Margziam preparado para la separación. Regreso a la aldea de Salomón y muerte de Ananías.
– Levantaos. Nos marchamos. Vamos de nuevo al río. Buscamos una barca. Ve tú, Pedro, con Santiago. Una barca que nos lleve hasta las cercanías de Betabara. Estaremos un día donde Salomón y luego… -¿Pero no íbamos a Nazaret? -No. Por la noche he decidido. Lo siento por vosotros. Debo volver para atrás. -¡Qué alegría! – exclama Margziam – ¡Estaré más tiempo contigo! -Sí, aunque, pobre niño, a mi lado ves días muy tristes. -Pues precisamente por eso deseo quedarme contigo. Para darte amor. Es lo único que quiero. No pido nada más. Jesús lo besa en la frente. -¿Y vamos a pasar otra vez por Betabara? – pregunta Mateo. -No. Atravesamos el río con la barca de algún pescador. Regresan Pedro y Santiago. -Ninguna barca, Maestro, hasta el atardecer… Y… ¿debo decirlo? -Dilo. -Y han pasado por aquí algunos… Deben haber pagado bien o amenazado fuertemente… No creo que encuentres barca tampoco al atardecer… Son unos despiadados… Pedro suspira. -No importa. Vamos a ponernos en camino… y el Señor nos ayudará. La época del año es mala. Llueve. Hay fango. El camino está lodoso. En la orilla, la lluvia se suma al rocío de la noche, abundante a lo largo del río; pero, de todas formas, van por el estrecho realce que orilla el camino, menos fangoso y menos expuesto -debido a una hilera de chopos que protegen mucho- al estilicidio de la lluvia, diminuta pero continua; menos expuesto cuando un soplo de viento no hace caer de golpe todas las gotas de agua retenidas entre las ramas. -¡Bueno, ya es su tiempo! – dice filosóficamente Tomás, recogiéndose la túnica. -¡Es su tiempo! – confirma Bartolomé, y suspira. -Ya nos secaremos en algún lugar. No estarán todos… irritados contra nosotros – dice Pedro. -Y podremos encontrar una barca… ¡No es seguro que no! – añade Santiago de Alfeo. -Si tuviéramos mucho dinero se encontraría todo. ¡Pero no quiso que fuera a vender a Jericó! – dice Judas de Keriot. ¡Calla! Te lo ruego. El Maestro está muy afligido – ¡Calla! – suplica Juan. -Callo. Es más, no hago más que alegrarme de su indicación. Así no se puede decir que yo haya mandado a esos saduceos de cerca de Jericó – y mira a Pedro. Pero Pedro está absorto y no ve ni responde. Caminan, caminan bajo la lluvia menuda, fina como niebla, en este día grisáceo. De vez en cuando hablan entre sí. Pero las palabras que dicen parecen tanto conclusiones de un diálogo con un invisible interlocutor, que parece como si hablaran consigo mismos. -A1 final tendremos que pararnos en algún lugar. -Todos los lugares son iguales, porque a todos vienen ellos. -Persecución por persecución, lo mejor es estar en una ciudad: al menos uno no se moja. -¿Pero a dónde quieren llegar? -¡Pobre María! ¡Si supiera!»-¡Dios Altísimo, protege a tus siervos!… Luego se juntan y debaten en voz baja. Jesús va delante, solo… ¡Solo! Hasta que llegan Margziam y el Zelote. Los otros han bajado al guijarral. Para ver si hay barca… Tardaríamos menos. ¿Nos quieres contigo? -Venid. ¿De qué hablabais antes? -De lo que sufres Tú. -Y del odio de los hombres. ¿Qué podemos hacer para aliviarte y para frenar el odio? – pregunta el Zelote. -Para mi dolor está vuestro amor… Para el odio… no hay más remedio que soportarlo… Es una cosa que termina con la vida de la Tierra… y este pensamiento da paciencia y fortaleza mientras se soporta. ¡Margziam! ¡Niño! ¿Por qué estás turbado? -Porque esto me recuerda a Doras… -Tienes razón. Ya es tiempo de que te mande otra vez a casa… -¡No! ¡Jesús! ¡No! ¿Por qué quieres castigarme por un mal que no he hecho? -No es castigar. Es preservar… No quiero que recuerdes a Doras. ¿Qué se alza en ti tras este recuerdo? Responde… Margziam llora con la cabeza agachada, luego levanta la cara y dice: -Tienes razón. Mi espíritu no es capaz de ver y perdonar, no es todavía capaz. Pero ¿por qué me alejas de ti? Si sufres, con mayor razón debo estar a tu lado. ¡Tú también me has consolado siempre! Ya no soy ese niño necio que el año pasado te decía: «No me dejes ver tu dolor». Soy ahora un verdadero hombre. ¡Deja que me quede! ¡Señor! ¡Díselo tú, Simón! -El Maestro sabe lo que es bueno para nosotros. Y quizás… quiere darte algún encargo… No sé… Estoy diciendo lo que pienso… -Es como has dicho. Lo