Abel de Belén de Galilea pide el perdón para sus enemigos.
-Levantaos y vámonos – ordena Jesús a los suyos, que duermen profundamente sobre unos montones de heno -más espadaña que heno- que hay en un campo cercano a un arroyo que espera las lluvias de otoño para nutrir de aguas su lecho. Los apóstoles, todavía medio dormidos, obedecen sin decir nada. Recogen los talegos, se ponen los mantos que habían usado como mantas durante la noche y se echan a andar con Jesús. -¿Vamos por el Carmelo? – pregunta Santiago de Alfeo. -No. Por Seforí. Y luego tomaremos el camino de Meguiddó. Apenas tenemos tiempo… – responde Jesús. -Sí. Y las noches van siendo demasiado húmedas y frías como para dormir en las tierras, cuando por algún motivo no nos acoge una casa – observa Mateo. -¡Los hombres! ¡Con cuánta facilidad olvidan!… ¿Señor, será siempre así? – pregunta Andrés. -Siempre. -¡Y entonces! Si así es contigo, cuando seamos nosotros, apenas vueltas las espaldas todo quedará cancelado – dice, desalentado, Tomás. -Yo digo, de todas formas, que aquí hay alguno que hace olvidar. Porque los hombres, sí, olvidan con facilidad, pero no siempre olvidan. Yo veo que entre nosotros, entre los hombres, nos acordamos de las cosas recibidas y dadas. Sin embargo, para ti… No, son siempre ésos, son ellos los que trabajan para borrar tu recuerdo – dice Pedro. -No hagas juicios sin una base segura – dice Jesús. -¡Maestro, es que tengo la base! -¿La tienes? ¿Qué has descubierto? – pregunta Judas Iscariote, muy interesado; y con él también otros preguntan lo mismo. Pero el interés de Judas es el más vivo, yo diría ansioso. Pedro, que estaba mirando a Jesús, se vuelve y mira a Judas… una mirada atenta, despierta, sospechosa, y, mirándolo unos momentos, calla. Luego dice: -¡Bueno, nada… y todo!, si no te molesta saberlo. Tanto como para -si fuera uno que tuviera ganas de usar todos los medios para subir- tanto como para correr a denunciar muchas cosas a quien nos gobierna; y estoy seguro de que alguno se vería en apuros. Pero prefiero no subir, antes que recibir ayudas de esa parte. En las cosas de Dios meto sólo la ayuda de Dios, y me parecería profanar las cosas de Dios metiéndolos a ellos a… a ellos como… ayuda para aplastar a los reptiles. También ellos son reptiles… y… no me fiaría… Capaces de aplastar juntos a los denunciados y a los que denuncian… Así que… me las arreglo yo solo. Eso es. -¿Pero no te das cuenta de que ofendes al Maestro? -¿Yo? ¡Por qué? -Porque Él tiene contacto con ellos. -Él es Él, y, si tiene contacto con ellos, no lo hace con interés utilitario, sino para llevarlos a Dios. Él tiene capacidad para hacerlo… y lo hace. Pero no va corriendo detrás de ellos… Ya ves que… son ellos los que deben venir a Él, para oír al «filósofo», como dicen. Pero ahora me parece que ya no tienen tantas ganas. Y yo no me pongo a llorar. -¡Parecías contento tú también en Pascua! -Eso es lo que parecía. El hombre es estúpido muchas veces. Ahora ya no lo parece, y no lo es. Y tengo razón. -Como criatura que no mezcla el beneficio humano con las cosas espirituales, tienes razón, Simón. Pero como apóstol que se alegra de que otros se alejen de la Luz, no. No tienes razón. Si pensaras que cada alma conquistada para la Luz es una gloria para tu Maestro, no hablarías así – dice Jesús. Judas Iscariote mira a Pedro con una sonrisa sarcástica. Y Pedro lo ve… pero se domina y no dice nada. Jesús también lo ve y, refiriéndose a Pedro, pero como hablando a todos, dice: -Pero habéis de saber que se justifica más fácilmente un exceso de escrúpulo religioso, con buena finalidad, que no el pasar con indiferencia por encima de todo con tal de alcanzar un fin humano. Os lo he dicho varias