Una visión que se pierde en un arrobo de amor.
Como hacen a menudo mientras andan, quizás para aligerar con esa distracción la monotonía de la marcha continua, los apóstoles hablan entre sí, recapitulando y comentando los últimos acontecimientos, preguntándole algo de vez en cuando al Maestro, que generalmente habla poco -lo necesario para no ser descortés- y reserva este esfuerzo sólo para cuando llega la ocasión de adoctrinar a la gente o a sus apóstoles, corrigiendo ideas equivocadas, consolando a personas infelices. ¡Jesús era la «Palabra», pero no era la «charla»! Está claro. Era paciente y amable como nadie. Nunca mostraba fastidio por tener que repetir un concepto una, dos, diez, cien veces, para hacerlo entrar en las cabezas acorazadas con los preceptos farisaicos y rabínicos. Se despreocupaba de su cansancio, que a veces era tanto que constituía ya sufrimiento, con tal de quitar a una criatura el sufrimiento moral o físico. Pero es evidente que prefiere callar, aislarse en un silencio de meditación capaz de durar muchas horas, si es que alguien no lo saca de él preguntándole algo. Generalmente, y siempre un poco adelantado respecto a sus apóstoles, va entonces con la cabeza un poco agachada, alzándola de vez en cuando para mirar al cielo, a los campos, a las personas, a los animales. Mirar he dicho, pero he dicho mal; debo decir: amar. Porque es sonrisa, sonrisa de Dios, lo que de esas pupilas emana para acariciar el mundo y las criaturas, sonrisa-amor. Porque es amor que se transparenta, que se difunde, que bendice, que purifica la luz de su mirada, siempre intensa, pero intensísima cuando sale de ese recogimiento… ¿Qué serán esos recogimientos suyos? Yo pienso -y estoy segura de que no me equivoco, porque basta con observar su cara para ver lo que son-, yo pienso que son mucho más que nuestros éxtasis, en los cuales la criatura ya vive en el Cielo. Son el «encuentro sensible de Dios con Dios». Siempre presente y unida la Divinidad a Cristo, que era Dios como el Padre. En la Tierra como en el Cielo, el Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre, que se aman y amándose generan a la Tercera Persona. La potencia del Padre es la generación del Hijo, y el acto de generar y de ser generado crea el Fuego, o sea, el Espíritu del Espíritu de Dios. La Potencia se vuelve hacia la Sabiduría a la que ha generado, y ésta se vuelve hacia la Potencia en el júbilo de ser el Uno para el Otro y de conocerse por lo que son. Y, dado que todo buen conocimiento recíproco crea amor -pasa también con nuestros imperfectos conocimientos-, henos al Espíritu Santo… Aquel que, si fuera posible poner una perfección en las perfecciones divinas, habría de llamarse la Perfección de la Perfección. ¡El Espíritu Santo! Aquel que con sólo pensar en Él ya llena de luz, alegría, paz… En los éxtasis de Cristo, cuando el incomprensible misterio de la Unidad y Trinidad de Dios se renovaba en el Stmo. Corazón de Jesús, ¡qué producción de amor completa, perfecta, incandescente, santificante, jubilosa, pacífica debía generarse y difundirse, como de horno ardiente el calor, como de ardiente turíbulo el incienso, para besar con el beso de Dios las cosas creadas por el Padre, hechas por medio del Hijo-Verbo, hechas por el amor, sólo por el Amor, pues que todas las operaciones de Dios son Amor! Y ésta es la mirada del Hombre-Dios cuando, como Hombre y como Dios, alza los ojos -que han contemplado dentro del Cristo al Padre, a Él mismo y al Amor-para mirar el Universo: admirando la potencia creadora de Dios, como Hombre; exultando por poder salvarla en las criaturas regias de esa creación, los hombres, como Dios. No, no se puede, nadie podrá, ni poeta ni artista ni pintor, hacer visible a las gentes esa mirada de Jesús saliendo del abrazo, del encuentro sensible con la Divinidad, unida hipostáticamente al Hombre siempre, pero no siempre tan profundamente sensible para el Hombre que era Redentor y que, por tanto, a sus muchos dolores, a sus muchos anonadamientos, debía añadir éste, grandísimo, de no poder estar siempre en el Padre, en el gran torbellino del Amor como estaba en el Cielo: omnipotente… libre… jubiloso. Espléndida la potencia