La visita a Antigonio
-Mi hijo Tolmái ha venido para los mercados. Hoy, a la sexta, regresa a Antigonio. El día está templado. ¿Queréis ir, según vuestro deseo? – pregunta el anciano Felipe mientras sirve a los huéspedes leche humeante. -Iremos, seguro. ¿Cuándo has dicho? -A la sexta. Podréis volver mañana, si queréis; o, si no, si preferís, en la víspera del sábado, al caer de la tarde, cuando vienen para las funciones del sábado todos los subalternos hebreos o los que han entrado en la fe. -Lo haremos así. Y se podría incluso elegir ese lugar para que vivieran éstos. -Será un placer en todo caso, aunque los pierda. Porque es un lugar salubre. Y podríais hacer mucho bien con los subalternos, algunos de los cuales son todavía los que dejó el amo. Otros provienen de la bondad de la bendita ama, que los rescató de amos crueles. Por eso no son todos israelitas. Pero ahora ya no son tampoco paganos. Hablo de las mujeres. Los hombres, todos, están circuncidados. No sintáis aversión… Pero están todavía muy lejos de la justicia de Israel. Los santos del Templo, que son perfectos, se escandalizarían de ellos… -¡Ah, ya! ¡Ya! ¡Ya!… ¡Bueno, bien! Ahora podrán progresar aspirando sabiduría y bondad de los enviados del Señor… ¿Estáis oyendo cuántas cosas que hacer tenéis aquí? – termina Pedro, dirigiéndose a los dos. -Lo haremos. No defraudaremos al Maestro – promete Síntica. Y sale para preparar lo que cree oportuno. Juan de Endor pregunta a Felipe: -¿Piensas que en Antigonio voy a poder hacer un poco de bien también a otros, enseñando como pedagogo? -Mucho bien. El anciano Plauto ha muerto ya hace tres lunas y los niños de los gentiles no tienen escuela. En cuanto a los hebreos, no hay maestro, porque todos los nuestros huyen de ese lugar que está cerca de Dafne. Se necesita uno que sea… que sea… como era Teófilo… Sin rigideces para… para… -Sí, en fin, sin fariseísmo, quieres decir – concluye Pedro expeditivo. -Eso… sí… No quiero criticar… Pero pienso… Maldecir no sirve para nada. Mejor sería ayudar… Como hacía la ama, que con su sonrisa conducía a la Ley más y mejor que un rabí. -¡Ahora comprendo por qué me ha enviado aquí el Maestro! Soy exactamente el hombre con los requisitos precisos… ¡Haré su voluntad! ¡Hasta el último respiro! Ahora creo, creo con firmeza que es exclusivamente una misión de predilección ésta mía. Voy a decírselo a Síntica. Vais a ver como nos quedamos allí… Voy, voy a decírselo – y sale, animado como hacía tiempo no lo estaba. -¡Altísimo Señor, te doy las gracias y te bendigo! Sufrirá todavía, pero no como antes… ¡Ah, qué alivio! – exclama Pedro. Y luego siente el deber de explicar a Felipe un poco, de la forma que puede, el por qué de su alegría: «Debes saber que los… «rígidos» de Israel – tú los llamas «rígidos» – persiguen a Juan. -¡Ah, comprendo! Perseguido político como… como… – y mira al Zelote. -Sí, como yo y más; por otros motivos también. Porque, además de por la casta distinta, los irrita por ser del Mesías. Por lo cual, dicho sea de una vez por todas, él y ella quedan confiados a tu fidelidad… ¿Comprendes? -Comprendo. Y sabré cómo moverme. -Ante los demás, ¿cómo los vas a llamar? -Dos pedagogos recomendados por Lázaro de Teófilo, él para los niños, ella para las niñas. Veo que tiene bordados y telares… Gente extranjera hace y vende muchas labores femeninas en Antioquía. Pero son labores toscas y recargadas. Ayer he visto una labor suya que me ha recordado a la buena ama mía… Serán labores muy solicitadas… -Una vez más, alabado sea el Señor – dice Pedro. -Sí. Esto disminuye en nosotros el dolor de la ya próxima despedida. -¿Ya os queréis marchar? -Tenemos que marcharnos. La tormenta nos ha hecho perder tiempo. Para los primeros días de Sabat tenemos que estar con el Maestro. Nos está esperando, porque ya vamos con retraso – explica Judas Tadeo. Se separan y va cada uno a sus incumbencias: Felipe a donde lollama una mujer; los apóstoles al sol, en la azotea. -Podríamos partir el día siguiente del sábado. ¿Qué os parece? – pregunta Santiago de Alfeo. -¡Por mí!