Jesús regresa a Agua Especiosa, pero debe abandonar el lugar
Jesús atraviesa junto a sus apóstoles los campos llanos de Agua Especiosa. El día está lluvioso, el lugar desierto. Debe ser aproximadamente mediodía, porque el simulacro de sol que, de vez en cuando, sale de detrás del telón gris de las nubes, cae perpendicularmente. Jesús está hablando con el Iscariote, y le da el recado de ir al pueblo para hacer las compras más urgentes. Ya solo, se llega hasta Él Andrés, que, tímido como siempre, dice en tono bajo: -¿Puedo decirte una cosa, Maestro? -Sí. Ven adelante conmigo – y alarga el paso seguido por el apóstol, adelantándose unos metros respecto a los demás. -La mujer ya no está, Maestro – dice Andrés apenado. Y explica: -Le han pegado y ha huido, iba herida y sangrando. El encargado la ha visto. Me he adelantado, diciendo que iba a ver si nos habían tendido alguna insidia, pero la verdad es que quería ir a verla enseguida. ¡Tenía una gran esperanza de conducirla a la Luz! ¡He orado mucho estos días por ello!… Ahora ha huido. Se perderá. Si supiera dónde está, iría… Esto no se lo diría a los otros, pero a ti sí te lo digo porque me comprendes. Tú sabes que esta búsqueda no está dictada por el sentido, sino que se justifica sólo por el deseo – ¡tan grande que se hace tormento! – de poner en salvo a una hermana mía… -Lo sé, Andrés, y te digo: Aun habiendo ido las cosas así, tu deseo se cumplirá. Nunca se pierde la oración realizada en ese sentido. Dios la usa. Ella se salvará. -Si eres Tú quien lo dice… ¡Mi dolor se mitiga! -¿No quisieras saber qué es de ella? ¿No te importa ni siquiera el no ser tú el que la conduzca a mí? ¿No preguntas cómo lo hará? – Jesús sonríe dulcemente, con todo un brillar de luz en sus pupilas azules inclinadas hacia el apóstol, que va caminando a su lado (una de esas sonrisas y de esas miradas que constituyen uno de los secretos de Jesús para conquistar los corazones). Andrés, con sus dulces ojos castaños, lo mira, y dice: -Me basta con saber que viene a ti. Luego, yo u otro, ¿qué importancia tiene? ¿Cómo lo hará? Esto Tú ya lo sabes, no es necesario que yo lo sepa; Tú lo has asegurado, ya tengo todo, y me siento feliz. Jesús le pasa el brazo por los hombros y lo estrecha contra sí con un abrazo afectuoso que hace entrar en éxtasis al buen Andrés. Y, teniéndolo así, habla: -Éste es el don del verdadero apóstol. Mira, amigo mío, tu vida y la de los apóstoles futuros será siempre así. En alguna ocasión seréis conscientes de ser los «salvadores», pero la mayoría de las veces salvaréis sin ser conscientes de haber salvado a las personas que más querríais salvar. Sólo en el Cielo veréis que os salen al encuentro, o que suben al Reino eterno, vuestros salvados. Y por cada uno de los salvados aumentará vuestro júbilo de bienaventurados. En alguna ocasión lo sabréis ya desde la Tierra. Son los contentos que os doy para infundiros un vigor aún mayor para nuevas conquistas. Pero, ¡dichoso aquel sacerdote que no tenga necesidad de estos incentivos para cumplir su propio deber! ¡Dichoso aquel que no se abate por no ver triunfos y dice: «Ya no hago nada más, puesto que no encuentro una satisfacción»! La satisfacción apostólica, en cuanto único incentivo para el trabajo, muestra una no formación apostólica, rebaja el apostolado, que es una cosa espiritual, al nivel de un común trabajo humano. Jamás debe uno caer en la idolatría del ministerio. No sois vosotros los que tienen que ser adorados, sino el Señor Dios vuestro. A Él sólo la gloria de los salvados. A vosotros os corresponde la obra de salvación, dejando para el tiempo del Cielo la gloria de haber sido «salvadores». Pero me decías que el capataz