Los discursos en Agua Especiosa: No matarás. Muerte de Doras
«No matarás», está escrito. ¿A cuál de los dos grupos de mandamientos pertenece éste? ¿”A1 segundo», decís? ¿Estáis seguros? Otra pregunta: ¿Es un pecado que ofende a Dios o a la víctima? ¿Decís: «A la víctima’? ¿Estáis seguros de esto también? Os hago una tercera pregunta: ¿Es sólo pecado de homicidio? A1 matar, ¿no cometéis más que este único pecado? ¿»Este sólo», decís? ¿Ninguno tiene duda de ello? Decid en voz alta vuestras respuestas. Que uno hable por todos vosotros, Yo espero. Jesús se inclina a acariciar a una niña pequeña que se ha acercado a Él y que lo está mirando extática, olvidándose incluso de seguir mordisqueando la manzana que, para mantenerla quieta, le ha dado su madre. Se pone en pie un anciano de aspecto grave y dice: -Escucha, Maestro. Yo sirvo a la sinagoga desde hace mucho tiempo y me han dicho que hable en nombre de todos. Hablo pues. Me parece, nos parece, que hemos respondido según justicia y según cuanto nos han enseñado. Baso mi certidumbre en el capítulo de la Ley que habla del homicidio y de las agresiones físicas. Tú sabes, de todas formas, para qué hemos venido: para ser aleccionados, porque reconocemos en ti sabiduría y verdad. Por tanto, si me equivoco, ilumina mis tinieblas a fin de que el anciano siervo vaya a su Rey vestido de luz. Y, como conmigo, hazlo también con éstos, que son de mi rebaño y que han venido con su pastor a beber las fuentes de la Vida – y se inclina, antes de sentarse, con el máximo respeto. -¿Quién eres, padre? -Cleofás, de Emaús, tu siervo. -No mío, sino de Aquel que me ha enviado, porque debe dársele al Padre toda prioridad y todo amor en el Cielo, en la Tierra y en los corazones. El primero que le tributa este honor es su Verbo, el cual toma y ofrece en la mesa sin defecto los corazones de los buenos como hace el sacerdote con los panes de la proposición. Mas escucha, Cleofás, para que vayas a Dios enteramente iluminado conforme a tu santo deseo. Para medir una culpa es necesario pensar en las circunstancias que la preceden, la preparan, la justifican, o la explican. ¿A quién he matado?, ¿qué he matado?, ¿dónde?, ¿con qué medios?, ¿por qué he matado?, ¿cómo he matado?, ¿cuándo he matado?: éstas son las preguntas que debe hacerse quien ha matado, antes de presentarse a Dios para pedirle perdón. ¿A quién he matado? A un hombre. Yo digo: a un hombre. No pienso ni considero si es rico o si es pobre, si es libre o si es esclavo. Para mí no existen esclavos u hombres de poder. Existen sólo hombres creados por un único; por tanto, todos iguales. En efecto, frente a la majestad de Dios es polvo hasta el más poderoso monarca de la tierra, y ante sus ojos y ante los míos no existe sino una esclavitud: la del pecado, por tanto, la de estar bajo Satanás. La Ley antigua distingue entre libres y esclavos, y entra en detalles acerca del hecho de matar en el acto o matar dejando sobrevivir un día o dos, o también acerca de si la mujer encinta muere por el golpe recibido, o si pierde la vida sólo su fruto. Pero esto se dijo cuando estaba aún lejana la luz de la perfección. Ahora se halla entre vosotros, y dice: Quienquiera que mate a un semejante suyo peca; y no peca sólo con el hombre, sino también contra Dios. ¿Qué es el hombre? El hombre es la criatura soberana que Dios ha creado para ser rey en la creación, creado a su imagen y semejanza, dándole la semejanza según el espíritu, y la imagen extrayendo de su pensamiento perfecto esta perfecta imagen. Observad el aire, la tierra y las aguas. ¿Acaso veis animal alguno o planta alguna que, por muy hermosos que sean, igualen al hombre? El animal