me ponía feliz… pero eso no era todavía estar sin paz. Era nostalgia de ti, por el afecto que te tengo… Pero la paz es otra cosa, ¿no es verdad?…
-Sí. Es otra cosa. Las separaciones no lesionan la paz del corazón, si el corazón del ausente no hace cosas que su conciencia le dice que entristecerían al amado si las supiera.
-Pero los ausentes no saben… A menos que haya alguien que lo informe.
Jesús lo mira y calla.
-¿Estás solo, Maestro? – pregunta Judas, tratando de desviar la conversación hacia argumentos más banales. -Estoy esperando a los que he enviado a casa de Juana para preguntar si mi Madre ha venido de Nazaret. -¿Tu Madre? ¿Traes aquí a tu Madre?
-Sí. Voy a estar con ella en Cafarnaún durante toda esta luna. Iré con las barcas por los pueblos de la ribera, pero volviendo todos los días a Cafarnaúm. Debe haber muchos discípulos en esta zona…
-Sí… Muchos… – Judas ha perdido la parlería. Está pensativo.
-¿No tienes nada que decirme, Judas? Estamos los dos solos. ¿No te ha sucedido nada en este tiempo de separación, ningún hecho respecto al cual sientas necesario oír la palabra de tu Jesús? — dice Jesús dulcemente, como para ayudar al discípulo a confesar haciéndole sentir todo su misericordioso amor.
-¿Y Tú conoces algo en mí que necesite tus palabras? Si lo conoces -yo la verdad es que no sé de nada que pueda merecer esas palabras-, habla. Es duro para un hombre el tener que indagar sobre las culpas y los defectos y confesarlos a otro… -E1 que te habla no es otro hombre, sino…
-No. Eres Dios. Lo sé. Por eso mismo, no es ni siquiera necesario que sea yo el que hable. Tú ya conoces…
-Yo no soy otro hombre, te estaba diciendo, sino tu amigo más amoroso; no te digo el Maestro, el superior, sino que te digo: el amigo…
-Sigue siendo lo mismo. Y sigue siendo fastidiosa la indagación sobre lo que se ha hecho en el pasado y cuya confesión podría acarrearle a uno una serie de reproches. Aunque la verdad es que más que los reproches duele el hecho de venir a menos en la estima del amigo…
-En Nazaret, el último sábado que estuve allí, Simón Pedro dijo a un compañero, sin darse cuenta, una cosa que debía callar. No era una desobediencia voluntaria, no era maledicencia, no era algo que pudiera causar daño al prójimo. Simón Pedro se la había dicho a un corazón honesto y a un hombre serio, el cual, viendo que tenía conocimiento, sin voluntad suya ni de Pedro, de una cosa secreta, juró que no repetiría a otros el secreto. Simón podía tranquilizarse… Pero no se tranquilizó hasta
que no me confesó la culpa. Enseguida… ¡Pobre Simón! ¡La llamaba culpa! Pero si en el corazón de los discípulos hubiera sólo culpas como ésa, y mucha, mucha humildad, mucha confidencia, mucho amor, como tiene Pedro, ¡debería proclamarme Maestro de una muchedumbre de santos!…
-Lo que me quieres decir con esto es que Pedro es santo y yo no. Es verdad. No soy un santo. Arrójame de tu presencia entonces…
-Lo que no eres es humilde, Judas. La soberbia te destruye. Y no me conoces todavía… – termina Jesús tristísima mente. Judas siente esta pena y susurra:
-¡Perdóname, Maestro!…
-Siempre. Pero sé bueno, hijo. ¡Sé bueno! ¿Por qué quieres causarte el mal a ti mismo?
Judas -si son verdaderas o falsas no lo sé- tiene lágrimas en las pestañas y se refugia entre los brazos de Jesús, llorando encima de su hombro.
Y Jesús lo acaricia en el pelo susurrando:
-¡Pobre Judas! ¡Pobre, pobre Judas, que va buscando su paz, y a quien pueda comprenderlo, en lugares donde no puede encontrarlos!…
-Sí. Es verdad. Tienes razón, Maestro. La paz está aquí… entre tus brazos… Soy un desdichado… Sólo Tú me comprendes y me amas… Sólo Tú… El necio soy yo… Perdóname, Maestro.
