La levadura de los fariseos. El Hijo del hombre. El primado a Simón Pedro.
La llanura costea el Jordán antes de que éste vierta sus aguas en lago de Merón. Un hermoso llano, en que, cada día que pasa, crecen más exuberantes los cereales y van enfloreciéndose los árboles frutales. Los montes, allende los cuales está Quedes, ahora quedan a espaldas de los peregrinos, que con frío andan ligeros bajo las primeras luces del día, mirando anhelantes al sol, que sube, y buscándolo, apenas su rayo toca los prados y acaricia el follaje. Deben haber dormido al raso, o como mucho en un pajar, porque los indumentos están arrugados y conservan algunas pajuelas y hojas secas, que ellos se van quitando según las van descubriendo con la luz más fuerte. El río anuncia su presencia por su murmullo, que parece fuerte enmedio del silencio matutino del campo, y también por una densa hilera de árboles con hojas nuevas que tiemblan con la leve brisa de la mañana; pero todavía no se ve, porque fluye profundo en la rasa llanura. Cuando sus aguas azules, incrementadas por numerosos torrentillos que bajan de los montes occidentales, se ven brillar entre la hierba nueva de las márgenes, se está casi en la orilla. -¿Seguimos la orilla hasta el puente, o pasamos el río por aquí? – preguntan a Jesús, que estaba solo, meditativo, y que se había parado a esperarlos. -Mirad a ver si hay una barca para pasar. Es mejor atravesar por aquí… -Sí. En el puente, que está justo en la vía para Cesárea Paneas, podríamos encontrar otra vez a algunos que hubieran seguido nuestra pista – observa Bartolomé, ceñudo, mirando a Judas. -No. No me mires mal. Yo no sabía que íbamos a venir aquí, y no he dicho nada. Era fácil comprender que de Sefet Jesús iría a las tumbas de los rabíes y a Quedes. Pero jamás habría imaginado que quisiera llegarse hasta la capital de Filipo. Por tanto, ellos lo igno ran. Y no nos los encontraremos por culpa mía, ni por su voluntad. A menos que no tengan como guía a Belcebú – dice tranquilo y humilde Judas Iscariote.-Esto está bien. Porque con cierta gente… Hay que tener ojo y medir las palabras; no dejar indicios de nuestros proyectos. Tenemos que estar atentos a todo. Si no, nuestra evangelización se transformará en un huir permanente – replica Bartolomé. Vuelven Juan y Andrés. Dicen: -Hemos encontrado dos barcas Nos pasan a una dracma por barca. Vamos a bajar al borde. Y en dos barquichuelas, en dos veces, pasan a la otra orilla. La llanura rasa y fértil los acoge también aquí. Una llanura fértil y, sin embargo, poco poblada. Sólo los campesinos que la cultivan tienen casa en ella. -¡Mmm! ¿Cómo vamos a conseguir el pan? Yo tengo hambre. Y aquí… no tenemos ni siquiera las espigas filisteas… Hierba y hojas, hojas y flores. No soy ni una oveja ni una abeja – comenta Pedro a sus compañeros, los cuales sonríen ante la observación. Judas Tadeo – que iba un poco más adelante – se vuelve y dice: -Compraremos pan en el próximo pueblo. -Siempre y cuando no nos hagan huir – termina Santiago de Zebedeo. -Absteneos, vosotros que decís que hay que estar atentos a todo, de la levadura de los fariseos y saduceos; que creo que la estáis tomando sin reflexionar en lo que de malo hacéis. ¡Tened cuidado! ¡Guardaos! – dice Jesús. Los apóstoles se miran unos a otros y cuchichean: -¿Pero qué dice? Han sido aquella mujer del sordomudo y el posadero de Quedes los que nos han dado el pan. Y está todavía aquí; es el único que tenemos. Y no sabemos si podremos encontrar pan que comprar para nuestra hambre. ¿Cómo dice, entonces, que compramos a saduceos y fariseos pan con su levadura? Quizás no quiere que se compre en estos pueblos… Jesús, que, todo solo, estaba de nuevo delante, se vuelve otra vez. -¿Por qué tenéis miedo a quedaros sin pan para vuestra hambre? Aunque aquí todos fueran saduceos y fariseos, no os quedaríais sin comida por causa de mi consejo. No me refiero a la levadura del pan. Por tanto, podéis comprar donde os parezca el pan para vuestros vientres. Y, si nadie quisiera vendéroslo, igualmente no os quedaríais sin pan. ¿No os acordáis de los cinco panes con que comieron cinco mil personas? ¿No os acordáis que recogisteis doce cestas colmadas de los trozos sobrados? Podría hacer para vosotros, que sois doce y tenéis un pan, lo que hice para cinco mil con cinco panes. ¿No