corre, come, bebe, duerme, genera, trabaja, canta, vuela, se arrastra, trepa… pero no tiene la capacidad de hablar. El hombre, como el animal, sabe correr y saltar, y en el salto es tan ágil que emula al ave; sabe nadar, y nadando es tan veloz que semeja al pez; sabe arrastrarse como lo hace un reptil; sabe trepar asemejándose al simio; sabe cantar, y en esto se parece a los pájaros. Sabe engendrar y reproducirse… Pero, además, sabe hablar. No digáis como objeción: «Todo animal tiene su lenguaje». Sí. Uno muge, otro bala, el otro rebuzna, el otro pía, o gorjea… pero, desde el primer bovino al último, siempre tendrán al mismo y único mugido, y así igualmente el ovino balará hasta el fin del mundo, y el burro rebuznará como rebuznó el primero, y el pardal siempre emitirá su breve canto, mientras que la alondra y el ruiseñor cantarán el mismo himno (al Sol, la primera; a la noche estrellada, el segundo), aunque sea el último día de la Tierra, de la misma manera que saluda-ron al primer Sol y a la primera noche terrestre. El hombre, por el contrario, debido a que no tiene sólo la campanilla y la lengua, sino que también tiene un conjunto de nervios centrados en el cerebro, sede del intelecto, sabe – debido a ello – captar las sensaciones nuevas y reflexionar en ellas y darles un nombre. Adán puso por nombre «perro» a su amigo, y llamó «león» a aquel que, por su melena tupida y derecha en una cara ligeramente barbada, se le parecía más; llamó «oveja» a la cordera que lo saludaba mansamente, y llamó «pájaro» a esa flor de plumas que volaba como la mariposa y que además emitía, dulce, un canto que ésta no posee. Y andando el tiempo, a lo largo de los siglos, los hijos de Adán siguieron creando nuevos nombres, a medida que «fueron conociendo» las obras de Dios en las criaturas, o cuando – por la chispa divina que hay en el hombre – engendraron, además de otros hijos, cosas útiles, o nocivas, para esos mismos hijos (si estaban con Dios o contra Dios: están con Dios quienes crean y llevan a cabo cosas buenas; están contra Dios quienes crean cosas que resultan maléficas para el prójimo). Dios venga a los hijos suyos que han sido torturados por el mal ingenio humano. El hombre es, pues, la criatura predilecta de Dios. Aunque en la presente situación sea culpable, continúa siendo el más querido por Él: lo testifica el hecho de que haya enviado a su mismo Verbo – no a un ángel, un arcángel, querubín o serafín, sino a su Verbo -, revistiéndolo de la humana carne, para salvar al hombre; y no consideró indigna esta veste para hacer capaz de sufrir y expiar a Aquel que, por ser como Él purísimo Espíritu, no habría podido sufrir y expiar la culpa del hombre. El Padre me dijo: «Serás hombre: el Hombre. Yo hice ya un hombre, perfecto, como todo lo que hago. Había dispuesto para él una vida dulce, una dulcísima dormición, un beato despertar, una beatísima permanencia eterna en mi celeste Paraíso. Pero, como Tú sabes, en ese Paraíso no puede entrar nada contaminado, porque en él Yo-Nosotros, Dios Uno y Trino, tenemos trono, y ante este trono no puede haber sino santidad. Yo soy el que soy. Mi divina naturaleza, nuestra misteriosa Esencia, no puede ser conocida sino por aquellos que no tienen mancha. A1 presente, el hombre, en Adán y por Adán, está sucio. Ve. Límpialo. Es mi deseo. Serás Tú, de ahora en adelante, el Hombre, el Primogénito, porque serás el primero en entrar aquí con carne mortal sin pecado, con alma sin culpa original. Los que te han precedido sobre la faz de la tierra, así como los que te seguirán, tendrán vida por tu muerte de Redentor». Sólo podía morir quien previamente hubiera nacido; Yo he nacido, y moriré. El hombre es la criatura predilecta