En Quedes. Los fariseos piden un signo. La profecía de Habacuc.
La ciudad de Quedes está situada en un montecillo, separado un poco de una larga cadena que va de norte a sur, dispuesta a oriente respecto a aquél; a occidente, una cadena de colinas, casi paralelas, que se orienta igualmente de norte a sur: dos líneas paralelas, que, sin embargo, se estrechan y forman casi un esbozo de X. En el punto más estrecho, y más apoyado en la cadena oriental que en la occidental está el otero en cuyas pendientes se sitúa Quedes: extendida desde la cima a las laderas, más bien poco inclinadas, dominando el valle fresco y verde, muy estrecho al sur, más amplio al oeste. Es una bonita ciudad rodeada de muros, con casas bonitas y una imponente sinagoga; como imponente es la fuente, con sus muchas bocas que dejan caer agua fresca y abundante en la pila de debajo de la cual salen unos canalillos destinados a alimentar otras fuentes, quizás, o jardines… no sé. Jesús entra en esta ciudad en día de mercado. Su mano ya no está vendada, pero tiene todavía una costra oscura y un amplio hematoma en el dorso. También Santiago de Alfeo tiene una pequeña costra, de color entre rojo y marrón, en la sien, y, todo alrededor, una amplia moradura. Andrés y Santiago de Zebedeo, menos heridos, ya no muestran señales de la pasada aventura. Y caminan ligero, mirando a todas partes, especialmente a los lados y hacia atrás, porque están escalonados, delante, detrás y al lado de Jesús. Tengo la impresión de que se hayan detenido dos o tres días en el lugar descrito ayer, o en sus cercanías, quizás para descansar, o para distanciar a los rabíes, temiendo que hubieran ido a las ciudades principales con la esperanza de cogerlos en renuncio y dañarlos más todavía. Al menos esto hace pensar lo que dicen. -¡Pero ésta es una ciudad de refugio! – dice Andrés. -¡Sí, vaya, precisamente ellos van a respetar el amparo y la santidad de un lugar! ¡Pero qué ingenuo eres, hermano! – le responde Pedro.Jesús va entre los dos Judas. Delante de Él, en vanguardia, Santiago y Juan, y luego el otro Santiago con Felipe y Mateo. Detrás de Él, Pedro, Andrés y Tomás. Los últimos, Simón Zelote y Bartolomé. Todo va bien hasta la entrada en una bonita plaza (la de la taza de la fuente y la sinagoga) en que se aglomera la gente que trata de negocios. El mercado, no obstante, está más abajo y en el suroeste de la ciudad, donde desembocan la vía principal que viene del sur y la otra, la que ha recorrido Jesús, que viene del oeste (ambas confluyen en ángulo recto y se funden en una sola, que penetra por la puerta de la ciudad hasta transformarse en una vasta plaza oblonga, en que hay asnos y esteras, vendedores, compradores, y el consabido jaleo… Pero cuando llegan a esta plaza más bonita – el corazón de la ciudad, creo, no tanto porque equidiste del contorno de los muros, cuanto porque la vida espiritual y comercial de Quedes late aquí (parece decirlo también su posición elevada respecto a la mayor parte del pueblo, posición dominadora, fácil para la defensa, como una ciudadela) – cuando llegan a esta plaza, empiezan las dificultades. Junto al portón amplio y bello de esculturas y frisos de la rica sinagoga, hay un grupo numeroso de fariseos y saduceos, grupo de perros gruñidores a la espera de saltarle encima a un inerme cachorro, o, mejor, grupo de perros rastreros al acecho de la caza, cuyo olor han sentido ya en el viento; grupo mezclado – como elemento excitante – con un grupito de rabíes ya vistos en Yiscala, entre los cuales aquél llamado Uziel. Y, enseguida, unos a otros se hacen señas indicando a Jesús y a los apóstoles. -¡Vaya, Señor! ¡Están también aquí! – dice asustado Juan volviéndose hacia atrás a hablar con Jesús. -No temas. Sigue adelante seguro. De todas formas, los que no se sientan dispuestos a hacer frente a esos desdichados que se retiren y se vayan a la posada. Quiero, por encima de todo, hablar aquí, antigua