Llegada a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés y disputa con los doctores del Templo.
La ciudad está llena de gente. Jesús ha subido al Templo nada más entrar en Jerusalén, casi inmediatamente porque ha entrado por la puerta situada junto a la Probática, antes de que la gente se pudiera dar cuenta de que estaba en la ciudad, antes de que la noticia se propagase desde la casa en que han dejado las bolsas y se han limpiado el polvo y el sudor para entrar limpios en el Templo, que está abarrotado de gente.
La indecorosa algazara de siempre, de vendedores y cambistas; el aspecto calidoscópico de siempre, de colores y
rostros.
Jesús con los apóstoles, que han comprado lo necesario para la ofrenda, va directamente al lugar de oración y allí se detiene largamente. Naturalmente lo ven muchos, buenos y malos, de forma que un susurro corre como el viento, y con rumor de viento entre frondas, por el vasto patio exterior donde la gente se detiene a orar. Y cuando, después de la oración, Él se mueve para volver sobre sus pasos, un séquito de gente, que se va engrosando cada vez más, lo sigue por los otros atrios, pórticos, patios, hasta que, ya muchedumbre, lo circunda y pide su palabra.
-En otro momento, hijos. En otro lugar – dice Jesús, y alza la mano para bendecir mientras trata de alejarse.
Pero si bien, esparcidos entre la gente, hay escribas, fariseos y doctores (éstos con sus discípulos) que hacen risitas y se dicen los unos a los otros medias frases que son burlas (como: «Lo aconseja la prudencia», o: «¡ Eh, un poco de miedo…!», o: «Ha alcanzado la edad del discernimiento», o también: «Menos estúpido de cuanto pensábamos…»), la mayoría, los que o por conocerlo con amor o por un buen deseo de conocerlo no odian, insisten diciendo: -¿Nos vas a privar de esta fiesta en la Fiesta? ¡Maestro bueno, no puedes hacerlo! Muchos de nosotros han hecho sacrificios para estar aquí esperándote… – y algunos tapan la boca, o responden bruscamente, a algún sarcástico.
Está claro que la masa estaría dispuesta a pisotear a estas minorías malvadas, las cuales, astutas y subrepticias, captan el mensaje y no sólo se callan sino que tratan de alejarse. Y, a pesar de estar dentro de los muros del Templo, muchos no vacilan en hacer, a espaldas de los que se alejan, gestos de burla, o en lanzar algún epíteto; mientras otros, de los más ancianos y por tanto más reflexivos, preguntan a Jesús:
-¿Qué va a ser, Tú que sabes, de este lugar, de esta ciudad, de todo Israel: que no se pliegan a la Voz del Señor? Jesús mira con piedad a estas cabezas entrecanas, o blancas por completo, y responde:
-Jeremías (18, 1-11, 19, 10; 20, 1-2; 24, 1-2) os dijo lo que será de aquellos que ante la centella del enojo divino responden con aumento de pecado, de aquellos que toman la piedad divina como prueba de debilidad por parte de Dios. Porque de Dios nadie se burla, hijos. Vosotros, como dijo el Eterno por boca de Jeremías, sois como la arcilla en las manos del alfarero, como arcilla son los que se creen potentes, como arcilla son los habitantes de este lugar y los del palacio. No hay poder humano que pueda oponer resistencia a Dios. Y si la arcilla se opone al alfarero y quiere tomar formas extrañas, horribles, el alfarero reduce de nuevo lo ya hecho a un puñado de arcilla y da nueva forma a su vasija, hasta que ésta se persuade de que el más fuerte es el alfarero y hasta que no se pliega a su voluntad. Y puede incluso suceder que la vasija, por obstinarse en no dejarse modelar, por repeler el agua con que el alfarero la moja para poder modelarla sin grietas, quede reducida a fragmentos. Entonces el alfarero arroja a la basura la arcilla reacia, los cascos inútiles, intrabajables, y toma arcilla nueva y la plasma en la forma que mejor le parece.
