En el Templo para la fiesta de los Tabernáculos. Discurso sobre la naturaleza del Cristo.
El Templo está aún más lleno de gente que el día anterior. Y, entre el gentío que llena el primer patio y en él hormiguea, veo a muchos gentiles, muchos más que ayer. Todos esperan con gran interés, tanto los israelitas como los gentiles. Y hablan gentiles con gentiles y hebreos con hebreos, formando corrillos esparcidos acá o allá, sin perder de vista las puertas. Los doctores, debajo de los pórticos, se esfuerzan en alzar la voz como reclamo y para hacer alarde de elocuencia. Pero la gente está distraída y predican a pocos alumnos. Está Gamaliel. En su sitio. Pero no habla. Pasea atrás y adelante sobre su suntuosa alfombra, con los brazos cruzados, la cabeza baja, meditando. La larga túnica y el manto aún más largo -que está suelto y pende sujeto a los hombros por dos broches de plata, en forma de rosetones- forman por detrás una cola que él aparta con el pie cuando vuelve sobre sus pasos. Sus discípulos, los más fieles, bien juntos al muro, lo miran en silencio, con temor, y respetan la meditación de su maestro. Algunos fariseos y algunos sacerdotes dan muestra de tener muchas cosas que hacer, y van y vienen… La gente, que comprende sus verdaderas intenciones, los señala -unos a otros se los señalan-, y algún comentario surge, como un cohete abrasador, para abrasar su hipocresía. Pero ellos fingen no oír. Ven prudente no reaccionar, porque son pocos respecto a los muchos que no odian a Jesús y que, por el contrario, los odian a ellos. -¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Hoy viene por la puerta Dorada! -¡Corramos! -Yo me quedo. Vendrá aquí a hablar. No pierdo el sitio. -Yo tampoco. Además, los que se marchan dejan el sitio a los que nos quedamos. -Pero ¿lo dejarán hablar? -¡Si lo han dejado entrar! … -Sí, pero es distinto. Como hijo de la Ley, no pueden impedirle entrar. Pero como rabí pueden echarlo si quieren. -¡Cuántas distinciones! Si lo dejan ir a hablar al Dios, ¿por que no tienen que dejarlo hablar a hombres? – el que habla es un gentil. -Es verdad – dice otro gentil. -A nosotros, porque somos impuros, no nos dejáis ir allá, pero venir aquí sí, esperando que nos hagamos circuncisos… -Calla, Quinto. Por esto le dejan que nos hable a nosotros. Esperando podarnos como si fuéramos árboles. Pero no, nosotros venimos para poner sus ideas como ramas de injerto en nosotros, silvestres. -Así es. ¡Es el único que no nos desprecia! -¡Respecto a esto! Cuando vamos con una bolsa de monedas a comprar no nos desprecian tampoco los otros. -¡Mira! Los gentiles nos hemos quedado como dueños y señores de este sitio. ¡Oiremos bien! ¡Y vamos a ver mejor! Me gusta ver lar caras de sus enemigos ¡Por Júpiter! Un combate de caras… -¡Calla! Que no te oigan nombrar a Júpiter. Está prohibido aquí. -¡Bueno, entre Júpiter y Yeohveh hay poca diferencia! Y entre dioses no se ofenderán… Yo he venido movido por un buen deseo de escuchar; no para burlarme. ¡Se habla mucho, por todas partes, de este Nazareno! Me dije: en esta época hace bueno y voy a oírlo hablar. Hay quien va más lejos para oír los oráculos… -¿De dónde vienes? -De Perge. ¿Y tú? -De Tarso. -Yo soy casi hebreo. Mi padre era un helenista de Iconio. Pero se casó en Antioquía de Cilicia con una romana, y luego murió antes de que yo naciera. Pero la progenie es hebrea. -Tarda en venir… ¿Será que lo han detenido? -No temas. Nos lo dirían los gritos del gentío. Estos hebreos chillan como urracas, siempre… -¡Ahí está! ¡Es Él! ¿Va a venir justamente aquí?