En Emaús, en casa del arquisinagogo Cleofás. Un caso de incesto. Fin del primer año
Juan y su hermano llaman a una casa en un pueblo (reconozco la casa donde entraron los dos de Emaús con Jesús resucitado). Cuando les abren, entran y hablan con alguien, no veo; luego salen y se echan a andar por un camino. Llegan hasta donde están Jesús y los otros, detenidos en un lugar apartado. -Está, Maestro; y está contentísimo de que verdaderamente hayas venido. Nos ha dicho: «Id a decirle que mi casa es suya. Ahora voy yo también». -Vamos entonces. Caminan durante un tiempo y se encuentran con el anciano jefe de la sinagoga, Cleofás, visto anteriormente en Agua Especiosa. Se saludan mutuamente con una inclinación de cabeza; no obstante, después, el anciano, que parece un patriarca, se arrodilla con un devoto saludo. Algunos habitantes del lugar, al ver esto, se acercan curiosos. El anciano se alza y dice: -He aquí al Mesías prometido. Recordad este día, habitantes de Emaús. Unos observan con una curiosidad enteramente humana, otros ya expresan en sus miradas una religiosa reverencia. Dos de ellos se abren paso y dicen: -Paz a ti, Rabí. Estábamos presentes nosotros también aquel día. -Paz a vosotros, y a todos. He venido, como me había pedido vuestro jefe de la sinagoga. -¿Vas a hacer milagros aquí también? -Si hay hijos de Dios que crean y tengan necesidad de ello, ciertamente lo haré. El jefe de la sinagoga dice: -Quienes deseen oír al Maestro que vengan a la sinagoga. Igualmente el que tenga enfermos. ¿Puedo decir esto, Maestro? -Puedes. Después de la hora sexta estaré a vuestra entera disposición. Ahora soy del buen Cleofás. Y, seguido de un séquito de gente, prosigue al lado del anciano hasta su casa. -Éste es mi hijo, Maestro; y ésta, mi mujer… y la mujer de mi hijo y los niños pequeños. Siento mucho el que mi otro hijo esté con el suegro de mi hijo Cleofás en Jerusalén, junto con un infeliz de aquí… -Ya te contaré. Entra, Señor, con tus discípulos. Entran y reciben las atenciones que son habituales, para reponer fuerzas, en el uso hebreo. Luego se acercan al fuego, que arde en una amplia chimenea, porque el día está húmedo y frío. Dentro de poco nos sentaremos a la mesa. He invitado a los notables del lugar. Hoy celebraremos una gran fiesta. No todos creen en ti, pero tampoco son enemigos; solamente indagadores. Quisieran creer, pero hemos sufrido demasiadas veces desilusiones sobre el Mesías en estos últimos tiempos. Hay desconfianza. Sería suficiente una palabra del Templo para eliminar cualquier tipo de duda, pero el Templo… Yo he pensado que viéndote a ti y oyéndote, así, simplemente, se podría hacer mucho en este sentido. Yo quisiera proporcionarte verdaderos amigos. -Tú eres ya uno de ellos. -Yo soy un pobre anciano. Si fuera más joven, te seguiría; pero los años pesan. -Me estás sirviendo ya con tu creer. Me estás predicando ya con tu fe. Estate tranquilo, Cleofás. No me olvidaré de ti en la hora de la Redención. -Aquí llegan Simón y Hermas – avisa el hijo del jefe de la sinagoga. Entran dos personas de media edad, de noble aspecto, y se ponen todos en pie. -Éste es Simón y éste Hermas, Maestro. Son verdaderos israelitas, de corazón sincero. -Dios se manifestará a sus corazones. Entretanto, descienda la paz sobre ellos. Sin paz no se oye a Dios. -Está escrito también en el libro de los Reyes hablando de Elías. -¿Son tus discípulos éstos? – pregunta el que tiene por nombre Simón. -Sí. -Los hay de las más diversas edades y lugares. ¿Y Tú? ¿Eres galileo? -De Nazaret, pero nacido en Belén en tiempos del censo. -Betlemita entonces. Ello confirma tu figura. -Benigna confirmación… para la debilidad humana; mas la confirmación se halla en lo sobrehumano. -En tus obras, quieres decir, ¿no? – dice Hermas. -En ellas y en las palabras que el Espíritu enciende en mi labio. -El que