¿No dice esto el Profeta narrando el símbolo del alfarero y de la vasija de arcilla? Esto dice. Y, repitiendo las palabras del Señor, dice “Así, como la arcilla en las manos del alfarero, tú estás, oh Israel, en las manos de Dios». Y añade el Señor, como aviso a los reacios, que sólo la penitencia y el arrepentimiento ante la corrección de Dios pueden hacer modificar el decreto de Dios de castigo hacia el pueblo rebelde.
Israel no se ha arrepentido. Por eso las amenazas de Dios contra Israel se han repetido una y mil veces con toda gravedad. Israel no se arrepiente ni siquiera ahora, ahora que no un profeta, sino más que un profeta, le habla. Y Dios, que ha tenido para con Israel la suprema misericordia y me ha enviado, ahora os dice: «Puesto que no escucháis a mi propia Voz, me doleré del bien que os he hecho y prepararé contra vosotros la desventura». Y Yo, que soy la Misericordia, aun sabiendo que esparzo inútilmente mi voz, grito a Israel: «Que cada uno vuelva sobre sus pasos dejando su mal camino. Haced, cada uno, recta vuestra conducta y vuestras tendencias. Para que, al menos, cuando se cumpla el designio de Dios para la Nación culpable, los mejores de ella, en medio de la pérdida general de los bienes, de la libertad, de la unión, conserven su espíritu libre de la culpa, unido a Dios, y no pierdan los bienes eternos de la misma forma que habrán perdido los bienes terrenos».
Las visiones de los profetas no suceden sin una finalidad: la de avisar a los hombres de lo que puede ocurrir. Y ha sido dicho, por medio de la figura de la vasija de arcilla cocida, rota en presencia del pueblo, lo que les espera a las ciudades y reinos que no se dobleguen ante el Señor y…
Los ancianos, escribas, doctores y fariseos, que antes se habían marchado, deben haber ido a avisar a los guardias del Templo y a los magistrados encargados del orden. Y uno de ellos, seguido por un puñado de estos guardias de pasta de papel, que de guerrero sólo tienen las caras (una mixtura de estupidez con un poco de malicia y una buena dosis de dureza, por no decir de delincuencia), viene hacia Jesús, que está hablando apoyado en una columna del pórtico de los Paganos, y, no pudiendo atravesar la compacta barrera de la muchedumbre que hace círculo en torno al Maestro, grita:
-¡Vete! ¡O haré que mis soldados te pongan fuera de los muros…!
-¡Uf! ¡Uf! ¡Los moscardones verdes! ¡Los héroes contra corderos! ¿Y no sabéis entrar a arrestar a los que hacen de Jerusalén un lupanar, del Templo un mercado? Vete de aquí, cara de conejo, ve con las garduñas… ¡Uuu! ¡ Uuu!
La gente se rebela contra estos soldados de caricatura, y muestra claramente que no tiene intención de dejar que se injurie al Maestro.
-Obedezco las órdenes recibidas… – dice, excusándose, el jefe de estos… tutores del orden.
-Tú obedeces a Satanás y no te das cuenta. Ve, ve a impetrar misericordia por haber osado insultar y amenazar al Maestro. ¡El Maestro no se toca! ¿Habéis entendido? Vosotros, nuestros opresores; É1, el Amigo de los pobres. Vosotros, nuestros corruptores; Él, nuestro Maestro santo. Vosotros, ruina nuestra; Él, nuestra Salud. Vosotros, pérfidos; Él, bueno. ¡Fuera! Si no, os haremos lo que Matatías hizo en Modín. Os tiramos abajo por la cuesta del Moira como a altares idolátricos y hacemos limpieza lavando con vuestra sangre el lugar profanado, y los pies del único Santo de Israel pisarán esa sangre para ir al Santo de los Santos a reinar, Él que lo merece. ¡Fuera de aquí! ¡Vosotros y vuestros jefes! ¡Fuera, esbirros siervos de esbirros!…
Un tumulto espantoso… De la Antonia acuden las guardias romanas con un suboficial viejo, severo, expeditivo.
-¡Abrid paso, asquerosos! ¿Qué pasa aquí? ¿Os estáis descuartizando entre vosotros por alguno de vuestros corderos sarnosos?
Se rebelan contra los guardias… – quiere explicar el magistrado.
