El nuevo discípulo Nicolái de Antioquía y el segundo anuncio de la Pasión.
Jesús está completamente solo en la terraza de la casa de Tomás de Cafarnaúm. El pueblo ocia por el sábado. Un pueblo ya muy reducido de habitantes, porque los más cuidadosos en cumplir las prácticas de fe se han puesto ya en marcha hacia Jerusalén; como también aquellos que van con las familias, y tienen niños que no pueden hacer marchas largas y obligan a los adultos a pararse y a hacer breves trayectos. Así que falta, en este día ya de por sí un poco nublado, la nota de oro de la infancia festiva. Jesús está muy pensativo: sentado en un banco pequeño y bajo, en un rincón, junto al pretil, de espaldas a la escalera, casi escondido por el antepecho; tiene un codo apoyado en la rodilla, y la frente en la mano con gesto cansado, casi de sufrimiento. Interrumpe su meditación la llegada de un niñito que quiere saludarlo antes de salir para Jerusalén. « ¡Jesús! ¡Jesús!» llama, a cada peldaño que sube (no ve a Jesús, que está celado por el murete a la vista de quien está abajo). Y Jesús está tan concentrado que no oye la vocecita ligera ni el paso de palomita… de forma que, cuando el pequeño llega a la terraza, está todavía en esa postura de sufrimiento. El niño se atemoriza. Se para en el umbral de la terraza, se mete un dedito entre los labios y piensa… luego decide: lentamente se acerca… ya está casi junto a Jesús por detrás… se inclina para ver lo que hace… y dice: -¡No, bonito! ¡No llores! ¿Por qué? ¿Por esos hombrachos feos de ayer? Lo hablaba mi padre con Jairo, que son indignos de ti. Pero no debes llorar. Yo te quiero. Y también te quiere mi hermanita y Santiago y Tobías, y Juana y María y Miqueas y todos, todos los niños de Cafarnaúm. No llores más… – y se echa a su cuello, muy cariñoso, para terminar: «Si no, voy a llorar también yo, y siempre… durante todo el viaje… -No, David, ya no lloro. Tú me has consolado. ¡Has venido solo’ ¿Cuándo partís? -Después de que se ponga el sol. Con la barca hasta Tiberíades Ven con nosotros. Mi padre te quiere, ¿sabes? -Lo sé, querido mío. Pero tengo que ir a ver a otros niños… Gracias por haber venido a saludarme. Te bendigo, pequeño David. Vamos a darnos el beso de adiós y luego vuelve con tu mamá. ¿Sabe que estás aquí?… -No. Me he escabullido porque no te he visto con tus discípulos y he pensado que estabas llorando.-Ya ves que ya no lloro. Ve, ve donde tu mamá, que quizás te está buscando temiendo mucho por ti. Adiós. Ten cuidado con los asnos de las caravanas. ¿Ves? En todas partes hay asnos parados. -¿Pero ya de verdad que no lloras? -No. Ya no estoy afligido. Tú me has consolado. Gracias, niño. El niño baja la escalera saltando. Jesús lo observa. Menea la cabeza. Luego vuelve a su sitio, a la dolorosa meditación de antes. Pasa un rato. El sol, cuando se abren las nubes, se muestra descendiendo. Un paso más pesado en la escalera. Jesús alza la cara. Ve a Jairo, que viene hacia El. Lo saluda. Recibe de Jairo un saludo respetuoso. -¿Cómo por aquí, Jairo? -¡Señor! Quizás me he equivocado. Pero Tú que ves el corazón de los hombres verás que en mi error no había mala voluntad. Yo hoy no te he invitado a la sinagoga para que hablaras. Pero he sufrido mucho por ti, ayer, y te he visto sufrir tanto, que… no me he atrevido. He consultado a los tuyos y me han respondido: «Quiere estar solo»… Pero hace poco ha llegado Felipe, padre de David, diciéndome que su hijo te ha visto llorar. Ha dicho que le has dado las gracias por haber venido a ti. He venido yo