habría tenido conmigo, con gran satisfacción, hasta después incluso de las Encenias. Pero… mi Madre está sola allá arriba. El ruido que produce el odio es muy fuerte. Podría temer más de lo necesario. Mi Madre está sola. Y seguro que llora. Irás donde Ella, le llevarás mi saludo y le dirás que la espero para después de las Encenias. Y no digas nada más, Margziam. -¿Pero si me pregunta? -Puedes no mentir diciendo… que la vida de su Jesús está como este cielo de Etanim. Nubes y lluvia, alguna vez borrasca. Pero no faltan los días de sol. Como ayer, como quizás mañana. Callar no es mentir. Háblale de los milagros que has visto. Dile que Elisa está conmigo, que Ananías me ha acogido como un padre. Que en Nob estoy en casa de un buen israelita. Lo demás… sobre lo demás esté el silencio. Y luego irás a estar con Porfiria. Y estarás allí hasta que Yo te llame. Margziam llora más fuerte. -¿Por qué lloras así? ¿No estás contento de ir donde María? Ayer lo estabas… – dice Simón. -Ayer sí. Porque íbamos todos. Y además lloro porque tengo miedo de no volver a verte… ¡Oh, Señor, Señor! ¡Ya nunca veré días tan felices como lo han sido estos días! -Nos veremos todavía, Margziam. Te lo prometo. -¿Cuándo? No antes de la Pascua. ¡Es mucho tiempo! Jesús calla. -¿Verdaderamente no me quieres contigo antes de Pascua? Jesús le pone un brazo en los hombros todavía gráciles y lo arrima a sí. -¿Por qué quieres saber el futuro? Hoy estamos aquí. Mañana ya no estamos. El hombre -ni el más rico y poderoso- no puede añadir un día a su vida. La vida, y todo el futuro, está en las manos de Dios… -Pero para Pascua debo ir al Templo. Soy israelita. ¡Tú no puedes hacerme pecar! -No pecarás. Y el primer pecado que me debes prometer que no harás nunca es el de la desobediencia. Obedecerás. Siempre. A mí ahora, a quien te hable en mi Nombre después. ¿Lo prometes? Recuerda que Yo, tu Maestro y Dios, he obedecido a mi Padre y obedeceré hasta el… fin de mi tiempo. Jesús se muestra solemne al decir estas últimas palabras. Margziam, casi hechizado, dice: -Obedeceré. Lo juro. Ante ti y ante el Dios eterno. Un momento de silencio. Luego el Zelote pregunta: -¿Sube solo? -No, por supuesto. Con unos discípulos. Encontraremos otros además de Isaac. -¿Mandas a Galilea también a Isaac? -Sí. Regresará con mi Madre. Llaman desde el río. Los tres se mueven, cruzan el camino, van hacia el agua. -Mira, Maestro. Hemos encontrado. Y no quieren nada. Son parientes de uno al que has hecho un milagro. Pero llevan arena a aquel pueblo. Hay que ir hasta allí a pie. Luego nos toman. -Que Dios se lo pague. Estaremos al atardecer en casa de Ananías. Pedro, contento, sube hacia el camino y ve la cara turbada de Margziam. -¿Qué te pasa? ¿Qué ha hecho? -Nada malo, Simón. Le he dicho que, cuando llegue al primer sitio donde encuentre discípulos, lo voy a mandar a casa. Se ha entristecido por este motivo. -A casa… Pues es justo… Esta época del año… Pedro piensa. Luego mira a Jesús y le tira de la manga, haciéndole agacharse hasta la altura de su boca. Le habla al oído: -Maestro, ¿pero por qué lo mandas sin esperar?…-Por la época del año, lo has dicho. -¿Y además? -Simón, no quiero encubrirte la realidad. Y además… porque es bueno que Margziam no se envenene el corazón… -Tienes razón, Maestro. Envenenarse el corazón… ¡Sí!, es justamente eso lo que acaba sucediendo. Alza el tono de voz: -El Maestro tiene toda la razón. Irás y… nos veremos en Pascua. En fin… llega pronto… Pasado Kisléu… En breve tiempo llega el bonito Nisán. -¡Sí, cierto! Tiene razón… La voz de Pedro se hace menos segura. Repite lentamente y con tristeza: -Tiene razón… – y, hablándose a sí mismo: -¿Qué habrá sucedido de aquí a Nisán? Se da con la mano en la frente (es un gesto desconsolado). Y caminan, caminan en esta húmeda jornada. No llueve ya hasta que, enfangados hasta las rodillas, montan en cinco pequeñas barcas húmedas y arenosas que bajan de nuevo siguiendo la corriente. Entonces se echa otra vez a llover, y, golpeando la lluvia contra el agua calma del río, que refleja el cielo de nubes cenicientas, dibuja en él muchos círculos que se hacen y deshacen continuamente, formando un juego de tornasoles anacarados. Parece un paisaje desierto. En las márgenes, en los minúsculos lugares fluviales, no se ve alma