-Sí, sé bueno, sé humilde. Si caes, ven a mí y te levantaré. Si te sientes tentado, corre a mí; te defenderé, de ti mismo, de quien te odie, de todo… Pero, estáte erguido. Vienen los demás…
-Un beso, Maestro… Un beso…
Jesús lo besa…, y Judas recupera su compostura… Sí, pero -pienso yo- la realidad es que no ha confesado en absoluto sus culpas…
-Hemos tardado mucho porque Juana estaba ya levantada y el portero ha querido avisarla. Vendrá hoy, a venerarte, a casa de José – dice Judas Tadeo.
-¿A casa de José? Si cae toda el agua que el cielo promete, esos caminos serán pantanos. No, está claro que Juana no va a venir ni a esa choza ni por esos caminos. Sería mejor que fuéramos nosotros a su casa… – dice Judas, que ya ha recuperado la seguridad.
Jesús no le responde, pero contesta a su primo preguntando:
-¿No nos ha buscado ninguno de los nuestros en casa de Juana?
-Todavía ninguno.
-De acuerdo. Vamos a casa de José. Los otros nos alcanzarán allí…
-Para estar seguros de que nuestras madres están en camino, yo iría a su encuentro… – dice Judas de Alfeo. -Estaría bien. Pero más de un camino trae a Tiberíades. Y quizás no han tomado el principal…
-Es verdad, Jesús… Vamos…
Andan a buen paso, entre los primeros truenos, con su fuerte fragor en las hoces de los collados que rodean casi por completo al lago, y entre los primeros relámpagos que surcan el cielo lívido. Entran en la casa pobre de José, que parece aún más pobre y oscura con el aire borrascoso. Lo único luminoso que hay es el rostro del discípulo y de sus familiares, dichosos de tener en su casa al Maestro.
-Pero llegas en mal momento, Señor – dice el barquero disculpándose – Con este lago no he podido pescar y… tengo sólo verduras…
-Y tu buen corazón. Pero ya he pensado en ello: ahora van a venir los compañeros con lo que necesitamos. No estés trajinando, mujer… Podemos sentarnos también en el suelo. Hay mucha limpieza. Eres una mujer excelente, lo sé. Y el orden que aquí veo lo confirma.
-¡Oh, mi esposa! ¡Una verdadera mujer fuerte! Mi alegría, nuestra alegría – proclama el barquero, embelesado por el elogio del Señor, que se ha sentado tranquilamente en el borde bajo del hogar apagado, casi en el suelo, y ha puesto entre sus rodillas a un niñito que lo observa asombrado.
Los que habían ido a las compras entran bajo el primer chaparrón. En el umbral de la puerta sacuden los mantos y las sandalias para no meter agua y barro en la casa. Es un maremágnum de truenos, relámpagos, lluvia, viento. El fragor del lago hace de acompañamiento a los solos de las centellas y a los aullidos del viento.
-¡Salud! El verano se moja las plumas y remoja el hogar… Después estaremos mejor… Con tal de que no haga daños a las vides… ¿Puedo ir arriba a mirar el lago? Quiero ver que humor tiene…
-Ve, ve. La casa es vuestra – responde el discípulo a Pedro.
Y Pedro, sólo con la túnica, sale feliz para fruir con la tempestad. Sube la escalera exterior y se queda en la terraza,
refrescándose y dando sus responsos a los de dentro, como si estuviera en el puente de su barca y dirigiera las maniobras.
Los demás están sentados, acá o allá, en la cocina, donde apenas se ve, porque tienen que tener la puerta entornada,
por el chaparrón; y por el resquicio entra un hilo de luz verdosa, excepto cuando relumbran breves y cegadores los relámpagos… Vuelve Pedro, mojado como si se hubiera caído en el lago, y sentencia:
-Ahora la tenemos encima de la cabeza. Se aleja hacia Samaria. Va a mojar allí…
-¡A ti te ha mojado ya! Estás chorreando como una fuente – observa Tomás.
-Sí. Pero estoy muy bien después de tanto calor.
-Pasa, que te va a caer mal estar en la puerta mojado de esa forma – aconseja Bartolomé.
