Con Juan al pie de la torre de Yizreel en espera de los campesinos de Jocanán.
-Estás muy cansado, Juan. Y, no obstante, habría que llegar a Enganním antes de la puesta del Sol de mañana. -Llegaremos, Señor – dice Juan, y sonríe, a pesar de estar -él que ha andado más que todos- hasta pálido por el cansancio. Y trata de tomar un paso más rápido para convencer al Maestro de que no está muy cansado. Pero pronto vuelve a los andares de quien no puede más: espalda curvada, cabeza pendiendo hacia adelante como oprimida por un yugo, pies que rozan el suelo y frecuentemente tropiezan. -Dame, al menos, las sacas. La mía pesa. -No, Maestro. Tú no estás menos cansado que yo. -Tú lo estás más, porque fuiste desde Nazaret al bosque de Matatías y luego volviste a Nazaret. -Y dormí en una cama. Tú no. Estuviste en vela en el bosque y pronto te pusiste en camino de nuevo. -También tú. Lo dijo José. Salisteis con las estrellas. -¡Pero las estrellas duran hasta el alba!… – sonríe Juan. Luego, poniéndose serio, añade: -Y no es el poco sueño lo que da dolor… -¿Qué otra cosa, Juan? ¿Qué te ha causado dolor? ¿Quizás que mis hermanos…? -¡No, Señor! Ellos también… Pero lo que me pone lastre… no, no lo que me pone lastre… lo que me envejece es haber visto llorar a tu Madre… No me dijo por qué lloraba, y yo tampoco se lo pregunté, a pesar de mis ganas de preguntárselo. Pero la miraba tanto, que mr dijo: «En casa te diré. Ahora no, porque lloraría más fuerte». Y en casa me habló, tan dulce y tristemente, que también lloré yo. -¿Qué te dijo? -Me dijo que te quisiera mucho, que no te causara nunca el más mínimo dolor, porque luego tendría mucho remordimiento. Me dijo «Hagamos todo nuestro deber en los meses que nos quedan, y más que el deber». Porque para ti, que eres Dios, sólo el deber es poco. Y también me dijo -y esto me hizo sufrir mucho y, si no lo hubiera dicho ella, no podría creerlo-, me dijo: «Y es incluso poco hacer sólo el deber hacia quien se marcha y no podremos luego servirle… Para poder estar resignados después, cuando ya no esté entre nosotros, es necesario haber hecho más que el deber. Hay que haber dado todo todo el amor, los cuidados, la obediencia, todo, todo. Entonces, en medio del desgarro de la separación, se dice: “¡Puedo decir que, mientras Dios ha querido que lo tuviera, no he descuidado ni un instante de amarle y servirle!»‘. Y yo dije: «¿Pero se va realmente el Maestro? ¡Muchas cosas tiene que hacer todavía! Habrá tiempo…». Y ella meneó la cabeza diciendo (y dos grandes lágrimas bajaban de sus ojos, «El Maná verdadero, el vivo Pan, volverá al Padre cuando el hombre se esté felicitando de saborear el trigo nuevo… Y nosotros estaremos solos, entonces, Juan». Yo, para consolarla, dije: «Un gran dolor. Pero, si vuelve al Padre, debemos alegrarnos. Ninguno podrá ya dañarle». Y ella gimió: «¡Oh, pero antes!», y yo creí entender. Pero ¿va a ser exactamente así, Señor? ¿Así, así? Mira, no es que no creamos en tus palabras. Lo que pasa es que te queremos y… Yo no te voy a decir como Simón un día: esto no te puede suceder. Yo creo, todos creemos… Pero te queremos y… ¡Oh, Señor mío! ¿Los pecados del amor son realmente pecados? -El amor no peca nunca, Juan. -Pues entonces nosotros, que te queremos, estamos dispuestos a combatir y a matar por defenderte. Los galileos no son estimados por los otros. Precisamente porque nos llaman pendencieros. Bueno, pues, defendiéndote, justificaremos la fama que tenemos. Estamos en los lugares donde, en tiempos de Débora, Baraq destruyó el ejército de Sisara, con sus diez mil (Jueces 4, 1-16). Y esos diez mil eran de Neftalí y Zabulón. Y nosotros venimos de aquéllos. El nombre era distinto, pero el corazón es igual. -Eran diez mil… ¿Pero ahora, aunque fuerais diez veces diez mil, qué podríais? -¡Qué! ¿Temes a las cohortes? No son tantas, y además… Ellos no te odian. No molestas. No piensas en el reino, en un reino que arrebate una presa a las águilas romanas. No intervendrán entre nosotros y tus enemigos, y éstos estarán pronto vencidos. -Mil, diez mil, cien mil que fuerais… ¿Qué sería eso contra la voluntad del Padre? Yo debo cumplirla… Juan, desalentado, deja de hablar. Es extraña esta testarudez, esta incapacidad mental, incluso en los mejores seguidores de Jesús, para comprender la más alta misión de Él. Lo aceptan como Maestro, como Mesías. Creen en su facultad de salvar y redimir. Pero, cuando se encuentran frente al modo como redimirá… pues su intelecto se cierra. Parece, incluso, que para ellos pierdan valor las profecías. Y decir esto respecto a los israelitas, que se puede decir que respiran y caminan y se nutren y viven por medio de las profecías, es decir todo. Todo lo que traen los Libros sagrados es verdadero, menos esto: que el Mesías debe padecer y morir, ser vencido por los