Lección a una suegra sobre los deberes del matrimonio.
Los montes boscosos y fértiles donde se halla Yiscala ofrecen alivio de verde, de brisas, de aguas, y hermosísimos horizontes nunca iguales, distintos según que el camino se oriente a uno u otro de los puntos cardinales. A1 norte vese sucesión de cimas selvosas de los más variados verdes, yo diría que es una ascensión de la Tierra hacia el azul firmamento, al que parece ofrecer como don -agradecimiento por las aguas y los rayos que éste le regala- todas sus bellezas vegetales. A1 nordeste la vista desciende, tras haberse detenido, hechizada, en esa joya de variante color -según las horas y la luz -que es el gran Hermón, que alza su cono más alto cual gigantesco obelisco de diamante, o de ópalo, o de palidísimo zafiro, o tenuísimo rubí, o de acero recién templado, según que el sol lo bese o lo deje y en la medida de los juegos de luz sobre las nieves perennes que hacen las deshilachadas nubes transportadas por los vientos; desciende la vista por las pendientes esmeraldinas de sus mesetas, y crestas, hoces y picos, que están al pie del gigante regio. Y luego, mirando progresivamente hacía el este, se extiende el vasto altiplano verde de la Gaulanítida y la Auranítida, limitado en su extremo oriental por los montes que se difuminan entre las brumas de las lejanías; al oeste, por el distinto verde que al Jordán orilla y su valle señala. Y, más cercanos, espléndidos como dos zafiros, se ven los dos lagos de Merón, comprendido dentro de su bajo círculo de bien regada llanura, y de Tiberíades, gracioso cual delicada pintura al pastel, comprendido entre las colinas que lo ciñen, distintas en aspecto y tonos, y sus riberas perennemente floridas: sueño de oriente por las matas de palmas que cimbrean la cima con la brisa de los cercanos montes, poesía de nuestros más bellos lagos por la paz de las aguas y los cultivos de las riberas. Y luego, al sur, el Tabor con su peculiar cúspide, y el pequeño Hermón, todo verde vigilando la llanura de Esdrelón, cuya amplitud se intuye por una vastedad de horizonte no interrumpido por elevaciones montanas; y, aún más abajo, a mediodía, los altos, poderosos montes de Samaria, que se extienden más allá de la vista del hombre hacia Judea. El único que no aparece es el lado oeste, donde deben estar el Carmelo y la llanura que sube hacia Tolemaida, escondidos ambos por una cadena más alta que ésta, de forma que su visión queda impedida. Jesús marcha por el camino que va entre los montes, unas veces solo, otras acompañado de uno u otro apóstol suyo que se ha adelantado hasta Él. Se para una vez a acariciar a los hijos pequeños de un pastor, que juegan cerca del rebaño; y acepta la leche que el pastor -que lo ha reconocido como el Rabí descrito por otros que lo han visto- quiere darle «para ti y para los tuyos». Otra vez escucha a una ancianita que, no sabiendo quién es Él le cuenta sus penas familiares, causadas por una nuera que es una mujer gruñona y sin respeto. Aunque se muestre compasivo con la viejecita, Jesús la exhorta a ser paciente y a convencer con la bondad en orden a la bondad: -Debes ser madre, aunque ella no se comporte contigo como hija. Sé sincera: si en vez de tu nuera fuera tu hija, ¿te parecerían tan graves sus defectos? La viejecita piensa… y luego confiesa: -No… Pero una hija es siempre una hija… -¿Y si una hija tuya te dijera que en casa de su esposo la madre de él la maltrata, qué dirías? -Que es mala. Porque debería enseñar los usos de la casa -y cada casa tiene los suyos- con bondad, especialmente si la esposa es joven. Yo diría que debería acordarse de cuando ella llevaba casada poco tiempo, y de la satisfacción que le daba el amor de su suegra, si había tenido tanta merced de encontrarla buena, y de lo que había sufrido si había tenido una suegra mala. Y no hacer sufrir lo que no había sufrido, o no hacer sufrir porque sabe lo que es sufrir. ¡Yo, está claro que defendería a mi hija! -¿Cuántos años tiene tu nuera? -Dieciocho, Rabí. Casada con Jacob desde hace tres. -Muy joven. ¿Es fiel a su marido? -¡Hombre, claro! Siempre en casa y todo amor por él y el pequeño Leví y la pequeña, pequeñísima, Ana, como yo. Ha nacido en Pascua… ¡Es preciosa!