comprendéis a qué levadura aludo? A la que fermenta en el corazón de los fariseos, saduceos y doctores, contra mí. Eso es odio, es herejía. Y vosotros estáis yendo hacia el odio como si hubiera entrado en vosotros parte de la levadura farisaica. No debemos odiar ni siquiera a nuestro enemigo. No abráis siquiera una rendija a lo que no es Dios. Tras el primero entrarían otros elementos contrarios a Dios. Hay veces que, por excesivo deseo de combatir a los enemigos con las mismas armas, uno termina pereciendo o vencido. Y, una vez vencidos, podríais, por contacto, absorber sus doctrinas. No. Tened caridad y prudencia. No tenéis en vosotros todavía tanto como para poder combatir estas doctrinas, sin que ellas mismas os contaminen. Porque también vosotros tenéis algunos de sus elementos, de los cuales uno es el odio a ellos. Os digo más: podrían cambiar de método para seduciros y arrancaros de mí, usando con vosotros mil amabilidades, mostrándose arrepentidos, deseosos de hacer la paz. No debéis huir de ellos. Pero, cuando quieran daros sus doctrinas, habréis de saber no acogerlas. A esta levadura me refiero. Es la malevolencia que va contra el amor, y las falsas doctrinas. Os digo: sed prudentes. -¿Esa señal que pedían los fariseos ayer tarde era «levadura” Maestro? – pregunta Tomás. -Era levadura y veneno. -Has hecho bien en no dársela. -Pero se la daré un día. -¿Cuándo? ¿Cuándo? – preguntan curiosos. -Un día… -¿Y qué señal es? ¿No nos lo dices ni siquiera a nosotros, tus apóstoles? Para poder reconocerla inmediatamente – pregunta, deseoso, Pedro. -Vosotros no deberíais necesitar una señal. -¡Bueno, no para poder creer en ti! No somos gente con muchos pensamientos. Tenemos uno sólo: amarte a ti – dice vehementemente Santiago de Zebedeo -Pero, la gente – vosotros que tratáis con ella, así llanamente más que Yo, sin el sentido de temor que Yo puedo infundir – ¿quién dice que soy? ¿Y cómo define al Hijo del hombre? -Hay quien dice que Tú eres Jesús, o sea, el Cristo, y son los mejores; los otros te consideran Profeta, otros sólo Rabí, y otros – ya lo sabes – un loco y un endemoniado. -Pero hay alguno que usa para ti el mismo nombre que Tú te das y te llama: «Hijo del hombre». -Y algunos dicen también que no puede ser eso, porque el Hijo del hombre es otra cosa muy distinta. Y esto no es siempre una cosa negativa, porque, en el fondo, admiten que eres más que el Hijo del hombre: eres el Hijo de Dios. Otros, sin embargo, dicen que Tú no eres siquiera el Hijo del hombre, sino un pobre hombre agitado por Satanás o a merced de la demencia. Como puedes ver, los pareceres son muchos y todos distintos – dice Bartolomé. -¿Pero, para la gente, entonces, quién es el Hijo del hombre? -Es un hombre que debe poseer todas las virtudes más hermosas del hombre, un hombre que reúna en sí todos los requisitos de la inteligencia, sabiduría, gracia, que pensamos que tenía Adán; y algunos, a estos requisitos, añaden el de no morir. Ya sabes que circula la voz de que Juan Bautista no ha muerto, sino solamente que ha sido transportado a otro lugar por los ángeles, y que Herodes, para no reconocerse vencido por Dios, y más todavía Herodías, han mostrado, como cadáver del Bautista, el cuerpo mutilado del siervo. ¡Bueno, la gente dice tantas cosas!… Por eso, hay muchos que piensan que el Hijo del hombre es o Jeremías, o Elías, o alguno de los Profetas, e incluso el mismo Bautista, que tenía sabiduría y gracia, y se decía el Precursor del Cristo. Cristo: el Ungido de Dios. El Hijo del hombre: un gran hombre nacido del hombre. Muchos no pueden admitir, o no quieren admitirlo, que Dios haya podido enviar a su Hijo a la tierra. Tú ayer lo dijiste: «Creerán sólo los que están convencidos de la infinita bondad de Dios». Israel cree en el rigor de Dios más que en su bondad… – añade Bartolomé. -Ya, claro. Se sienten, efectivamente, tan indignos, que juzgan imposible que Dios sea tan bueno como para mandar a su Verbo a salvarlos. El estado degradado de su alma les es obstáculo para creerlo – confirma el Zelote. Y añade: «Tú mismo dices que eres el Hijo de Dios y del hombre. En efecto, en ti mora toda gracia y sabiduría como hombre. Y yo pienso que, realmente, uno que hubiera nacido de un Adán en gracia se habría parecido a ti en belleza, inteligencia en todas las demás