también. Maestro, los que quedan todavía en Cafarnaúm están para reunirse en la sinagoga. Y mi sinagoga es tuya, Señor. -Gracias, Jairo. Hoy hablarán otros en ella. Iré como simple fiel… -No estarías obligado. Tu sinagoga es el mundo. ¿Entonces no vienes, Maestro? -No, Jairo. Estoy aquí con mi espíritu ante el Padre, que me conoce y que no encuentra culpas en mí. Un titileo de lágrimas aparece en los ojos tristes de Jesús. -Yo tampoco encuentro culpas en ti… Adiós, Señor. -Adiós, Jairo. Y Jesús se sienta de nuevo. Sigue meditabundo. Ligera como una paloma sube, vestida de blanco, la hija de Jairo. Mira… Llama delicadamente: -¡Salvador mío! Jesús vuelve la cabeza, la ve, le sonríe, le dice: -Ven a mí. -Sí, mi Señor. Pero quisiera llevarte a los demás. ¿Por qué debe estar hoy muda la sinagoga? -Están tu padre y muchos otros para llenarla de palabras. -Pero son palabras… La tuya es la Palabra. ¡Oh, mi Señor! Con tu palabra me restituiste para mi madre y mi padre, y estaba muerta. ¡Mira a los que se dirigen a la sinagoga! Muchos están más muertos que yo entonces. Ven a darles la Vida. -Hija, tú la merecías; ellos… Ninguna palabra puede dar vida a uno que para sí elige la muerte. -Sí, mi Señor. Pero ven de todas formas. Hay también personas que, oyéndote, viven cada vez más,.. Ven. Pon tu mano en la mía y vamos. Yo soy el testimonio de tu poder, y estoy pronta para testificarlo incluso ante tus enemigos, aunque me costara perder esta segunda vida, que la verdad es que ya no es mía. Tú me la has dado, Maestro bueno, por compasión hacia una madre y un padre. Pero yo… La niña, una bonita niña, ya mujercita, de dulces ojos grandes que brillan en su rostro puro e inteligente, se detiene a causa de un acceso de llanto que la ahoga y gotea de las largas pestañas a las mejillas. -¿Por qué lloras ahora? – pregunta Jesús poniéndole la mano en el pelo. -Porque… me han dicho que Tú dices que vas a morir… -Todos morimos, niña. -¡Pero no como Tú dices! Yo… no querría ahora estar viva de nuevo, para no verlo, para no estar cuando… suceda este horror… -Entonces no habrías estado tampoco para darme el consuelo que ahora me das. ¿No sabes que la palabra – una sola incluso – de una persona pura y de una persona que me ama me quita todas las penas? -¿Sí? ¡Oh! ¡Entonces no tienes que tener ya penas, porque te quiero más que a mi padre, más que a mi madre y más que a mi vida! -Así es. -Entonces ven. No estés solo. Habla para mí, para Jairo, para mi madre, para el pequeño David, en fin, para los que te quieren. Somos muchos. Y seremos más todavía. Pero no estés solo. Viene melancolía – y, materna por instinto, como toda mujer honesta, termina así: «Conmigo cerca, ninguno te hará ningún mal. Y además yo te defenderé». Jesús la complace y se levanta. La mano en la mano, atraviesan las calles y entran en la sinagoga por una puerta lateral. Jairo, que está leyendo en voz alta un libro, suspende la lectura y, mediando un reverente saludo, dice: -Maestro, te ruego que hables para los rectos de corazón. Prepáranos para la Pascua con tu santa palabra. -¿Estás leyendo de los Reyes, no? -Sí, Maestro. Quería que meditaran que quien se separa del Dios verdadero cae en idolatría de becerros de oro. -Bien has hablado. ¿Ninguno tiene nada que decir? Se crea rumor entre la gente. Quién quiere que hable Jesús, quién grita: -¡Tenemos prisa! ¡Que se digan las oraciones y se concluya la reunión! Además, vamos a Jerusalén; allí oiremos a los rabíes. Los que gritan así son los muchos desertores de ayer, retenidos en Cafarnaúm por el sábado. Jesús los mira con suma tristeza y dice: -Tenéis prisa. Es verdad. También Dios tiene prisa de juzgaros. Marchaos, marchaos. Luego, volviéndose hacia los que los reprenden, dice: «No los increpéis. Cada planta da su fruto».