ciudad levítica y de refugio. Protestan todos: -Maestro, ¿cómo puedes pensar que te vamos a dejar solo?!Que nos maten a todos, si quieren!. Nosotros compartiremos tu suerte. Jesús pasa por delante del grupo enemigo y va a colocarse contra la tapia de un jardín, por encima de la cual llueven los cándidos pétalos de un peral en flor: la tapia oscura y la nube cándida son marco y corona de Cristo, que tiene enfrente a sus doce. Jesús empieza a hablar, y su bonita voz entonada, que dice: -¡Vosotros, aquí reunidos, venid a escuchar la Buena Nueva, porque más útil que los negocios y las monedas es la conquista del Reino de los Cielos! – llena la plaza y hace volverse a quienes están en ella. -¡Oh, pero si ése es el Rabí galileo! – dice uno. Venid. Vamos a oír lo que dice. Quizás hace algún milagro. Y otro: -Yo, en Bet Yinna, le vi hacer uno. ¡Y qué bien habla! No como esos gavilanes rapaces y esas serpientes astutas. Pronto mucha gente circunda a Jesús. Y Él prosigue para esta gente atenta: -En el corazón de esta ciudad levítica no quiero recordar la Ley. Sé que la tenéis presente en vuestros corazones como en pocas ciudades de Israel, y lo demuestra incluso el orden que en ella he encontrado, la honestidad de que me han dado prueba los comerciantes a quienes he comprado el alimento para mí y mi pequeño rebaño, y esta sinagoga, ornamentada como conviene al lugar donde se honra a Dios. Mas, dentro de vosotros hay también un lugar donde se honra a Dios, un lugar donde residen las aspiraciones más santas y resuenan las palabras más dulcemente esperanzadoras de nuestra fe y las oraciones más ardientes para que la esperanza se haga realidad: el alma: éste es el lugar santo e individual, donde se habla de Dios y con Dios en espera de que la Promesa se cumpla. Pero la Promesa se ha cumplido ya. Israel tiene su Mesías, y Él os trae la palabra y la certeza de que el tiempo de la Gracia ha llegado, de que la Redención está próxima, de que el Salvador está en medio de vosotros, de que el invicto Reino de Dios comienza. ¡Cuántas veces habréis oído la lectura de Habacuc! Y los más meditativos de vosotros habrán susurrado: «Yo también puedo decir “¡Hasta cuándo, Señor, tendré que gritar sin que me prestes oídos?” Desde siglos Israel gime así. Mas ahora el Salvador ha venido. El gran hurto, el perpetuo apuro, el desorden y la injusticia causado por Satanás, están a punto de caer, porque el Enviado por Dios está para reintegrar al hombre en lo que es su dignidad de hijo de Dios y coheredero del Reino de Dios. Miremos la profecía de Habacuc con ojos nuevos, y sentiremos que da testimonio de mí, que habla ya el lenguaje de la Buena Nueva que Yo traigo a los hijos de Israel. Mas aquí soy Yo quien debe expresar un lamento: «Se ha verificado el juicio, y, no obstante, la oposición triunfa». Y lo expreso con profundo dolor. No tanto por mí, que estoy por encima del parecer humano, cuanto por aquellos que, por ser adversarios, se condenan, y por los que se extravían por causa de los adversarios. ¿Os asombra lo que digo? Entre vosotros hay mercaderes de otros lugares de Israel. Ellos os pueden decir que no miento. No miento con una vida contraria a lo que enseño o no haciendo lo que del Salvador se espera. No miento cuando digo que la oposición humana se yergue contra el juicio de Dios, que me ha enviado, y contra el juicio de las gentes humildes y sinceras, que me han oído y juzgado rectamente en lo que soy. Algunos de la multitud comentan: -¡Es verdad! ¡Es verdad! Nosotros, del pueblo, lo estimamos, y sentimos que es santo. Pero aquéllos (y señalan a los fariseos y compañeros) lo hostigan. Jesús prosigue: -En aras de esta oposición se lacera la Ley, y cada vez será más maltratada, hasta llegar incluso a abolirla, con tal de cometer la suprema injusticia, la cual, no obstante, no durará mucho. Bienaventurados los que en la breve y espantosa espera, cuando parezca que la oposición haya