La muerte del abuelo de Margziam.
Jesús debe haber dejado ya a las mujeres, porque está con los apóstoles, con Isaac y con Margziam. Están bajando las últimas pendientes hacia la llanura de Esdrelón mientras la tarde cae lentamente.
Margziam está muy contento de que el Señor lo lleve a donde su querido abuelo. Menos contentos están los apóstoles, que recuerdan el reciente incidente con Joacana. Pero guardan silencio, serios, para no apenar al jovencito, que se alegra de no haber tocado la miel que Porfiria le ha dado, «porque tenía la esperanza de que el Señor con-cediera a mi corazón la alegría de ver a mi padre. No sé por qué… pero desde hace un tiempo lo tengo siempre presente en el espíritu, como si me llamara. Se lo he dicho a Porfiria y me ha dicho: «Me sucede también a mí lo mismo cuando Simón está lejos». Pero no debe de ser como dice, porque antes nunca me había sucedido».
-Porque antes eras un niño. Ahora eres un hombre y tu pensamiento piensa más – le dice Pedro.
-Tengo también dos quesitos y unas pocas aceitunas. Lo que he podido traer, mío mío, a mi querido padre. Y luego tengo una túnica y un manto de cáñamo. Porfiria los quería hacer para mí. Pero le he dicho: «Si me quieres, hazlos para el anciano». ¡Lleva siempre vestidos tan rotos, y está siempre tan sudoroso con sus vestidos de mala lana!… Sentirá alivio».
-Pero ya, para empezar, tú te has quedado sin vestidos frescos, y sudas como una esponja, con esos de lana – le dice
Pedro.
-¡No importa! Se ha quedado tantas veces sin comer mi padre para dármelo a mí cuando yo estaba en el bosque… Por fin puedo darle yo también algo. ¡Ojalá pudiera ahorrar y darle lo suficiente para que pudiera rescatarse!
-¿Cuánto tienes hasta este momento? – pregunta Andrés.
-Poco. Con el pescado he sacado ciento diez didracmas. Pero voy a vender pronto los corderos, y entonces… ¡Si pudiera hacerlo antes del frío fuerte!…
-¿Lo recibís vosotros? – pregunta Natanael a Pedro.
-Sí. No nos vamos a quedar en la miseria si ese pobre anciano toma un bocado de nuestro plato…
-Y además… Puede hacer algún pequeño trabajo… Venir a Betsaida donde nosotros, ¿verdad Felipe? -Claro… Te ayudaremos, Simón, dando esta alegría a nuestro buen Margziam y al anciano…
-Esperemos que no esté Jocanán… – dice Judas Tadeo.
-Iré yo delante para avisar – dice Isaac.
Caminan ligeros bajo la luz de la Luna… Llegados a un determinado punto, Isaac se separa, acelerando más aún el paso, mientras el grupo lo sigue más lentamente. Un gran silencio hay en la llanura. Hasta los ruiseñores callan.
Caminan, caminan, hasta que ven dos sombras que corren hacia ellos.
-Uno es Isaac, seguro… El otro… puede ser tanto Miqueas como el administrador; son igual de altos… – dice Juan. Ya están cerca… cerquísima. Y es exactamente el administrador, seguido de Isaac, que está consternado. -Maestro… Margziam… ¡pobre hijo!… Venid pronto… Tu padre, Margziam, está enfermo… mucho…
-Ay! ¡Señor!… – grita el jovencito, con dolor.
-Vamos, vamos… Sé fuerte, Margziam – y Jesús le toma la mano, echándose casi a correr mientras dice a los apóstoles: -Seguidme vosotros…
-Sí… Pero con cuidado… Está Jocanán – grita el administrador, ya desde lejos.
E1 pobre anciano está en casa de Miqueas. Hasta un estúpido puede comprender que está a las puertas de la muerte. Su estado es de completa postración, tiene los ojos cerrados, sus facciones ya aparecen relajadas, como de uno que muere. Está céreo, excepto en le pómulos, donde resiste aún un rojo cianótico.
Margziam se agacha hacia la yacija y llama:
-¡Padre! ¡Padre mío! ¡Soy Margziam! ¿Entiendes? ¡Margziam! ¡Yabés! ¡Tu Yabés!… ¡Oh Señor! Ya no me oye… Ven aquí, Señor… Ven aquí. Inténtalo Tú. Cúralo… Haz que me vea, que me hable… ¿Voy a tener que ver morir así a todos los míos, sin que me den un adiós?…
Jesús se acerca, se inclina hacia el moribundo, le pone una mano en la cabeza y dice:
-Hijo del Padre mío, escúchame.
Como uno que sale de un sueño profundo, el anciano respira hondo y, abriendo los ojos ya vítreos, mira vacilante a las dos caras que están inclinadas hacia la suya. Hace ademán de hablar, pero la lengua está muy entorpecida. Pero debe haber reconocido ahora, porque sonríe y trata de coger las manos de los dos para llevárselas a los labios.
-Padre… había venido… ¡He rezado mucho para venir!… Te quería decir… que pronto tendré lo suficiente… para darte con qué rescatarte… y venir conmigo, a casa de Simón y Porfiria, ¡que son tan buenos, tan buenos con tu Yabés!… y con todos… El anciano logra mover la lengua, y a duras penas dice:
-Que Dios los recompense, y te recompense a ti… Pero es tarde… Voy con Abraham… a no sufrir más… Se vuelve hacia Jesús y, con ansia, pregunta:
-Así, ¿no es verdad?
