Polémica de los apóstoles sobre el odio de los judíos. Los diez leprosos curados en Samaria.
Siguen entre montes -y montes bien escabrosos-, por unas veredas por donde no pasan, ciertamente, carros; sólo, transeúntes a pie o personas montadas en fuertes asnos de montaña, más altos y robustos que los habituales burritos de las zonas menos accidentadas (una observación que a muchos podrá parecer inútil, pero que la hago de todas formas). En Samaria hay diferencias respecto a los usos de los otros lugares, tanto en el vestido como en muchas otras cosas. Y una es la abundancia de perros, no común en otros lugares, que me choca, como me chocó la presencia de puercos en la Decápolis. Muchos perros, quizás porque Samaria tiene muchos pastores y tendrá muchos lobos en esos montes tan agrestes; muchos, también, porque en Samaria veo a los pastores generalmente solos -al máximo con un muchacho- apacentando el rebaño propio, mientras que en otras partes, por lo general, un grupo de pastores custodia rebaños compuestos por numerosas cabezas, propiedad de algún rico. Bueno, de hecho aquí cada pastor tiene su perro, o más de un perro, según el número de ovejas de su rebaño.Otra característica son precisamente estos asnos casi tan altos como un caballo, robustos, capaces de escalar estos montes con cargas pesadas en la albarda, a menudo cargados de gruesa leña que se encuentra en estos magníficos montes cubiertos de bosques seculares. Otra particularidad: la soltura de comportamiento de los habitantes, los cuales no son unos «pecadores», como los juzgaban judíos y galileos, sino que son abiertos y francos y están exentos de beaterías, exentos de todas esas historias que tienen los otros. Y son hospitalarios. Esta constatación me hace pensar que en la parábola del buen samaritano no hubiera sólo intención consciente de hacer resaltar que bueno y malo hay en todas partes, en todos los lugares y razas, y que entre los heréticos también puede haber rectos de corazón, sino también, justamente, una real descripción de las costumbres samaritanas hacia quien necesitaba ayuda. Se habrán detenido en el Pentateuco -oigo que hablan de él y no de otra cosa- pero practican, al menos hacia el prójimo, con más rectitud que los otros con sus seiscientas trece cláusulas de preceptos, etc. etc. Los apóstoles hablan con el Maestro y, a pesar de ser incorregiblemente israelitas, deben reconocer y alabar el espíritu que han encontrado en los habitantes de Siquem, que -lo comprendo por las cosas que oigo- han invitado a Jesús a detenerse y estar con ellos. -¿Has oído, no? – dice Pedro – ¿cómo han dicho claramente que conocen el odio judío? Han dicho: «Hacia ti y contra ti hay más odio que contra todos nosotros juntos, los samaritanos de ahora y del pasado. Te odian sin límite». -¿Y aquel viejo? ¡Qué acertadamente lo ha dicho!: «En el fondo es natural que sea así, porque Tú no eres un hombre sino que eres el Cristo, el Salvador del mundo, y por eso eres el Hijo de Dios, porque sólo un Dios puede salvar al mundo corrompido. Por eso, no teniendo Tú límites como Dios, no teniendo límites tu poder ni tu santidad ni tu amor, como tampoco tendrá límites tu victoria sobre el Mal, es natural que el Mal y el Odio -una cosa sola con el Mal- no tengan límites contra ti». ¡Verdaderamente ha hablado con acierto! ¡Y este razonamiento explica muchas cosas! – dice el Zelote. -¿Qué explica, según tú? Yo… yo digo que explica sólo que son unos estúpidos – dice Tomás expeditivo. -No. La estupidez podría ser incluso una justificación. Pero no son estúpidos. -Ebrios entonces, ebrios de odio – replica Tomás. -Tampoco. El enajenamiento cede cuando estalla. Este odio no cede. -¡Sí, porque más estallado que así!