triunfado contra mí, sepan seguir creyendo en Jesús de Nazaret, en el Hijo de Dios, en el Hijo del hombre, anunciado por los profetas: Yo podría cumplir el juicio de Dios con toda extensión, salvando a todos los hijos de Israel. Mas no podré hacerlo, porque el impío triunfará contra sí mismo, contra la parte mejor de sí mismo, y, de la misma forma que pisotea mis derechos y a mis fieles, pisoteará los derechos de su espíritu, que tiene necesidad de mí para ser salvado y que es entregado a Satanás con tal de negármelo a mí.Los fariseos murmuran turbulentos. Pero un anciano de majestuoso porte hace ya un rato que se ha acercado al lugar donde está Jesús, y ahora, durante un momento de pausa del discurso, dice: -Entra en la sinagoga, te lo ruego; enseña en ella. Nadie tiene más derecho que Tú a hacerlo. Soy Matías, el jefe de la sinagoga. Ven, que la Palabra de Dios habite mi casa como mora en tu boca. -Gracias, justo de Israel. La paz sea siempre contigo. Y Jesús, a través de la muchedumbre, que se abre como una ola para dejarlo pasar, y luego se cierra formando estela y lo sigue, cruza de nuevo la plaza y entra en la sinagoga, pasando otra vez por delante de los fariseos gruñidores, que entran también en la sinagoga, tratando de abrirse paso violentamente. Pero la gente los mira con cara de pocos amigos y dice: -¿De dónde venís? Id a vuestras sinagogas y esperad allí al Rabí. Ésta es nuestra casa y entramos nosotros. Y rabíes, saduceos y fariseos, tienen que soportar quedarse humildemente a la puerta para no ser expulsados por los habitantes de Quedes. Jesús está en su sitio. Tiene cerca al arquisinagogo y a otros de la sinagoga, no sé si hijos o coadyutores. Reanuda su discurso: -Habacuc dice – ¡y con qué amor os invita a observar! -: «Extended vuestra mirada sobre las naciones, y observad, maravillaos, asombraos, porque en vuestros días ha sucedido una cosa que nadie creerá cuando se la cuenten». También ahora tenemos enemigos materiales en Israel. Pero dejad pasar este pequeño detalle de la profecía y miremos solamente al gran vaticinio enteramente espiritual que contiene. Porque las profecías, aunque parecen tener una referencia material, su contenido es siempre espiritual. La cosa, pues, que ha sucedido – y es tal, que nadie podrá aceptarla si no está convencido de la infinita bondad del verdadero Dios – es que Él ha mandado a su Verbo para salvar y redimir al mundo. Dios que se separa de Dios (María Valtorta explica en una copia mecanografiada la expresión Dios que se separa de Dios con la siguiente nota: Aun siendo todavía «una cosa» con el Padre, el Verbo ya no estaba en el Padre como antes de la Encarnación. La nota puede valer también para otras afirmaciones análogas) para salvar a la criatura culpable. Pues bien, Yo he sido mandado a esto. Y ninguna fuerza del mundo podrá detener mi ímpetu de. Triunfador sobre reyes y tiranos, sobre pecados y necedades. Venceré porque soy el Triunfador. Una carcajada burlona y un grito se dejan oír desde el fondo de la sinagoga. La gente protesta. El jefe de la sinagoga, que está tan concentrado en escuchar a Jesús que tiene incluso los ojos cerrados se pone de pie e impone silencio, amenazando con la expulsión a los perturbadores. -No te opongas a ellos; es más, invítalos a que expongan sus divergencias – dice Jesús en voz alta. -¡Bien! ¡Esto esta bien! Déjanos acercarnos a ti, que queremos hacerte unas preguntas – gritan en tono irónico los objetores. -Venid. Dejadlos pasar, vosotros de Quedes. Y la gente, con miradas hostiles y caras disgustadas – y no falta algún que otro epíteto – los deja ir adelante. -¿Qué queréis saber? – pregunta Jesús en tono severo. -¿Tú, entonces, dices que eres el Mesías? ¿Estás verdaderamente seguro de ello? Jesús, cruzados los brazos, mira con tal autoridad al que ha hablado, que a éste se le cae de golpe la ironía y cierra la boca. Pero otro toma la palabra en su lugar y dice: -No puedes pretender que se te crea por tu palabra. Cualquiera puede mentir, incluso con buena intención. Para creer se necesitan pruebas. Danos, pues pruebas de que eres eso que dices ser. -Israel está lleno de mis pruebas – dice secamente Jesús. -¡Ah! ¡Esas!