te oyó me las repitió. Verdaderamente grande es tu sabiduría. ¿Tienes intención de fundar con ella tu Reino? -Un rey debe tener súbditos que estén en conocimiento de las leyes de su reino. -¡Pero tus leyes son, todas, espirituales! -Tú lo has dicho, Hermas. Todas espirituales. Yo tendré un reino espiritual. Mi código, por tanto, es espiritual. -¿Y la reconstitución de Israel, entonces? -No caigáis en el error común de tomar el nombre «Israel» en su significado humano. Se dice «Israel» para decir «Pueblo de Dios». Yo constituiré de nuevo la libertad y la verdadera potencia de este pueblo de Dios, y a él mismo, restituyendo al Cielo las almas, redimidas y conocedoras de las eternas verdades. -Sentémonos a las mesas. Os lo ruego – dice Cleofás, que toma asiento junto a Jesús, en el centro. A la derecha de Jesús está Hermas, al lado de Cleofás está Simón, luego el hijo del arquisinagogo, en los otros sitios los discípulos. Jesús, a petición del huésped, realiza el ofrecimiento y la bendición, y se empieza la comida. -¿Vienes aquí, a esta zona, Maestro? – pregunta Hermas. -No. Voy a Galilea. Aquí vendré de paso. -¿Cómo? ¿Dejas Agua Especiosa? -Sí, Cleofás. -Pues iban las turbas incluso en invierno. ¿Por qué les quitas esta ilusión? -No soy Yo. Así lo quieren los puros de Israel. -¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué mal hacías? Palestina tiene muchos rabíes que hablan donde quieren. ¿Por qué no se te concede a ti? -No indagues, Cleofás. Eres anciano y sabio. No metas en tu corazón veneno de amargo conocimiento. -¿Quizás es que manifestabas doctrinas nuevas, consideradas peligrosas – evidentemente por error de valuación – por los escribas y fariseos? Cuanto de ti sabemos no nos parece… ¿Verdad, Simón? Pero quizás es que nosotros no sabemos todo. ¿En qué consiste para ti la Doctrina? – pregunta Hermas. -En el conocimiento exacto del Decálogo, en el amor y en la misericordia. El amor y la misericordia, esta respiración y esta sangre de Dios, son la norma de mi conducta y de mi doctrina. Y Yo los aplico en todos los aprietos de cada uno de mis días. -¡Pues esto no es ninguna culpa! Es bondad. -Los escribas y fariseos la juzgan como culpa. Mas Yo no puedo mentir a mi misión, ni desobedecer a Dios, que me ha enviado como «Misericordia» a la Tierra. Ha llegado el tiempo de la Misericordia plena, después de siglos de Justicia. Ésta es hermana de la primera; como dos que han nacido de un solo seno. Pero, mientras que antes era más fuerte la Justicia, y la otra se limitaba sólo a atenuar el rigor – porque Dios no puede prohibirse el amar -, ahora la Misericordia es reina (¡y cuánto se regocija por ello la Justicia, que tanto se afligía por tener que castigar!). Si os fijáis bien, veréis fácilmente que ambas siempre existieron desde que el Hombre le obligó a Dios a ser severo. El subsistir de la Humanidad no es sino la confirmación de cuanto estoy diciendo. Ya en el mismo castigo de Adán está incorporada la misericordia. Podía haberlos reducido a cenizas en su pecado. Les dio la expiación, y en el horizonte de la mujer, causa de todo mal, abatida por este ser causa del mal, hizo refulgir una figura de Mujer causa del bien. Y a ambos les concedió los hijos y los conocimientos de la existencia. A1 asesino Caín, junto con la justicia, le concedió el signo – y era misericordia – para que no lo mataran. Y a la Humanidad corrompida le concedió a Noé para conservarla en el arca, y luego prometió un pacto sempiterno de paz. Ya no más el fiero diluvio; ya no más. La Justicia fue sometida por la Misericordia. ¿Queréis recorrer conmigo la Historia sagrada para llegar hasta el momento mío? Veréis siempre, y cada vez más amplias, repetirse las ondas del amor. Ahora está colmo el mar de Dios, y te eleva, ¡oh, Humanidad!, sobre sus aguas delicadas y serenas; te eleva al