-¡No, hombre, no! Yo soy madera añejada… Ya estaba en el agua y todavía no sabía decir bien «padre». ¡Ah, con qué facilidad se respira!… Pero… el camino… es un río… ¡Si vierais el lago! Está de todos los colores y hierve como una cazuela. Ya no sabe uno siquiera hacia dónde van las olas. Hierven donde están… Pero hacía falta…
-Sí, hacía falta. Las paredes ya no se enfriaban, de tanto como las calentaba el sol. Mi vid tenía las hojas abarquilladas, polvorientas… Le echaba agua en la base… Pero, ¡ya, ya!… ¿Qué hace un poco de agua cuando todo el resto es fuego? – dice José.
-Más mal que bien, amigo – sentencia Bartolomé – Las plantas necesitan el agua del cielo, porque beben también con las hojas, ¡eh! Parece que no, pero es así. ¡Las raíces, las raíces! Está bien. Pero también las hojas están para algo y tienen sus derechos…
-¿No te parece, Maestro, que Bartolomé está proponiendo el tema de una hermosa parábola? – dice el Zelote, incitando a Jesús a hablar.
Pero Jesús, que está arrullando al niñito, que tiene miedo a los rayos, no dice la parábola, sino que asiente diciendo: -¿Y tú cómo la plantearías?
-Sin duda, mal, Maestro. Yo no soy Tú…
-Dila como la sepas. Predicar con parábolas os servirá mucho. Acostumbraos. Te escucho, Simón…
-¡Oh!… Tú, Maestro, yo… necio… Pero obedezco. Yo diría esto: «Un hombre tenía una hermosa planta de vid. Pero, no poseyendo aquel hombre una viña, había plantado su vid en el pequeño huerto de su casa, para que trepara hasta la terraza a dar sombra y a dar racimos; y cuidaba mucho a su vid. Pero ésta crecía entre casas, junto al camino: por tanto, el humo de las cocinas y hornos y el polvo que venía del camino subían a molestar a la vid. Y, mientras descendían del cielo las lluvias de Nisán, las hojas de la vid se limpiaban de las impurezas y, no teniendo en la superficie una fea costra de suciedad que lo impidiera, gozaban del sol y del aire. Pero, cuando llegó el verano y el agua dejó de caer del cielo, humo, polvo, excrementos de aves se depositaron en espesos estratos sobre las hojas, mientras el sol, demasiado ardiente, las secaba. El dueño de la vid echaba agua a las raíces que se hundían en el terreno, y por eso la planta no moría; pero vegetaba enfermiza, porque el agua que absorbían las raíces subía sólo internamente, sin que gozaran de ella las míseras hojas. Es más, del suelo tórrido, humedecido con poca agua, subían efervescencias y emanaciones que estropeaban las hojas, manchándolas como por pústulas dañinas. Pero al final vino una gran lluvia del cielo que cayó sobre las hojas, corrió por las ramas, por los racimos, por el tronco, sofocó el ardor de las paredes y del terreno. Pasada la tormenta, el dueño de la vid vio su planta limpia, fresca, gozando y produciendo gozo bajo el cielo sereno». Ésta es la parábola».
-Está bien: Pero ¿el parangón con el hombre?…
-Maestro, hazlo Tú.
-No. Tú. Estamos entre hermanos, no debes temer quedar mal.
-Si es por quedar mal, no lo temo como cosa desdichada. Es más, lo amo, porque sirve para mantenerme humilde. Es que no quisiera decir cosas equivocadas…
-Te las corrijo Yo.
-¡Oh, entonces! Mira, yo diría: «Así le sucede al hombre que no vive aislado en los huertos de Dios, sino que vive en medio del polvo y del humo de las cosas del mundo, que lo recubren lentamente de una costra, casi desapercibidamente, y su espíritu se hace infecundo, debajo de una costra de humanidad tan espesa, que la brisa de Dios y el sol de la Sabiduría no pueden ya beneficiarlo. Y trata inútilmente de poner remedio con un poco de agua, sacada de las prácticas y dada con mucha humanidad a la parte inferior, siendo así que la parte superior no se beneficia… ¡Ay del hombre que no se limpia con el agua del Cielo que limpia las impurezas, que sofoca los ardores de las pasiones, que verdaderamente nutre el yo todo». He dicho.
