Arribo a Seleucia. Se despiden de Nicomedes
En una bellísima puesta de sol, se delinea la ciudad de Seleucia como un voluminoso aglomerado blanco en el límite de las aguas azules del mar calmo y risueño (todo un jugueteo de olitas bajo un cielo que funde su cobalto sin nubes con la púrpura del ocaso). La nave, desplegadas sus velas, enfila veloz hacia la ciudad lejana, y tanto inciden en ella los esplendores del sol poniente, que parece incendiarse, con fuego de alegría por la fiesta de la llegada ya cercana. En el puente de la nave, entre los marineros, que ya ni trajinan ni están inquietos, están los pasajeros, que ven acercarse la meta. Sentado junto a Juan de Endor (más macilento aún que cuando partió), se ve al marinero herido. Todavía tiene fajada la cabeza con una venda ligera; su tez, pálida-marfil por la gran cantidad de sangre que ha perdido. Pero sonríe y habla con sus salvadores, o con los compañeros que, pasando, se congratulan con él de verlo en el puente. También el cretense se percata de su presencia. Deja por un momento su puesto, poniéndolo en manos del jefe de la tripulación, para ir a saludar a su «óptimo Demetes», que ha vuelto al puente por primera vez después de sufrir la herida. «Y gracias a todos vosotros» dice a los apóstoles. «No tenía ninguna esperanza de que sobreviviera, después del golpe de ese pesado travesaño y del hierro que lo hacía todavía más pesado. Verdaderamente, Demetes, éstos te han dado de nuevo a la vida, porque estabas ya dos veces muerto. La primera, yaciendo como una mercancía en el puente, donde habrías perecido por la sangre que salía y por las olas, que te hubieran llevado al mar; habrías descendido al reino de Neptuno, a hacer compañía a nereidas y tritones. La segunda, por haberte curado con esos maravillosos ungüentos. ¡Déjame, pues, ver la herida! El hombre se suelta la venda y muestra la cicatriz: bien cerrada, es como una señal roja desde la sien hasta la nuca, hasta el límite de los cabellos, que se ven cortados (quizás los cortó Síntica para que no entrasen en la herida). Nicomedes toca apenas, levemente, la señal: -¡También está soldado el hueso! ¡Te ha mostrado su amor Venus marina! Ha querido tenerte sólo en la superficie del mar y en las riberas de Grecia. Séate, pues, propicio Eros, ahora que ponemos pie en tierra, y contribuya a quitarte el recuerdo de la desgracia y el terror de Tánatos, que a te tenía en sus manos. La cara de Pedro, al oír todas estas filigranas mitológicas, es todo un panorama de impresiones: apoyado en un mástil, con las manos detrás de la espalda, no habla; pero todo en él habla para aplicar un epíteto incisivo al pagano Nicomedes y a su paganismo, y para expresar su asco por todo lo que significa gentilismo. No menos los otros… Judas de Alfeo tiene la cara de los momentos peores; su hermano se da la vuelta mostrando un gran interés por el mar. Santiago de Zebedeo y Andrés optan por dejar plantados a todos y bajar por los talegos y el telar. Mateo manosea su cinturón; el Zelote también se ocupa exageradamente de sus sandalias como si fueran una cosa nueva. Juan de Zebedeo se extasía mirando al mar. Son tan manifiestos el desprecio y el tedio de los ocho – y no lo es menos el mutismo de los dos discípulos que están sentados junto al herido -, que el cretense se da cuenta y presenta disculpas: -Mirad, es nuestra religión. Como vosotros creéis en la vuestra, yo y todos nosotros creemos en la nuestra… Ninguno responde, y el cretense opta por dejar en paz a sus dioses y bajar del Olimpo a la tierra, o mejor, al mar, a la nave, e invita a los apóstoles a ir a la proa para ver bien la ciudad que ya se va acercando. -Ahí tenéis, ¿veis? ¿Habéis estado alguna vez aquí? -Yo una vez, pero viniendo por tierra – dice el Zelote, serio y seco. « -¡Ah, bien! Entonces, al menos sabes que el verdadero puerto de Antioquía es Seleucia, en la costa, en la desembocadura del Oronte, que también se presta gentilmente a acoger a las naves, y, cuando las aguas son profundas, puede ser remontado por embarcaciones ligeras hasta Antioquía. Estáis viendo Seleucia, la más grande; la otra, orientada al sur, no es una ciudad, sino ruinas de un lugar devastado. Engañan: es sólo una ciudad muerta. Aquella cadena montañosa es el Pierio que da a la ciudad el nombre de Seleucia Pieria. Aquel pico más hacia dentro, después de la llanura, es el monte Casio, que domina como un gigante la llanura de Antioquía. La otra cadena, al norte, es la del Amán. ¡Ya veréis qué obras han hecho los romanos en Seleucia y Antioquía! Mayores ya no podían. Un puerto de tres fondeaderos, que es uno de los mejores; y canales, y rompeolas, y diques. Tanto no se ve en Palestina. Pero Siria es mejor que otras provincias del Imperio… Sus palabras caen en un silencio glacial. Hasta Síntica, que por ser griega es menos quisquillosa que los demás, aprieta los labios y su rostro adquiere más que nunca la expresividad de un rostro esculpido en una medalla o un bajorrelieve: un rostro de diosa, desdeñosa de los contactos terrenos. El cretense se da cuenta y se disculpa: -¡En el fondo, yo gano con los romanos!