-Así. ¡Estáte en paz! – y Jesús se yergue, majestuoso, y dice:
-Yo, con mi poder de Juez y Salvador, te absuelvo de todo lo que en tu vida hayas podido cometer en culpas u omisiones, y de los movimientos del corazón contra la caridad y hacia quien te ha odiado. De todo de perdono, hijo. ¡Ve en paz!
Jesús ha extendido las manos, altas, encima de la yacija, como si fuera un altar y Él, Sacerdote, estuviera para consagrar la víctima.
Margziam llora, mientras el viejo sonríe dulcemente susurrando:
-Se duerme uno en paz con tu ayuda… Gracias, Señor… – y se abate.
-¡Padre! ¡Padre! ¡Oh! ¡Se muere! ¡Se muere! ¡Hay que darle un poco de miel… tiene la boca seca…! ¡Está frío…! ¡La miel da calor…! – grita Margziam, y trata de rebuscar en el talego con una mano, mientras sujeta con la otra a su abuelo la cabeza, que se hace más pesada. En el umbral de la puerta han aparecido los apóstoles… y observan mudos…
-Bien, Margziam. Sujeto yo al padre – dice Jesús… y luego, a Pedro:
-Simón, ven aquí…
Y Simón, emocionado, se acerca…
Margziam trata de dar un poco de miel al viejo. Hunde un dedo en el tarro y lo saca cubierto de miel filamentosa, que pone en los labios de su abuelo; y éste vuelve a abrir sus ojos, lo mira, le sonríe, dice:
-Está buena.
-La he hecho para ti.., y también la túnica fresca de cáñamo…
El anciano levanta la mano temblorosa y trata de ponerla en la morena cabeza. Dice:
-Eres bueno.., más que la miel… Y es esto… el hecho de que seas bueno, lo que me hace bien… Pero tu miel… ya no hace falta… Y tampoco la túnica fresca… Ten tú esas cosas… Tenlas tú con mi bendición…
Margziam cae de rodillas y llora, apoyada la cabeza en la orilla del lecho, gimiendo:
-¡Solo! ¡Me quedo solo!
Simón da la vuelta en torno al lecho y, con voz más áspera que nunca, por la emoción, dice, mientras acaricia los cabellos de Margziam:
-No… Solo no… Yo te quiero. Porfiria te quiere… Los discípulos,.. Muchos hermanos… Y luego… Jesús… Jesús te quiere… ¡No llores, hijo mío!
-Tuyo… hijo… sí… dichoso yo… ¡Señor!… Señor… – el anciano gorgotea, hace movimientos bruscos… siente el fin. Jesús lo rodea con el brazo, lo levanta algo, entona lentamente:
-Alzo los ojos hacia los montes, ¿de dónde vendrá mi auxilio? – y prosigue con todo el salmo 121. Luego se para y observa al hombre que se le muere entre los brazos calmado por esas palabras… Entona el salmo 122. Pero dice poco de él, porque en cuanto empieza el cuarto versículo se interrumpe y dice:
-¡Ve en paz, alma justa! – y lo vuelve a recostar, lentamente, y le baja los párpados con la mano. Una muerte tan serena, que ninguno, excepto Jesús, se ha dado cuenta del tránsito; pero lo comprenden por este acto del Maestro. Inmediatamente se oye un murmullo.
Jesús hace un gesto de silencio. Va donde Margziam, el cual, llorando como está con la cabeza agachada y apoyada en el lecho, no se ha dado cuenta de nada. Jesús se agacha hacia él, lo abraza tratando de alzarlo y dice:
-Él está en paz, Margziam. Ya no sufre. La mayor gracia de Dios para con él es ésta: la muerte, ¡y en los brazos di Señor!
No llores, hijo amado. Mira cómo está en paz… En paz… Pocos en Israel han recibido el premio de este justo: morir apoyado en
el pecho del Salvador. Ven aquí, a mis brazos… No estás solo. Y además, está Dios, y es todo, que te ama por todo el mundo. El pobre Margziam da verdaderamente pena, pero encuentra todavía la fuerza de decir:
-Gracias, Señor, por haber venido… Y a ti Simón, por haberme traído… Y a todos, a todos, gracias… por lo que me habéis dado para él… Pero ya no hace falta… Pero… la túnica sí… Somos pobres… No podemos hacer el embalsamamiento… ¡oh padre mío! ¡Ni siquiera un sepulcro te puedo dar!… Pero, si os fiáis, si podéis… haced los gastos y os daré en Octubre el precio de los corderos y del pescado…
-¡Oye! ¡Digo yo que todavía tienes un padre! ¡Lo arreglo yo! A costa de vender una barca. Daremos al anciano todos los honores. Lo más difícil es conseguir quién anticipe… y quién dé un sepulcro…
El administrador dice:
-En Yizreel, entre la gente del pueblo, hay discípulos. No negarán nada. Me voy a poner en camino enseguida. Volveré antes de que acabe la hora tercia…
-Sí, pero… ¿y el Fariseo?
-No temáis. Haré que sepa que hay un muerto y, por no contaminarse, no saldrá de casa. Me voy…
Y Miqueas y los otros van y vienen, preparando lo necesario para los últimos honores del compañero muerto, mientras Margziam, inclinado hacia su abuelo, llora y lo acaricia, y Jesús habla en voz baja con los apóstoles e Isaac.
Y aquí hago una observación mía. Me ha sucedido a veces que me he visto en semejantes vicisitudes, y frecuentemente he notado que los presentes, con finalidad buena o con actitudes intransigentes no buenas, recriminan a los que se sienten desolados por haber perdido a un pariente. Comparo esto con la dulzura de Jesús, que se compadece del sufrimiento del huérfano y no pretende de él un heroísmo innatural… ¡Cuánto hay que aprender de la más mínima acción de Jesús!