-¡Por Marte invicto! ¿Estos… guardias? ¡Ja! ¡Ja! Ve a combatir contra las cucarachas, guerrero de bodega. Hablad vosotros… – ordena a la gente.
-Querían imponer silencio al Rabí galileo. Querían echarlo. Quizás arrestarlo…
-¿A1 Galileo? Non licet. En la lengua de Roma os digo la frase del degollado. ¡Ja! ¡Ja! Vete a tu caseta tú y tus gozquezuelos. Y di que se estén en su caseta también los mastines (que la Loba los sabe también descuartizar)… ¿Comprendido? Sólo Roma tiene derecho de juicio. Y Tú, Galileo, cuenta tus fábulas si quieres… ¡Ja! ¡Ja! – y vuelve de golpe, con relumbre de corazas al sol, y se marcha.
-Exactamente como a Jeremías…
-Como a todos los profetas debes decir…
-Pero Dios triunfa igual.
-Maestro, sigue hablando. Las víboras han huido.
-No. Dejadlo que se marche. No vaya a ser que vuelvan con más fuerza y lo encadenen los nuevos Pasjures… -No hay peligro… Mientras dura el rugido del león, no salen las hienas…
La gente habla y comenta formando una buena confusión.
-Os equivocáis – dice todo almibarado un fariseo pomposamente vestido, seguido de otros semejantes a él y de algunos doctores de Ley – Os equivocáis. No debéis creer que toda una casta sea como algunos de sus componentes. ¡En todos los árboles hay parte buena y parte mala!
-Sí. Efectivamente, los higos en general son dulces. Pero, si todavía no están maduros o lo están demasiado, son ásperos o ácidos. Vosotros, ácidos. Como los del pésimo cesto del profeta Jeremías — dice en medio de la multitud uno que no conozco, pero que deben conocerlo bien muchos, y debe ser influyente además, porque veo que muchos se hacen señas y observo que el fariseo encaja el golpe sin reaccionar.
No sólo eso, sino que, aún más almibarado, se dirige al Maestro y le dice:
-Espléndido tema para tu sabiduría. Háblanos, Rabí, sobre este tema. Tus explicaciones son tan… nuevas… tan… doctas… Las saboreamos con ávida hambre.
Jesús mira fijamente a este ejemplo farisaico y le responde:
-Tienes también otra hambre, no confesada, Elquías, y también tus amigos. Pero recibiréis también ese alimento… Y más ácido que los higos. Y corromperá vuestro interior como los higos acedados corrompen las entrañas.
-No. Maestro. ¡Te juro en nombre del Dios vivo que ni yo ni mis amigos tenemos otra hambre aparte de la de oírte hablar!… Dios ve si nosotros…
-Basta así… El honesto no necesita juramentos. Sus obras son juramentos y testimonios. Pero no voy a hablar de los higos óptimos y de los higos estropeados…
-¿Por qué, Maestro? Temes que los hechos contradigan tus explicaciones?
-¡No, no! Es más…
-¿Entonces es que prevés para nosotros aflicciones y oprobios, espada, peste y hambre?
-Eso y más.
-¿Más todavía? ¿Y qué es? ¿Es que ya no nos ama Dios?
-Os ama tanto, que ha cumplido la promesa.
-¿Tú? ¿Porque Tú eres la promesa?
-Lo soy.
-¿Y entonces cuándo vas a fundar tu Reino?
-Ya están echados los cimientos.
-¿Dónde? ¿Dónde?
-En el corazón de los buenos.
-¡Pero eso no es un reino! ¡Es una enseñanza!
-Mi Reino, siendo espiritual, tiene por súbditos a los espíritus. Y los espíritus no tienen necesidad de palacios, casas, guardias, muros, sino de conocer la Palabra de Dios y ponerla en práctica: lo que se está produciendo en los buenos.
-¿Tú puedes decir esta Palabra? ¿Quién te autoriza?
-La propiedad.
-¿Qué propiedad?
-La propiedad de la Palabra. Doy lo que soy. Uno que tiene vida puede dar la vida. Uno que tiene dinero puede dar dinero. Yo tengo, por mi eterna naturaleza la Palabra que traduce el divino Pensamiento, y doy la Palabra; pues el Amor me mueve a este don de dar a conocer el Pensamiento del Altísimo, que es mi Padre.
