Los discursos en Agua Especiosa: No dirás falsos testimonios. El pequeño Asrael
-¡Cuánta gente! – exclama Mateo. Pedro responde: -¡Eh, mira, hay también galileos! Ay, ay, ay!… Vamos a decírselo al Maestro. Son tres probos bandidos. -Vienen por causa mía, quizás. También aquí me persiguen… -No, Mateo. El tiburón no se come los pececitos. Quiere comerse al hombre, captura noble. Sólo en el caso de no encontrarlo de ninguna manera, se come un pez grande. Y… yo, tú, los otros, somos pececillos… poca cosa. -¿Crees que por el Maestro? – pregunta Mateo. -Y si no, ¿por quién va a ser? ¿No ves cómo miran por todas partes! Parecen fieras olisqueando las huellas de la gacela. -Voy a decírselo… -¡Espera! Se lo decimos a los hijos de Alfeo. Él es demasiado bueno; bondad maltratada, cuando cae en esas bocas. -Tienes razón. Van los dos al río y llaman a Santiago y a Judas. -Venid, hay ahí unos… que estarían bien en el suplicio. Está claro que vienen para importunar al Maestro. -Vamos. ¿Él dónde está? -Todavía en la cocina. ¡Vamos deprisa!, que si se da cuenta no quiere. -Sí, pues hace mal. -Eso digo yo también. Vuelven a la era. El grupo, designado «galileo», habla con pomposa gravedad a otras personas. Judas de Alfeo se acerca como si nada sucediera, y oye: -«… Palabras tienen que estar apoyadas en los hechos. -¡Y Él los hace! ¡Ayer también ha curado a un romano endemoniado! – replica un corpulento lugareño. -¡Qué horror! ¡Curar a un pagano! ¡Qué escándalo! ¿Has oído, Elí? -Se dan todas las culpas en Él: amistades con publicanos y mere- trices, trato con los paganos y…». -Y soportar a los maldicientes. Ésta es también una culpa. A mi modo de ver, la más grave. Pero, dado que Él no sabe – no quiere – defenderse a sí mismo, hablad conmigo; soy su hermano, y mayor que Él, y éste es el otro hermano, mayor aún. Hablad. -Pero, ¿por qué te pones así? ¿Crees que hablamos mal del Mesías? ¡No, hombre, no! Nosotros hemos venido desde tan lejos a causa de su fama. Se lo estábamos diciendo también a éstos… -¡Embustero! Me das tanto asco, que te vuelvo la espalda. Y Judas de Alfeo, sintiendo quizás en peligro la caridad para con los enemigos, se marcha. -¿No es, acaso, verdad? Decidlo todos vosotros… Pero esos «todos», o sea, los otros con quienes estos galileos estaban hablando, se callan. No quieren mentir y no se atreven a desmentir; por eso se quedan callados. -Ni siquiera sabemos cómo es… – dice el galileo Elí. -No lo has insultado en mi casa, ¿verdad? – pregunta Mateo con ironía – ¿0 te falta la memoria por enfermedad? El «galileo» se cubre con su manto y se va con los otros sin responder. -¡Miserable! – le grita Pedro detrás. -¡Querían decirnos de Él cosas infernales… – explica un hombre – Pero nosotros hemos visto los hechos. Y sabemos, eso sí, cómo son ellos, los fariseos. ¿A quién creer entonces, al Bueno que es realmente bueno, o a los malvados que de sí mismos dicen ser buenos, pero luego son dañosos? Yo sé que desde que vengo aquí no me reconozco, de lo mucho que he cambiado. Yo era un hombre violento, duro con mi mujer y con mis hijos; no tenía respeto hacia el convecino, y ahora… lo dicen todos en el pueblo: «Azarías ya no es el mismo de antes». Bueno, ¿entonces? ¿Se ha oído alguna vez que un demonio haga bueno a alguien? ¿Para quién trabaja entonces? ¿Por nuestra santidad? ¡Oh, pues sí que es verdaderamente un demonio original si trabaja para el Señor! -Es así como dices, hombre. Y que Dios te proteja, porque sabes comprender bien, ver bien y obrar bien. Prosigue así y serás un verdadero discípulo del Mesías bendito. Serás motivo de alegría para Él, que quiere vuestro bien y que todo lo soporta con tal de atraeros a sí. No os escandalicéis sino del verdadero mal. Cuando veáis que Él obra en nombre de Dios, no os escandalicéis, y no creáis a quienes querrían induciros