-Bien has dicho. Yo diría también que, a diferencia de la planta, criatura carente de libre albedrío y clavada en la tierra – no libre, por tanto, de ir en busca de lo que la beneficia ni de evitar lo que la perjudica- el hombre puede ir a buscar el agua del Cielo y evitar el polvo, el humo y el ardor de la carne y del mundo y del demonio. Sería una enseñanza más completa.
-Gracias, Maestro. Lo recordaré – responde el Zelote.
-No somos unos solitarios… Vivimos en el mundo… Por tanto… – dice Judas de Keriot.
-¿Por tanto, qué? ¿Quieres decir que Simón ha hablado como un necio? – le pregunta Judas de Alfeo.
-No digo eso. Digo que, no pudiéndonos aislar…, tenemos que estar, por fuerza, cubiertos de lo que hay en el mundo. -El Maestro y Simón dicen precisamente que se debe buscar el agua del Cielo para conservarse uno limpio, a pesar del
mundo que nos rodea – dice Santiago de Alfeo.
-¡Ya, claro! Pero ¿está siempre preparada el agua del Cielo para limpiarnos?
-Sí – dice seguro Juan.
-¿Sí? ¿Y dónde la encuentras?
-En el amor.
-El amor es fuego. Te quema más.
-Es fuego, sí. Pero también es agua que lava. Porque se lleva todo lo que es de la Tierra y da todo lo que es del Cielo. -…No entiendo esas operaciones. Quita, pone…
-Sí. No estoy loco. Digo que te quita lo que es humanidad y te da lo que de Dios viene y por tanto es divino. Y una cosa divina no puede sino nutrir y santificar. Día tras día, el amor te purifica de lo que el mundo te ha dado.
Judas está para rebatir, pero el pequeñuelo que está sobre las piernas de Jesús dice:
-Otra parábola, bonita, bonita… para mí… – y esto hace desviar la controversia.
-¿Sobre qué, niño? – pregunta, condescendiente, Jesús.
E1 niñito mira a su alrededor y halla. Dirige un dedito hacia su madre y dice: -Sobre mamá.
-Una mamá es para el alma y para el cuerpo lo que para estos mismos es Dios. ¿Qué te hace tu mamá? Vela por ti, te cuida, te enseña, te quiere, está atenta a que no te hagas daño, te tiene, como hace la paloma con sus crías, debajo de las alas de su amor. Y se ha de obedecer y querer a la propia mamá, porque todo lo que hace lo hace por nuestro bien. También el buen Dios, y mucho más perfectamente que la más perfecta de las mamás, tiene a sus hijos bajo las alas de su amor, los protege, los
instruye, les ayuda, piensa en ellos de día y le noche. Pero también al buen Dios, como y mucho más que a la propia mamá – porque la mamá es el más grande amor de la Tierra, pero Dios es el más grande y eterno amor de la Tierra y del Cielo-ha de obedecérsele y amarlo, porque todo lo que hace lo hace por nuestro bien…
-¿También los rayos? – interrumpe el pequeño, que tiene mucho miedo de ellos.
-También.
-¿Por qué?
-Porque limpian el cielo, el aire y…
-¡Y después viene el arco iris!… – exclama Pedro, que, medio fuera y medio dentro, ha escuchado y ha callado. Y añade: -Ven, tortolito que te lo muestro. ¡Mira qué bonito!…
Y, efectivamente, la luz se aclara porque la tempestad ha pasado, y un amplio arco iris, que empieza en las orillas de Ippo, proyecta su cinta en forma de arco sobre el lago, para desvanecerse tras los montes a espaldas de Magdala.
Van todos a la puerta, pero para ver el lago tienen que descalzarse, porque el patio es un pequeño estanque de agua amarillenta que lentamente mengua. De la tempestad, queda como recuerdo el color amarillento del lago y todavía una agitación de sus aguas que tiende a calmarse. Pero el cielo está sereno y el aire descargado, y las frondas han tomado de nuevo color.