… ¡Hace tanto tiempo que ha estallado… que ya habría tenido que caer! -Amigos, la malignidad no ha tocado todavía la meta – dice Jesús, tranquilo, como si la meta del odio no fuera su suplicio. -¿No? ¿Pero si no nos dejan en paz nunca? -Maestro, todavía éstos no se convencen de que es verdad lo que he dicho. Pero lo es. ¡Vaya que si lo es! Y digo también que, si hubiera sido por vosotros, habríais caído todos en la trampa como cayó Juan Bautista. Pero no lo lograrán, porque yo vigilo… – dice Judas Iscariote. Y Jesús lo mira. Y yo también lo miro, preguntándome -y me lo pregunto desde hace algunos días- si la conducta de Judas obedece a un retorno bueno y real al camino del bien y del amor hacia su Maestro, obedece a una liberación de las fuerzas humanas y extrahumanas que lo sujetaban, o si se trata de un trabajo más refinado de preparación al golpe final, de una servidumbre mayor a los enemigos de Cristo y a Satanás. Pero Judas es un ser tan especial, que no es descifrable. Sólo Dios puede entenderlo. Y Dios, Jesús, corre un velo de misericordia y de prudencia sobre todas las acciones y sobre la personalidad de su apóstol… un velo que se rasgará, iluminando completamente muchos porqués, ahora misteriosos, sólo cuando se abran los libros de los Cielos. Los apóstoles están tan preocupados por la idea de que el odio de los enemigos no ha alcanzado todavía su culmen, que guardan silencio durante un tiempo. Luego Tomás se dirige otra vez al Zelote y dice: -Entonces, si ni están ebrios ni son estúpidos, si su odio explica muchas cosas pero no ésta, ¿qué explica entonces? ¿Qué son? No lo has dicho… -¿Que qué son? Posesos. Son eso mismo que dicen de Él. Esto explica su ensañamiento, que no conoce interrupción, es más, que crece cada vez más cuanto más evidente se hace su poder. Acertado lo que ha dicho ese samaritano. En Él, Hijo del Padre y de María, Hombre y Dios, está la infinitud de Dios, e infinito es el Odio que a esta Infinitud perfecta se opone, aunque en su no tener límite el Odio no es perfecto, porque sólo Dios es perfecto en sus acciones. Pero, si el Odio pudiera tocar el abismo de la perfección bajaría a tocarlo, es más, se arrojaría a tocarlo, para resurgir luego, por la misma vehemencia de a la caída en el abismo de infierno, contra el Cristo, para herirlo con todas las armas arrancadas al abismo infernal. El firmamento, reg1ado por Dios, tiene un solo Sol, que surge y resplandece y desaparece y deja el sitio al sol más pequeño que es la Luna; y ésta, después de haber alumbrado a su vez, se pone para ceder el sitio al Sol. Los astros enseñan mucho a los hombres, porque se sujetan a la voluntad del Creador. Pero los hombres no. Y un ejemplo es éste: este querer oponerse al Maestro. ¿Qué sucedería si la Luna en una aurora dijera: «No quiero desaparecer, vuelvo por el camino recorrido”? Sin duda, chocaría violentamente contra el Sol, con horror y daño de toda la Creación. Esto es lo que quieren hacer ellos, creyendo que pueden hacer pedazos al Sol… -Es la lucha de las Tinieblas contra la Luz. La vemos todos los días en los amaneceres y en los crepúsculos. Las dos fuerzas que se contraponen, que adquieren recíprocamente el dominio sobre la Tierra. Pero las tinieblas siempre pierden, porque nunca son absolutas. Siempre emana un poco de luz, aun en la noche más privada de astros. Parece como si el aire por sí mismo la creara en los infinitos espacios del firmamento y la diseminara, si bien limitadísima, para convencer a los hombres de que los astros no están apagados. Y yo digo que, igualmente, en estas especiales tinieblas del Mal contra la Luz que es Jesús, siempre, a pesar de todos los esfuerzos de las Tinieblas, la Luz estará ahí para confortar a quien en Ella cree dice Juan, sonriendo ante este pensamiento suyo, recogido dentro de sí como si monologara. Santiago de Alfeo recoge su pensamiento: -Los Libros (Génesis 1, 2-3. Números 11, 26-29; 22, 20-35; 23, 4-30; 24; 1 Reyes 13, 1-5; 2 Reyes 1, 15-16; Isaías 11-12) llaman al Cristo «Estrella de la mañana». Él, por tanto, también conocerá una noche, y -¡oh, espanto mío!