la había visto. Cuéntame. -Tres días después de habernos marchado, vinieron unos fariseos a buscarte. Naturalmente, no nos encontraron. Recorrieron el pueblo y las casas de los campos como si estuvieran vivamente interesados en ti; pero ninguno lo creyó. Se albergaron en la posada, obligando, con soberbia, a desalojarla a todos los huéspedes, porque decían que no querían contactos con extranjeros desconocidos, que podían incluso profanarlos. Y todos los días iban a la casa. Pasados algunos días encontraron a esa pobrecilla, que iba siempre allí porque quizás esperaba encontrarte y conseguir su paz. La hicieron huir, siguiéndola hasta su refugio en el establo del encargado. No la agredieron inmediatamente, dado que el encargado y sus hijos habían salido armados de garrotes. Pero luego, por la tarde, cuando ella salió de nuevo, volvieron, y venían con otros, y cuando la mujer fue a la fuente empezaron a apedrearla, llamándola «meretriz» y señalándola para que sufriera el vituperio de las gentes del pueblo. Y, dado que ella se echó a correr queriendo huir, la alcanzaron, le pegaron, le arrancaron el velo y el manto para que todos la vieran, y siguieron pegándole, tratando de imponerse con su autoridad al arquisinagogo para que la maldijera y fuera así lapidada, y para que te maldijera a ti, que la habías portado al pueblo. Pero él no quiso hacerlo y ahora está esperando el anatema del Sanedrín. El encargado la arrancó de las manos de esos canallas y la socorrió. Pero, por la noche, ella se marchó dejando un brazalete con una palabra escrita sobre una tira de pergamino. Había escrito: «Gracias. Ruega por mí». El encargado dice que es joven y que es bellísima, aunque esté muy pálida y muy delgada. La ha buscado por los campos, porque estaba malherida, pero no la ha encontrado, y no se explica cómo haya podido alejarse mucho. Quizás haya muerto así, en algún lugar… y no se haya salvado… -No. -¿No? ¿No ha muerto, o no se ha perdido? -La voluntad de redención es ya absolución. Aunque hubiera muerto estaría perdonada, porque ha buscado la Verdad, poniendo bajo sus propios pies el Error. Pero no ha muerto. Está subiendo las primeras pendientes del monte de la redención. Yo la veo… Encorvada bajo el peso de su llanto de arrepentimiento. Ahora bien, el llanto la fortalece cada vez más, mientras que, por el contrario, el peso va decreciendo. Yo la veo. Va hacia el sol. Una vez que haya subido toda la pendiente, se encontrará en la gloria del Sol-Dios. Está subiendo… ayúdala orando. -¡Oh…, mi Señor! – Andrés se siente casi aterrorizado por el hecho de poder ayudar a un alma en su santificación. Jesús sonríe con mayor dulzura aún, y dice: « -Habrá que abrir los brazos y el corazón al arquisinagogo, que sufre la persecución, e ir a bendecir a ese buen encargado. Vamos donde los compañeros, a decírselo a ellos. Pero, mientras recorren en sentido inverso el camino andado para unirse a los otros diez – los cuales, habiendo comprendido que Andrés estaba en coloquio secreto con el Maestro, se habían detenido aparte -, llega corriendo el Iscariote. Viene muy rápido, con su manto ondeando a sus espaldas, haciendo además un verdadero carrusel de gestos con los brazos, de modo que parece una mariposa gigantesca en veloz vuelo por el prado. -Pero ¿qué le pasa? – pregunta Pedro – ¿Se ha vuelto loco? Sin dar tiempo a que nadie le responda, el Iscariote, ya cerca, puede gritar, con el respiro entrecortado: -¡Detente, Maestro! Escúchame antes de ir a la casa… Están al acecho. ¡Qué ruines!