… ¡Fíjate tú! Todos los días me levanto con el tormentode Jesús solo, sin ropa, desatendido, y todas las noches me acuesto con el mismo tormento. De todas formas, hoy lo decidimos. -Decidme. ¿Creéis que el Maestro sabía todo esto? Hace días que me pregunto cómo sabía que encontraríamos al cretense; cómo ha visto con anticipación el trabajo de Juan y Síntica; cómo, cómo… en definitiva, muchas cosas – dice Andrés. -Verdaderamente creo que el cretense tiene épocas fijas de estancia en Seleucia. Quizás Lázaro se lo dijo a Jesús, y Él, por ello, decidió la partida sin esperar a la Pascua… – explica el Zelote. -¡Sí! ¡Eso! ¿Y Juan cómo va a celebrar la Pascua? – pregunta Santiago de Alfeo. -Pues como todos los israelitas… – dice Mateo. -No. Sería caer en la boca del lobo». -¿Pero qué dices, hombre? Entre tanta gente, ¿quién lo va a descubrir? -El Iscar… ¡Oh, ya hablé! No penséis en ello. Es un capricho de mi mente… Pedro está colorado, afligido por haber hablado. Judas de Alfeo le pone una mano en el hombro, sonriendo con su sonrisa grave, y dice: -¡Bueno, hombre! Todos pensamos lo mismo… Pero mejor no decírselo a ninguno. Bendigamos, más bien, al Eterno, que ha desviado la mente de Juan de este pensamiento. Todos, abstraídos, guardan silencio. Pero para ellos, verdaderos israelitas, es una preocupación el cómo va a poder celebrar la Pascua en Jerusalén el discípulo exiliado… y vuelven sobre el tema. -Yo creo que Jesús proveerá. Quizás Juan lo sabe. Basta preguntárselo – dice Mateo. -No lo hagáis. No creéis deseos y espinas donde apenas si se acaba de establecer la paz – suplica Juan apóstol. -Sí. Es mejor preguntárselo al Maestro mismo – confirma Santiago de Alfeo. -¿Cuándo lo veremos? ¿Qué pensáis vosotros? – pregunta Andrés. -Si partimos el día siguiente del sábado, para el final de la luna estaremos seguro en Tolemaida… – dice Santiago de Zebedeo. -Si encontramos nave… – observa Judas Tadeo. Y su hermano añade: -Y si no hay tempestad. -Por lo que se refiere a la nave, siempre hay alguna que parte para. Y, pagando, haremos que se haga escala en Tolemaida aunque la nave vaya para Joppe. ¿Tienes todavía? – pregunta el Zelote a Pedro. -Sí. Contando incluso con que me ha pelado bien ese ladrón del cretense, a pesar de todas sus declaraciones de querer favorecer a Lázaro. Pero tengo que pagar la permanencia de la barca y la de Antonio… Y no toco los denarios que me han dado para Juan y Síntica. Sagrados. Los dejo intactos, a costa incluso de no comer. -Haces bien. Ese hombre está muy enfermo. Él cree que podrá ejercer la función de pedagogo. Yo creo que su única función será la de enfermo, pronto… – juzga el Zelote. -Sí, también yo creo eso. Síntica, más que labores, tendrá que hacer ungüentos – confirma Santiago de Zebedeo. -¿Ese ungüento, eh? ¡Qué prodigio! Síntica me ha dicho que quiere hacer más y usarlo para poder entrar en familias de aquí» dice Juan. -¡Buena idea! Un enfermo que se cura es siempre un discípulo conquistado, y con él los suyos – proclama Mateo. -¡Ah, no, eso no! – exclama