de Dios. Decidme: si un padre tiene muchos hijos y uno de ellos es su predilecto – la pupila de sus ojos – y se lo matan, ¿no sufrirá más que si la víctima hubiera sido otro de sus hijos? No debería ser así, porque el padre debería ser justo con todos sus hijos, pero de hecho así sucede, y es porque el hombre es imperfecto. Sin embargo, Dios lo puede hacer con justicia, porque el hombre es la única de las criaturas que tiene en común con el Padre Creador el alma espiritual, signo innegable de la paternidad divina. ¿Si se le mata un hijo a un padre, se ofende sólo al hijo? No; también al padre. En la carne, al hijo; en el corazón, al padre: ambos son víctimas. ¿Matando a un hombre se ofende sólo al hombre? No; también a Dios. En la carne, al hombre; en su derecho, a Dios: sólo a Dios le corresponde el dar o quitar la vida y la muerte. Matar es usar violencia contra Dios y contra el hombre. Matar es penetrar en el dominio de Dios. Matar es faltar contra el precepto del amor. Quien mata no ama a Dios, porque destruye una obra de sus manos: un hombre. Quien mata no ama al prójimo, porque le priva al prójimo de aquello que el homicida quiere para sí: la vida. Ved que así he dado respuesta a las dos primeras preguntas. ¿En dónde he agredido a mi víctima? Se puede hacer en la calle, en casa de la víctima o atrayéndola a la propia casa. La agresión puede recaer en uno u otro órgano, causando mayor sufrimiento. Puedo cometer incluso dos homicidios en uno, si la víctima es una mujer que tiene el seno grávido de su fruto. Se puede matar en la calle sin tener intención de hacerlo. Un animal que se escape a nuestro control puede matar a un transeúnte; pero entonces en nosotros no hay premeditación. Si, por el contrario, uno va, armado de puñal bajo las hipócritas vestiduras de lino a la casa de su enemigo – y sucede con frecuencia que es enemigo el que ha cometido la equivocación de ser mejor -, o lo invita a su casa, aparentemente por deferencia hacia él, y luego lo degüella y lo echa al pozo, entonces hay premeditación y la culpa es completa en malicia, en crueldad, en violencia. Si, matando a la madre, mato también a su fruto, entonces Dios me pedirá cuentas de dos, porque el vientre que engendra a un nuevo hombre según el precepto de Dios es sagrado, como lo es la pequeña vida que en aquél madura, a la que Dios ha dado un alma. ¿Qué medios he utilizado?En vano uno dirá: «No quería matar», cuando en realidad iba armado con un arma segura. En un momento de ira incluso las manos se transforman en arma, y la piedra cogida del suelo, o la rama arrancada del árbol. Mas aquel que observa fríamente el puñal o el hacha y, si cree que cortan poco, los afila, y luego se los ciñe al cuerpo de forma que no se vean pero pueda empuñarlos con facilidad, y preparado de tal suerte va adonde su rival, ciertamente no podrá decir: «No había en mí deseo de agredir». Y aquel que prepara un veneno cogiendo hierbas y frutos venenosos y haciendo con ellos polvo o bebida, y luego lo ofrece a la víctima, como especia o como sidra, ciertamente no podrá decir: «No quería matar». Y ahora escuchadme vosotras, mujeres, tácitas e impunes asesinas de tantas vidas. Separar de vuestro seno un fruto que crece en él, por el hecho de que provenga de culpable simiente, o porque sea un vástago no deseado, una carga a vuestro lado, o una carga para vuestra economía, también es matar. Hay un solo modo de no tener esa carga: permanecer castas. No unáis homicidio con lujuria, violencia con desobediencia; no creáis que Dios no ve porque el hombre no vea. Dios ve todo y se acuerda de todo. Tenedlo presente también vosotras. ¿Por qué he matado? ¡Oh, por cuántos