Tiberíades recobra vida… Pronto se ve venir a Juana -viene con Jonatán- por el camino aún lleno de agua y barro. Alza su rostro para saludar al Maestro, que está en la terraza, y sube rauda para postrarse, feliz… Los apóstoles hablan entre sí; sólo Judas, a mitad de distancia entre Jesús y Juana por un lado y los apóstoles por el otro, se abstrae como pensativo. Apostaría porque está todo atento a escuchar las palabras de Juana, cuyo pensamiento respecto a Judas no se ha hecho descifrable, porque ha saludado a todos los apóstoles con un único: «La paz a vosotros». Pero Juana habla únicamente de los niños y del permiso que Cusa le ha dado para ir con la barca a Cafarnaúm mientras está el Maestro en la ciudad. Y la sospecha de Judas se calma. Se reúne entonces con los otros compañeros…
Embarradas en los bajos de los vestidos, pero secas en el resto del cuerpo, vese venir a María Santísima y a María de Alfeo, junto con los cinco que han ido a recogerlas. La sonrisa de María, mientras sube por la corta escalera, es más hermosa que el arco iris persistente aún en el cielo.
-¡Tu Madre, Maestro! – avisa Tomás.
Jesús va a su encuentro, y todos los demás con Él. Y se felicitan que las mujeres no presenten signos de dificultades aparte de un poco de barro en el borde de los vestidos.
-Nos hemos parado en casa de un hortelano cuando han empezado las primeras gotas – explica Mateo. Y pregunta: -¿Hace mucho que nos esperáis?
-No. Hemos llegado al amanecer.
-Hemos tardado por causa de un necesitado… – dice Andrés.
-Bien. Ahora que estáis todos y que el tiempo se pone bueno, propondría salir al atardecer para Cafarnaúm – dice
Pedro.
María, siempre condescendiente, esta vez dice:
-No, Simón. No podemos partir si antes… Hijo mío, una madre me suplicó que Tú, que eres el único que puede hacerlo, convirtieras el alma de su único hijo varón. Yo te lo ruego, escúchame, porque le prometí… Perdónalo… Tu perdón…
-Ya está concedido, María. Ya he hablado yo con el Maestro… -interrumpe Judas Iscariote, creyendo que María habla de
él.
-No hablo de ti, Judas de Simón. Hablo de Ester de Leví, nazarena, madre que ha muerto a causa de los comportamientos de su hijo. Jesús, ella murió en la noche que te marchaste. Sus invocaciones dirigidas a ti no eran por ella, pobre madre mártir de un hijo infame, sino por su hijo… porque nosotras las madres es de vosotros, los hijos, y no de nosotras, de quienes nos preocupamos… Ella quiere ver salvo a su Samuel… Pero ahora, ahora que ha muerto, Samuel, víctima del remordimiento, parece enloquecido, y no escucha ningún tipo de razones… Pero Tú puedes, Hijo, sanarle la mente y el espíritu…
-¿Está arrepentido?
-¿Cómo quieres que lo esté, si está desesperado?
-Efectivamente, matar a la propia madre dándole un dolor continuo debe hacerle a uno un desesperado. No se viola impunemente el primero de los mandamientos de amor hacia el prójimo. Madre, ¿cómo quieres que Yo perdone y Dios dé paz al matricida impenitente?
-Hijo mío, esa madre te pide paz desde la otra vida… Era buena… ha sufrido mucho…
-La paz será suya…
-No, Jesús. No puede tener paz un espíritu de madre, si ve a su hijo privado de Dios…
-Justo es que esté privado.
-Sí, Hijo. Sí. Pero por la pobre Ester… La última palabra fue oración por su hijo… Y me dijo que te lo dijera, Jesús, Ester durante su vida no tuvo nunca una alegría, Tú lo sabes. Dale ésta, ahora que ha muerto; dásela a su espíritu, que sufre por su hijo.
-Madre, he tratado de convertir a Samuel en mis permanencias en Nazaret. Pero mis palabras han sido inútiles, porque en él estaba apagado el amor…
Lo sé. Pero Ester ofreció su perdón, sus sufrimientos, porque renaciera el amor en Samuel. Y, ¿quién sabe?, ¿este tormento suyo actual no podría ser amor que está resucitando? Un amor doloroso, y, alguno podría decir, un amor inútil, porque la madre ya no puede gozarlo. Pero Tú, pero yo, sabemos, yo por fe, Tú por conocimiento, que la caridad de los difuntos está atenta y cercana. Ni ignoran lo que sucede en los amados que han dejado aquí ni se desinteresan de ello… Y Ester puede aún gozar de este tardío amor por ella de su hijo ingrato, ahora perturbado por el remordimiento. ¡Oh, mi Jesús, ya sé que este
hombre te causa horror por la enormidad de su culpa! ¡Un hijo que odia a su madre! Un monstruo para ti que eres todo amor hacia la tuya. Pero, precisamente porque eres todo amor hacia mí, escúchame. Volvamos juntos a Nazaret, enseguida. No siento el peso del camino, nada me pesa si sirve para salvar un alma…
-Bien. Has vencido, Madre…
-Judas de Simón, toma contigo a José y parte para Nazaret. Me llevarás a Samuel a Cafarnaúm.