… La respuesta de Síntica es tajante cual golpe de sable: «Y el oro hace perder el filo a la espada del honor nacional y de la libertad», y lo dice de tal forma y con un latín tan puro que el otro se queda paralizado… Luego se atreve a preguntar: -¿Pero no eres griega? -Soy griega. Pero tú amas a los romanos. Te hablo en la lengua de tus amos, no en la mía, la de la Patria mártir. El cretense está desconcertado, y los apóstoles mudamente entusiastas por la lección dada al elogiador de Roma, el cual opta por cambiar de tema: pregunta que de qué se van a servir para ir de Seleucia a Antioquía. -De las piernas, hombre – responde Pedro. -Pero ya está anocheciendo. Cuando pongáis pie en tierra será de noche… -Habrá un sitio donde dormir. -¡Sí, claro! Pero también podríais dormir aquí hasta mañana. Judas Tadeo, que ha visto que han traído ya todo lo necesario para un sacrificio a los dioses, que quizás se hará a la llegada al puerto, dice: -No hace falta. Te agradecemos tu bondad. Pero preferimos viajar. ¿No, Simón? -Sí, sí. También nosotros tenemos que hacer nuestras oraciones y… o tú y tus dioses o nosotros y nuestro Dios. -Como os parezca mejor. Quería hacer algo que fuera grato al hijo de Teófilo. -También nosotros al Hijo de Dios, convenciéndote de que hay un solo Dios. Pero eres un escollo que no cede. Como ves, estamos a la par. Pero quién sabe si un día nos encontraremos y tú para entonces -eras menos tenaz… – dice serio el Zelote. Nicomedes hace un gesto que es como decir: « ¡A saber cuándo!»: es un gesto de irónico desinterés acerca de la invitación a reconocer al Dios verdadero y a abandonar al falso. Luego va a su puesto de piloto, porque el puerto está cerca. -Vamos a bajar a coger los arcones. Nosotros solos. Quiero alejarme cuanto antes de este hedor pagano – dice Pedro. Y bajan todos, menos Síntica y Juan. Ellos, los dos exiliados, están cerca el uno del otro, mirando a los espigones, que se van acercando cada vez más. -Síntica, otro paso hacia lo desconocido, otra escisión respecto al dulce pasado, otra agonía, Síntica… Yo no puedo más… Síntica le coge la mano. Está muy pálida, afligida, pero sigue siendo la mujer fuerte que sabe infundir fuerza. -Sí, Juan, otra escisión, otra agonía. Pero no digas: otro paso hacia lo desconocido… No es justificable. Conocemos nuestra misión aquí. Jesús la ha declarado. Así que nosotros no vamos hacia lo desconocido; antes al contrario, cada vez nos fundimos más con lo que conocemos, con la voluntad de Dios. Tampoco es justificable decir: «otra escisión». Nos unimos a su voluntad. La escisión separa, nosotros nos unimos. Por tanto no nos escindimos. Únicamente nos desprendemos de todas las delicias sensibles de nuestro amor a Él, nuestro Maestro, reservándonos las delicias suprasensibles, trasladando el amor y el deber a un plano ultraterreno. ¿Estás convencido de que es así? ¿Sí? Entonces no debes decir tampoco: «otra agonía». Agonía presupone muerte próxima. Pero nosotros, alcanzando las alturas espirituales para morada, aire y alimento nuestros, no morimos; antes al contrario, «vivimos». Porque lo espiritual es eterno. Por tanto, ascendemos a una vida más viva, anticipación de la Vida grande de los Cielos. ¡Ánimo, pues! Olvídate de que eres el hombre-Juan y recuerda que eres el destinado al Cielo. Razona, obra, piensa y espera únicamente como ciudadano de esta Patria inmortal… Vuelven los otros con sus cargas, precisamente en el momento en que la nave está entrando, majestuosa, en el vasto puerto de Seleucia. -Y ahora desaparecemos lo antes posible y vamos a la primera posada que veamos. Tiene que haber alguna aquí cerca. Y mañana… o en barca o en carro, iremos a nuestro destino. Entre secos silbidos de mando, la nave atraca, y echan la pasarela. Nicomedes se acerca a los que están para partir. -Adiós, hombre. Y gracias – dice Pedro por todos. -Adiós, hebreos. Gracias también de mi parte. Si seguís esa calle, encontraréis en seguida alojamiento. Adiós. Los apóstoles bajan por esa parte; él se marcha por la otra, hacia su altar. Y, mientras Pedro y los demás, cargados como faquines, van a descansar, el pagano comienza su inútil rito…