de su mirada de milagro, dulcísima la expresión de su mirada de hombre, tristísimo el brillo de dolor en las horas de dolor… Pero son miradas aún humanas, aunque de expresión perfecta. Ésta, ésta mirada de Dios que se ha contemplado y amado en la Triniforme Unidad no es susceptible de parangón, no hay adjetivo para ella… Y el alma se postra delante de Él, adorando, anonadada en el conocimiento de Dios, beatificada por la contemplación de su infinito amor. Los torrentes de delicias inundan mi alma… ¡Soy bienaventurada! ¡Todo dolor, todo recuerdo, quedan anulados bajo las olas del amor de Jesús Dios… y estas olas me suben al Cielo, a Ti!… ¡Gracias, mi adorable Amor!… ¡Gracias!… Ahora sigo sirviéndote… La criatura es otra vez mujer, es otra vez «el portavoz» tras haber sido un instante «serafín». Vuelve a ser mujer, vuelve a ser criatura-mártir, quizás otro tormento está ya a sus espaldas… Pero en mi espíritu brilla la luz que me has dado, la beatífica luz de haberte contemplado; y no podrán apagarla ni torrentes de lágrimas ni crueles torturas. ¡Gracias, mi Bendito! ¡Sólo Tú me amas! ¡Comprendo a Pablo (Romanos 8, 35-39); como nunca hasta ahora! «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?… En todo esto salimos vencedores en virtud de Aquel que nos ha amado… Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las virtudes, ni las cosas presentes ni las futuras, ni la potencia, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra cosa creada podrán separarnos de la caridad de Dios que está en Jesucristo Señor nuestro». Es el himno victorioso, exultante, cantado por el conjunto de los victoriosos, de los amantes, de los salvados por el amor, porque ésta es la santidad: la salvación recibida por haber sido amados y por haber amado. ¡Y ya se oye! Y el espíritu, todavía aquí, prisionero en la Tierra, lo oye y canta su alegría, su confianza, su certidumbre… Y luz, más luz aún viene, y las palabras luminosas del Apóstol se iluminan más aún, aún más… «…la caridad de Dios que está en Jesucristo Seor nuestro». Ahora comprendo también las palabras de Azarías, de este invierno: “Jesús es el compendio del amor de los Tres». ¡Eso es! Todo el Amor está en Él. Nosotros podemos encontrar este amor de Dios, nosotros hombres, sin esperar al regreso de Dios, sin esperar al Cielo, amando a Jesús. ¡Eso es! A quien cree le brotan dentro fuentes de agua viva, fuentes de luz, fuentes de amor, porque el que cree va a Jesús; porque quien cree cree que Jesús está en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma, Divinidad, como estaba en la Tierra, como está en el Cielo, con su Corazón, con su Corazón. Y en el Corazón de Jesús está la caridad de Dios. Y cuando el hombre recibe el Cuerpo Santísimo de Jesús acoge en sí al Corazón de Jesús. Tiene, por tanto, en sí, no sólo a Jesús; sino que tiene la Caridad de Dios, o sea, tiene a Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo, porque la Caridad de Dios es la Stma. Trinidad, que es una única cosa: el Amor. El Amor que se divide en tres llamas para hacernos ternariamente felices. Felices de tener un Padre, un Hermano, un Amigo. Felices de tener a quien provee, a quien enseña, a quien ama. ¡Felices de tener a Dios! ¡Oh, no puedo más!… ¡Señor, demasiado grande es tu don! ¿Quién me lo alcanza desde los Cielos? ¡Eres tú, Beatísima Madre, contemplada en tu fulgor de Asunta Reina del Cielo? ¿Eres tú, el enamorado de Cristo, dulce Juan de Betsaida, amigo mío? ¿Eres tú, Patriarca digno de amor, protector de los perseguidos, solícito provisor de consuelos, José veneradísimo? ¿Eres tú, mi gran hermanita Teresa del Niño Jesús, la que me alcanza lo que desde hace 21 años pido: que rebosen en mi alma las olas del Amor? ¡Oh, si eres tú, cumple la obra! Alcánzame el que muera no en uno de estos asaltos de amor -yo también soy una pequeña alma y no deseo cosas extraordinarias-, sino después de uno de estos asaltos de amor, cuando soy otra vez «pequeña alma pequeñísima», empequeñecida aún más por el conocimiento de lo que es el Infinito Amor, después de uno de estos asaltos, porque después estamos como bautizados de nuevo por el amor y no quedan sombras de manchas en nosotros. El