-¿Yo? ¿Por qué yo?
-Porque tú no estás cansado. Los otros sí. Durante mucho tiempo han andado, mientras tú descansabas… -También he andado yo. He estado en Nazaret, buscándote. Tu Madre lo puede decir.
-Tus compañeros han estado en Nazaret todos los sábados y ahora regresan de un largo recorrido. Ve y no discutas… -Es que… en Nazaret no me estiman… ¿Por qué me mandas precisamente a mí?
-Tampoco me estiman a mí, y no obstante voy a Nazaret. No es necesario que lo estimen a uno en un lugar para ir a él. Ve y no discutas, te repito.
-Maestro… yo tengo miedo de los dementes…
-Ese hombre está perturbado por el remordimiento, pero no está loco.
-Tu Madre lo ha dicho…
-Y Yo te digo por tercera vez: ve y no discutas. Meditar sobre las consecuencias que puede acarrear el hacer sufrir a una madre sólo podrá hacerte un bien…
-¿Me estás comparando con Samuel? Mi madre es reina en su casa. Ni siquiera estoy con ella controlándola, ni siéndole gravoso con mi mantenimiento…
-A las madres no les son gravosas estas cosas: Pero la falta de amor de los hijos, el que sean imperfectos a los ojos de Dios y de los hombres es una roca que las aplasta. Ve, te digo.
-Voy. ¿Y qué le voy a decir a ese hombre?
-Que venga a verme a Cafarnaúm.
-Si no ha obedecido nunca ni siquiera a su madre, ¿cómo quieres que me obedezca a mí ahora, estando además tan desesperado?
-¿Y no has comprendido todavía que si te envío es señal de que ya he actuado en el espíritu de Samuel, sacándolo del delirio del remordimiento desesperado?
-Voy. Adiós, Maestro. Adiós, Madre. Adiós, amigos.
-Y se marcha, sin ningún entusiasmo, seguido por José, que por el contrario está todo contento de ser elegido para esa
misión.
Pedro, entre dientes, canturrea algunas palabras…
Jesús le pregunta:
-¿Qué dices, Simón de Jonás.
-Cantaba una vieja canción del lago…
-¿Y cuál es?
-Es: «¡Siempre así! ¡Le gusta la pesca al agricultor, no le gusta pescar al pescador!». Y en verdad aquí se ha visto que ha tenido más ganas de pescar el discípulo que el apóstol…
Muchos se echan a reír. Jesús no se ríe, suspira.
-¿Te he apenado, Maestro? – pregunta Pedro.
-No. Pero no critiques siempre.
-Es por Judas por quien está apenado mi hermano – dice Judas de Alfeo.
-Guarda silencio también tú; sobre todo, en lo hondo de tu corazón.
-Pero ¿verdaderamente se ha efectuado ya en Samuel el milagro? – pregunta, curioso y un poco incrédulo, Tomás. -Sí.
-Entonces es inútil que vaya a Cafarnaúm.
-Es necesario. No he curado del todo su corazón. Samuel tiene que buscar por sí mismo la curación, o sea, el perdón con un arrepentimiento santo. Pero he hecho que de nuevo sea capaz de razonar. Ahora le toca a él obtener el resto con su libre voluntad. Vamos a bajar. Vamos a estar con los humildes…
–¿No a mi casa, Maestro?
-No, Juana. Tú podrás venir a verme cuando quieras. Ellos están atados por sus trabajos, así que voy yo a ellos…
-Y Jesús baja de la terraza y sale a la calle seguido por los demás, también por Juana, que está bien decidida a no separarse de Jesús, dado que Jesús no está dispuesto a ir a su casa.
Van por entre las casitas pobres, en dirección a lugares cada vez más pobres y periféricos… Y la visión termina así.