cualidades. Y en ti brilla Dios por la potencia. ¿Pero quiénes de los que se creen dioses y en su soberbia infinita miden a Dios con el patrón de sí mismos podrán creerlo? Ellos, los crueles, los que odian, los rapaces, los impuros, no pueden, claro, pensar que Dios haya extendido su dulzura hasta darse a sí mismo para redimirlos; su amor hasta salvarlos, su generosidad hasta entregarse a merced del hombre, su pureza hasta sacrificarse en medio de nosotros. No pueden, no, siendo como son tan inexorables y escrupulosos en buscar y castigar las culpas. -¿Y vosotros quién decís que soy Yo? Decidlo por vuestro juicio, sin más; sin tener en cuenta ni mis palabras ni las de los demás. Si estuvierais obligados a dar un juicio sobre mí, ¿qué diríais que soy? -¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! – grita Pedro mientras se arrodilla con los brazos extendidos hacia arriba, hacia Jesús. Y Jesús lo mira con una faz toda luz y se agacha a levantarlo de nuevo para abrazarlo, y dice: -¡Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás! Porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Desde el primer día que viniste a mí te hiciste esta pregunta, y, por ser sencillo y honesto, supiste comprender y aceptar la respuesta que te venía de los Cielos. No viste manifestaciones sobrenaturales, como tu hermano y Juan y Santiago. No conocías mi santidad de hijo, de obrero, de ciudadano, como Judas y Santiago, mis hermanos. No fuiste objeto de milagros ni los viste hacer, ni te di señal de poder, como hice y vieron en el caso de Felipe, Natanael, Simón Cananeo, Tomás, Judas. No fuiste subyugado por mi voluntad como en el caso de Leví el publicano. Y, no obstante, exclamaste: «¡El es el Cristo!»‘. Desde la primera hora en que me viste, creíste, y nunca tu fe se ha tambaleado. Por eso te llamé Cefas. Y por esto, sobre ti, Piedra, edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos. Lo que atares en la tierra será atado en los Cielos; lo que desatares en la tierra será desatado en los Cielos. Sí, hombre fiel y prudente, cuyo corazón he podido pulsar. Y aquí, desde este momento, tú eres el jefe y se te debe obediencia y respeto como a otro Yo mismo. Esto le proclamo delante de todos vosotros. Si Jesús hubiera aplastado a Pedro con una granizada de correcciones, el llanto de Pedro no habría sido tan alto. Llora todo convulso de sollozos, apoyada la cara en el pecho de Jesús. Un llanto que encuentra paralelo sólo en aquél, incontenible, de su dolor de haber renegado a Jesús. El de ahora está hecho de mil sentimientos humildes y buenos… Otro poco del antiguo Simón – el pescador de Betsaida que, ante el primer anuncio de su hermano, se había reído diciendo: « ¡El Mesías se te aparece a ti!… ¡Precisamente!» incrédulo y jocoso – un poco mucho del antiguo Simón se desmorona bajo ese llanto, para dejar aparecer, bajo la costra ahora más delgada de su humanidad, cada vez más claramente, al Pedro pontífice de la Iglesia de Cristo. Cuando alza la cara, tímido, confuso, no sabe hacer sino un acto para decir todo, para prometer todo, para entregarse todo con renovada energía al nuevo ministerio: echar sus cortos y musculosos brazos al cuello de Jesús y obligarle a agacharse más para besarlo, mezclando sus cabellos y su barba, un poco híspidos y entrecanos, con los cabellos y la barba, suaves y dorados, de Jesús; y luego lo mira, con una mirada de adoración, amorosa, suplicante, de sus ojos un poco overos, brillantes y rojos de las lágrimas lloradas, mientras tiene entre sus manos callosas, anchas, rudas, cual si se tratara de un vaso del que fluyera licor vital, el rostro ascético del Maestro, inclinado hacia el suyo… y bebe, bebe, bebe dulzura y gracia, seguridad y fuerza, de ese rostro, de esos ojos, de esa sonrisa… Se separan por fin y reanudan la marcha hacia Cesárea de Filipo. Jesús entonces dice a todos: -Pedro ha dicho la verdad. Muchos la intuyen, vosotros la sabéis. Pero, por ahora, no digáis a nadie lo que es el Cristo, en la verdad completa de lo que sabéis. Dejad que Dios hable en los corazones como habla en el vuestro. En verdad os digo que quienes a mis afirmaciones o a las vuestras añaden la fe perfecta y el perfecto amor, llegan a saber el verdadero significado de las palabras `Jesús, el Cristo, el Verbo, el Hijo del hombre y de Dios».