Una lucha y victoria espiritual de Simón de Jonás.
Y te aferro por fin de nuevo, dulce Evangelio, santo seguimiento de mi Maestro por los caminos de Palestina. Llevadas a cabo todas las obediencias, vuelvo a ti; mejor dicho, vuelves a mí.
No sé sí hay alguien que reflexione sobre la lección muda, pero muy formativa, que da e1 Señor con sus silencios, causados por tres motivos distintos: 1°, la piedad por la debilidad del portavoz enfermo, a veces verdaderamente a los bordes de la muerte; 2°, el castigo del silencio para quien no se comporta bien respecto a su don; 3°, la lección que me da – y es de ésta de la que quiero hablar – del deber de obedecer siempre, aunque sea una obediencia que nos pueda parecer inferior al trabajo que por ella suspendemos.
¡Oh, no es fácil ser «voz»! Se vive siempre en un ejercicio continuo de vigilancia y obediencia. Y Jesús – Él, que es el Amo del mundo – no se permite hacer transgredir la obediencia que está cumpliendo su instrumento, cuando es una obediencia dada por quien goza de competencia para poder darla.
Yo, en estos días, debía obedecer a las cosas que me había indicado el P Migliorini; eran muy burocráticas y, por tanto, muy latosas. Pero Jesús no ha intervenido en ningún momento, porque debía llevar a cabo la obediencia. Y además exacta, total, como ayer dijo Azarías en su explicación de la Santa Misa. (Como ayer dijo Azarías en uno de los comentarios a las Misas festivas, que forman parte del «Libro de Azarías «)
Pero ahora, hecho todo, te puedo contemplar, oh mi Señor que desciendes por los caminos escarpados hacia el fértil valle, dejando a tus espaldas el castillo de Béter, aún luminoso en este día que ya muere, allá arriba, en lo alto de su collado florido… Dejando allá arriba el amor de las discípulas, de los niños, de los humildes, y bajando hacia los caminos que van a Jerusalén, hacia el mundo, hacia abajo… Y no son más oscuros que las cimas sólo porque sean «valle» – y, por tanto, el sol, la luz, desde hace un rato se han ido -, sino porque, sobre todo porque abajo, en el mundo, está la emboscada, el odio… mucho mal hay esperándote, mi Señor…
Jesús va delante de todos: forma blanca y silenciosa que, incluso descendiendo por los senderos incómodos y abruptos, tomados para acortar el recorrido, camina majestuosa. En la bajada, la larga túnica, el amplio manto, rozan el suelo de la pendiente, y Jesús parece ya envuelto en regio manto que forma cola tras sus pasos.
Detrás de Él, menos majestuosos, pero igualmente silenciosos, los apóstoles… El último, Judas, un poco distanciado, feo con su sombría rabia. Alguna vez los más simples – Andrés, Tomás – se vuelven a mirarlo, y Andrés incluso le dice: « ¿Por qué estás tan solo y tan atrás? ¿Te sientes mal?», lo cual provoca un áspero: « ¡Preocúpate de ti !» que sorprende a Andrés, mucho más considerando que la frase va acompañada de un epíteto vulgar.
Pedro es el segundo de la fila de los apóstoles (detrás de Santiago de Alfeo, que sigue inmediatamente al Maestro). Y Pedro oye, en medio del gran silencio de la noche en los montes. Y, como impulsado por un resorte, se vuelve. Está ya para volver hacia atrás impulsivamente, para ir donde Judas… pero se queda clavado con sus dos pies. Piensa un momento, corre donde Jesús. Le agarra un brazo bruscamente y lo menea diciendo inquieto: -Maestro, ¿me aseguras que es exactamente como me has dicho la otra noche? ¿Que sacrificios y oraciones no quedan nunca frustrados, aunque parezca que no sirvan?…
Jesús, manso, triste, pálido, mira a su Simón, que suda por el esfuerzo de no reaccionar inmediatamente al insulto, que está lívido, que incluso tiembla, que quizás le hace daño por lo rudamente que le tiene cogido el brazo, y responde con una sonrisa de triste paz:
-No quedan nunca sin premio. Puedes estar seguro de ello.
-Pedro lo deja, y va no a su sitio sino a la pendiente del monte, se mete entre los árboles y se desahoga rompiendo, rompiendo arbustos y árboles jóvenes con una violencia que estaba dirigida a otro lugar y que se descarga ahí, en los troncos. -¿Pero qué haces? ¿Estás loco? – le preguntan varios.
Pedro no responde. Rompe, rompe, rompe. Se deja pasar por toda la fila de los apóstoles, por Judas… y rompe, rompe, rompe. Parece como si trabajara a destajo de tanta velocidad como imprime. A sus pies hay un haz que sería suficiente para asar un ternero. Se lo carga con dificultad y se pone a dar alcance a sus compañeros. No sé cómo lo logra, tan obstaculizado como está por el manto, el peso, la alforja, el sendero incómodo… pero va, muy curvado, como bajo un yugo…
Y Judas se ríe al verlo venir, y dice:
-¡Pareces un esclavo!
Pedro tuerce con dificultad la cabeza desde debajo de su yugo y está para decir algo, pero calla, aprieta los dientes y sigue adelante.
-¿Te ayudo, hermano? – dice Andrés.
-No.
-Pero para un cordero es demasiada leña – observa Santiago de Zebedeo.
Pedro no responde. Prosigue así. Debe estar que no puede más, pero no cede.
Por fin, cerca de una gruta que está casi al final de la bajada, Jesús se para, y con Él todos.
-Nos detendremos aquí. Reanudaremos la marcha con las primeras luces – indica el Maestro – Preparad la cena. Entonces Pedro arroja al suelo su carga y se sienta encima, sin explicar a nadie el motivo de ese gran esfuerzo suyo. Hay leña por todas partes.
Pero, cuando unos van a un sitio y otros a otro, para tomar agua de beber, para limpiar el suelo de la gruta o para lavar el cordero que será asado, y Pedro se queda sólo con su Maestro, entonces Jesús, de pie, pone la mano en la cabeza entrecana de su Simón y acaricia esa cabeza honesta…
Entonces Pedro aferra esa mano y la besa, y la mantiene contra su cara y vuelve a besarla y la acaricia… Una gota desciende a la mano blanca, una gota que no es sudor del rudo y honesto apóstol, sino que es su llanto silencioso de amor y aflicción, de victoria después del esfuerzo.
Jesús se inclina, lo besa y le dice:
-¡Gracias, Simón!
Pedro, la verdad, no es un hombre guapo; pero sucede que cuando echa hacia atrás la cabeza para mirar a su Jesús, que lo ha besado y le ha dado las gracias porque ha comprendido, sólo Él ha comprendido, entonces la veneración y la alegría lo hacen guapo…
Y con esta transformación me cesa la visión.