-¡Señor! ¡Repite el gesto de Nehemías! ¡Habla contra ellos, Tú, Sacerdote supremo! – grita, indignado, Jairo; y le hacen coro los apóstoles, los discípulos fieles y los de Cafarnaúm. Jesús extiende en cruz los brazos. Palidísimo (un rostro verdaderamente mortificado, y, no obstante, dulcísimo), grita: -¡Acuérdate, propicio, de mí, oh mi Dios! ¡Y acuérdate también propiciamente de ellos! ¡Yo los perdono! La sinagoga se vacía. Quedan los que son fieles a Jesús… Hay un extranjero en un rincón. Un hombre robusto, no observado por ninguno, al que ninguno dirige la palabra; bueno, él tampoco habla con nadie. Sólo mira fijamente a Jesús; tanto que el Maestro vuelve su mirada en aquella dirección, lo ve y pregunta a Jairo que quién es. -No sé. Sin duda uno de paso. Jesús lo interpela: -¿Quién eres? -Nicolái, prosélito de Antioquía. Me dirijo a Jerusalén para la Pascua. -¿A quién buscas? -A ti, Señor Jesús de Nazaret. Deseo hablarte. -Ven. Y sale, ya con él al lado, al huerto de detrás de la sinagoga para escucharlo. -Hablé en Antioquía con un discípulo tuyo de nombre Félix. He deseado ardientemente conocerte. Me dijo que Cafarnaúm es lugar en que te detienes, y que tienes a tu Madre en Nazaret; y también que vas al Getsemaní o a Betania. El Eterno ha hecho que te encuentre en el primer lugar. Estaba ayer… Estaba no lejos de ti, esta mañana, mientras llorabas orando cabe la fuente… Te amo, Señor. Porque eres santo y manso. Creo en ti. Tus acciones, tus palabras, me habían hecho ya tuyo. Pero tu misericordia de hace un rato para con los culpables me ha determinado. ¡Señor, acógeme en cambio de quien te abandona! Vengo a ti con todo lo que tengo: la vida, los bienes, todo. Se ha arrodillado diciendo las últimas palabras. Jesús lo mira fijamente… luego dice: -Ven. Desde hoy serás del Maestro. Vamos adonde tus compañeros. Vuelven a la sinagoga, donde hay una intensa conversación de los discípulos y los apóstoles con Jairo. -Aquí tenéis a un nuevo discípulo. El Padre me consuela. Amadlo como a un hermano. Vamos con él a compartir el pan y la sal. Luego, ya de noche, saldréis con él hacia Jerusalén; nosotros iremos a Ippo con las barcas… Y no digáis mi camino a nadie, para que no me entretengan. Entretanto el sábado ha terminado, y los que quieren evitar a Jesús se agolpan en la playa para contratar las barcas para Tiberíades. Y discuten con Zebedeo, que no quiere ceder su barca ya preparada para la partida nocturna de Jesús con los doce y cercana a la de Pedro. -¡Voy a ayudarle! – dice Pedro, que está irritado. Jesús, para evitar choques demasiado fuertes, lo retiene y dice: -Vamos todos, no tú solo. Y así lo hacen… Y saborean la amargura de ver que los que huyen se van sin siquiera un saludo, cortando netamente toda discusión con tal de alejarse de Jesús… y oyen algún que otro epíteto despreciante y consejos mordaces a los discípulos fieles… Jesús se vuelve para regresar a casa, una vez que la turba hostil se ha marchado, y dice al nuevo discípulo: -¿Los has oído? Esto es lo que te espera siguiéndome. -Lo sé. Por eso me quedo. Te había visto en un día glorioso, entre la muchedumbre que te aclamaba y te saludaba como rey. Me encogí de hombros diciendo: «¡Otro pobre iluso! ¡Otro azote para Israel!», y no te seguí porque parecías