… – Sigue corriendo; ya ha llegado – ¡Maestro, ya no se puede ir allí! Los fariseos están en el pueblo y todos los días van a la casa. Te esperan con malas intenciones. Despiden a quienes vienen buscándote. Los aterrorizan con horribles anatemas. Habrá que resignarse. Aquí te perseguirían y tu obra quedaría anulada… Uno de ellos me ha visto y me ha agredido. Un feo viejo narigudo que me conoce, porque es uno de los escribas del Templo – también hay escribas -, me ha agredido, apresándome con sus garras e insultándome con su voz de halcón. Mientras no pasaba de insultarme a mí y de arañarme – «mira», dice, mostrando una muñeca y un carrillo decorados con claras marcas de uñas – lo he dejado, pero cuando te ha profanado con su baba, lo he cogido por el cuello… -¡Judas! – grita Jesús. -No, Maestro. No lo he ahogado. Solamente le he impedido que blasfemara contra ti; luego lo he dejado marcharse. Ahora está allí medio muerto de miedo por el peligro que ha corrido… Pero nosotros nos vamos, te lo ruego. ¡Total, ya nadie podría ir a ti!… -¡Maestro! -¡Es horrible! -¡Judas tiene razón! -¡Están al acecho como hienas! -¡Fuego del cielo que caíste sobre Sodoma, ¿por qué no vuelves? -Sí señor, así se hace, muchacho! ¡Lástima que no haya estado también yo; te habría ayudado! -¡Oh…. Pedro! Si hubieras estado tú, ese halconzuelo hubiera perdido para siempre las plumas y la voz. -¡Hombre!, lo que no entiendo es cómo has podido quedarte a mitad. -¡Bah!… Una luz improvisa en la mente, el pensamiento (venido vete a saber de qué cavidad del corazón): «El Maestro condena la violencia», y me he parado, lo cual me ha supuesto un choque interior más profundo aún que el que recibí al pegarme con la pared contra la que me había tirado el escriba cuando me agredió. Me quedé con los nervios deshechos… hasta el punto de que después no hubiera tenido ya fuerza para ensañarme con él. ¡Qué esfuerzo supone vencerse!… -¡Sí señor, Judas, magnífico! ¿Verdad, Maestro? ¿Qué piensas de esto? Pedro está tan contento de lo que ha hecho Judas, que no ve cómo Jesús ha pasado de tener el luminoso rostro de antes a mostrar una cara severa que le oscurece la mirada y le comprime la boca, pareciendo ésta hacerse más delgada. La abre para decir: -Yo digo que estoy más disgustado por vuestro modo de pensar que por la conducta de los judíos. Ellos son unos desdichados que están en las tinieblas. Vosotros, teniendo la Luz, sois duros, vengativos, murmuradores, violentos; sois de los que aprueban, como ellos, un acto brutal. Os digo que me estáis dando la prueba de que seguís siendo los que erais cuando me visteis por primera vez, y esto me duele. Respecto a los fariseos, sabed que Jesucristo no huye. Vosotros retiraos. Yo los afrontaré. No soy un mezquino. Una vez que haya hablado con ellos sin haber podido persuadirlos, me retiraré. No debe decirse que Yo no haya tratado por todos los medios de atraerlos hacia mí. Ellos también son hijos de Abraham. Yo cumplo con mi deber enteramente. Es preciso que la causa de su condena sea únicamente su mala voluntad y no una falta de dedicación mía hacia ellos. Y Jesús camina hacia la casa, que muestra su bajo tejado tras una fila de árboles deshojados. Los apóstoles lo siguen cabizcaídos, hablando bajo entre sí. Ya están en la casa. Entran en silencio en la cocina y se ponen manos a la obra con el hogar de la chimenea. Jesús se sume en su pensamiento. Van a empezar a comer, cuando un grupo de personas se presenta en la puerta. -Ahí están – musita el Iscariote. Jesús se levanta inmediatamente y va hacia ellos. Su aspecto impone tanto que, por un instante, el grupito se arredra, pero el saludo de Jesús les permite volver a sentirse seguros: -La paz sea con vosotros. ¿Qué queréis? Entonces estos hombres viles creen que pueden atreverse a todo y, arrogantemente, con tono impositivo, dicen: -En nombre de la Ley santa, te ordenamos dejar este lugar, a ti, perturbador de las conciencias, violador de la Ley, corruptor de las tranquilas ciudades de Judá. ¿No temes el castigo del Cielo, Tú, burdo imitador del Justo que bautiza en el Jordán, Tú, que proteges a las meretrices? ¡Fuera de la tierra santa de Judá! Que tu hálito, desde aquí, no traspase el recinto de la Ciudad sagrada. -Yo no hago nada malo. Enseño como rabí, curo como taumaturgo, arrojo los demonios como exorcista. Estas categorías, queridas por Dios, existen también en Judá, y Dios exige respeto y veneración hacia ellas por parte vuestra. No pido veneración. Pido sólo que se me deje hacer el bien a aquellos que padecen alguna enfermedad en la carne, en la mente o en el espíritu. ¿Por qué me lo prohibís? -Eres un poseso. Vete. -El insulto no es una respuesta. Os he preguntado por qué me lo prohibís, mientras que a los otros se lo permitís. -Porque eres un poseso y arrojas demonios y haces milagros con la ayuda de los demonios. -¿Y vuestros exorcistas, entonces? ¿Con la ayuda de quién lo hacen? -Con su vida santa. Tú eres un pecador. Para aumentar tu potencia te sirves de las pecadoras, porque en este contubernio se aumenta la posesión de la fuerza demoníaca. Nuestra santidad ha purificado la zona de esa mujer, cómplice tuya; pero no permitimos que sigas aquí como reclamo de otras mujeres. -Pero ¿es vuestra casa ésta? – pregunta Pedro, que ha venido junto al Maestro con aspecto poco halagador. -No es nuestra casa. Pero todo Judá y todo Israel están en las manos santas de los puros de Israel. -¡0 sea, vosotros! – termina el Iscariote, que también ha venido a la puerta, y concluye con una risotada burlona. Luego pregunta: « ¿Y el otro amigo vuestro dónde está? ¿Temblando todavía? ¡Desvergonzados, marchaos de aquí! Y enseguida, si no os haré arrepentiros de… -Silencio, Judas. Y tú, Pedro, vuelve a tu puesto. ¡Oíd vosotros, fariseos y escribas, por vuestro bien, por piedad hacia vuestra alma, os ruego que no combatáis contra el Verbo de Dios. Venid a mí. Yo no os odio. Comprendo vuestra mentalidad y deseo ser indulgente con ella. Pero quiero conduciros a una mentalidad nueva, santa, capaz de santificaros y de daros el Cielo. Pero ¿es que acaso creéis que he venido para ir contra vosotros? ¡Oh no! Yo he venido para salvaros, para esto he venido. Os tomo en mi corazón. Os pido amor y entendimiento. Precisamente por el hecho de que sois los que más sabéis en Israel, debéis comprender la verdad más que los demás. Sed alma, no cuerpo. ¿Queréis que os lo suplique de rodillas? Lo que está en juego – vuestra alma – tiene tal valor, que Yo me metería bajo las plantas de los pies para conquistarla para el Cielo, con la seguridad de que el Padre no consideraría errónea esta humillación mía. ¡Hablad! ¡Estoy esperando una palabra! -Maldición, decimos. -Bien. Dicho queda. Podéis marcharos. Yo también me iré de aquí. Y Jesús, volviéndose, regresa al sitio de antes. Inclina la cabeza sobre la mesa y llora. Bartolomé cierra la puerta para que ninguno de estos hombres crueles que lo han insultado, y que se marchan profiriendo amenazas y blasfemias contra el Cristo, vea este llanto. Un largo silencio. Luego Santiago de Alfeo acaricia la cabeza de su Jesús y dice: -No llores. Nosotros te queremos, incluso por ellos. Jesús alza el rostro y dice: -No lloro por mí. Lloro por ellos, porque, sordos como son a toda llamada, procuran su propia muerte». -¿Qué vamos a hacer ahora, Señor? – pregunta el otro Santiago. -Iremos a Galilea. Mañana por la mañana saldremos. -¿No hoy, Señor? -No. Tengo que saludar a las personas buenas de este lugar. Vosotros vendréis conmigo.