veces: es la buena voluntad, o no buena, la que da peso a la acción. Y en este caso es buena voluntad, aunque imperfecta en cuanto a la forma, el oponerse a llevar lo humano a lo sobrehumano, y llevar ante Dios lo que uno considera impuro. No es justa su intransigencia porque Yo he venido para todos. Pero está muy cercano a la perfección su juicio de que en las cosas de Dios se debe recurrir sólo a su ayuda sobrenatural, sin mendigar ayudas humanas interesadas o utilitarias. Y con esta sentencia ecuánime, Jesús pone fin a la discusión. Han vadeado a pies enjutos otro lecho fluvial reseco por el verano, y han llegado al camino de primer orden que va de Sicaminón hacia Samaria (creo, si recuerdo bien el lugar visto otra vez). El camino está muy concurrido ante la inminencia de la fiesta y ya tiene el aspecto típico de los caminos palestinos en las épocas de peregrinaciones obligatorias al Templo. Viandantes, asnos, carros con personas dentro, con tiendas, enseres para los altos entre una y otra etapa y en la propia Jerusalén, dondesiempre se apiña la gente en las solemnidades, tanto que -basta que la estación lo permita- es aconsejable acampar en las colinas que la rodean. Y además en esta de los Tabernáculos es aún más sensible la emigración de enteras familias, no porque sean más numerosos que en Pascua y Pentecostés los peregrinos, sino porque, debiendo obligatoriamente vivir bajo las tiendas durante unos días, tienen los enseres que en las otras solemnidades todos tratan de no llevarse consigo. Es verdaderamente el éxodo de un pueblo que afluye por todos los caminos hacia la capital, lo mismo que la sangre afluye desde todas las venas al corazón. Para comprender también ahora la obstinada religión de Israel, tan tenaz, tan compacta -por lo cual los correligionarios se ayudan entre sí en cualquier lugar en que, impulsados por la suerte, se hallen; y, sea cual sea la nación en que nacieron, ello no es obstáculo para que otro hebreo de otra nación se sienta siempre hermano y compatriota del correligionario con que se encuentra-, hay que tener presente que los hebreos, aun estando dispersos o perseguidos, o siendo vilipendiados, y aparentemente sin una verdadera patria, no se sienten ninguna de estas cosas. Tienen su Patria, la que su Yeohveh les ha dado; tienen su capital, Jerusalén, y en ella, de todas las partes del mundo, converge lo mejor de sus seres: el espíritu, el corazón. ¿Han pecado? ¿Dios los ha castigado? ¿Las profecías se han cumplido? Sí, es verdad. Pero queda aquélla, luminosa, causa para ellos de luminosa esperanza: la de la reconstrucción del reino de Israel… la de este Mesías que debe venir… Y tratan -con la experiencia de un dolor que teme el ser merecedores de la reprobación de Dios, y en un perpetuo interrogante: «¿Pero era Jesús de Nazaret el verdadero Mesías?»-, tratan de reconstituirse como Nación para tener a este Mesías; tratan de conservar esta perseverante fidelidad a su religión para merecer el perdón de Dios y ver el cumplimiento de la promesa. Yo soy una pobre mujer, no sé de problemas políticos, no me he interesado nunca por los hebreos actuales y por sus adversidades; alguna vez incluso me han hecho reír esperando todavía a quien ya ha venido y han crucificado; su llanto me ha parecido muy cocodrilesco; sus acciones no me han parecido ni me parecen merecedoras de lo que esperan de Dios: no el Cristo, que ya vendrá solamente en el Ultimo Día, sino tampoco la reconstrucción de la dispersa raza hebrea en Nación independiente. Pero, ahora que veo, espiritualmente, a los padres de los hebreos actuales, comprendo su drama secular y su tenacidad, comprendo la fuente de esta tenacidad suya. Sigue siendo el Pueblo de