Pedro. -¿Cómo? ¿Quieres decir que el milagro no arrastra hacia el Señor? – le pregunta Andrés, y también dos o tres más. -Sois unos niñitos! ¡Parece que acabáis de bajar del Cielo! ¿Pero no veis lo que le hacen a Jesús? ¿Se ha convertido Elí de Cafarnaúm? ¿Y Doras? ¿Y Oseas de Corazín? ¿Y Melquías de Betsaida? ¿Y – perdonad los de Nazaret – y toda Nazaret por los cinco, seis, diez milagros cumplidos, hasta el último, el de vuestro sobrino? – pregunta Pedro. Ninguno replica, porque es la amarga verdad… -No hemos encontrado todavía al soldado romano. Jesús ya lo había dado a entender… – dice Juan después de un poco. -Se lo diremos a los que se quedan. Es más, será otra misión más en su vida – responde el Zelote. -Vuelve Felipe: -Mi hijo está ya listo. Se ha dado prisa. Está con su madre, que prepara regalos para los nietos. (Mi hijo: así llama a Tolmái el anciano Felipe, abuelo suyo, padre de su padre José. Los hebreos llamaban hijo también al nieto, de la misma forma que a los abuelos los llamaban padre y madre; y extendían la calificación de hermano o hermana a los primos y cuñados. En la Obra valtortiana se encuentran los dos modos de llamar a los distintos grados de parentesco: el de los tiempos de Jesús y el de nuestros tiempos) -¿Es buena tu nuera, no? -Buena. Ha sido consuelo mío en la pérdida de mi José. Es como una hija. Era sierva de Euqueria. La educó ella. Venid a reponer fuerzas antes de poneros en marcha. Los otros ya lo están haciendo… …Y, precedidos por el carro de Tolmái, nieto de Felipe, trotan hacia Antigonio… Llegan pronto a esta pequeña ciudad. Sepultada en la feracidad de sus jardines, protegida de las corrientes por las cadenas de montes que tiene alrededor – suficientemente lejanas para no ahogarla, pero suficientemente cercanas para protegerla y derramar sobre ella los efluvios de sus bosques de árboles resinosos y esenciales -, toda llena de sol, alegra la vista y el corazón con sólo cruzarla. Los jardines de Lázaro están al sur de la ciudad. Están precedidos por un paseo, por ahora sin frondas, a lo largo del cual están las casas de los que trabajan en los jardines. Son casitas bajas, pero bien cuidadas. A sus puertas se asoman caras de niños que observan curiosos, y de mujeres que saludan sonriendo. Las razas distintas se manifiestan en la diversidad de los rostros. Tolmái, en cuanto traspasan la cancilla donde empieza la propiedad, hace un especial chasquido de tralla al ir pasando por delante de todas las casas; debe ser como una señal. Y los que viven en ellas, tras haber observado, entran de nuevo y luego vuelven a salir, cierran las puertas y empiezan a caminar por el paseo, detrás de los dos carros, que van al paso y luego se paran en el centro de una confluencia de senderos (dirigidos, como los radios de una rueda, en todas las direcciones, entre muchos campos dispuestos en cuadros, cuáles desnudos, cuáles de un verde perenne, custodiados por laureles, por acacias o árboles semejantes, o por otros árboles que a través de los tajos incididos en su tronco rezuman leche olorosa y resinas). En el ambiente hay un olor mixto de aromas balsámicos, resinosos, fragantes. Panales por todas partes. Y pilones para el riego, en que beben palomas blanquísimas. Y, en zonas especiales, de tierra desnuda, recientemente cavada, escarban gallinitas también blancas custodiadas por muchachas. Tolmái restalla la tralla repetidas veces, hasta que todos los súbditos del pequeño reino se reúnen en torno a los llegados. Entonces empieza su discursito: -Escuchad. Felipe, jefe