… Pequeñas cosas que cualquier santo puede hacer ¡Han sido hechas y serán hechas en el futuro por los justos de Israel! – dice un fariseo. Otro añade: -¡Y no se da por sentado que Tú las hagas por santidad y ayuda de Dios! Se dice, y verdaderamente es muy verosímil, que cuentas con la ayuda de Satanás. Queremos otras pruebas. Superiores, cuales Satanás no pueda dar. -¡Sí, hombre, una victoria sobre la muerte!… – dice otro. -Ya la habéis visto. -Eran apariencias de muerte. Muéstranos a uno ya descompuesto que se reanime y recomponga, por ejemplo, para tener la seguridad de que Dios está contigo. Dios: el único que puede dar de nuevo respiro al fango que ya se vuelve polvo. -Nunca fue pedido esto a los Profetas para creer en ellos. Un saduceo grita: -¡Tú eres más que un profeta. ¡Tú, al menos Tú lo dices, eres el Hijo de Dios!… ¡Ja! ja! ¿Por qué, entonces, no actúas como Dios? ¡Ánimo, pues! ¡Danos una señal! ¡Una señal! -¡Sí, eso! Una señal del Cielo que diga que eres Hijo de Dios. Entonces te adoraremos – grita un fariseo. -¡Sí! ¡Eso es, Simón! No queremos caer de nuevo en el pecado de Aarón. No adoramos al ídolo, al becerro de oro, ¡pero podríamos adorar al Cordero de Dios! ¿No eres Tú? Si es que el Cielo nos indica que lo eres – dice el que tiene por nombre Uriel, que estaba en Yiscala, y ríe sarcásticamente. Interviene otro, a voces: -Déjame hablar a mí, a Sadoq, el escriba de oro. ¡Óyeme, oh Cristo! Demasiados te han precedido, que no eran cristos. Basta ya de engaños. Una señal de que lo eres. Dios, si está contigo, no te lo puede negar. Y nosotros creeremos en ti y te ayudaremos. Si no, ya sabes lo que te espera, según el Mandamiento de Dios. Jesús alza la diestra herida y la muestra bien a su interlocutor. -¿Ves esta señal? La has hecho tú. Has indicado otra señal. Te alegrarás cuando la veas abierta en la carne del Cordero. ¡Mírala! ¿La ves? La verás también en el Cielo, cuando te presentes a rendir cuentas de tu modo de vivir. Porque Yo te he de juzgar, y estaré allí arriba con mi Cuerpo glorificado, con las señales de mi ministerio y del vuestro, de mi amor y de vuestro odio. Y tú también la verás, Uriel, y tú, Simón, y la verán Caifás y Anás, y otros muchos, en el último Día, día de ira, día tremendo, y por ello preferiréis estar en el abismo, porque mi señal abierta en la mano herida os asaeteará más que los fuegos del Infierno. -¡Eso son palabras y blasfemias! ¿Tú en el Cielo con el cuerpo? ¡Blasfemo! ¿Tú juez en lugar de Dios? ¡Anatema seas! ¡Insultas al Pontífice! Merecerías la lapidación – gritan en coro fariseos, saduceos y doctores. El jefe de la sinagoga se pone de nuevo en pie, patriarcal, con su espléndida canicie como un Moisés, y grita: -Quedes es ciudad de refugio y levítica. Tened respeto… -¡Viejas historias! ¡Ya no cuentan! -¡Oh, lenguas blasfemas! Vosotros sois los pecadores, no Él, y yo lo defiendo. No dice nada malo. Explica los Profetas. Nos trae la Promesa Buena. Y vosotros lo interrumpís, lo tentáis, lo ofendéis. No lo permito. Él está bajo la protección del viejo Matías, de la estirpe de Leví por parte de padre y de Aarón por parte de madre. Salid y dejad que ilumine con su doctrina mi vejez y la madurez de mis hijos. Y, mientras, tiene su anciana, rugosa mano puesta en el antebrazo de Jesús, como defendiendo. -¡Que nos dé una señal verdadera y nos iremos convencidos!