Los discursos en Agua Especiosa: Santifica las fiestas. El niño de las piernas fracturadas
El día – aunque aún llueva – está menos insoportable y permite a la gente ir donde el Maestro. Jesús escucha aparte a dos o tres que tienen grandes cosas que decirle y que luego se van a su sitio, más tranquilos. Bendice también a un niñito que tiene las piernecitas fracturadas de forma calamitosa y que ningún médico ha querido tratar de curar, pues decían: «Es inútil. Están rotas arriba, junto a la columna». Esto lo dice la madre, bañada en lágrimas; explica: «Iba corriendo con su hermanita por la calle del pueblo. Vino al galope con su carro un herodiano y lo arrolló. Pensé que lo había matado, pero ha sido peor. Ya ves: lo tengo en esta tabla porque… no hay nada que hacer. Y sufre, sufre porque el hueso perfora; pero cuando el hueso deje de perforar, seguirá sufriendo porque sólo podrá estar echado sobre la espalda». -¿Te duele mucho? – le pregunta, piadoso, Jesús al niñito, que está llorando. -Sí. -¿Dónde? -Aquí… y aquí – y se toca con la manecita insegura los dos huesos ilíacos – Y también aquí y aquí – y se toca las zonas lumbares y los hombros – La tabla es dura y yo quiero moverme, yo… – y llora desesperado. -¿Quieres que te tome en brazos? ¿Quieres? Te llevo allí arriba. Ves a todos mientras Yo hablo. -¡Síii! – es un «sí» lleno de anhelo. El pobrecito niño tiende a Jesus sus brazos suplicantes. -Pues entonces ven. -¡Pero si no puede, Maestro! ¡Es imposible! Le duele demasiado… Ni siquiera lo puedo mover yo para lavarle. -No le hago daño. -El médico… -El médico es el médico, Yo soy Yo. ¿Por qué has venido? -Porque eres el Mesías – responde la mujer, que se pone pálida y roja, con un sentimiento de esperanza y de desesperación al mismo tiempo. -¿Entonces…? Ven, pequeñuelo. Jesús, pasando un brazo por debajo de las inertes piernecitas y el otro por debajo de los hombritos, toma al niño y le pregunta: «-¿Te hago daño? ¿No? Pues entonces di adiós a tu mamá y vamos. Y va caminando con su carga, entre la muchedumbre que se va abriendo a su paso. Va hasta el otro extremo, sube a una especie de tarima que le han hecho para que lo vean todos, incluso los que están en el patio, pide una banqueta y se sienta, se coloca bien al niño sobre sus rodillas y le pregunta: -¿Te gusta? Ahora estate tranquilo y escucha tú también – y empieza a hablar, haciendo gestos con una mano sólo, la derecha, porque con la izquierda está sujetando al niño, que mira a la gente, feliz de ver algo, y sonríe a su mamá – a quien la esperanza tiene llena de impaciencia – que está en el otro extremo, y juguetea con el cordón de la vestidura de Jesús así como con la blanda barba rubia del Maestro y con un mechón de sus largos cabellos. -Está escrito: «Cumple un trabajo honesto y el séptimo día dedícaselo al Señor y a tu espíritu». Esto fue dicho con el mandamiento del descanso sabático. El hombre no es superior a Dios; y Dios hizo en seis días su creación y el séptimo descansó. ¿Cómo, pues, el hombre se toma la libertad de no imitar al Padre y de no prestar obediencia a su mandamiento? ¿Acaso es un precepto estúpido? No. Se trata, ciertamente, de un imperativo saludable, tanto en el orden de la carne, como en el moral, como en el del espíritu. El cuerpo del hombre, cuando está cansado, tiene necesidad de descansar, de la misma forma que la tiene el cuerpo de todo ser creado. Descansa incluso – y se lo permitimos, para no perderlo – el buey que usamos en el campo, el asno que nos transporta, la oveja que pare al cordero y nos da leche. Descansa incluso – y la dejamos descansar – la tierra de los campos de labor, para que, en los meses en que no está sembrada, se nutra y se sature de las sales que le llueven del cielo o provienen del terreno. Descansan adecuadamente, incluso sin pedirnos el beneplácito, los animales y las plantas, que obedecen a leyes