… -¿Quién ha querido que se llamara Ana? -María. Leví era el nombre del suegro y Jacob le ha puesto Leví al primogénito; así que María, cuando ha tenido a la niña, ha dicho “A ésta el nombre de la madre». -¿Y no te parece amor y respeto esto? La anciana piensa… Jesús insta: -Es honesta, toda ella para la casa, amorosa esposa y madre, solícita para darte una alegría… Habría podido poner a la niña el nombre de su madre, pero le ha puesto el tuyo… honra tu casa con su conducta… -¡Eso sí! No es como la infame de Yisabel. -¿Y entonces? ¿Por qué te quejas y levantas protestas contra ella? ¿No te parece que estás haciendo dos medidas juzgando a tu nuera de forma distinta de como juzgarías a una hija?… -Es que… es que… ella me ha arrebatado el amor de mi hijo. Antes era todo él para mí, ahora la quiere a ella más que a mí… La eterna verdadera razón de los prejuicios de las suegras rebosa por fin del corazón de la ancianita, junto con las lágrimas que rebosan de los ojos. -¿Tu hijo permite que te falte algo? ¿Te desatiende desde que está casado? -No. No puedo decir eso. Pero, en definitiva, ahora es de su mujer… – y el llanto gime más fuerte. Jesús sonríe serenamente, compasivo hacia la celosa viejecita. Y dulce como siempre, no regaña. Se muestra compasivo hacia el sufrimiento de la madre, e intenta medicarla. Apoya su mano en el hombro de la anciana, como para guiarla porque las lágrimas la ciegan, quizás para hacerle sentir con su contacto tanto amor, que ella quede consolada y curada; y le dice: -Madre, ¿y no es bueno que sea así? Tu marido lo hizo contigo, y su madre lo… no lo perdió como tu dices y piensas… lo tuvo menos para sí, porque tu marido repartía su amor entre su madre y tú. Y el padre de tu marido, a su vez, dejó de ser todo de su madre, para amar a la madre de sus hijos. Y así sucesivamente, de generación en generación, retrocediendo en los siglos hasta Eva, la primera madre que vio a sus hijos compartir con sus esposas el amor que tenían primero dedicado exclusivamente a sus padres. ¿Pero no dice el Génesis (Génesis 2, 23-24): «He aquí por fin el hueso de mis huesos y la carne de mi carne… El hombre dejará por ella a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne»? Tú dirás: «Fue palabra de hombre». Sí. Pero ¿de qué hombre? Estaba en estado de inocencia y de gracia. Reflejaba, por tanto, sin sombras, la Sabiduría que le había creado, y conocía las verdades de la Sabiduría. Por la Gracia y la inocencia poseía también los otros dones de Dios en medida plena. Sometido el sentido a la razón, su mente no estaba ofuscada por emanaciones concupiscentes. Por la ciencia proporcionada a su estado, decía palabras de verdad. Era, pues, profeta. Porque tú sabes que profeta quiere decir «aquel que habla en nombre de otro». Y los profetas verdaderos hablan siempre de cosas relativas al espíritu y al futuro, aunque parezcan relacionadas con el tiempo presente y con la carne y es que en los pecados de la carne y en los hechos del tiempo presente están los gérmenes de los futuros castigos, o los hechos del futuro tienen su raíz en un acontecimiento antiguo (por ejemplo, la venida del Salvador toma origen en la culpa de Adán, y los castigos de Israel, predichos por los profetas, tienen su germen en la conducta de Israel)-; así es que quien mueve sus labios a hablar de cosas del espíritu no puede ser sino el Espíritu eterno, que todo lo ve en un eterno presente. Y el Espíritu eterno habla en los santos, pues que no puede habitar en los pecadores. Adán era santo, o sea, la justicia era plena en él, y en él estaban presentes todas las virtudes, porque Dios a su criatura le había infundido la plenitud de sus dones. Ahora, para llegar a la justicia y a la posesión de las virtudes, mucho debe esforzarse el hombre, porque en él están presentes los fómites del mal. Pero en Adán no estaban esos fómites; antes al contrario, la Gracia le hacía inferior en poco a Dios su Creador. (En nota mecanografiada dice a este respecto María Valtorta: “La Gracia diviniza al hombre, pero el hombre no es Dios. Viene a ser semejante a Dios por participación, no por una naturaleza igual). Por tanto, sus labios pronunciaban palabras de gracia. Palabra veraz es, pues, ésta: «El hombre dejará por la mujer al padre y a la madre, y se unirá a su mujer y serán una carne sola». Tan absoluto y verdadero es esto, que el Bonísimo, para consuelo de las madres y los padres, puso luego en la Ley el cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre», mandamiento que no