viva. La lluvia cierra las casas y hace desiertas las calles. De modo que, cuando con el primer albor echan pie a tierra donde la aldea de Salomón, encuentran silenciosa y vacía la calle, y llegan a la casa sin ser vistos por nadie. Golpean en la puerta. Llaman. Nada. Sólo zureo de palomas, balidos de ovejas, ruido de lluvia. -No hay nadie. ¿Qué hacemos? -Id a las casas del pueblo. Primero a la del pequeño Micael – ordena Jesús. Y, mientras los apóstoles más jóvenes se marchan ágiles, Jesús y los más ancianos se quedan junto a la casa y observan y comentan. -Todo cerrado… Incluso la cancilla, bien atada y asegurada. ¡Mira! Incluso hay un clavo grueso. Y las ventanas cerradas como para la noche. ¡Qué tristeza! ¿Y esa quejumbre de ovejas y palomas? ¿Estará enfermo? ¿Qué piensas, Maestro? Jesús menea la cabeza. Está cansado y triste… Vuelven corriendo los apóstoles. Andrés es el primero en llegar, y grita, todavía unos metros antes: -Ha muerto… Ananías ha muerto… No se puede entrar en la casa porque todavía no está purificada… Desde hace pocas horas está en el sepulcro. Si hubiéramos podido venir ayer… Ahora viene la mujer, la madre de Micael. -¿Pero qué nos persigue? – dice Bartolomé. -¡Pobre anciano! ¡Se sentía tan feliz! ¡Estaba tan bien! ¿Pero cómo ha sido? ¿Cuándo se ha puesto enfermo? Hablan todos al mismo tiempo. Llega la mujer, la cual, quedándose a una cierta distancia de todos, dice: -Señor, la paz sea contigo. Mi casa está abierta para ti. Pero… no sé si… Yo preparé al muerto. Por eso me mantengo a distancia de ti. Pero te puedo indicar las casas que te recibirán. -Sí, mujer. Dios te lo pague, y contigo a quien usa piedad con los viandantes. Pero ¿cómo murió el hombre? -No sé. No enfermó. Anteayer estaba bien. Sí, seguro. Estaba bien. Micael había venido por la mañana por las dos ovejas para agregarlas a las nuestras. Estaba acordado. Y yo le había llevado a la hora sexta ropa que le había lavado. Estaba sentado a la mesa y comía, completamente sano. A1 atardecer, Micael había llevado de nuevo las ovejas. Le había sacado dos ánforas de agua. Y Ananías le regaló dos tortitas que se había hecho para sí. Ayer por la mañana mi hijo vino, para sacar a las ovejas. Estaba cerrado todo, como ahora, y nadie respondió a los gritos del niño. Él empujó la cancilla, pero no logró abrirla. Estaba bien cerrada. Entonces Micael se asustó y vino a mí corriendo. Yo y mi marido acudimos rápidamente, y con nosotros otros. Abrimos la cancilla, llamamos a la cocina… forzamos la puerta… Estaba todavía sentado junto al hogar, con la cabeza reclinada en la mesa, la lámpara todavía cercana, pero apagada como él; a los pies un cuchillo pequeño y una escudilla de madera medio t allada… La muerte lo sorprendió así… Sonreía… Estaba en paz… ¡Oh, qué aspecto de justo había tomado su cara! Parecía hasta más guapo… Yo… Hacía poco que me ocupaba de él. Pero le había tomado Afecto… y lloro… -Ananías está en paz. Tú misma lo has dicho. ¡No llores! ¿Dónde lo habéis puesto? -Sabíamos que lo querías mucho, y entonces lo hemos puesto en el sepulcro que Leví se había hecho hacía poco. El único… porque Leví es rico. Nosotros no somos ricos. Allí, al final, al otro lado del camino. Ahora, si quieres, purificamos todo y… -Sí. Tomas las ovejas y las palomas. El resto conservadlo para mí y los míos. Que Yo pueda venir alguna vez. Que Dios te bendiga, mujer. Vamos al sepulcro. -¿Lo vas a resucitar? – pregunta asombrado Tomás. -No. Para él no significaría alegría; donde está es muy feliz. Además, él lo deseaba… Pero a Jesús se le ve muy abatido. Parece que todo se une para aumentar su tristeza. En las puertas de las casas, mujeres miran y saludan, y comentan. Pronto llegan: es un pequeño exaedro construido recientemente. Jesús ora cerca del sepulcro. Luego se vuelve, con humedad de llanto en los ojos, y dice: -Vamos… A las casas del pueblo. En nuestra casita ya no está quien nos esperaba para bendecirnos… ¡Padre mío! La soledad envuelve al Hijo tuyo, el vacío se hace cada vez más grande y más fosco. Los que me aman se marchan, y quedan los que me odian… ¡Padre mío, siempre se haga y sea bendecida tu Voluntad!…Vuelven hacia el pueblo. Dos aquí tres allá… entran en las casas de los que no han tocado al muerto, en busca de amparo y de nuevas fuerzas.