-¿No ves que, arteramente, han ocupado todos los sitios menos este rincón? ¿Oyes cuántas ranas croan fingiéndose maestros? -Pero aquel de allí está callado. ¿Es verdad que es el mayor doctor de Israel? -Sí, pero… ¡Qué pedante! Un día lo escuché y, para digerir su ciencia, tuve que beber muchas copas de falerno en casa de Tito, en Beceta. Se ríen. Jesús se acerca lentamente. Pasa por delante de Gamaliel -que ni siquiera alza la cabeza-, y va al sitio de ayer. La gente, mezcla, ahora, de israelitas, prosélitos y gentiles, comprende que va a empezar a hablar y susurra: -Fijaos que habla públicamente y no le dicen nada. -Quizás los príncipes y los jefes han reconocido en Él al Cristo. Ayer Gamaliel, cuando se marchó el Galileo, habló mucho con unos Ancianos. -¡Pero es posible! ¿Cómo han hecho para reconocerlo de repente, si sólo un poco antes lo consideraban hombre merecedor de la muerte? -Quizás Gamaliel tenía pruebas… -¿Y qué pruebas? ¿Qué pruebas queréis que tenga en favor de ese hombre? – arremete uno. -Cállate, ventajista. No eres más que el último de los escribanos. ¿Quién te ha preguntado? – y lo abuchean. Él se marcha. Pero, en su lugar, aparecen otros, que no pertenecen al Templo, sino -ciertamente- a los incrédulos judíos: -Nosotros tenemos las pruebas. Nosotros sabemos de dónde es éste. Pero, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es. No sabremos su origen. ¡Pero de éste! Es hijo de un carpintero de Nazaret, y todo su pueblo puede traer aquí su testimonio contra nosotros si mentimos… Entretanto, se oye la voz de un gentil, que dice: -Maestro, háblanos un poco a nosotros hoy. Nos ha sido dicho que afirmas que todos los hombres provienen de un solo Dios, el tuyo. Tanto que los llamas hijos del Padre. Algunos poetas nuestros estoicos tuvieron también una idea semejante a ésta. Dijeron: «Somos estirpe de Dios». Tus connacionales dicen que somos más impuros que animales. ¿Cómo concilias las dos tendencias? Se plantea la cuestión según las costumbres de las disputas filosóficas, al menos eso creo. Y, cuando Jesús está para responder, aumenta de tono la disputa entre los judíos incrédulos y los creyentes, y una voz estridente repite: -¡Es un simple hombre! ¡El Cristo no será eso! ¡Todo en Él tendrá carácter excepcional: forma, naturaleza, origen!… Jesús se vuelve en esa dirección y dice fuerte: -¿Entonces me conocéis y sabéis de dónde vengo? ¿Estáis bien seguros de ello? ¿Y lo poco que sabéis no os dice nada? ¿No os resulta confirmación de las profecías? Pero no, vosotros no sabéis todo de mí. En verdad, en verdad os digo que Yo no he venido por mí mismo, ni tampoco de donde vosotros creéis que he venido. Es la misma Verdad la que me ha enviado, y vosotros no la conocéis. Prorrumpen los enemigos en un grito de enfado. -La misma Verdad. Vosotros no conocéis sus obras. No conocéis sus caminos, los caminos por los que Yo he venido. El odio no puede conocer ni los caminos ni las obras del Amor. Las tinieblas no pueden aguantar la vista de la Luz. Mas Yo conozco a Aquel, que me ha enviado, porque Yo soy suyo, parte suya y un Todo con El. Y Él me ha enviado para que cumpla lo que su Pensamiento quiere. Nace un tumulto. Los enemigos se lanzan contra Él para ponerle las manos encima, para capturarlo y pegarle. Apóstoles, discípulos pueblo, gentiles, prosélitos reaccionan para defenderlo. Acuden otros a ayudar a los primeros, y quizás hubieran logrado su objetivo, pero Gamaliel, que hasta ese momento parecía ajeno a todo, deja su alfombra y va hacia Jesús – apartado hacia el pórtico por quienes lo quieren defender- y grita: -¡Dejadlo! Quiero oír lo que dice. Más que el pelotón de legionarios que, de la Antonia, acude para calmar el tumulto, hace la voz de Gamaliel. El tumulto cesa cual torbellino que se deshace, y el clamor se calma transformándose en rumor. Los legionarios, por prudencia, se quedan cerca del muro externo, pero ya sin función alguna. -Habla – ordena Gamaliel a Jesús – Responde a los que