eternas de una sabia regeneración. ¿Por qué, pues, el hombre se niega a imitar a su Creador, que el séptimo día descansó, y a los seres inferiores – sean vegetales o animales – que, no habiendo recibido sino un imperativo en su instinto, saben conformarse a él y obedecerlo? Además de físico, es un imperativo moral. El hombre, durante seis días, ha sido de todos y de todo; lo han llevado arriba y abajo, como hace con un hilo el dispositivo del telar, sin poder decir en ninguna ocasión: “Ahora me dedico a mí mismo, a mis seres queridos; soy el padre, hoy soy de mis hijos; soy el marido, hoy me dedico a mi esposa; soy el hermano, disfrutaré estando con mis hermanos; soy el hijo, voy a cuidar la vejez de mis padres». Es un imperativo espiritual. El trabajo es santo; más santo es el amor; santísimo, Dios. Pues entonces no nos olvidemos de darle al menos uno de entre los siete días a nuestro bueno y santo Padre, que nos ha dado la vida y nos la conserva. ¿Por qué vamos a tratarlo como si fuera menos que el padre o que los hijos, o que los hermanos, o la esposa, o que nuestro mismo cuerpo? El dies Domini sea del Señor. ¡Oh, dulce regresar, después del trabajo del día, por la noche, al ambiente acogedor del hogar lleno de entrañables sentimientos, dulce regresar a él tras un largo viaje! Y ¿por qué no ampararse, después de seis jornadas de trabajo, en la casa del Padre? ¿Por qué no ser como el hijo que, al volver de un viaje de seis días, dice: “Aquí estoy, vengo a pasar mi día de descanso contigo»? Bien, ahora escuchadme; he dicho: «Cumple un honesto trabajo». Sabéis que nuestra Ley prescribe el amor al prójimo. La honradez en el trabajo se inscribe en el amor al prójimo. Quien es honrado en su trabajo no roba en las transacciones, no le sustrae al trabajador su salario, no lo explota de manera culpable, tiene presente que quien está a su servicio y quien trabaja para él son una carne y un alma como las suyas, y no los trata como si fueran pedazos de piedra sin vida que es lícito romper o golpear con el pie o con el hierro. Quien no actúa así no ama al prójimo y peca por ello ante los ojos de Dios; su ganancia es maldita, aunque de ella separe el óbolo para el Templo. ¡Oh, qué falsa es esa dádiva! ¿Cómo puede atreverse a depositarla al pie del altar, cuando está rebosando lágrimas y sangre del inferior, explotado; cuando es un «hurto», es decir, una traición respecto al prójimo (porque el ladrón es un traidor respecto a su prójimo)? Creedlo: no se santifican las fiestas si no se usan para escudriñarse uno a sí mismo, si no se aprovechan para mejorarse uno a sí mismo, para reparar los pecados cometidos durante los otros seis días. ¡En esto consiste la santificación de la fiesta! Ésta es, no otra, enteramente exterior, que no cambia ni en una jota vuestro modo de pensar. Dios quiere obras vivas, no simulacros de obras. Simulacro es la falsa veneración a su Ley; simulacro es la falaz santificación del sábado, o sea, el cumplimiento del descanso para mostrar ante los ojos de los hombres que se obedece al mandamiento, usando luego esas horas de ocio para el vicio, la lujuria, la crápula, o para pensar en cómo explotar y perjudicar al prójimo en la siguiente semana; es simulacro la santificación del sábado, o sea, el descanso material, si éste no se ve acompañado del trabajo íntimo, espiritual, santificante, de un recto examen de uno mismo, de un humilde reconocimiento de la propia miseria, de un serio propósito de obrar mejor en la semana siguiente. Diréis: «¿Y si luego se vuelve a pecar?». Pues bien, ¿qué diríais vosotros de un niño que por haberse caído se negara a dar ya un solo paso para, así, no volverse a caer?: que es un estúpido; que no tiene por qué avergonzarse de caminar aún con paso inseguro, porque a todos nos pasó cuando éramos pequeños, y no por ello nuestro padre no nos amó. ¿Quién no recuerda cómo