a escándalo, aunque lo veáis hacer cosas nuevas. Éste es el tiempo nuevo, que ha llegado como una flor nacida después de siglos de trabajo de la raíz. Si esto no lo hubiera precedido, no habríamos podido comprender su Palabra. Mas siglos de obediencia a la Ley del Sinaí nos han proporcionado esa mínima preparación necesaria para poder aspirar del tiempo nuevo – que es como una flor divina que la Bondad nos ha concedido ver – todos los inciensos y jugos para purificarnos, fortificarnos, quedar perfumados de santidad, como un altar. Siendo el tiempo nuevo, tiene sistemas nuevos; no contrarios a la Ley; todos, eso sí, penetrados de misericordia y caridad, porque Él es la Misericordia y el Amor bajado del Cielo-Santiago de Alfeo hace un gesto de saludo y se va hacia la casa. -¡Qué bien hablas tú! – dice Pedro admirado – Yo nunca sé qué decir. Sólo digo: «Sed buenos, amadlo, escuchadlo, creed en Él». ¡Verdaderamente no sé cómo podrá estar contento de mí! -Pues lo está, y mucho – responde Santiago de Alfeo. -¿Lo dices de verdad o por bondad? -En verdad es así. Ayer mismo me lo decía. -¿Sí? Hoy me siento más contento que el día en que me trajeron a mi esposa. Pero tú… ¿dónde has aprendido a hablar tan bien? -Sobre las rodillas de su Madre y a su lado. ¡Qué lecciones! ¡Qué palabras! Sólo Él puede hablar mejor que Ella; pero, lo que le falta en potencia, Ella te lo añade en dulzura… y entra… ¡Sus lecciones…! ¿Has visto alguna vez un paño cuando toca con una esquinita un aceite oloroso? Va lentamente bebiendo no el aceite sino el perfume, y, aunque quitemos el aceite, queda el perfume diciendo: «Yo estuve ahí». Igual Ella. También en nosotros – paños rasposos luego lavados por la vida – Ella penetró con su sabiduría y gracia y su perfume permanece en nosotros. -¿Por qué no la trae? ¡Dijo que lo haría! Nos haríamos mejores, menos cebollinos… yo por lo menos. Y esta gente… Con la presencia suya serían mejores incluso esos áspides que vienen de vez en cuando… -¿Tú crees? Yo no lo creo. Nosotros nos haríamos mejores, como también los humildes; pero, ¡los poderosos y los malos!… ¡Simón de Jonás, no prestes nunca a los demás tus sentimientos honestos! De hacerlo así, sufrirás desilusiones… Ahí viene Él; mejor no decirle nada… Jesús sale de la cocina llevando de la mano a un niño pequeño, que camina corriendo a su lado y mordisqueando una corteza de pan untada con aceite. Jesús regula su largo paso conforme a las piernecitas de su amigo. -¡Una conquista! – dice alegre – Me ha dicho este hombre de cuatro años, que se llama Asrael, que él quiere ser un discípulo y aprender todo: a predicar, a curar a los niños enfermos, a hacer que salgan uvas en los sarmientos incluso en Diciembre, y luego quiere subir a un monte y convocar a todo el mundo gritándoles que ha venido el Mesías. ¿No es así, Asrael? Y el niño risueño dice que sí, que sí; y, mientras tanto, sigue comiendo. -¿No sabes más que comer? – le dice Tomás para provocarlo – No sabes ni siquiera decir quién es el Mesías. -Es Jesús de Nazaret. -¿Y qué quiere decir «Mesías»? -Quiere decir… quiere decir: el Hombre que ha sido enviado para ser bueno y hacernos buenos a todos. Y ¿qué hace para hacernos buenos? En tu caso, tú, que eres un gamberrete, ¿qué harás para serlo? -Quererlo. Y haré todo, y Él hará todo porque lo querré. Hazlo tú también así y serás bueno. -Ya tienes la lección, Tomás, tienes el precepto: «Quiéreme y harás todo, porque, si me quieres, Yo te amaré, y el amor hará todo en ti». El Espíritu Santo ha hablado. Ven, Asrael, vamos a predicar. ¡Está tan contento Jesús cuando tiene a su lado a un niño, que yo querría llevarle todos los niños y darle a conocer a todos los niños! ¡Muchos de ellos no lo conocen ni siquiera de nombre! Pasa delante de la velada y antes de llegar le dice al niño: -Dile a esa mujer: «La