- también nosotros la conoceremos; conoceremos una noche, un tiempo en que no parecerá fuerte la Luz, sino victoriosas las Tinieblas. Pero, dado que Él es llamado Estrella de la mañana excluyendo un límite en el tiempo, yo digo que tras la momentánea noche Él será Luz matutina, pura, fresca, virginal, renovadora del mundo, semejante a la que siguió al Caos en el día primero. ¡Oh!, sí. El mundo será creado de nuevo en su Luz. -Y la maldición – dice Judas de Alfeo – caerá sobre los réprobos que hayan querido alzar las manos contra la Luz, repitiendo los errores ya cometidos, desde Lucifer hasta los profanadores del pueblo santo. Yeohveh deja libre al hombre en sus acciones. Pero, por amor del propio hombre, no permitirá que el Infierno prevalezca. -¡Oh, menos mal que, después de tanto sopor de espíritu, por el que todos parecíamos como obtusos y entorpecidos por vejez precoz la sabiduría vuelve a florecer en nuestros labios! ¡Ya no parecíamos nosotros! ¡Ahora reconozco de nuevo al Zelote y a Juan y a los dos hermanos de otros tiempos! – dice Judas Iscariote felicitándose. -No me parece que hubiéramos cambiado tanto, que no pareciéramos nosotros – dice Pedro. -¡Que si habíamos cambiado! Todos. Tú el primero. Y luego Simón y los otros, incluido yo. Si había uno que era más o menos el de siempre, era Juan. -¡Mmm! Verdaderamente no sé en qué… -¿En qué? Taciturnos, como cansados, indiferentes, pensativos… Ya no se oía nunca una de estas conversaciones, semejantes a muchas de otros tiempos, semejantes a la de ahora, que son tan útiles… -Para discutir – dice Judas Tadeo, recordando cómo, efectivamente, con frecuencia degeneraban en disputas. -No. Para formarse. Porque no todos somos como Natanael, ni como Simón, ni como vosotros de Alfeo, por nacimiento o sabiduría. Y quien lo es menos aprende siempre de quien lo es más – rebate Judas Iscariote. -Verdaderamente… yo diría que más que nada es necesario formarse en la justicia. Y de ésta nos ha dado magníficas lecciones Simón – dice Tomás. -¿Yo? ¡Tú ves mal! Soy el más necio de todos – dice Pedro. -No. Tú eres el que más ha cambiado. En esto tiene razón Judas Keriot. Bien poco queda en ti del Simón que conocí yo cuando vine con vosotros, y que, perdona, siguió siendo igual durante mucho tiempo. Desde que estoy de nuevo contigo después de la separación para las Encenias, no has hecho otra cosa que transformarte. Ahora eres… sí, lo digo: eres más paterno y, al mismo tiempo, más austero. Tienes conmiseración de todos tus pobres hermanos, mientras que antes… Y se ve, yo al menos lo veo, que esto te cuesta. Pero te vences a ti mismo. Y nunca nos has impuesto tanto respeto como ahora, que hablas poco y regañas poco… -¡Pero, amigo mío, tú eres muy bueno viéndome así!… Yo, aparte de en el amor hacia el Maestro, que me crece continuamente, no he cambiado en nada de nada. -No. Tomás tiene razón. Estás muy cambiado – confirman bastantes. -¡Bueno, bueno!, lo decís vosotros… – dice Pedro encogiéndose de hombros. Y añade: -Sólo el juicio del Maestro sería seguro. Pero me guardo bien de pedírselo. Él conoce mi debilidad y sabe que incluso una alabanza mal dada podría perjudicar a mi espíritu. Por tanto, no me alabaría, y haría bien en no hacerlo. Comprendo cada vez mejor su corazón y su sistema, y ahí veo toda la justicia. -Porque tienes ánimo