Cielo, purificada, hermosa, y te dice: «Te llevo de nuevo al Padre mío». Los tres han quedado abismados en el hechizo de tanta luz de amor. Luego Cleofás suspira y dice: -Así es. ¡Pero sólo Tú eres así! ¿Qué será de José? ¡Deberían haberlo escuchado ya! -¿Lo habrán hecho? Ninguno responde. Cleofás se vuelve hacia Jesús y dice: -Maestro, uno de Emaús, cuyo padre había repudiado a su mujer, la cual fue a establecerse a Antioquía con un hermano suyo, propietario de un emporio, ha incurrido en culpa grave. Él no había conocido jamás a aquella mujer, repudiada – no quiero indagar las causas – tras pocos meses de matrimonio. Nada había sabido de ella porque, naturalmente, su nombre había quedado desterrado de esa casa. Ya hecho un hombre, heredados de su padre actividad comercial y bienes, pensó formar un hogar, y, habiendo conocido en Joppe a una mujer, dueña de un rico emporio, la tomó por esposa. Ahora – no sé cómo se ha sabido – se ha sacado a la luz que esa mujer era hija de la mujer del padre de él. Por tanto, pecado grave, aunque, para mí, es muy insegura la paternidad de la mujer. José, habiendo sido condenado, ha perdido al mismo tiempo su paz de fiel y su paz de marido. Y, a pesar de que, con gran dolor, hubiera repudiado a su mujer, quizás hermana suya – la cual, por el sufrimiento cayó en estado febril y murió -, a pesar de ello, no lo perdonan. En conciencia, yo digo que, de no haber habido enemigos en torno a sus riquezas, no habrían procedido contra él de este modo. -¿Tú qué harías? -El caso es muy grave, Cleofás. Cuando has venido a mi encuentro, ¿por qué no me has hablado de ello? -No quería alejarte de aquí.-¡Pero si a mí estas cosas no me alejan! Ahora escucha. Materialmente hay incesto, y, por tanto, castigo. Ahora bien, la culpa, para ser moralmente culpa, debe tener a la base la voluntad de pecar. ¿Este hombre ha cometido incesto a sabiendas? Tú dices que no. Entonces, ¿dónde está la culpa – quiero decir la culpa de haber querido pecar? Está aún la del contubernio con una hija del propio padre. Pero tú dices que no era seguro que lo fuese. Y, aunque lo hubiera sido, la culpa cesa al cesar el contubernio. El cese aquí es seguro, no sólo por el repudio, sino porque ha sobrevenido la muerte. Por ello, digo que ese hombre debería ser perdonado, incluso de su aparente pecado. Y digo que, dado que no ha sido condenado el incesto regio, que continúa ante los ojos del mundo, debería mostrarse piedad hacia este doloroso caso, cuyo origen se encuentra en la licencia de repudio que Moisés concedió, para evitar males, aunque no más graves, sí más numerosos. Licencia que Yo condeno, porque el hombre, se haya casado bien o mal, debe vivir con el cónyuge y no repudiarlo y favorecer adulterios o situaciones similares a ésta. Además, repito, a la hora de ser severos, hay que serlo en igual medida con todos; es más, antes con uno mismo y con los grandes. Ahora bien, que Yo sepa, ninguno, quitando al Bautista, ha alzado la voz contra el pecado regio. ¿Los que condenan están inmunes de culpas similares o peores?, ¿o, tal vez, estas culpas quedan cubiertas por el velo del nombre y del poder, de la misma forma que el pomposo manto proporciona cobijo a su cuerpo, frecuentemente enfermo por el vicio? -Bien has hablado, Maestro. Así es. Pero, en definitiva, ¿Tú quién eres?