Dios que por voluntad de Dios converge hacia la Tierra prometida a los Padres, a los Patriarcas; el pueblo que desde hace centenares de siglos cumple el rito mosaico, pensando en Jerusalén, en su Templo resplandeciente en el Moira. ¡Impedidos para ir? Sí. Pero va el espíritu. (Israel se constituyó en nación independiente en 1947, antes de que María Valtorta escribiera estas revelaciones, en 1946) Las bayonetas, los cañones, las mazmorras sirven contra el hombre, no contra el espíritu. Israel no puede perecer porque ha permanecido en su religión. ¿Teórica, farisaica, ritual y carente de lo que es verdadera vida en una religión: la adhesión del espíritu al rito material? Todo lo que queráis. Pero las vendas de ideas, ritos, preceptos seculares, emanados de profetas y rabíes, ciñen el cuerpo trizado que fue Nación y ahora es infinitud de fragmentos esparcidos por toda la Tierra, y lo mantienen recogido; y, como faro visible desde todas las partes del mundo, resplandece un lugar, Jerusalén: su nombre es como un grito para reunirse, como un estandarte agitado al viento, que convoca, recuerda y promete. No. No puede ninguna fuerza humana acallar a este pueblo. En él hay una fuerza más grande que la fuerza humana. Todo esto se comprende cuando se observa cómo este pueblo va por caminos difícilmente transitables, en estaciones del año incómodas, sin preocuparse de todo lo que signifique pena; gozoso con 1a alegría de ir a la Ciudad Santa. Todo esto se comprende viéndolos ir conjuntamente, ricos y pobres, niños y viejos, desde Palestina o desde la Diáspora, hacia su corazón: Jerusalén. Todo esto se comprende oyéndoles cantar sus cantos… Y -lo confieso- y ya quisiera yo que nosotros, los cristianos y católicos, fuéramos como ellos, que tuviéramos para el corazón del catolicismo, Roma, la Iglesia, y para quien en él vive, el Pedro actual, el sentimiento de estos que veo que caminan, caminan, caminan; quisiera que todos tuviéramos lo que ellos tienen, más nuestra Fe perfecta por ser cristiana. Me dirán: «Están llenos de defectos». ¿Y nosotros? ¿No los tenemos? ¿No los tenemos nosotros que estamos fortalecidos por la Gracia y los Sacramentos, nosotros que deberíamos ser «perfectos como lo es el Padre que está en los Cielos»? He hecho una digresión. Pero, siguiendo la marcha de los apóstoles mezclados con las turbas de Israel, el pensamiento trabaja… Y trabaja hasta que, en un cruce del camino, un grupo de discípulos ve al Maestro y se arremolina en torno a Él. Entre ellos está Abel de Belén, que se arroja inmediatamente a los pies de Jesús y dice: -Maestro, he orado mucho al Altísimo para que hiciera que me encontrara contigo. Y ya no lo esperaba. Pero me ha escuchado. Ahora Tú sé propicio a tu discípulo. -¿Qué quieres, Abel? Vamos allí, al lindero del campo. Aquí hay demasiada gente y causamos atasco. Van en masa al lugar indicado por Jesús, y allí Abel dice lo que desea. -Maestro, Tú me salvaste de la muerte y la calumnia y has hecho de mí un discípulo tuyo. ¿Me quieres, entonces, mucho? -¿Lo preguntas? -Lo pregunto para estar seguro de que escuchas propicio mi petición. Cuando me salvaste, castigaste a mis enemigos con horrible castigo. Si lo has dado Tú, ciertamente es justo. Pero, ¡oh, Señor, es muy horrible! He buscado a esos tres. Cada vez que venía a donde mi madre los buscaba. En los montes, en las cavernas cercanas a mi ciudad. Y no los encontraba nunca. -¿Por qué los buscabas? -Para hablarles de ti, Señor. Para que, creyendo en ti, te invocaran y obtuvieran perdón y curación. Hasta el verano no los he encontrado, y no juntos. Uno, el que me odiaba por causa de mi madre, se ha separado de los otros, que han ido más arriba, hacia los montes más altos de Yiftael. Ellos me dijeron dónde estaba… Y de ellos me dieron la pista unos pastores de Belén, los que te recibieron en su casa aquella noche. Los pastores con sus rebaños se mueven por muchos lugares y saben muchas cosas. Sabían que en el monte de la Fuente Hermosa estaban los dos leprosos que yo buscaba. Fui. ¡Oh!