te acusan. El tono es imperioso, pero no burlón. Jesús da unos pasos hacia delante, hacia el patio. Tranquilo, reanuda el discurso. Gamaliel permanece donde está, y sus discípulos se apresuran a llevarle alfombra y escabel para que esté cómodo. Pero él se queda de pie: los brazos cruzados, la cabeza baja, los ojos cerrados; concentrado en escuchar. -Me habéis acusado sin motivo, como si hubiera blasfemado en lugar de decir la verdad. Yo, no para defenderme, sino para daros la luz con el fin de que podáis conocer la Verdad, hablo. Y no hablo por mí mismo, sino que hablo recordando las palabras en que creéis y por las que juráis. Ellas me dan testimonio. Vosotros, lo sé, no veis en mí sino a un hombre semejante a vosotros, inferior a vosotros. Y os parece imposible que un hombre pueda ser el Mesías. Como mínimo pensáis que tendría que ser un ángel este Mesías, el cual debe tener un origen tan misterioso como para poder ser rey por la simple autoridad que el misterio de su origen suscita. Pero, ¿acaso alguna vez en la historia de nuestro pueblo, en los libros que forman esta historia -y que serán libros tan eternos cuanto el mundo, porque a ellos los doctores de todas las naciones y de todos los tiempos irán a beber, para corroborar su ciencia y sus investigaciones sobre el pasado con las luces de la verdad-, acaso alguna vez se dice en estos libros que Dios haya hablado a un ángel suyo para decirle (Salmo 2, 7; 110, 1 y 4): «Tú serás para mí, de ahora en adelante, Hijo, porque Yo te he engendrado»?». Veo que Gamaliel pide una tablilla y pergaminos, se sienta y escribe…-Los ángeles, criaturas espirituales siervas del Altísimo y mensajeras suyas, han sido creados por Él como el hombre, como los animales, como todo lo que fue creado. Pero no han sido engendrados por Él. Porque Dios engendra únicamente a otro Sí mismo, pues no puede el Perfecto engendrar sino a un Perfecto, a otro Ser parejo a Sí mismo, para no rebajar su perfección engendrando a una criatura inferior a Él. Ahora bien, si Dios no puede engendrar a los ángeles, y ni siquiera elevarlos a la dignidad de hijos suyos, (Dios no puede… ni siquiera elevarlos a la dignidad de hijos suyos: Debe leerse a la luz de la frase Pero, si Dios no ha juzgado conveniente elevar al grado de Hijo a un ángel, de unos renglones más abajo, donde se aduce un motivo de conveniencia, no de imposibilidad divina), ¿cómo será el Hijo al que dice: «Tú eres mi Hijo. Hoy te he engendrado»? ¿Y de qué naturaleza será si, engendrándolo, y señalándoselo a sus ángeles, dice: «Y le adoren todos los ángeles de Dios»? ¿Y cómo será este Hijo, para merecer oír que el Padre -Aquel a cuya gracia se debe el que los hombres lo puedan nombrar con el corazón anonadado en adoración- le dice: «Siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos escabel para tus pies»? Ese Hijo no podrá ser sino Dios como el Padre, con quien comparte atributos y poderes y con quien goza de la Caridad que los letifica en los inefables e incognoscibles amores de la Perfección hacia sí misma. Pero, si Dios no ha juzgado conveniente elevar al grado de Hijo a un ángel, ¿habría podido decir de un hombre lo que, al final de éste hará tres años, dijo de quien aquí os habla en el vado de Betabara? (y muchos de vosotros que os oponéis a mí estabais presentes cuando lo dijo). Vosotros lo oísteis y temblasteis. Porque la voz de Dios es inconfundible, y sin una especial gracia suya abate a quien la oye, y estremece su corazón. ¿Qué es, entonces, el Hombre que os habla? ¿Es, acaso, uno que ha nacido de principio y de voluntad de hombre, como todos vosotros? ¿Habría podido poner el Altísimo a su Espíritu a vivir en una carne carente de gracia, como es la de los hombres nacidos por voluntad carnal? ¿Y podría el