- gritan los enemigos. -No te inquietes, Matías. Hablo Yo – dice Jesús calmando al arquisinagogo. Y, dirigiéndose a los fariseos, saduceos y doctores, dice: -A1 atardecer examináis el cielo, y si, en llegando el ocaso, está rojizo, sentenciáis en virtud de un viejo proverbio: «Mañana hará buen tiempo, porque el ocaso pone rojo el cielo». Lo mismo al alba, cuando en el aire pesado de niebla y vaho el sol no se anuncia áureo, sino que parece esparcir sangre por el firmamento, decís: «No pasará este día sin que haya tormenta». Sabéis, pues, leer el futuro del día a partir de los signos inestables del cielo y de los aún más volubles de los vientos. ¿Y no alcanzáis a distinguir los signos de los tiempos? Esto no honra ni vuestra mente ni vuestra ciencia, y completamente deshonra vuestro espíritu y vuestra presunta sabiduría. Sois de una generación malvada y adúltera, nacida en Israel de la unión de quien fornicó con el Mal. Vosotros sois sus herederos, y aumentáis vuestra maldad y vuestro adulterio repitiendo el pecado de los padres de este desmán. Pues bien, sabedlo, tú, Matías, vosotros, habitantes de Quedes, y todos los presentes, fieles o enemigos: Esta es la profecía que digo, profecía mía, en vez de la que quería explicar de Habacuc: a esta generación malvada y adúltera, que pide una señal, no le será dada sino la de Jonás… Vamos. La paz sea con los buenos de voluntad. Y, por una puerta lateral, que da a una calle silenciosa situada entre huertos y casas, se aleja con sus apóstoles. Pero los de Quedes no se dan por vencidos. Algunos lo siguen, y, al ver que ha entrado en una pequeña posada de los arrabales orientales del pueblo, lo comunican al arquisinagogo y a los conciudadanos; de forma que no ha terminado de comer todavía Jesús y ya el patio soleado de la posada está abarrotado de gente, y el anciano arquisinagogo de Quedes se asoma a la puerta de la habitación donde está Jesús y se inclina implorando: -Maestro, en nosotros ha quedado todavía el deseo de tu palabra. ¡Era tan hermosa, explicada por ti la profecía de Habacuc! ¿Porque haya quien te odia, deberán quedarse sin conocerte los que te aman y creen en tu verdad? -No, padre. No sería justicia castigar a los buenos por causa de los malos. Oíd entonces…- (y Jesús deja de comer para asomarse a la puerta y hablar a los que están aglomerados en el patio sereno). -En las palabras de vuestro arquisinagogo se oye un eco de las de Habacuc. Él, en nombre propio y vuestro, confiesa y profesa que Yo soy la Verdad. Habacuc confiesa y profesa: «Desde el principio Tú eres, y estás con nosotros y no moriremos». Y así será. No perecerá quien cree en mí. Me pinta el Profeta como Aquel que ha sido establecido por Dios para juzgar, como Aquel al que Dios ha hecho fuerte para castigar, como Aquel cuyos ojos son demasiado puros como para ver el mal, y que no podrá soportar la iniquidad. Pero, si bien es verdad que el pecado me repugna, podéis ver que abro los brazos a los que están arrepentidos de su pecar, porque soy el Salvador. Por esto vuelvo la mirada también hacia el culpable e invito al impío a arrepentirse… ¡Oh, vosotros de Quedes, ciudad levítica, ciudad santificada por el edicto de la caridad para el culpable de un delito – y todo hombre tiene delitos hacia Dios, hacia su alma, hacia su prójimo -, venid, pues, a mí, Refugio de los pecadores! Aquí, en mi amor, ni siquiera el anatema de Dios podría alcanzaros, porque mi mirada suplicante en favor de vosotros transforma el anatema de Dios en bendición de perdón. ¡Escuchad, escuchad! Escribid en vuestros corazones esta promesa, como Habacuc escribió su profecía cierta en el rollo. Allí se lee: «Si tarda, esperadlo, porque quien ha de venir vendrá sin tardanza». Pues bien, Aquel que había de venir ha venido: soy Yo. «El incrédulo no tiene en sí un alma justa» dice el Profeta, y su palabra condena a los que me han tentado e insultado. No los condeno Yo. Los condena el Profeta que me vio anticipadamente y en mí creyó. El, de la misma forma que me describe a mí, al Triunfador, describe al hombre soberbio, diciendo que no tiene honor porque ha abierto su alma a la avidez y a la insaciabilidad, como ávido e insaciable es el infierno. Y amenaza: «¡Ay de aquel que acumula cosas que no son suyas