… – El horror se dibuja en el rostro de este hombre joven, casi todavía un jovencito. -Continúa. -Me reconocieron. Yo no podía reconocer a mis paisanos en esos dos monstruos… Me llamaron… y me suplicaron, como si yo fuera un dios… El siervo, más que los otros, me ha conmovido. Por su arrepentimiento puro. Sólo quiere tu perdón, Señor… Aser quiere también la curación. Tiene una madre anciana, Señor, una madre anciana que se muere de dolor en la ciudad… -¿Y el otro? ¿Por qué se ha separado? -Porque es un demonio. Principal culpable, homicida y antes adúltero, incitador de Aser, corruptor del siervo de Joel – que es un poco estúpido y fácilmente dominable-, sigue siendo un demonio. De su boca, odio y blasfemias; de su corazón, odio y crueldad. También lo he visto a él… Quería hacerlo bueno. Se abatió sobre mí como un buitre, y sólo en la fuga -en mí rápida y resistente, porque soy joven y estoy sano- encontré salvación. Pero no desespero de salvarlo. Volveré… Una, dos, muchas veces con ayudas, con amor. Haré que me ame. Él cree que voy para reírme de su ruina. No, voy para reconstruir esta ruina. Si logra amarme, me escuchará; si me escucha, acabará creyendo en ti. Esto es lo que deseo. ¿Los otros? Fue fácil, porque por sí mismos han meditado y comprendido. Y el siervo ha venido a ser el sencillo maestro del otro, porque en el siervo hay mucha fe, mucho deseo de perdón. ¡Ven, Señor! Les he prometido que te llevaría a ellos cuando te encontrara. -Abel, su delito era grande, muchos delitos en uno. Poco tiempo han expiado… -Grande ha sido su tormento y su arrepentimiento. Ven. -Abel, querían tu muerte. -No importa, Señor. Yo quiero su vida. -¿Qué vida? -La que Tú das, la del espíritu, el perdón, la redención. -Abel, eran tus Caínes y te odiaron como más no se puede. Querían quitarte todo: vida, honor y madre… -Han sido mis benefactores, porque por ellos te tengo a ti. Yo los amo por este don suyo y te pido que estén donde estoy yo, siguiéndote a ti. Quiero su salvación como la mía, más que la mía, porque mayor es su pecado. -¿Qué ofrecerías a Dios a cambio de su salvación, si te pidiera una ofrenda? Abel piensa un momento… luego dice con seguridad: -Hasta a mí mismo. Mi vida. Perdería un puñado de fango por poseer el Cielo. Feliz pérdida; grande ganancia, infinita: Dios, el Cielo. Y dos pecadores salvados: los primogénitos del rebaño que espero conducir a ti y ofrecerte, Señor. Jesús cumple un acto que no hace nunca tan en público. Se agacha, porque es mucho más alto que Abel, y, tomándole la cabeza entre las manos, lo besa en la boca (costumbre judía, igual que en algunos países se besan en la mejilla los parientes) y dice: -Así sea – al menos creo que eso quiere decir su «Maran Athá». Y añade: «por tus sentimientos te sea concedido lo que piden tus palabras. Ven conmigo. Me conducirás. Juan, ven conmigo. Y vosotros seguid adelante. Por el camino de Meguiddó a Enganním. Allí me esperaréis, si es que todavía no me habéis visto. -Y te predicaremos a ti y también tu doctrina – dice Judas Iscariote. -No. Me esperaréis. Simplemente. Comportándoos como justos y humildes peregrinos y nada más. Siendo entre vosotros como hermanos. Y por el camino pasaréis por donde los campesinos de Jocanán; les daréis la que tenéis y les diréis que el Maestro, si puede, pasará por Yizreel al amanecer de dentro de dos días. Id. La paz sea con vosotros.