amor quema… ¿O eres tu, Azarías, buen amigo, el que, por todas las lágrimas que has recogido de mis pestañas y llevado al Cielo, me has alcanzado esta hora de beatitud? Pero a ti, a Teresa, a José, a Juan y María Stma., no os pido que este éxtasis vuelva, para llenarme de gozo y fuego. Lo que os pido, os suplico, es que vaya a otros corazones, y especialmente a los que vosotros sabéis, a esos corazones que torturan el mío y desagradan a Dios, que no saben escuchar ni obedecer. Si esos corazones tienen un solo instante de estos asaltos de amor, se convertirán al Amor, al verdadero Amor. Amarán. Con todo su ser. Con el intelecto, sobre todo, del cual caerán los muros del racionalismo, de la ciencia humana, que niegan y obstaculizan la fe sencilla y buena y ponen fronteras al poder de Dios. Y con el corazón, donde se fundirán, como cera al fuego, las costras del egoísmo, de la envidia, del odio… Hacedlo, amadísimos míos. Yo acepto el no volver a poner jamás mis labios en el cáliz confortador del amor; acepto el beber siempre, hasta el regreso a Dios, del cáliz amargo de todas las renuncias; pero que ellos vuelvan al sendero radioso, que se santifiquen en todas sus acciones para merecer la mirada de Jesús-Dios, de la misma forma que hoy me fue concedido gozarla. Merecerla aquí, poseerla para siempre en el Cielo, de la misma forma que, esperando en mi Señor, confío poseerla yo también… A las 12 del mismo día (15 Agosto, Asunción de María Santísima) Lo leo. Pienso en los teólogos que lean estas páginas. Quizás encuentren errores en cómo hablo del éxtasis, de los recogimientos de Jesús. Recuerden que soy una pobre ignorante que no sabe de teología ni de términos teológicos, y que me esfuerzo en decir como puedo lo que veo, y con las frases que mi pobre mente puede formar… 16 Agosto de 1946 Digo a Jesús: -Señor, me has arrollado y todo se ha perdido en ti. La visión… Sonríe con dulce y divina alegría y, acariciándome, responde: -En vez de narrar, has cantado. Has cantado. Todo el Paraíso cantaba ayer las glorias de mi Madre, y tú has cantado junto con el Paraíso, y el Paraíso en un determinado momento ha escuchado tu «solo». ¿Sabes cuándo? Cuando has pedido no gozar, sino que el amor los invadiera a «ellos» para ser salvados. El Cielo amante te ha escuchado, porque renunciar a la beatitud para que otros tengan la Vida sólo le es concedido a quien vive en la Tierra siendo ya ciudadano de los Cielos. Los Santos por tu canto han recordado cuando eran cantores en la Tierra; los Ángeles han escuchado mirando con fraterna complacencia a tu Azarías (ángel que se le aparecía a María Valtorta dándole revelaciones). María ha sonreído ofreciendo tu canto al Amor. Y el Amor, ¡oh, mi María!, y el Amor te ha besado… y vuelve a besarte. Exulta. Tú has comprendido al Amor. Yo estoy en ti, y en mí está Dios Uno y Trino como has comprendido. Recorre hoy los caminos de la alegría sobrenatural, en vez de los caminos de Palestina al encuentro del dolor de Jesús… María, ¿no te sientes feliz de estar en las mismas condiciones del último año mío? También esto es un don, y una luz para comprenderme. Sin una experiencia propia, y proporcionada, la criatura no podría comprender lo que fue mi larga Pasión. Pero hoy, como ayer, recorre los caminos de la alegría celeste Dios está contigo. Queda en paz. Y así lo que iban comentando los apóstoles, sobre el episodio de Yiscala, sobre el milagro del niño ciego, sobre Tolemaida, adonde están yendo, sobre el camino de escalones tallados en la roca -se han alargado hasta allí, para llegar al último pueblo fronterizo entre Siro-Fenicia y Galilea, y debe ser el camino que vi cuando iban a Alejandrocena-, sobre Gamaliel, etc. ha pasado; bueno, ha quedado, en la medida en que lo he oído, en mi corazón. Digo sólo que quería decir esto: que los apóstoles, que en los primeros tiempos, menos formados espiritualmente, interrumpían con facilidad al Maestro, ahora, más desarrollados espiritualmente, respetan sus aislamientos y prefieren hablar entre sí, retrasados dos o tres metros. Sólo se acercan a Él cuando les es necesaria una información o un juicio, o cuando se hace imperioso su amor por el Maestro.