… – preguntan a una los dos amigos del sinagogo. Jesús no puede responder porque se abre la puerta y entra Simón,, suegro de Cleofás hijo. -¡Bienvenido de nuevo! ¿Entonces? – la curiosidad es tan viva, que ninguno piensa ya en el Maestro. -Entonces… condena absoluta. Ni siquiera han aceptado el ofrecimiento del sacrificio. José ha quedado separado de Israel». -¿Dónde está? -Ahí fuera. Y está llorando. He tratado de hablar con los más influyentes. Me han arrojado de su presencia como si fuera un leproso. Ahora… pero… lo han hundido a ese hombre, en los bienes y en el alma. ¿Qué más puedo hacer? Jesús se levanta y se dirige hacia la puerta, sin decir nada. El anciano Cleofás piensa que se ha sentido ofendido por la falta de atención y dice: -¡Oh, perdona, Maestro! Es que el dolor que me causa este hecho me turba la mente. ¡No te vayas! ¡Te lo ruego! -No me voy, Cleofás. Sólo voy donde ese desdichado. Venid, si queréis, conmigo. Jesús sale al vestíbulo. La casa tiene una franja de terreno delante, unos cuadros pequeños de jardín, más allá de los cuales está el camino. En el suelo, a la entrada, hay un hombre. Jesús se le acerca con los brazos abiertos. Detrás, todos los demás tratando de ver. -José, ¿ninguno te ha perdonado? – Jesús habla lleno de dulzura. El hombre se estremece al oír esa voz nueva, llena de bondad, después de tantas voces de condena. Alza el rostro y lo mira asombrado – José, ¿ninguno te ha perdonado? – repite Jesús inclinándose para tomarle sus manos y levantarlo. -¿Quién eres? – pregunta el desdichado. -Soy la Misericordia y la Paz. -.Para mí ya no hay ni misericordia ni paz. -En el seno de Dios siempre hay misericordia y paz. Es un seno colmo de estas cosas, y especialmente para los hijos infelices. -Mi culpa es tal, que estoy separado de Dios. Déjame, para no contaminarte, Tú, que ciertamente eres bueno. -No te dejo. Quiero llevarte a la paz. -Pero si yo soy… ¿Tú quién eres? -Te lo he dicho: Misericordia y Paz. Soy el Salvador, soy Jesús. Levántate. Yo puedo lo que quiero. En nombre de Dios te absuelvo de la involuntaria contaminación. El otro mal no existe. Yo soy el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Todo juicio del Eterno ha quedado deferido a mí. Quien cree en mi palabra tendrá la vida eterna… Ven, pobre hijo de Israel. Repón las fuerzas de tu cuerpo cansado y fortalece el espíritu abatido. Culpas mucho mayores perdonaré. No. ¡De mí no provendrá la desesperación de los corazones! Yo soy el Cordero sin mancha, pero no evito por miedo a contaminarme a las ovejas heridas. Es más, las busco y las conduzco conmigo. Demasiados, demasiados son los que se encaminan a la completa destrucción a causa de demasiada severidad, incluso injusta, de juicio. ¡Ay de aquellos que debido a un intransigente rigor conducen a un espíritu a desesperar! Tales no promueven los intereses de Dios, sino los de Satanás. Pues bien, veo que una pecadora ansiosa de redención ha sido alejada del Redentor, veo que persiguen a un jefe de sinagoga por ser justo; veo que ha sido castigado uno que inadvertidamente ha caído en culpa. Veo que se hacen demasiadas cosas desde allí, desde allí donde viven el vicio y la mentira. Y, como la pared que ladrillo a ladrillo se alza hasta cerrarse, así estas cosas – y en un año ya he visto demasiadas – están levantando entre mí y ellos un muro de dureza. ¡Ay de ellos cuando esté completamente levantado con los materiales aportados por ellos mismos! Ten: bebe, come. Estás exhausto. Luego, mañana, vendrás conmigo. No temas. Cuando recuperes la paz del espíritu, podrás juzgar libremente sobre tu futuro. Ahora no podrías hacerlo, y sería peligroso dejártelo hacer. Jesús se ha llevado consigo al hombre dentro de la sala y le ha obligado a sentarse en su sitio. Incluso le sirve. Luego se vuelve hacia Hermas y hacia Simón y dice: -Ésta es mi Doctrina. Ésta y no otra. Y no me limito a predicarla, sino que la hago realidad. Quien tenga sed de Verdad y de Amor venga a mí. Dice Jesús: -Y con esto termina el primer año de evangelización. Conservad nota de ello. ¿Qué puedo deciros? Lo he dado porque mi deseo era que fuera conocido. Pero, como con los fariseos, sucede con este trabajo. Mi deseo de ser amado – conocer es amar – se ve rechazado por demasiadas cosas. Y esto es un gran dolor para mí, que soy el eterno Maestro a quien vosotros habéis hecho prisionero…