En camino hacia Emaús de la llanura.
E1 alba pone una luminosidad verde láctea en la bóveda del cielo, alto sobre el valle fresco y silencioso. Y luego ese claror suyo tan indefinible, que es ya luz y no lo es todavía, baña las cimas de las dos vertientes. Parece acariciar levemente las partes más altas de los montes judíos; decir a los árboles añosos que las coronan: «Aquí estoy. Bajo del cielo. Vengo de oriente. Precedo a la aurora. Pongo en fuga las sombras. Traigo la luz, la laboriosidad, la bendición de un nuevo día que Dios os concede», y las cimas se despiertan con un suspiro de frondas, con el silbo de los primeros pájaros despertados por ese leve vibrar del follaje y ese primer claror. Y baja más el alba, a los matorrales del monte bajo, luego a las hierbas, luego a las laderas, cada vez más abajo, y lo saludan gorjeos cada vez más numerosos entre las frondas, y rumores, entre las hierbas, de los lagartos despertados. Y llega al torrentillo del fondo, transforma sus aguas oscuras en un opaco cabrilleo de plata, que se va haciendo cada vez más limpio y brillante. Y arriba, entretanto, en el cielo, que apenas si había aclarado su añil nocturno en un celeste pálido verdoso de alba, marca sus pinceladas el primer anuncio de aurora, que pone celeste el cielo con notas de rosa… Y luego un cirro, delicado, esponjoso, ya todo de espuma rosada, surcando el cielo…
Jesús sale de la gruta y mira… Luego se lava en el torrente, se asea, se viste de nuevo, echa una ojeada dentro de la gruta… No llama… Sube al monte y va a orar encima de un pico que sobresale, ya tan elevado que concede un vasto radio de visibilidad sobre el oriente todo róseo de la aurora, y sobre el occidente aún penetrado de añil. Ora… ora ardientemente, de rodillas, apoyados los codos en la tierra, casi prono… Y ora así hasta que desde abajo suben las voces de los doce, que se han despertado y lo llaman.
Se levanta. Responde:
-¡Voy!
Y el eco del angosto valle repite varias veces el eco de la voz perfecta. El valle parece propagar a la llanura, que se vislumbra al oeste, la promesa del Señor: «Voy», para que exulte anticipadamente.
Jesús se encamina con un suspiro y una frase que compendian su larga oración y la explican:
-Y Tú, Padre, confórtame…
Baja a buen paso y, en llegando abajo, saluda con una sonrisa dulcísima a sus apóstoles y con las palabras habituales: -La paz sea con vosotros en este nuevo día.
-También a ti, Maestro – responden los apóstoles. Todos. ‘También Judas, que, no sé si es porque el silencio mantenido por Jesús, que no le ha reprendido y que lo trata como a todos los otros, lo ha tranquilizado o si es porque durante la noche ha meditado un plan en favor propio, está menos torvo y menos apartado. Es más, es precisamente él el que pregunta por todos:
-¿Vamos a Jerusalén? Si vamos, hay que recorrer un poco de camino hacia atrás y tomar aquel puente; al otro lado hay un camino que va recto a Jerusalén.
-No. Vamos a Emaús de la llanura.
-¿Pero por qué? ¿Y Pentecostés?
-Hay tiempo. Quiero ir a ver a Nicodemo y a José, por las llanuras hacia el mar…
-¿Pero para qué?
-Porque no he estado todavía allí y ese pueblo me espera… Y porque así lo han deseado los buenos discípulos. Tendremos tiempo para todo.
-¿Te dijo eso Juana? ¿Para eso te llamó?
-No había necesidad de ello. Me lo dijeron directamente a mí en los días de la Pascua. Y Yo cumplo.
-Yo no iría… Quizás estarán ya en Jerusalén… La fiesta está cercana… Y además… Podrías encontrar enemigos, y…
-En todas partes encuentro enemigos, y los tengo siempre cerca… — y Jesús lanza una mirada que es una saeta al
apóstol de su dolor… Judas no dice nada más. ¡Demasiado peligroso es seguir adentrándose! Lo percibe y calla.