-¡Cuidado con lo que dices! ¡Es un modo audaz de hablar! ¡Podría perjudicarte!
-Más me perjudicaría mentir, porque sería desnaturalizar mi Naturaleza y renegar de Aquel de quien procedo. -¿Entonces eres Dios, el Verbo de Dios?
-Lo soy.
-¿Y lo dices así? ¿En presencia de tantos testigos que podrían denunciarte?
-La Verdad no miente. La Verdad no hace cálculos. La Verdad es heroica.
-¿Y esto es una verdad?
-La Verdad es el que os habla. Porque el Verbo de Dios traduce Pensamiento de Dios, y Dios es Verdad.
La gente escucha concentrada, en medio de un silencio atento, para seguir la disputa, la cual, de todas formas, se desarrolla sin asperezas. Otros, desde otros lugares, han ido allí. El patio está lleno, abarrotado de gente. Centenares de caras dirigidas hacia un solo punto. Y por los desembocaderos que conducen de otros patios a éste se asoman muchas caras, alargando el cuello para ver y oír…
El Anciano Elquías y sus amigos se miran… Una verdadera telefonía de miradas. Pero se contienen. No sólo eso, sino que un viejo doctor pregunta todo amable:
-¿Y para evitar los castigos que prevés, qué tendríamos que hacer?
-Seguirme. Y, sobre todo, creerme. Y más aún, amarme.
-¿Eres una especie de mascota?
-No. Soy el Salvador.
-Pero no tienes ejércitos…
-Me tengo a mí mismo. Recordad, recordad, por vuestro bien, por piedad hacia vuestras almas, recordad las palabras del Señor a Moisés y a Aarón cuando estaban todavía en la tierra de Egipto: «Cada miembro del pueblo de Dios tome un cordero sin mancha, macho, de un año. Uno por cada casa. Y, si no basta el número de los miembros de la familia para acabar el cordero, que llame a los vecinos. Lo inmolaréis el día decimocuarto de Abid, que ahora se llama Nisán, y con la sangre del inmolado untaréis las jambas y el dintel de la puerta de vuestras casas. Esa misma noche comeréis su carne asada al fuego, con pan sin levadura y hierbas silvestres. Y lo que pudiera sobrar destruidlo con el fuego. Comeréis así: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, el bastón en la mano. Comeréis deprisa, porque pasa el Señor. Y esa noche pasaré hiriendo a todos los primogénitos de hombre o de animal que se encuentren en las casas no señaladas con la sangre del cordero». (Éxodo 12, 1-13) A1 presente, ahora que pasa de nuevo Dios – el más verdadero paso porque realmente Dios pasa visible entre vosotros, reconocible por sus signos -, la salvación se detendrá en aquellos que estén señalados con la señal salvífica de la Sangre del Cordero. Porque, en verdad, todos seréis señalados por ella, pero sólo los que aman al Cordero y amen su Signo obtendrán de esa Sangre salvación. Para los otros será la marca de Caín. Y ya sabéis que Caín no mereció volver a ver el rostro del Señor, y que jamás conoció descanso. Y, con el peso a sus espaldas del remordimiento, del castigo y de Satanás, su cruel rey, fue errante y fugitivo por la Tierra mientras tuvo vida. Gran figura, grande, del Pueblo que agredirá al nuevo Abel…
-También Ezequiel (9, 4-6) habla de la Tau… ¿Tú crees que tu Signo es la Tau de Ezequiel?
-Es ése.
-¿Entonces nos estás acusando de que en Jerusalén haya abominaciones?
-Quisiera no poder hacerlo. Pero es así.
-¿Y entre los signados con la Tau no hay pecadores? ¿Puedes jurarlo?
-Yo no juro nada. Pero digo que, si entre los signados hay pecadores, su castigo será aún más tremendo, porque los adúlteros del espíritu, los apóstatas, los que después de haber sido seguidores de Dios sean sus asesinos serán los más grandes en el Infierno.