recto y porque amas cada vez más. Lo que te hace ver y comprender es tu amor por mí. Maestro tuyo, el verdadero y más grande Maestro que te hace comprender, es el Amor – dice Jesús, que hasta ese momento ha escuchado y guardado silencio. -Yo creo que… es también el dolor que llevo dentro… -¿Dolor? ¿Por qué?» preguntan algunos. -¡Bueno, pues por muchas cosas!, que en el fondo son una sola cosa: todo lo que sufre el Maestro… y el pensamiento de lo que sufrirá. No podemos seguir pensando en las musarañas como en los primeros tiempos, pensando en las nubes como críos que no saben, ahora que sabemos de qué son capaces los hombres y cómo se debe sufrir para salvarlos. ¡Venga, hombre! ¡Creíamos todo fácil en los primeros tiempos! ¡Creíamos que bastaba presentarse para que los otros vinieran a nuestra parte! Creíamos que conquistar Israel y el mundo era como… echar una red en un fondo abundante en pesca. ¡Pobres de nosotros! Pienso que si no consigue Él una buena presa, nosotros no conseguiremos ninguna. ¡Pero esto no es nada todavía! Pienso que ésos son malos y le hacen sufrir, y creo que éste es el motivo de nuestro cambio en general… -Es verdad. Por mi parte, es verdad – confirma el Zelote. -También en mi caso. -También yo – dicen los otros. -Yo hace mucho que estaba inquieto por esto y he tratado de disponer de buenas ayudas. Pero me han traicionado… y vosotros no me habéis comprendido… Y yo no os he comprendido a vosotros. Creía que erais como sois por cansancio del espíritu, por falta de confianza, por desilusión… – confiesa Judas Iscariote. -Yo nunca he esperado humanas alegrías y por tanto, no estoy desilusionado – dice el Zelote. -Yo y mi hermano querríamos verlo victorioso, pero para alegría suya. Lo hemos seguido por amor de parientes antes que de discípulos. Lo hemos seguido siempre, desde niños. Él, el más pequeño en edad de nosotros, hermanos, pero siempre mucho más grande que nosotros… – dice Santiago con su admiración ilimitada por su Jesús: -Si tenemos un dolor es el que no todos nosotros, los de la parentela, lo amamos en espíritu y sólo con el espíritu. Pero no somos los únicos en Israel que lo aman mal – dice Judas Tadeo. Judas Iscariote lo mira, y quizás hablaría, pero le distrae un grito que llega hasta ellos desde un cerro que se alza por encima del pueblecito que están orillando, buscando el camino para entrar en él: -¡Jesús! ¡Rabí Jesús! ¡Hijo de David y Señor nuestro, ten piedad de nosotros! -¡Leprosos! Vámonos, Maestro. Si no, va a venir el pueblo y nos van a retener en sus casas – dicen los apóstoles.Pero los leprosos tienen la ventaja de estar más adelante que ellos, arriba, en el camino, aunque al menos a unos quinientos metros del pueblo, y bajan cojeando por el camino, y corren hacia Jesús repitiendo su grito. -Entremos en el pueblo, Maestro. Ellos no pueden hacerlo – dicen algunos apóstoles. Pero otros rebaten: -Ya algunas mujeres se han asomado a mirar. Si entramos nos libraremos de los leprosos, pero no de ser reconocidos y retenidos. Y mientras titubean sobre la postura a tomar, los leprosos se van acercando a Jesús, quien, no haciendo caso de los pero y de los si de sus apóstoles, ha proseguido por su camino. Y los apóstoles se resignan a seguirle, mientras mujeres con los niños agarrados a las faldas, y algún hombre viejo que se ha quedado en el pueblo, vienen a ver, dejando una prudente distancia entre ellos y los leprosos, los cuales se detienen a algunos metros de Jesús y suplican una vez más: -¡Jesús, ten piedad de nosotros! Jesús los contempla un instante; luego, sin arrimarse a este grupo de dolor, pregunta: -¿Sois de este pueblo? -No, Maestro, de diversos lugares. Pero ese monte donde estamos, por la otra