porqués! Desde el desequilibrio desencadenado en vosotros inesperadamente por una emoción violenta (veros profanado el tálamo, encontraros con un ladrón dentro de casa, un inmundo intento de violar a vuestra hija en la flor de la adolescencia), hasta el frío y meditado cálculo para liberarse de un testigo peligroso, de alguien que obstaculice el propio camino, de alguien a cuyo puesto se aspira o cuya riqueza se ambiciona: éstas, y otras muchas parecidas, son las razones. Pues bien, Dios puede conceder el perdón a quien, febril por el dolor, asesina, mas no se lo concede a quien lo hace por ambición de poder o para ganarse la estima de los demás. Obrad siempre bien para no temer ni el ojo ni la palabra de nadie. Contentaos con lo vuestro para no aspirar a lo ajeno hasta el punto de convertiros en asesinos por conseguir lo que es del prójimo. ¿Cómo he matado? ¿Ensañándome con la víctima aun después de la primera reacción impulsiva? En algunas ocasiones el hombre no se puede frenar, porque Satanás lo impele al mal del mismo modo que el hondero lanza la piedra. Pero, ¿qué diríais de una piedra que, habiendo dado en el blanco, volviera por sí misma a la honda para ser lanzada de nuevo y de nuevo golpear en su objetivo? Diríais: «Está poseída por una fuerza mágica e infernal». Así es el hombre que da un segundo, un tercero, un décimo golpe, después del primero, con la misma saña; porque la ira desaparece para dar paso a la razón inmediatamente después del primer impulso, si éste obedece a un motivo en cierto modo justificable, mientras que, por el contrario, la saña aumenta cuantos más golpes recibe la víctima en el verdadero asesino, o sea, en el satanás que no tiene ni puede tener piedad del hermano porque, siendo un satanás, es odio. ¿Cuándo he matado? ¿Durante el primer impulso? ¿Una vez que éste ha cesado? ¿Fingiendo haber perdonado, mientras que en realidad ha ido fermentando cada vez más el rencor? ¿O he esperado incluso años para cometer el asesinato, produciendo así un doble dolor al matar al padre a través de los hijos? Así podéis ver cómo al matar se viola el primero y el segundo grupo de mandamientos. En efecto, al hacerlo os arrogáis el derecho de Dios y pisoteáis al prójimo. Es pecado, por tanto, contra Dios y contra el prójimo. Cometéis no sólo un pecado de homicidio, sino también de ira, de violencia, de soberbia, de desobediencia, de sacrilegio, y, en ocasiones – si matáis para haceros con un puesto o con una bolsa -, de codicia. Y no – aludo a ello, os lo explicaré mejor otro día – y no se peca de homicidio sólo con un arma o con veneno; también calumniando. Meditad en ello. Y digo que el amo que da una paliza a un esclavo, pero con la astucia de que no se le muera entre sus manos, es doblemente culpable. El hombre esclavo no es dinero del amo, es alma de su Dios. ¡Maldito sea, eternamente, quien lo trata peor que a un buey! El rostro de Jesús está fulgurante y su voz truena. Todos lo miran sorprendidos, porque antes hablaba con serenidad. Maldito sea. La Ley nueva abroga la dureza contra el esclavo, todavía justa cuando en el pueblo de Israel no había hipócritas que se fingían santos y agudizaban el ingenio sólo para sacar el máximo provecho y eludir la Ley de Dios. Pero al presente – rebosando Israel de estos seres viperinos, que hacen lícito el placer sólo porque ellos son ellos, los miserables poderosos a quienes Dios mira con odio y asco -, al presente Yo digo: ya no es así. Caen los esclavos en los surcos o ante las piedras de molino; caen, con los huesos quebrantados, visibles los nervios, a causa del látigo. Los acusan de falsos delitos para poderlos golpear, para justificar su propio sadismo satánico. Hasta