paz sea contigo». -¿Por qué? -Porque tiene «pupa», como tú cuando te caes, y por eso llora; pero, si le dices eso, se le pasa. -La paz sea contigo, mujer. No llores. Me lo ha dicho el Mesías. Si lo quieres, Él también, y te curas – grita el niño, mientras Jesús lo arrastra consigo sin detenerse. Asrael tiene verdaderamente madera de misionero, aunque por el momento se muestre un poco… inoportuno en sus predicaciones diciendo más de lo que se le haya encargado decir. – Paz a todos vosotros. “No dirás falsos testimonios», está escrito. ¿Qué más nauseabundo que un mentiroso? ¿Sería mucho decir que el mentiroso sintetiza crueldad e impureza? No, ciertamente no. El mentiroso – me refiero al que lo es en cosas graves – es cruel; mata el aprecio con su lengua, y, por tanto, no se diferencia del asesino; más aún, digo que es más que un asesino. Éste mata sólo un cuerpo; aquél mata también el buen nombre, el recuerdo de un hombre; por tanto, es dos veces asesino, asesino impune, porque no esparce sangre… pero…, eso sí, daña la reputación de la persona calumniada y, con ella, de toda su familia. El caso de aquel que, jurando lo falso, mande a otro a la muerte, ni siquiera lo considero; sobre ése están acumulados los carbones de la Gehena. Me refiero sólo a aquel que con palabra mentirosa induce a otros y los persuade en perjuicio de un inocente. ¿Por qué lo hace? O por odio sin motivo, o ambicionando tener lo que el otro tiene, o también por miedo. Odio. Tiene odio sólo quien es amigo de Satanás. El bueno no odia nunca, por ninguna razón; aunque lo hayan vilipendiado o perjudicado, perdona. No odia nunca. El odio es el testimonio que de sí misma da un alma perdida, y el testimonio más hermoso en favor del inocente. Porque el odio es la sublevación del mal contra el bien. No se perdona a quien es bueno. Avidez. “Aquél tiene eso que yo no tengo. Yo quiero eso que él tiene, mas sólo sembrando desestimación hacia él puedo llegar a ocupar su lugar. Y yo lo hago. ¿Miento?, ¿qué importa?; ¿robo?, ¿qué importa?; ¿puedo llegar a destruir toda una familia?, ¿qué importa?». El astuto embustero, entre tantas preguntas como se hace, olvida, quiere olvidar, una pregunta, ésta: «¿Y si me desenmascarasen?» Ésta no se la hace, porque, bajo el orgullo y la avidez, es como quien tiene los ojos tapados: no ve el peligro; es como uno ebrio, ebrio por el vino satánico, y no piensa que Dios es más fuerte que Satanás y se encarga de vengar al calumniado. El mentiroso se ha entregado a la Mentira y se fía neciamente de su protección. Miedo. Muchas veces uno calumnia para disculparse a sí mismo. Es la forma más común de mentira. Se ha hecho el mal…, se teme que venga a descubrirse y lo reconozcan como obra nuestra. Entonces, usando y abusando de la estima en que aún nos tienen los otros, he aquí que invertimos el hecho y, lo que hemos hecho nosotros, se lo endosamos al otro, del cual sólo tememos su honestidad. Y también se hace esto porque el otro, algunas veces, ha sido, sin querer, testigo de una mala acción nuestra, y pretendemos así preservarnos de un testimonio suyo: se le acusa para desacreditarlo; así, si habla, nadie lo creerá. ¡Actuad bien, actuad bien, y no tendréis necesidad de esta mentira! ¿No pensáis, cuando mentís, cómo os colocáis un yugo pesado, hecho de sujeción al demonio, de perpetuo miedo a quedar desmentidos y de la necesidad de recordar la mentira, con los hechos y detalles con que fue dicha, incluso años después, sin caer en contradicción?: ¡Un trabajo de galeote! ¡Si al menos sirviera para el Cielo!… pero sirve sólo para prepararse un puesto en el Infierno. Sed francos. ¡Es tan hermosa la boca del hombre que no sabe de mentira alguna!