Altísimo, como satisfacción de la gran Culpa, aplacarse con el sacrificio de un hombre? Pensad. Él no designa a un ángel para ser Mesías y Redentor. ¿Podrá, entonces, designar a un hombre para serlo? ¿Y podía el Redentor ser sólo Hijo del Padre, sin asumir naturaleza humana; ser el Redentor con medios y poderes que superaran las humanas deducciones? ¿Y el Primogénito de Dios podía, acaso, tener padres, si es el Primogénito eterno? ¿No se os trastoca el soberbio pensamiento ante estos interrogantes, que suben hacia los reinos de la Verdad, acercándose cada vez más a e1la, y que hallan respuesta sólo en un corazón humilde y lleno de fe? ¿Quién debe ser el Cristo? ¿Un ángel? Más que un ángel. ¿Un hombre? Más que un hombre. ¿Un Dios? Sí, un Dios. Pero con una carne unida a Él, para que ésta pueda cumplir la expiación de la carne culpable. Todas las cosas deben ser redimidas a través de la materia con que pecaron. Dios, por tanto, habría debido enviar a un ángel para expiar las culpas de los ángeles caídos, y que expiara por Lucifer y –sus seguidores angélicos. Porque ya sabéis que Lucifer también pecó. Pero Dios no envía a un espíritu angélico a redimir a los ángeles tenebrosos. Ellos no han adorado al Hijo de Dios, y Dios no perdona el pecado contra su Verbo engendrado por su Amor. Pero Dios ama al hombre y envía al Hombre, al único perfecto, a redimir al hombre y a obtener paz con Dios. Y es justo que sólo un Hombre-Dios pueda cumplir la redención del hombre y aplacar a Dios. El Padre y el Hijo se han amado y se han comprendido. Y el Padre ha dicho: «Quiero». Y el Hijo ha dicho: «Quiero». Y luego el Hijo ha dicho: «Dame». Y el Padre ha dicho: «Toma», y el Verbo tuvo una carne, cuya formación es misteriosa, y esta carne se llamó Jesucristo, Mesías, Aquel que debe redimir a los hombres, llevarlos al Reino, vencer al demonio, quebrar las esclavitudes. ¡Vencer al demonio! No podía un ángel, no puede cumplir lo que el Hijo del hombre puede. Y, por esto, Dios no llama a los ángeles a la gran obra, sino al Hombre. Aquí tenéis al Hombre cuyo origen se os presenta incierto, o es negado por vosotros u os pone pensativos. Aquí tenéis al Hombre. A1 Hombre aceptable para Dios. Al Hombre representante de todos sus hermanos. Al Hombre que es como vosotros en la semejanza; al Hombre superior y distinto de vosotros por la proveniencia; el cual -que no por un hombre sino por Dios ha sido engendrado y consagrado para su ministerio- está ante el excelso altar para ser Sacerdote y Víctima por los pecados del mundo, eterno y supremo Pontífice, Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec. ¡No temáis! No tiendo mis manos hacia la tiara pontifical. Otra corona me espera. ¡No temáis! No os voy a quitar el racional. Otro está ya preparado para mí. Temed sólo, más bien, el que para vosotros no sirva el sacrificio del Hombre y la misericordia del Cristo. Os he amado tanto, tanto os amo, que he obtenido del Padre mi anonadamiento. Os he amado tanto, tanto os amo, que he pedido asimilar todo el dolor del mundo para daros la salud eterna. ¿Por qué no me queréis creer? ¿No podéis creer todavía? ¿No está escrito del Cristo: «Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec»? ¿Y cuándo comenzó el sacerdocio? ¿Quizás en tiempos de Abraham? No. Y vosotros lo sabéis. El rey de justicia y de paz (Génesis 14, 18-20) que viene a anunciarme, con figura profética, en la aurora de nuestro pueblo, ¿no os apercibe acerca de la existencia de un sacerdocio más perfecto, que viene directamente de Dios?; como Melquisedec, de quien nadie pudo jamás señalar sus orígenes y que es llamado «el sacerdote» y sacerdote será para siempre. ¿No creéis ya en las palabras inspiradas? Y, si creéis, ¿cómo es que vosotros, doctores, no sabéis dar una