termina con las nupcias del hombre, sino que continúa después de ellas. Primero, instintivamente, los buenos honraban a sus padres incluso después de haberlos dejado para crear una nueva familia. A partir de Moisés es obligación de Ley. Y ello para mitigar los dolores de los padres, de quienes demasiadas veces se olvidaban sus hijos después de las nupcias. Pero la Ley no ha anulado la palabra profética de Adán: «El hombre dejará por la mujer al padre y a la madre”. Era palabra justa, y vive. Reflejaba el pensamiento de Dios. Y el pensamiento de Dios es inmutable, porque es perfecto. Tú, madre, debes aceptar, pues, sin egoísmos, el amor de tu hijo por su mujer. Y serás santa tu también. Por lo demás, todo sacrificio recibe compensación ya en la Tierra. ¿No te es dulce besar a los nietos, hijos de tu hijo? ¿Y no te serán plácidas las altas horas y tu último sueño con un delicado, cercano amor de hija que tome el relevo de las que ya no tienes en casa?… -¿Cómo sabes que mis hijas, todas mayores que el varón, están casadas o viven lejos?… ¿Eres Tú también profeta? Eres Rabí. Lo dicen los caireles de tu túnica, y aunque no los tuvieras, lo dice tu palabra. Porque hablas como lo haría un gran doctor. ¿Eres, acaso, amigo de Gamaliel? Ha estado aquí hace sólo dos días, anteayer. Ahora no sé… Y con él estaban muchos rabíes, y muchos de sus discípulo; predilectos. Pero Tú quizás es que llegas tarde. -Conozco a Gamaliel. Pero no voy donde él. En Yiscala no entro siquiera… -¿Pero quién eres? Cierto que un rabí. Y hablas mejor incluso que Gamaliel… -Pues entonces haz lo que te he dicho. Y tendrás paz. Adiós, madre. Yo continúo. Tú entras, claro, en la ciudad. -Sí… ¡Madre!… Los otros rabíes no son tan humildes hacia una pobre mujer… Sin duda la que te llevó es más santa que Judit, si te ha dado este corazón dulce para todas las criaturas. -Santa es, en verdad. -Dime su nombre. -María. -¿Y el tuyo? -Jesús. -¡Jesús!… El estupor ha dejado pasmada a la ancianita. La noticia la paraliza y 1a deja clavada en donde la ha oído. -Adiós, mujer. La paz sea contigo – y Jesús se marcha raudo, casi corriendo, antes de que ella vuelva en sí de su reflexión. Los apóstoles le siguen al mismo paso, con un intenso batir de túnicas, seguidos en vano por los gritos de la mujer, que suplica: -¡Deteneos! ¡Rabí Jesús! ¡Párate! Quiero decirte una cosa… Aminoran el paso sólo cuando la espesura de los montes boscosos los ha ocultado de nuevo; y ya no se ve el camino que, a partir de este de herradura, conduce a Yiscala. -¡Qué bien le has hablado a la mujer! – dice Bartolomé. -¡Una lección de doctor! Lo malo es que sólo estaba ella… – observa Santiago de Alfeo. -Quisiera no olvidar estas palabras… – exclama Pedro. -La mujer ha comprendido, o casi, después de tu Nombre… Ahora va a hablar de ti en la ciudad… – dice Tomás. -¡Con tal de que no pinche a las avispas y nos las lance! – chismorrea Judas de Keriot. -¡Estamos lejos ya!… Y en estos bosques no se dejan huellas. No nos molestarán – dice con optimismo Andrés. -¡Aunque nos molestaran!… Es la paz lo que he reconstruido en una familia – responde Jesús a todos. -¡Pero cómo son, eh! ¡Las suegras son todas iguales! – dice Pedro. -No. Hemos conocido suegras buenas. ¿Te acuerdas de la suegra de Jerusa de Doco? ¿Y la suegra de Dorca de Cesárea de Filipo? -¡Bueno sí, Santiago!… Hay alguna buena… – consiente Pedro (pero, sin duda, piensa que la suya es un tormento). -Vamos a pararnos a comer. Después descansamos. Y llegaremos al pueblo del valle por la noche – indica Jesús. Y se detienen en una verde y pequeña hondonada (parece el interior de una gran concha esmeraldina incrustada en el monte y abierta para ofrecer su paz a los peregrinos). La luz es suave, a pesar de la hora, debido a los árboles, que, altos y robustos, forman sobre el prado una bóveda susurrante. La temperatura es también suave por la brisa que corre en los montes. Un pequeño manantial pone hilo de plata entre dos rocas oscuras, y canta en voz baja, para perderse luego entre las tupidas hierbas, en un minúsculo lecho que ha excavado, de la anchura de un palmo, cubierto por entero por tallitos, ondeantes por la brisa, de sus márgenes; y luego baja, formando una cascada de muñeca, al escalón de abajo. El horizonte, entre dos troncos robustos, presenta una maravillosa vaporosidad de confín lejano, hacia los montes del Líbano…