y se echa encima denso fango!». Las malas acciones contra el Hijo del hombre son este fango; querer despojarle a Él de su santidad para que no haga sombra a la propia es avidez. «¡Ay de aquel – dice el Profeta – que reúne en su casa los frutos de su perversa avaricia para colocar alto su nido, creyendo salvarse de las garras del mal!” Es deshonrarse y matar la propia alma. «¡Ay de aquel que edifica una ciudad sobre la sangre y apresta castillos sobre la injusticia!». En verdad, demasiados en Israel consolidan sus ávidas fortalezas amasando con sus lágrimas y su sangre, y esperan hasta el final para obtener la más dura mezcla. ¿Pero, qué puede una fortaleza contra los dardos de Dios; qué, un puñado de hombres contra la justicia de todo el mundo, que gritará de horror por el sin par delito?¡Qué bien lo expresa Habacuc!: «¿Para qué sirve la estatua?». Estatua idolátrica ha venido a ser la falsa santidad de Israel. Sólo el Señor mora en su Templo santo, sólo ante Él se inclinará la tierra adoradora y temblará atemorizada, mientras la señal prometida será dada, más de una vez, y el Templo verdadero en que Dios descansa subirá, glorioso, a decir en los Cielos: «¡Ha quedado cumplido!», de la misma forma que, con lágrimas, lo habrá manifestado a la tierra para limpiarla con su anuncio. «¡Fiat!» dijo el Altísimo, y el mundo empezó a ser; «fiat» dirá el Redentor, y el mundo será redimido. Yo procuraré al mundo con qué ser redimido. Los redimidos serán aquellos que tengan la voluntad de serlo. «Ahora alzaos. Vamos a decir la oración del Profeta… ¡Qué apropiado es pronunciarla en este tiempo de gracia!: «He oído, Señor, tu anuncio, y he exultado.” Ya no es tiempo de miedo, vosotros que creéis en el Mesías. «Señor, tu obra está en medio de los años, hazla vivir a pesar de las insidias de los enemigos. En medio de los años la darás a conocer». Sí, cuando la edad sea perfecta, la obra quedará cumplida. «Y en el enojo resplandecerá la misericordia», porque el enojo será sólo para aquellos que hayan echado redes y lazos y lanzado flechas al Cordero Salvador. «Dios viene de la Luz al mundo.” Yo soy la Luz que viene a traeros a Dios. Mi esplendor inundará la tierra brotando a raudales «donde los afilados cuernos» hayan desgarrado las Carnes de la Victima, última victoria «de la Muerte y de Satanás, que huirán, derrotados, ante el Viviente y el Santo». ¡Gloria al Señor! ¡Gloria al Hacedor! ¡Gloria al Dador del Sol y de los astros! ¡Al Artífice de los montes! ¡A1 Creador de los mares! ¡Gloria, infinita gloria al Bueno que quiso a Cristo para salvación de su pueblo, para redención del hombre! Uníos, cantad conmigo, porque la Misericordia ha venido al mundo y se acerca el tiempo de la Paz. Aquel que tiende hacia vosotros sus manos os exhorta a creer en el Señor y a vivir en Él, porque se acerca el tiempo en que Israel será juzgado con verdad. Paz a vosotros, aquí presentes, a vuestras familias, a vuestras casas. Jesús traza un amplio gesto de bendición y hace ademán de retirarse. Pero el jefe de la sinagoga suplica: -Quédate más tiempo. -No puedo, padre. -A1 menos, envíanos aquí a tus discípulos. -Los tendréis, sin duda. Adiós. Ve en paz. Se quedan solos… -Yo quisiera saber quién nos los ha enredado entre las piernas. Parecen nigromantes… – dice Pedro. Judas Iscariote se adelanta, pálido; se arrodilla a los pies de Jesús: -Maestro, yo soy el culpable. He hablado en aquel pueblo… con uno de ellos, que me hospedaba… -¿Cómo? ¡Vaya, vaya, conque penitencia ¿eh? Tú eres… -¡Silencio, Simón de Jonás! Tu hermano, sinceramente, se está excusando. Hónralo por esta humillación suya. No te angusties, Judas. Te perdono. Tú sabes que Yo perdono. Sé prudente otra vez… Y ahora vamos. Caminaremos mientras dure la luna. Tenemos que cruzar el río antes del amanecer. Vamos. Aquí detrás empieza el bosque. Perderán nuestras huellas tanto los buenos como los malos. Mañana estaremos en el camino de Paneas.