parte, mira al camino que va a Jericó, y es bueno para nosotros ese lugar… -Id entonces al pueblo cercano a vuestro monte y mostraos a los sacerdotes. Y Jesús reanuda la marcha, apartándose hacia el borde del camino para no rozar a los leprosos, los cuales, sin otra cosa sino una mirada de esperanza en los pobres ojos enfermos, lo miran mientras se acerca; y Jesús, llegado a su altura, alza la mano para bendecir. La gente del pueblo, desilusionada, vuelve a las casas… Los leprosos ganan de nuevo el monte, para ir hacia su gruta o hacia el camino de Jericó. -Has hecho bien no curándolos. Los del pueblo ya no nos habrían dejado marcharnos… -Sí, y sería necesario llegar a Efraím antes de la noche. Jesús camina y calla. El pueblo ya está escondido a la vista, por las curvas del camino, que es muy sinuoso porque sigue los caprichos del monte en cuyo pie está hendido. Pero una voz los alcanza: -¡Alabado sea el Dios Altísimo y su verdadero Mesías! ¡En Él, todo poder, toda sabiduría y piedad! ¡Alabado sea el Dios Altísimo, que en Él nos ha concedido la paz! ¡Alabadlo todos vosotros, hombres de las ciudades de Judea y Samaria, de Galilea y Transjordania! ¡Hasta las nieves del altísimo Hermón, hasta los resecos pedregales de Idumea, hasta las arenas bañadas por las olas de1 Mar Grande, cántese con poderosa voz la alabanza al Altísimo y a su Cristo! ¡Se ha cumplido la profecía de Balaam! ¡La Estrella de Jacob resplandece en el cielo rehecho de la patria que el verdadero Pastor ha vuelto a unir! ¡Se han cumplido también las promesas hechas a los patriarcas! ¡Oíd la palabra de Elías, que nos amó, oídla, pueblos de Palestina, y comprendedla! ¡Ya no se debe cojear de las dos partes, sino que se debe elegir por luz de espíritu, y si el espíritu es recto elegirá bien! ¡Éste es el Señor! ¡Seguidle! ¡Ah, que hasta ahora hemos sido castigados porque no nos hemos esforzado en comprender! El hombre de Dios maldijo el falso altar profetizando: «Sí, nacerá de la casa de David un hijo llamado Josías, que sacrificará en el altar y quemará huesos de Adán. Y el altar entonces se romperá y se hundirá en las entrañas de la Tierra, y las cenizas de la inmolación se esparcirán a septentrión y a mediodía, hacia oriente y hacia donde el Sol de pone». No queráis hacer como el necio Ocozías, que mandaba a consultar al dios de Ecrón cuando el Altísimo estaba en Israel. No queráis ser inferiores a la burra de Balaam, la cual, por su reverencia al espíritu de luz, mientras que habría caído muerto el profeta que no veía, habría merecido la vida. ¡He aquí la Luz, que pasa entre nosotros! ¡Abrid los ojos, ciegos de espíritu, y ved!- y uno de los leprosos los sigue, cada vez más cerca -incluso en el camino de primer orden en que ya están-, señalando a Jesús a los peregrinos. Los apóstoles, desazonados, se vuelven dos o tres veces, intimando al leproso, perfectamente curado, a callarse. Y la última vez casi lo amenazan. Pero él, dejando por un momento de alzar así la voz para hablar a todos, responde: -¿Y qué queréis, que no glorifique las grandes cosas que Dios me ha hecho? ¿Queréis que no lo bendiga? -Bendícelo en tu corazón y calla – le responden inquietos. -No, no puedo callar. Dios pone las palabras en mi boca – y, otra vez con voz fuerte: -¡Gentes de los dos lugares de frontera, gentes que pasáis fortuitamente, deteneos a adorar a Aquel que reinará en el nombre del Señor. Yo rechazaba muchas palabras. Pero ahora las repito porque las veo cumplidas. Y todas las gentes se ponen en movimiento y vienen exultantes hacia el Señor por las vías del mar y de los desiertos, por las colinas y los montes. Y también nosotros, pueblo que hemos caminado en las tinieblas, iremos hacia la gran Luz que ha