nuestro y padre de mi padre, manda y recomienda a estos santos de Israel, venidos aquí por voluntad de nuestro patrón. Que Dios esté siempre con él y con su casa. Mucho nos quejábamos porque aquí faltaba la voz de los rabíes santos. He aquí que la bondad del Señor y de nuestro patrón, lejano pero que mucho nos ama – Dios le compense el bien que ofrece a sus siervos -, nos procuran lo que nuestro corazón soñaba. En Israel ha aparecido Aquel que había sido prometido a las gentes. Ya nos lo habían dicho durante las Fiestas en el Templo y en la casa de Lázaro. Pero ahora realmente ha llegado para nosotros el tiempo de la gracia, porque el Rey de Israel ha pensado en sus siervos más pequeños y ha enviado a sus ministros a portarnos sus palabras. Éstos son sus discípulos, y dos de ellos vivirán en medio de nosotros, aquí o en Antioquía, enseñando la Sabiduría para ser instruidos en orden al Cielo, y también la otra que se necesita para la tierra. Juan, pedagogo y discípulo de Cristo, enseñará a nuestros niños estas dos sabidurías; Síntica, discípula y maestra con la aguja, enseñará la ciencia del amor a Dios y el arte del trabajo femenil a las muchachas. Recibidlos como bendición del Cielo, y amadlos como los ama Lázaro de Teófilo y Euqueria – gloria a sus almas y paz – y como los aman las hijas de Teófilo, Marta y María, nuestras amadas señoras y discípulas de Jesús de Nazaret, el Rabí de Israel, el Prometido, el Rey. El pequeño pueblo de hombres, vestidos con cortas túnicas, de manos terrosas que sostienen utensilios de jardinería, de mujeres, de niños de todas las edades, escucha asombrado. Luego bisbisean. En fin, saludan con una profunda reverencia. Tolmái empieza las presentaciones: -Simón de Jonás, el jefe de los enviados del Señor; Simón el Cananeo, amigo de nuestro señor; Santiago y Judas, hermanos del Señor; Santiago y Juan, Andrés y Mateo. Y luego, a los apóstoles y discípulos: -Ana, mi mujer, de la tribu de Judá, como, por lo demás, mi madre, porque somos puros, venidos con Euqueria de Judá. José, el varón consagrado al Señor, y Teoqueria, primogénita, que en el nombre lleva e1 recuerdo de los justos señores, sabia hija y amante de Dios como una verdadera israelita. Nicolái y Dositeo. Nicolái es nazireo. Dositeo es el tercero de los hijos; ya lleva casado (y un fuerte suspiro acompaña el anuncio de esto) varios años con Hermiona. Ten aquí, mujer… Se adelanta una jovencísima morenita con un lactante en brazos. -Ésta es. Es hija de un prosélito y de una griega. Mi hijo la vio en Alejandrocena de Fenicia cuando fue para unas compraventas… y la quiso para sí… y Lázaro no se opuso, antes al contrario me dijo: «Mejor así que al mal». Y no es ningún mal. Pero yo quería sangre de Israel… La pobre Hermiona está con la cabeza agachada como una acusa-da. Dositeo está visiblemente agitado y se ve que sufre. Ana, la madre y suegra, mira con ojos entristecidos… Juan, a pesar de ser el más joven, siente la necesidad de elevar los espíritus humillados y dice: -En el Reino del Señor no hay ya griegos o israelitas, romanos o fenicios, sino solamente hijos de Dios. Cuando, a través de estos que han venido, conozcas la Palabra de Dios, sentirás elevarse tu corazón a nuevas luces, y ésta ya no será «la extranjera» sino la discípula, como tú y como todos, del Señor nuestro Jesús. Hermiona levanta la humillada cabeza y sonríe con gratitud a Juan. En los rostros de Dositeo y de Ana se ve la misma expresión de agradecimiento. Tolmái responde austero: -Y Dios quiera que sea así, porque, aparte