explicación aceptable a las palabras que dicen -y de mí hablan- : «Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec»? Hay, pues, otro sacerdocio, más allá, antes del de Aarón. Y de éste está escrito «eres»; no, «fuiste»; no, «serás». Eres sacerdote para siempre. He aquí, pues, que esta frase anticipa que el eterno Sacerdote no será de la estirpe, conocida, de Aarón, no será de ninguna estirpe sacerdotal. No; será de proveniencia nueva, misteriosa, como Melquisedec. Es de esta proveniencia. Y si la Potencia de Dios lo manda, señal es de que quiere renovar el Sacerdocio y el rito para que sea provechoso para la Humanidad. ¿Conocéis vosotros mi origen? No. ¿Conocéis mis obras? No. ¿Intuís sus frutos? No. Nada sabéis de mí. Podéis ver, pues, que también en esto soy el «Cristo», cuyo origen y naturaleza y misión deben permanecer desconocidos hasta que a Dios le plazca revelarlos a los hombres. Bienaventurados los que sepan, los que saben creer antes de que la revelación tremenda de Dios los aplaste contra el suelo con su peso y ahí los clave y triture bajo la fulgurante, poderosa verdad pronunciada: como trueno desde los Cielos; como grito desde la Tierra: «Éste era el Cristo de Dios». Vosotros decís: «Es de Nazaret. Su padre era José. Su Madre es María». No. Yo no tengo padre que me haya engendrado hombre; no tengo madre que me haya engendrado Dios. Y, no obstante, tengo una carne, y la he asumido por misteriosa obra del Espíritu, y he venido a vosotros pasando por un tabernáculo santo. Y os salvaré después de haberme formado a mí mismo por voluntad de Dios; os salvaré haciendo salir a mi verdadero Yo mismo del tabernáculo de mi Cuerpo para consumar el gran Sacrificio de un Dios que se inmola por la salvación del hombre. ¡Padre! ¡Padre mío! Te lo dije al principio de los días: «Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Te lo dije en la hora de gracia antes de dejarte para revestirme de carne, y así padecer: “Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Te lo digo una vez más para santificar a aquellos por quienes he venido: “Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Y volveré a decírtelo, siempre te lo diré, hasta que tu voluntad sea cumplida… Jesús baja los brazos -los tenía levantados hacia el cielo, orando-, los recoge en su pecho y agacha la cabeza, cierra los ojos y se sume en una oración secreta. La gente bisbisea. No todos han comprendido; es más, la mayoría (y yo con ellos) no ha comprendido. Somos demasiado ignorantes. Pero intuimos que ha enunciado cosas grandes. Y, admirados, guardamos silencio. Los maliciosos, que no han comprendido o no han querido comprender, sonriendo malévolamente dicen: «¡Éste delira!». Pero no se atreven a decir más y se apartan o se encaminan hacia las puertas meneando la cabeza. Tanta prudencia creo que es el fruto de las lanzas y dagas romanas que brillan al sol contra la muralla externa. Gamaliel se abre paso entre los que quedan. Llega hasta Jesús, que sigue en oración, absorto, lejanos la gente y el lugar, y lo llama: -¡Rabí Jesús! -¿Qué quieres, rabí Gamaliel? – pregunta Jesús alzando la cabeza, todavía absortos sus ojos en una interna visión. -Que me des una explicación. -Habla. -¡Apartaos todos! – ordena Gamaliel, y lo hace con un tono tal, que apóstoles, discípulos, seguidores, curiosos, y los propios discípulos de Gamaliel se apartan rápidamente. Se quedan solos, uno frente al otro. Y se miran. Jesús siempre manso y dulce; el otro, autoritario sin querer e involuntariamente soberbio de aspecto (expresión que ciertamente le ha venido de los años de deferencia exagerada). -Maestro… Me han sido referidas unas palabras tuyas dichas en un banquete… que yo desaprobé porque era insincero. Yo contradigo o no contradigo, pero siempre