hombres. Esto no lo pueden aceptar. Cristo se afana en mostrar cuadros de su futura Pasión, para que puedan leer lo que ésta será, y ellos me parecen ciegos y sordos. Cierran los ojos. No ven y, por tanto, no comprenden. La noche ya se va acercando, un poco fosca, cuando llegan a la vista de Yizreel. Jesús da ánimos a Juan -que ya no ha vuelto a hablar y que va como un sonámbulo, de tan cansado como estádiciéndole: -Pronto llegaremos. Y tú entrarás a buscar un alojamiento para ti. -Y para ti. -No, Juan. Yo me quedaré junto al camino que viene de la llanura. Pienso que vendrán de noche, y quiero consolarlos y despedirlos antes del alba. -¡Estás tan cansado…! y quizás llueva, como la noche pasada. -Ven, al menos, hasta la mitad de la vigilia del gallo. -No, Juan. -Entonces me quedo contigo. Estamos cerca de las tierras de los fariseos y… Y además se lo prometí a tu Madre, y a mí mismo. No quiero tener motivo de autoacusarme… En los cuatro ángulos de Yizreel hay torres, destinadas no sé para qué uso. Deben ser antiguas, ya cuando las veo yo. Parecen cuatro ceñudos gigantes puestos allí para hacer de carceleros de la pequeña ciudad, construida en un alto que domina a la llanura, la cual, en la sombra precoz de un atardecer nublado, va desapareciendo. -Vamos a subir a ese talud que hay al pie de la torre. Veremos todo el camino sin ser vistos. Hay hierba para echarse, y el escalón que hay delante de la puerta nos resguardará si viene agua – dice Jesús. Suben. Se sientan en un bajísimo murete, semiderruido, situado a unos diez metros de la torre. Parece una protección puesta antiguamente alrededor de este torreón. Ahora está casi enteramente caído, y la tupida hierba recubre sus restos con grandes cascadas de convólvulos silvestres y con otras hierbas que se alzan y cuyo nombre desconozco, propias de las ruinas, con anchas hojas peludas. Dan unos mordiscos a un poco de pan -no tienen otra cosa- bajo los últimos rayos de luz. Juan, a pesar de estar cansadísimo, da una ojeada por entre las ramas de una higuera nacida entre las piedras, retorcida toda y enmarañada, y, entre las hojas que tienden a amarillecer, descubre algún higuito respetado por los pájaros y los muchachos. Los comen, completando así la comida. El agua la tienen en los zaques. Pronto termina la comida. -¿Estará habitada la torre? – pregunta Juan soñoliento. -No creo. No se filtran a través de ella ni luz ni voz. ¿Querías pedir alojamiento? Ya no puedes más… -¡No! No era por un motivo concreto… Aquí se está bien… -Túmbate, al menos, Juan. La hierba es tupida, y aquí no debe haber llovido todavía: el suelo está seco. -…No… No… Señor. No tengo sueño… Hablemos. Dime algo… Una parábola… Me siento aquí a tus pies. Me basta con poner la cabeza sobre tus rodillas… – y se sienta y apoya la cabeza, la cara hacia el cielo, en las rodillas de Jesús. Hace esfuerzos heroicos para no dormirse. Trata de hablar para vencer el sueño… Trata de interesarse en lo que ve… estrellas en el cielo, luces en el camino. Cada vez más numerosas las primeras, porque el viento, soplando, ha alejado las nubes; cada vez más escasas las segundas, porque la noche ha suspendido la marcha de los peregrinos. Sólo algún obstinado persiste en continuar con su carro provisto de farol, un farol que se bambolea atado al techo (hecho de esteras o mantas extendidas sobre los arcos del carro). Pero el propio silencio, cada vez más profundo, ayuda a conciliar el sueño… Juan, con una voz cada vez más lejana, dice: -¡Cuántas luces en el cielo! Y, mira: parece que alguna ha bajado a la Tierra y titila y palpita como arriba… Pero son más pequeñas y feas… Nosotros no podemos ser estrellas… En las nuestras hay humo, hay olor de pabilo… y todo las puede apagar… Una vez dijiste que para apagar la luz en nosotros basta una mariposa, y comparabas las mariposas a las seducciones del mundo… Y luego decías que… mientras las mariposas pueden apagar una lámpara, el ala de los ángeles, y llamabas ángeles a las cosas espirituales, avivan la luz que hay en nosotros… Yo… el ángel… la luz. Juan se va sumiendo lentamente en el sueño, y se extiende, abatido sin querer por el cansancio. Jesús espera a que esté recostado del todo, y luego le coloca la saca debajo de la cabeza, y le extiende el manto encima con ademanes paternos. En un último destello de lucidez, Juan susurra todavía: -¡No estoy dormido, eh, Maestro!… Lo único es que así veo más estrellas y te veo mejor… – y pasa a ver mejor a Jesús y el cielo estrellado soñándolos profundamente dormido. Jesús se sienta de nuevo en su verde asiento. Apoya el codo derecho en la rodilla, apoya el carrillo en la palma de la mano y piensa, ora, mirando el camino, ya desierto, mientras a sus pies el Predilecto, doblado un brazo debajo le la cabeza, duerme con la placidez de un niño.