el milagro se usa como acusación para tener derecho a golpearlos. Ni el poder de Dios, ni la santidad del esclavo convierte su alma retorcida. No puede ser convertida. El bien no entra donde hay saturación de mal. Pero Dios ve, y dice: «¡Basta!». Demasiados son los Caínes que matan a los Abeles. Y ¿qué os pensáis, inmundos sepulcros blanqueados por fuera, por fuera cubiertos con las palabras de la Ley mientras que por dentro se pasea el rey Satanás y pulula el satanismo más astuto, qué os pensáis?, ¿que es sólo Abel hijo de Adán?, ¿que el Señor mira benigno sólo a quienes no son esclavos de hombre mientras que rechaza el único ofrecimiento que puede elevarle el esclavo, el de su honestidad sazonada de llanto? No. En verdad os digo que todo aquel que es justo es un Abel, aunque esté cargado de grilletes, aunque esté muriendo en la gleba, o sangrando por vuestras flagelaciones; en verdad os digo que son Caínes todos los injustos que le dan a Dios, por orgullo, no por verdadero culto, lo que está inquinado con su pecar, y manchado de sangre. Profanadores del milagro. Profanadores del hombre, asesinos, sacrílegos. ¡Fuera! ¡Fuera de mi presencia! ¡Basta! Yo digo: basta. Y puedo decirlo, porque soy la divina Palabra que traduce el Pensamiento divino. ¡Fuera! Jesús, en pie, erguido, sobre su tosca tarima, presenta un aspecto tan grave, que verdaderamente asusta. Su brazo derecho extendido señalando a la puerta de salida; sus ojos, dos fuegos azules: parece fulminar a los pecadores presentes. La niña pequeña que estaba a sus pies se echa a llorar y corre hacia donde su mamá. Los discípulos se miran sorprendidos y tratan de ver a quién va dirigida la invectiva. La multitud se vuelve también con mirada interrogativa.Por fin se descubre el enigma. En el fondo, fuera de la puerta, semioculto tras un grupo de altos aldeanos, se deja ver Doras, aún más seco que antes, amarillo, lleno de arrugas, todo él nariz y mentón prominente. Lleva consigo un siervo que le ayuda a moverse porque parece medio paralítico. ¿Quién podía verle entre la gente que está en el patio? Osa hablar con su voz ronca: -¿Me dices a mí? ¿Lo dices por mí? -Por ti, sí. Sal de mi casa. -Salgo. Pero pronto ajustaremos las cuentas, no lo dudes. -¿Pronto? ¡Enseguida!. Te dije en su momento que el Dios del Sinaí te espera. -También a ti, maléfico, que a mí me has acarreado las enfermedades y a mis tierras los animales dañinos. Volveremos a vernos, para gozo mío. -Sí. Y no te agradará el volver a verme, porque Yo te voy a juzgar. -¡Ja! ¡Ja! mald… – Hace unos aspavientos, gorgotea… y cae. -¡Ha muerto! – grita el siervo. -¡Ha muerto el patrón! ¡Bendito seas, Mesías, vengador nuestro! -No Yo. Dios, Señor eterno. Que ninguno se contamine: que sólo el siervo se ocupe de su patrón. Y sé bueno con su cuerpo. Sed buenos, vosotros todos, sus siervos. No exultéis de alegría, con resentimiento, por el caído, para no merecer condena. Que Dios y el justo Jonás se os muestren siempre amigos, y Yo con ellos. Adiós. -¿Ha muerto porque Tú así lo has querido? – pregunta Pedro. -No. Pero el Padre ha entrado en mí… Es un misterio que no puedes entender. Sólo has de saber que no es lícito arremeter contra Dios. Él, sin concurso ajeno, se toma venganza. -¿Y no podrías decirle al Padre tuyo que hiciera morir a todos los que te odian? -¡Calla! ¡Tú no sabes de qué espíritu eres! Yo soy Misericordia, no Venganza. Se acerca el anciano de la sinagoga: -Maestro, has resuelto todos mis interrogantes, la luz está en mí. Bendito seas. Ven a mi sinagoga. No le niegues a un pobre viejo tu palabra. -Iré. Vete en paz. El Señor está contigo. Mientras la multitud se va yendo lentamente, todo termina.