… ¿Que es pobre?, ¿que es inculto?, ¿que no lo conocen?; ¿que es así? Sí. Pero es siempre un rey, porque es una persona sincera, y la sinceridad es más regia que oro o diadema, y eleva por encima de las multitudes más que un trono, y proporciona una corte de personas buenas mayor que la de un monarca. La presencia del hombre sincero alivia y da seguridad, mientras que la amistad con el insincero produce desazón; el simple hecho de tenerlo cerca da un sentido de desazón. Quien miente – dado que la mentira, por mil motivos, pronto aflora – ¿no piensa que luego lo tendrán siempre como sospechoso? ¿Cómo se podrá en un futuro aceptar lo que él dice? Aunque diga la verdad y quien lo oiga lo quiera creer, en el fondo quedará siempre una duda: «¿Estará mintiendo también esta vez?» Diréis vosotros: «Pero, ¿dónde está el falso testimonio?». Toda mentira es falso testimonio, no sólo la legal. Sed sencillos como lo es Dios y como lo es el niño. Sed veraces en todos vuestros momentos de la vida. ¿Queréis ser considerados buenos? Sedlo de verdad. Aunque un maldiciente quisiese hablar mal de vosotros, cien buenos dirían: «No. No es verdad. Es bueno. Sus obras hablan por él». En un libro sapiencial está escrito: «El hombre apóstata se mueve con la perversidad en los labios… en su corazón perverso prepara el mal y en todo tiempo siembra discordias… Seis cosas odia el Señor y la séptima le es execrable: los ojos soberbios, la lengua mentirosa, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que piensa en inicuos proyectos, los pies que corren apresuradamente hacia el mal, el falso testigo que profiere mentiras, y el hombre que siembra discordia entre los hermanos… Por los pecados de la lengua la ruina se avecina al malvado… Quien miente es un testigo fraudulento. El labio veraz permanece inmutable por toda la eternidad, mas el urdidor de lenguaje fraudulento es testigo momentáneo. Las palabras del murmurador parecen sencillas, pero traspasan las entrañas. Por cómo habla se le reconoce al enemigo, cuando en su interior está dando vida a una traición. Si habla en voz baja, no te fíes de él, porque lleva en su corazón siete malicias. Él, con simulación, esconde su odio, mas su malicia quedará de manifiesto… Quien excava la fosa en ella caerá; la piedra le caerá encima a quien la rueda». Viejo como el mundo es el pecado de mentira, e inmutable es el pensamiento de quien en esto es sabio, como inmutable es el juicio de Dios sobre el mentiroso. Yo digo: «Tened siempre un solo lenguaje. El sí sea siempre sí y el no sea siempre no, siempre, aun frente a poderosos y tiranos; y vuestro mérito será grande en el Cielo». Os digo: «Tened la espontaneidad del niño, que por instinto se acerca a quien siente bueno, no buscando sino bondad, y que dice aquello que su propia bondad le hace pensar, sin calcular si es demasiado lo que dice y le pudiera acarrear una reprensión». Podéis ir en paz. Y que seáis amigos de la Verdad. El pequeño Asrael (que se ha pasado todo el tiempo sentado a los pies de Jesús con su cabecita levantada como un pajarito cuando escucha el canto de quien lo ha engendrado) hace un movimiento que es todo dulzura: restriega su carita en las rodillas de Jesús y dice: «yo y Tú somos amigos, porque Tú eres bueno y yo te quiero. Ahora lo digo yo también» y, forzando su vocecita para que lo puedan oír en la vasta estancia, dice, con gestos como los que ha visto hacer a Jesús: -Todos, escuchad: Yo sé a dónde van las personas que no dicen mentiras y aman a Jesús de Nazaret. Suben por la escalera de Jacob. Arriba, arriba, arriba… con los ángeles, y luego se detienen cuando encuentran al Señor» y se ríe contento, mostrando todos sus dientecitos. Jesús lo acaricia, y baja y se mezcla entre la gente. Devuelve al pequeño a su madre: -Gracias, mujer, por haberme dejado a tu niño. -¿Te ha dado guerra? -No. Me ha dado amor. Es un pequeño del Señor. Que el Señor lo acompañe siempre. También a ti. Adiós. Todo termina.