un rey. Ya me había olvidado de ti. Ahora te sigo porque en tus palabras y en tu bondad veo al Mesías prometido». -Verdaderamente eres más justo que muchos otros. Y digo, una vez más, que se retire quien espere de mí un rey terreno; se retire quien siente que se va a avergonzar de mí ante el mundo acusador; se retire quien se vaya a escandalizar de verme tratado como un malhechor. Os digo esto mientras todavía podéis hacerlo sin veros comprometidos ante los ojos del mundo. Imitad a los que huyen en aquellas barcas, si no os sentís dispuestos a compartir mi destino en el oprobio para poder compartirlo después en la gloria. Porque va a suceder pronto esto: van a acusar al Hijo del hombre, lo van a entregar en manos de los hombres, los cuales lo van a matar como a un malhechor y creerán que lo han vencido. Pero habrán cometido su delito inútilmente, porque resucitaré a los tres días y triunfaré. ¡Dichosos aquellos que sepan estar conmigo hasta el final! Ya han llegado a la casa. Jesús confía a los discípulos el nuevo llegado, y sube solo al lugar de antes; más exactamente, entra en la habitación de arriba, y se sienta a pensar. Pasa un rato. Suben Judas Iscariote y Pedro. -Maestro, Judas me ha hecho reflexionar en cosas convenientes. -Dilas. -Tomas contigo a este Nicolái, un prosélito cuyo pasado además ignoramos. Ya hemos tenido muchas complicaciones… y las tenemos todavía. ¿Y ahora? ¿Qué sabemos de él? ¿Podemos fiarnos? Judas, con razón, dice que podría ser un espía enviado por los enemigos. -¡Que sí! ¡Un traidor! ¿Por qué no quiere decir de dónde viene ni quién lo envía? Le he hecho preguntas, pero sólo dice: «Soy Nicolái de Antioquía, prosélito». Yo tengo serias sospechas. -Te recuerdo que viene porque me ve traicionado. -¡Puede ser mentira! ¡Puede ser una traición!-Quien por todas partes ve mentira o traición es alma capaz de esas cosas. Porque se mide con el propio modelo – dice serio Jesús. -¡Señor, me ofendes! – grita Judas indignado. -Pues déjame y vete con los que me abandonan. Judas sale dando un portazo con malos modales. -De todas formas, Señor, Judas no está equivocado en todo… Y además no quisiera que… ese hombre hablara de Juan. Sólo puede ser el hombre de Endor el Félix que te lo manda… -Ciertamente es así. Pero Juan de Endor es prudente y ha tomado de nuevo su viejo nombre. Estáte tranquilo, Simón. Un hombre que se hace discípulo porque siente que mi causa humana está ya perdida, no puede ser sino una persona recta de espíritu. Muy distinto es el que ha salido ahora, que vino a mí porque esperaba ser príncipe de un rey poderoso… y no se convence de que Yo soy Rey sólo para el espíritu… -¿Sospechas de él, Señor? -De ninguno. Pero, en verdad te digo que adonde llegará Nicolái, discípulo y prosélito, Judas de Simón, apóstol, israelita y judío, no llegará. -Señor, quisiera preguntar a Nicolái sobre… Juan. -No lo hagas. Juan no le ha dado ningún encargo porque es prudente. No seas tú el imprudente. -No, Señor. Sólo te lo preguntaba… -Vamos a bajar para acelerar la cena. Partiremos con la noche plena… Simón… ¿me amas tú? -Maestro, pero ¿qué dices? -Simón, mi corazón está más oscuro que el lago en una noche de tormenta, y tan desazonado como él… -¡Oh, Maestro mío!… ¿Qué te puedo decir, si yo estoy todavía más… oscuro y desazonado que Tú? Te digo: «Aquí tienes a tu Simón. Si mi corazón te puede confortar, tómalo». Es lo único que tengo. Pero es sincero. Jesús pone unos momentos la cabeza en ese pecho amplio y fuerte; luego se pone de pie y baja con Pedro.