Vuelven Juan y Andrés con unas frutas de pequeño tamaño, parecen de la familia de la frambuesa, o fresas grandes,
pero son más oscuras, casi como moras no maduras; se las ofrecen al Maestro:
-Te gustan. Las vimos ayer al anochecer y hemos subido a cogerlas para ti. Cómelas, Maestro. Son buenas.
Jesús acaricia a los dos buenos y jóvenes apóstoles, que le ofrecen sus frutos en una ancha hoja lavada en el torrente, y
que, más que los frutos, le ofrecen su amor; escoge las frutitas mejores y da un poco de ellas a todos, que las comen con el pan. -Hemos buscado leche para ti. Pero todavía no hay ningún pastor… – dice excusándose Andrés.
-No importa. Vamos a ponernos en marcha para estar en Emaús antes del calor intenso.
Y van caminando – los que tienen más apetito siguen comiendo – por el fresco valle, que se va haciendo cada vez más ancho y termina por desembocar en una fértil llanura en que ya bulle el trabajo de los segadores.
-No sabía que Nicodemo tuviera casas en Emaús – observa Bartolomé.
-No en, sino después de Emaús. Tierras que ha heredado de parientes… – explica Jesús.
-¡Qué bonita campiña! – exclama el Tadeo.
Efectivamente, es un mar de espigas de oro, en que están intercalados pomares de ensueño y viñas que ya prometen una gloria de racimos. Estando bien regada por los cercanos montes que vierten en ella innumerables torrentillos en los meses más necesitados de irrigación, y ciertamente dotada de venas de agua subterránea, es un verdadero edén agrícola.
-¡ Mmm! Está más bonita que el año pasado – murmura Pedro – A1 menos hay agua y fruta…
-La de Sarón está más bonita incluso – le responde el Zelote.
-¿Pero no es ya ésta?
-No. Viene después de ésta. Pero en ésta ya se presiente la Llanura de Sarón…
Los dos apóstoles se ponen a hablar entre sí, alejándose un poco.
-¿Esto es de fariseos, no? – pregunta Santiago de Zebedeo, señalando la bonita campiña.
-De judíos, sin duda. Han cogido los lugares mejores usurpándoselos, con mil modos, a los primeros propietarios – le responde Judas Tadeo, que quizás recuerda los bienes paternos de Judea, de los cuales fueron expulsados, perdiendo mucho bienestar.
Judas Iscariote se da por aludido:
-Si han sido cogidos es porque vosotros, galileos, sois menos santos, inferiores…
-Te ruego que recuerdes que Alfeo y José eran de la estirpe de David. Tanto que el edicto les hizo ir a apuntarse a Belén de Judá. Y Él nació allí por esto – responde sereno Santiago de Alfeo, previniendo la respuesta punzante de su fogoso hermano y señalando al Señor, que está hablando con Mateo y Felipe.
-¡Ah! ¡Bueno! Yo lo que pienso es que buenos y malos hay en todas partes. En nuestras compraventas hemos tenido contacto con personas de todas las razas, y os aseguro que en todas he encontrado honestos y deshonestos. Y además… ¿por qué enorgullecerse de ser judíos? ¿Acaso lo hemos querido nosotros? ¡ Mmm! ¡Sí tenía yo mucho conocimiento, cuando estaba en el seno de mi madre, de lo que era ser judío o galileo! Estaba allí… y estaba conforme. Luego, cuando nací, estuve entre pañales, bien calentito, sin preguntarme si el aire que respiraba era judío o galileo… Lo único que conocía era el pezón materno… Y, como, yo, todos nosotros. Ahora, ¿por qué tomarse tan a pecho el que uno haya nacido más arriba y el otro más abajo? ¿No somos igualmente de Israel? – dice, bondadoso y justo, Tomás.
-Tienes razón, Toma – responde Juan. Y concluye: «Y además ahora somos de una única estirpe, la de Jesús».