surgido, hacia la Vida, saliendo de la región de la muerte. Lobos, leopardos y leones como éramos, renaceremos en el Espíritu del Señor y nos amaremos en Él, a la sombra del Retoño de Jesé que ya es cedro, bajo el cual acampan las naciones por Él recogidas desde los cuatro puntos de la Tierra. He aquí que llega el día en que los celos de Efraím tendrán fin, porque ya no existen Israel y Judá, sino un solo Reino: el del Cristo del Señor. Oíd, yo canto las alabanzas del Señor, que me ha salvado y consolado. Oíd, yo digo: alabadlo y venid a beber la salvación a la fuente del Salvador. ¡Hosanna! ¡Hosanna a las grandes cosas que Él hace! ¡Hosanna al Altísimo que ha puesto en medio de los hombres a su Espíritu revistiéndolo de carne, para que fuera el Redentor! Es inagotable. La gente aumenta, se agolpa, ocupa el camino: quien estaba atrás se acerca, quien estaba delante regresa. Los habitantes de un pequeño pueblo -en cuyos aledaños están ya- se unen a los viandantes. -Pero mándale que se calle, Señor. Es el samaritano. Esto dice la gente. ¡No debe hablar de ti, si ya no permites siquiera que nosotros te precedamos predicándote! – dicen inquietos los apóstoles. -Amigos míos, repito las palabras de Moisés a Josué, hijo de Nun, que se quejaba porque Eldad y Medad profetizaban en el campamento: «¿Estás celoso por mí, en vez de mí? ¡Ojalá profetizara así todo el pueblo y el Señor diera a todos su Espíritu!». De todas formas, me detengo y lo despido para complaceros.Y se para. Se vuelve y llama al leproso curado, el cual se acerca presuroso, se postra ante Jesús y besa la tierra. -Álzate. ¿Y los otros dónde están? ¿No erais diez? Los otros nueve no han sentido la necesidad de dar gracias al Señor. ¿Entonces? ¿De diez leprosos, de los cuales sólo uno era samaritano, no se ha encontrado ninguno, aparte de este extranjero, que sintiera el deber de regresar para dar gloria a Dios, antes de restituirse a sí mismo a la vida y a la familia? Y se le conoce como «samaritano». ¿Ya no están ebrios los samaritanos, puesto que ven sin equivocaciones y acuden al camino de la Salvación sin paso vacilante? ¿Es que habla la Palabra un lenguaje extranjero, pues que lo entienden los extranjeros y no los de su pueblo? Extiende la mirada de sus espléndidos ojos sobre la multitud que se encuentra allí procedente de todas partes de la Palestina. Y esos ojos, con su centelleo, son irresistibles… Muchos agachan la cabeza y azuzan a las cabalgaduras o se echan a caminar y se alejan… Jesús baja los ojos hacia el samaritano que está arrodillado a sus pies. La mirada se hace dulcísima. Alza la mano -la tenía relajada- haciendo un gesto de bendición, y dice: -Álzate y márchate. Tu fe ha salvado en ti más que tu carne. Camina en la Luz de Dios. Ve. El hombre besa nuevamente la tierra y, antes de levantarse, pide: -Un nombre, Señor. Un nombre nuevo, porque todo es nuevo en mí, para siempre. -¿En qué tierra nos encontramos? -En la de Efraím. -Pues llámate Efrén de ahora en adelante, porque dos veces la Vida te ha dado vida. Ve. (Efrén significa “doble fruto”) Y el hombre se alza y se marcha. La gente del lugar y algún peregrino quisieran retener a Jesús. Pero Él subyuga con su mirada, que no es severa -antes al contrario, es muy dulce al mirarlos- pero que debe despedir poder, porque ninguno hace un gesto para retenerlo. Y Jesús deja el camino sin entrar en el pueblecito. Cruza un campo, luego un regato y un sendero, y sube al cerro oriental, todo lleno de bosques, donde se adentra con los suyos. Dice: -Para no extraviarnos, seguiremos el camino, pero por el bosque. Después de aquella curva, el camino se pega a este monte. Encontraremos alguna gruta para dormir y al alba rebasaremos Efraím…