-Pero los que no pueden creer que Tú seas Dios no tendrán pecado. Serán justificados…
-No. Si no me hubierais conocido, si no hubierais podido constatar mis obras, si no hubierais podido verificar mis palabras, no tendríais culpa. Si no fuerais doctores en Israel, no tendríais culpa. Pero vosotros conocéis las Escrituras y veis mis obras. Podéis confrontarlas. Y, si lo hacéis con honestidad, me veréis a mí en las palabras de la Escritura, y veréis las palabras de la Escritura traducidas en obras en mí. Por eso no seréis justificados de no reconocerme y de odiarme. Demasiadas abominaciones, demasiados ídolos, demasiadas fornicaciones, donde sólo Dios debería estar. Y en todos los lugares donde estáis vosotros. La salvación está en repudiar estas cosas y en acoger a la Verdad que os habla. Por eso, donde matáis o tratáis de matar seréis muertos. Y por eso seréis juzgados en las fronteras de Israel, donde todo poder humano viene a menos y solamente el Eterno es Juez de sus criaturas.
-¿Por qué hablas así, Señor? Te muestras severo.
-Me muestro veraz. Yo soy la Luz. La Luz ha sido enviada para iluminar las Tinieblas. Y la Luz debe resplandecer libremente. Sería inútil el que el Altísimo hubiera enviado su Luz, si luego la hubiera cubierto con el moyo. No hacen eso los hombres cuando encienden una luz, porque habría sido inútil encenderla. Si la encienden es para que ilumine y que el que entre en la casa vea. Yo vengo a dar Luz a la entenebrecida casa terrena de mi Padre, para que los que la habitan vean. Y la Luz brilla. Bendecidla si con su rayo purísimo os descubre reptiles, escorpiones, trampas, telas de araña, grietas en las paredes. Os hace esto por amor. Para daros la manera de conoceros, limpiaros, arrojar los animales perjudiciales – las pasiones, los pecados -; para daros la manera de reconstruiros antes de que sea demasiado tarde; para daros la manera de ver dónde ponéis el pie – en la trampa de Satanás – antes de que os hundáis. Pero para ver, además de la luz nítida, es necesario tener el ojo limpio. A través de un ojo cubierto de materia por una enfermedad, no pasa la luz. Limpiad vuestros ojos. Limpiad vuestro espíritu para que la Luz pueda descender y entrar en vosotros. ¿Por qué perecer en las Tinieblas, cuando el Bonísimo os envía la Luz y la Medicina para curaros? No es todavía demasiado tarde. Venid, en el tiempo que os queda, venid a la Luz, a la Verdad, a la Vida. Venid al Salvador vuestro, que os abre los brazos, que os abre el corazón, que os suplica que lo acojáis para vuestro eterno bien.
Jesús se muestra verdaderamente suplicante, amorosamente suplicante, despojado de cualquier otra cosa que no sea amor… Hasta las fieras más obstinadas, más ebrias de odio, lo sienten, y sus armas se sienten vencidas, sus rencores no tienen fuerza de escupir su ácido.
Se miran. Luego Elquías habla por todos:
-¡Has hablado bien Maestro! Te ruego que aceptes el convite que ofrezco en tu honor. -No pido ningún honor aparte del de conquistar vuestras almas. Déjame en mi pobreza…
-¿No querrás ofenderme negándote a aceptar?
-No hay ninguna ofensa. Te ruego que me dejes con mis amigos.
-¡También ellos! ¿Quién puede dudarlo? Ellos también contigo ¡Gran honor para mi casa!… ¡Gran honor!… Vas también a la casa de otros grandes. ¿Por qué no a la casa de Elquías?
-Bien, voy a ir. Pero cree que no podré decirte en el secreto de la casa palabras distintas de las que te he dicho aquí delante del pueblo.
-¡Tampoco yo! ¡Y tampoco mis amigos! ¿Lo dudas acaso?…
Jesús lo mira muy fijamente. Dice:
-No dudo sino de lo que ignoro. Pero no ignoro el pensamiento de los hombres. Vamos a tu casa… La paz a los que me han escuchado.
Y al lado de Elquías se dirige hacia la salida del Templo, seguido de la fila de sus apóstoles, mezclados – no entusiastas de ello – con los amigos de Elquías.