-Sí, el cual – y creo que lo haya querido el Altísimo para enseñarnos que las divisiones atentan al amor al prójimo y que ha sido enviado a recoger a todos como la amorosa clueca de que hablan los libros santos – es de estirpe judía, pero fue concebido en Galilea y ha vivido allí, después de nacer en Belén, como si quisiera decirnos, con la voz de los hechos, que es el Redentor de todo Israel, del septentrión al mediodía. Por el simple hecho de que le llamen «el Galileo» ya no se debería sentir desprecio por los galileos – dice, dulce y firme, Santiago de Alfeo.
Jesús, que parecía distraído hablando, unos metros más adelante, con Mateo y Felipe, se vuelve y dice:
-Bien has hablado, Santiago de Alfeo. Comprendes la Verdad y las verdades, y la justicia de cada acto de Dios. Porque Dios, recordad esto todos y siempre, no hace nunca nada sin una finalidad, como tampoco deja sin premio nada de lo que hacen los que tienen recto corazón. ¡Bienaventurados los que saben ver las razones de Dios en las cosas que suceden, incluso en las más insignificantes, y las respuestas de Dios a los sacrificios de los hombres!
Pedro se vuelve y hace ademán de hablar. Luego cierra de nuevo la boca y se limita a sonreír a su Maestro, que ahora, siendo el lugar por donde van una ancha vía de primer orden entre campos de oro, se une al grupo de sus apóstoles.
Prosiguen hacia Emaús, que está ya cercana: una aglomeración de un blanco cegador en medio del oro de los cereales maduros y el verde de los óptimos pomares.
-¡Maestro! ¡Maestro! ¡Detente! ¡Tus discípulos! – gritan voces lejanas, y un puñado de hombres, dejando plantados a unos labradores que descansan un poco a la sombra de un manzano, corren hacia Jesús por una senda llena de sol. Son Matías y Juan, ex pastores, discípulos luego del Bautista; y, con ellos, Nicolái, Abel ex leproso, Samuel, Hermasteo y otros más.
-¡La paz a vosotros. ¿Estáis aquí?
-Sí, Maestro. Hemos recorrido toda la costa. Ahora vamos hacia Jerusalén. Más arriba están Esteban y otros; más arriba todavía, Hermas y otros. Y luego, más arriba aún, Isaac, el pequeño maestro de todos nosotros. A1 menos estaba. Como también estaba Timoneo en Transjordania. Pero a estas alturas estarán todos para ir a la fiesta de Pentecostés. Nos hemos dividido así, en muchos grupos, pequeños pero no pasivos. Así, si nos persiguen, podrán capturar a algunos, pero no a todos – explica Matías.
-Habéis hecho bien. Me extrañaba no encontraros por toda la Judea meridional…
-Maestro… Por ahí ibas Tú… ¿Quién mejor que Tú? ¡Y además… ha recibido más de lo necesario para hacerse santa!… ¡Y sin embargo!… Da piedras a quien lleva la palabra del Cielo. Elías y José fueron agredidos en las hoces del Cedrón, y fueron a la Transjordania, a casa de Salomón. A José le dieron un golpe en la cabeza con una piedra y casi lo mataron. Pasaron ocho días en una gruta profunda, con uno que Tú habías mandado y que conocía todos los secretos de los montes. Después, de noche, lentamente, fueron a la otra parte…
Discípulos y apóstoles están agitados: los primeros evocando estas persecuciones, los segundos conociéndolas. Pero Jesús los calma diciendo:
-Los Inocentes han teñido con la púrpura de su sangre inocente el camino de Cristo. Pero ese camino debe ser purpurado una y otra vez, constantemente, para borrar las huellas del Mal en el camino de Dios. Es camino regio. Lo purpuran los mártires por amor a mí. ¡Bienaventurados entre los bienaventurados aquellos que por mí sufren persecución!
-Maestro, estábamos hablando a esos labriegos. ¿No vas a hablar Tú ahora? – pregunta el ex pastor Juan.
-Id a decir que a la puesta del sol hablaré en la puerta de Emaús. Ahora el sol lo impide. Id. Y que Dios esté con vosotros. Yo estaré al final de este camino.
Los bendice y reanuda la marcha, buscando sombra, porque el sol es abrasador en el blanco camino, en el que no hay más que dos delgadas franjas de sombra, de plátanos puestos como protección en los bordes del camino.