abiertamente… He meditado en esas palabras. Las he cotejado con las que tengo en mi recuerdo… Y te he esperado, aquí, para preguntarte acerca de ellas… Y primero he querido oírte hablar… Ellos no han comprendido. Yo espero poder comprender. He escrito tus palabras mientras las pronunciabas. Para meditarlas. Y no para perjudicarte. ¿Me crees? -Te creo. Y quiera el Altísimo hacerlas llamear ante tu espíritu. -Que así sea. Escúchame. Las piedras que deben estremecerse ¿no serán las de nuestros corazones? -No, rabí. Éstas (y señala a las murallas del Templo con gesto circular). ¿Por qué lo preguntas? -Porque mi corazón se estremeció cuando me fueron referidas tus palabras del banquete, y tus respuestas a los tentadores. Creía que ese estremecimiento era el signo… -No, rabí. Es demasiado poco el estremecimiento de tu corazón y el de pocos otros para ser el signo que no deja dudas… Aunque tú, con raro juicio de humilde conocimiento de ti, defines tu corazón como piedra. ¡Oh, rabí Gamaliel, ¿te es imposible hacer de tu corazón petrificado un luminoso altar que acoja a Dios? No por interés mío, rabí, sino para que tu justicia sea completa… Y Jesús mira dulcemente al anciano maestro, que zalea su barba e introduce los dedos por debajo de la prenda que cubre su cabeza y corruga su frente; susurra, bajando la cabeza para decirlo: -No puedo… No puedo todavía… De todas formas, espero… ¿Sigue en pie ese signo que vas a dar? -Lo daré. -Adiós, Rabí Jesús. -El Señor venga a ti, rabí Gamaliel. Se separan. Jesús hace una señal a los suyos y con ellos se encamina hacia fuera del Templo. Escribas, fariseos, sacerdotes, discípulos de rabíes, como buitres, circundan velozmente a Gamaliel, que está metiéndose en el ancho cinturón los folios que ha escrito. -¿Entonces? ¡Qué te parece? ¡Un loco? Has hecho bien en escribir esos delirios. Nos serán útiles. ¿Has decidido? ¡Estás convencido? Ayer… hoy… Más que suficiente para convencerte. Hablan tumultuariamente, y Gamaliel calla, y, mientras, se coloca el cinturón, cierra el tintero que lleva colgado a éste, devuelve a su discípulo la tablilla en que se ha apoyado para escribir en los pergaminos. -¿No respondes? Desde ayer no hablas… – insta un colega suyo. -Escucho. No a vosotros. A Él. Y trato de reconocer en las palabras de ahora la palabra que me habló un día. Aquí. -¿Y… la encuentras? – ríen muchos. -Como un trueno, que tiene voz distinta según esté más cercano o más lejano. Pero siempre es ruido de trueno. -Sonido sin significado, entonces – dice uno, burlón. -No te rías, Leví. En el trueno puede estar también la voz de Dios; y nosotros ser tan necios que la tomemos por rumor de nubes laceradas… No te rías tú tampoco, Elquías, ni tú, Simón; no sea que el trueno se transforme en rayo y os reduzca a cenizas… -Entonces… tú… casi estás diciendo que el Galileo es aquel niño que con Hil.lel creíste profeta; y que aquel niño y ese hombre son el Mesías… – inquieren, con mordacidad (aunque velada, porque Gamaliel se hace respetar). -No digo nada. Digo que el ruido del trueno es siempre ruido trueno. -¿Más cercano o más lejano?-¡Ay! Las palabras son más fuertes, producto de la edad. Pero veinte años pasados han hecho veinte veces más cerrado mi intelecto ante el tesoro que posee. Y el sonido penetra más débilmente… – Gamaliel deja caer la cabeza sobre el pecho, meditabundo. -¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Te haces viejo y te haces necio, Gamaliel! Tomas por realidad los fantasmas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – todos ríen. Gamaliel se encoge de hombros con desdén. Luego recoge su manto, que le pendía de los hombros; se envuelve con más de una vuelta -es muy amplio- y da las espaldas a todos sin replicar nada, despreciativo en su silencio.