nuestras caídas nos han atraído una lluvia de besos maternos y de caricias paternas? Lo mismo hace el Padre dulcísimo que está en los Cielos. Se inclina hacia su criatura, que llora en el suelo, y le dice: «No llores, Yo te levanto. Estate más atento la próxima vez. Ven a mis brazos; en ellos se te pasarán todos tus males para seguir luego tu camino, fortalecido, curado, feliz». Esto dice nuestro Padre que está en los Cielos, esto os digo Yo. Si lograrais tener fe en el Padre, todo os saldría bien; una fe que debe ser, eso sí, como la de un párvulo. El niño cree que todo es posible, no se pregunta si puede y cómo puede darse un hecho; no mide la profundidad del hecho; cree en quien le inspira confianza, y hace lo que éste le dice. Sed como los pequeños ante el Altísimo. ¿Qué amor tiene Él por estos desambientados ángeles que constituyen la belleza de la Tierra! Así ama a las almas que se hacen simples, buenas, puras, como es el niño. ¿Queréis ver la fe de un niño para aprender a tener fe? Observad. En todos vosotros se veía una compasión hacia el pequeñuelo que tengo en mi pecho y que, contrariamente a lo que los médicos y la madre decían, no ha llorado estando sentado en mi regazo. ¿Veis? Hacía mucho tiempo que lloraba día y noche sin poder hallar descanso, y aquí no ha llorado; se ha dormido, sereno, sobre mi corazón. Le pregunté: «¿Quieres venir a mis brazos?», y él me contestó: «sí», sin razonar sobre su mísero estado, sobre el posible dolor que podría sentir, sobre las consecuencias de moverlo. Ha visto en mi rostro amor y ha dicho: «sí», y ha venido. Y no ha sentido dolor. Ha gozado estando aquí arriba viendo, él, que está clavado a su tabla lisa; ha gozado al colocarlo en una carne blanda y no en una madera dura; ha sonreído, ha jugado y se ha dormido teniendo entre sus manitas un mechón de mis cabellos. «Ahora lo voy a despertar con un beso… Jesús besa al niño en sus delicados cabellos castaños, hasta que se despierta sonriente. -¿Cómo te llamas? -Juan. -Escúchame, Juan. ¿Quieres andar?, ¿ir con tu mamá y decirle: «El Mesías te bendice por tu fe»? -¡Sí! ¡Sí! – El pequeño da palmadas con sus manitas y pregunta: -¿Haces que pueda ir? ¿Por los prados? ¿Se acabó la tabla fea? ¿Se acabaron los médicos que hacen daño? -Se acabó, se acabó para siempre. -¡Ah…, cuánto te quiero! Echa sus bracitos en torno al cuello de Jesús y lo besa y, para besarlo mejor, salta de rodillas encima de sus rodillas: una granizada de besos inocentes cae sobre la frente, sobre los ojos, sobre los carrillos de Jesús. En su alegría, el niño ni siquiera se da cuenta de que se ha podido mover; él, que hasta ese momento había estado quebrantado. Pero el grito de su madre y de la multitud le hace volver en sí y girar la cabeza asombrado. Sus grandes ojos inocentes en el rostro enflaquecido miran como preguntando por qué. Todavía de rodillas, con el bracito derecho en torno al cuello de Jesús, le pregunta en tono confidencial (refiriéndose a la gente, que está revolucionada, a su madre, que en el otro extremo lo llama uniendo su nombre al de Jesús: -¡Juan! ¡Jesús! ¡Juan! ¡Jesús! -¿Por qué grita la gente y mi madre? ¿Qué les pasa? ¿Eres Tú Jesús? -Soy Yo. La gente grita porque está contenta de que puedas andar. Adiós, pequeño Juan – Jesús lo besa y lo bendice -. Ve con tu mamá y sé bueno. El niño baja, firme, de las rodillas de Jesús y de éstas al suelo, y corre hacia donde está su madre, le salta al cuello y dice: -Jesús te bendice. ¿Por qué lloras entonces? La gente está un poco más callada, Jesús dice con voz de trueno: -¡Haced como el pequeño Juan, vosotros, que, cayendo en el pecado, os herís! ¡Tened fe en el amor de Dios! La paz sea con vosotros. Y mientras el vocerío de la multitud, prorrumpiendo en gritos de hosanna, se mezcla con el llanto dichoso de la madre, Jesús, protegido por los suyos, sale de la estancia, y todo termina.