del origen, nada tengo que recriminar a mi nuera. El que está en sus brazos es Alfeo, el último nacido, que del padre de ella, prosélito, ha tomado el nombre. La pequeña de los ojos de cielo bajo los rizos de ébano es Mírtica, del nombre de la madre de Hermiona, y éste, el primogénito, es Lázaro, porque así lo quiso el señor nuestro, y el otro es Hermas. -El quinto se debe llamar Tolmái y la sexta Ana, para decir al Señor y al mundo que tu corazón se ha abierto a nuevas comprensiones – dice otra vez Juan. Tolmái se inclina sin decir nada. Luego reanuda las presentaciones: -Éstos son dos hermanos de Israel: Miriam y Silvano, de la tribu de Neftalí. Y éstos son Elbónides Danita y Simeón judío. Luego, aquí están los prosélitos, que eran romanos, o, al menos, de romanos, caridad de Euqueria hecha obra, arrancados por ella al yugo y a gentilidad: Lucio, Marcelo, Solón, hijo de Elateo. -Nombre griego – observa Síntica. -De Tesalónica. Esclavo de un siervo de Roma – el desprecio es manifiesto al decir «siervo de Roma» – Euqueria lo tomó, junto con el padre agonizante, en un momento confuso; si el padre murió pagano, Solón es prosélito… Priscila ven aquí adelante con tus hijos… Una mujer alta y delgada, de rostro aquilino, se adelanta empujando a una niña y a un niño; cogidas de la falda lleva a dos rapazuelos. -Ésta es la mujer de Solón, que fue liberta de una romana ya difunta, y Mario, Cornelia, María y Martila, gemelas. Priscila es experta en esencias. Amiclea, ven con tus hijos. Ésta es hija de prosélitos. Y prosélitos son los dos niños, Casio y Teodoro. Tecla, no te escondas. Es la mujer de Marcelo. Su dolor es que es estéril. También hija de prosélitos. Éstos son los colonos. Ahora a los jardines. Venid. Y los guía por la vasta propiedad, seguido de los jardineros, que explican los cultivos y trabajos, mientras las muchachas vuelven a sus gallinitas, que han aprovechado la ausencia de las guardianas para irse a otros lugares sobrepasando los límites establecidos. Tolmái explica: -Se las trae aquí para limpiar la tierra de larvas antes de la siembra de los cultivos anuales. Juan de Endor sonríe a las gallinitas, que cloquean, y dice: -Parecen las que tenía yo… – y se agacha para echar miguitas de pan que tenía en el talego, hasta que se ve rodeado de polluelas, y ríe porque una de ellas, petulante, le arrebata el pan de los dedos. -¡Menos mal! – exclama Pedro dando con el codo a Mateo y señalando a Juan, que juega con los pollos, y a Síntica, que está hablando griego con Solón y Hermiona. Luego vuelven hacia la casa de Tolmái, que explica: -Éste es el sitio. Pero, si queréis enseñar, se puede hacer un lugar. ¿Os quedáis aquí o…? -¡Sí, Síntica! ¡Aquí! ¡Es más bonito! Antioquía me ahoga de recuerdos… – ruega quedamente Juan a su compañera. -¡Sí, hombre, claro! Como quieras. Basta con que tú estés bien. Para mí todo es igual. No miro ya hacia atrás… sólo adelante, adelante… ¡Ánimo, Juan! Aquí estaremos bien. Niños, flores, palomas y gallinas para nosotros, pobres criaturas. Y para nuestra alma el gozo de servir al Señor. ¿Qué opináis vosotros? – pregunta volviéndose a los apóstoles. -Pensamos como tú, mujer. -Pues ya está dicho. -Muy bien. Nos iremos contentos… -¡Oh, no os marchéis! ¡No os volveré a ver! ¿Por qué tan pronto? ¿Por qué?… – Juan vuelve a su dolor. -¡No nos marchamos ahora! Estamos aquí hasta… hasta que seas… Pedro no sabe expresar lo que será Juan, y, para que no se vea que también él está repleto de lágrimas, abraza a Juan, que está llorando, y trata de consolarlo así